CAPÍTULO 17

 

 

 

Por el temor de toparme con alguien de la corte de Luis Felipe que me reconociera, permanecí esos días en mi habitación de la posada fingiéndome enfermo. Ibrahim me llevaba potingues insípidos a la hora de las comidas. Había regresado de Claremont House con información sobre sus ocupantes. Efectivamente, con el rey estaba su familia y un contingente de guardas que pronto marcharían de regreso a Francia. De Guizot se rumoraba que sería invitado a impartir clases en Oxford, pero nada de eso se había materializado. El duque Étienne-Denise Pasquier, presidente de la Cámara de los Pares y fiscal de mi caso, se había retirado al campo en Normandía, a escribir. No debía temer entonces toparme con ellos, pero, según opinión de Ibrahim, cualquiera de los gendarmes podía reconocerme. Toda precaución era aconsejable, me dijo, dados los rumores que corrían en Francia y que acertadamente alegaron que me encontraba con vida, oculto en la isla de Wight.

No concebía presentarme ante el rey bajo un disfraz, como aconsejaba Ibrahim, o aparecer de pronto en su camino saliendo de detrás de un seto en el jardín de Claremont House, o usar algún otro recurso novelesco. Sufría el dilema de si hacer o no el ridículo para protegerme. Una reunión como ésta implicaba riesgo. No quería causarle nuevos problemas al rey, pero las alternativas no abundaban. Decidí optar por la solución más sencilla: escribir una carta que Ibrahim se encargaría de entregar, utilizando su amistad con Euphemie, quien fuera dama de compañía de madame Adeläide, antes de que ésta muriera.

 

Las palabras son inadecuadas para expresar mi agradecimiento. Soy un vasallo suyo y estoy dispuesto a actuar como me indique. La isla de Wight ha sido un excelente refugio, pero los rumores empiezan a perseguirme hasta allí. Necesito ir más lejos, pero soy un fantasma sin recursos. Si usted, Majestad, me permitiese un rato de su tiempo, quisiera expresarle mi gratitud de modo personal y discutir la manera en que mi hermano Edgard podrá resarcirle del préstamo que me veo obligado a solicitarle para desaparecer de una buena vez de su vida.

 

Sellé la carta con laca roja, usando la cacha de mi bastón. Una cacha anodina, sin escudo de nobleza, ni nada que pudiese delatarme, pero que aseguraba que nadie que no fuese su Majestad, tendría acceso a su contenido. Ibrahim salió a entregarla al día siguiente.

Luis Felipe respondió unos días después. Me pedía que esperara a que marcharan los gendarmes. Una vez que estuviese solo con su familia, podría recibirme.

La solicitud de acercarme a Claremont House llegó al poco tiempo. Ibrahim preparó mi camisa y me vestí cuan dignamente pude con las ropas de burgués, las únicas con las que contaba.

Pensé que Luis Felipe me recibiría solo en su despacho, que mi aparición sería tratada con sigilo y discreción. Me encasqueté un sombrero de bombín, me eché encima la capa gruesa de invierno y, acompañado por Ibrahim, nos personamos en Claremont House poco después del atardecer. Ibrahim había recibido instrucciones de tocar a la puerta principal. Para mi sorpresa y asombro, Antoine de Orleans, duque de Montpensier, el hijo menor del rey, fue quien salió a recibirme. Era un joven de rostro afable y grueso bigote, alto, apuesto y con el don de gentes del padre. Me abrazó afectuosamente pues me conocía desde que era un adolescente. Me quedé paralizado.

—¿Quién iba a decirnos que nos reencontraríamos en estas circunstancias? —Sonrió—. Es usted como un Lázaro —me dijo con ironía—. Pase, pase, lo estamos esperando para cenar.

Asentí y sonreí sin atinar a decir nada, aturdido al percatarme de que Luis Felipe les había confiado la falacia de mi muerte. No podía comprenderlo y no tenía la presencia de ánimo, atrapado en esa situación, de evadir mi forzada resurrección, o de reprocharle a nadie que revelara mi buen guardado secreto. Lo seguí como sonámbulo. Ibrahim se retiró discretamente, no sin antes transmitirme con los ojos cuán absurda y desacertada le parecía la decisión del rey.

La casa era una mansión sobriamente decorada, con grandes espejos y jarrones y una escalinata ancha que llevaba a los pisos superiores. Entramos al comedor. El rey aún no estaba en el salón, pero la usualmente callada reina María Amelia me dijo al oído cuando me acerqué a saludarla.

—Charles, perdona al rey; está un poco alterado por lo que ha sucedido. Nada parece ya importarle, pero no te preocupes. He hecho jurar silencio a cada uno de los que están aquí.

Las mejillas me ardían. Seguramente las tendría rojas. Me embargaba una profunda vergüenza. Acalorado, sin otra alternativa, di vuelta alrededor de la mesa. Saludé a la esposa de Antoine, la infanta Luisa Fernanda de España, a la duquesa de Nemours, Victoria, esposa de Luis de Orleans, el segundo hijo del rey, y la bellísima princesa Clementina de Orleans y su esposo el príncipe Augusto. Tanto Victoria como Augusto eran primos hermanos de la reina Victoria de Inglaterra. Ellos me explicaron más tarde que Claremont House era una de las casas favoritas de la reina. Había pertenecido a su tío preferido, Leopoldo. Cuando éste fue nombrado rey de Bélgica, dejó la casa a la joven Victoria, quien había pasado allí muchos veranos. Que ella se la cediera a la depuesta familia real francesa demostraba el afecto cercano que les profesaba.

Extraña es la mente y la vida. Luego de mi consternación, mi vergüenza y pánico inicial, sentí un enorme alivio. Podía ser yo otra vez. No tenía que fingir. Desde mi salida de París, no tenía la oportunidad de estar en compañía de otros nobles. La mesa estaba exquisitamente servida, con la vajilla de la casa de Sajonia, velas en candelabros de plata y un mantel que supuse sería de alguna casa de bordados de Brujas en Flandes. Al tiempo que una parte de mí se regocijaba de estar de nuevo en mi pasado, la incongruencia de esa escena con mi vestimenta y mi actual situación me causaba una discordancia interior que me llenaba de torpeza. Oír que me llamaban Charles o Théobald, saber que en todos flotaba la pregunta de si yo era o no culpable, pensar que arderían de curiosidad por saber los detalles de la aciaga noche en que muriera Fanny, me causaba gran inquietud. Hice un esfuerzo por disimular mi nerviosismo y actuar con naturalidad. Después de todo, pensé, también se estarían acostumbrando a una circunstancia desconocida. Éramos todos náufragos de una Francia que nos había echado de su seno con violencia. Ellos venían de vivir una revolución que los había arrojado fuera de la vida cómoda y poderosa que hasta ahora disfrutaran. Yo podría encaminar la charla en esa dirección, preguntarles por su experiencia, obligarlos a rememorar sus miedos ante la plebe salida de curso que se acumuló frente a las Tullerías y que obligó a Luis Felipe a decidirse entre perder el poder o no sé cuántas vidas que hubiesen perecido a una orden suya.

—Siéntate, Charles —me pidió la reina, adivinando mi desconcierto. Me senté al lado derecho de la princesa Clementina, quien se encontraba a la diestra del sitio aún vacío del rey en la cabecera. Terminaba de acomodarme cuando hizo su entrada Luis Felipe. Nos pusimos todos de pie. Él se acercó a mí directamente y me abrazó efusivo y sentimental.

—Mi amigo, Charles Choiseul de Praslin —dijo mirándome mientras conservaba sus manos en mis hombros y me examinaba—. Te veo repuesto. Lamento que nos volvamos a encontrar como soldados derrotados en territorio extraño. Ya me contarás cómo han sido tus meses en la isla de Wight. A la reina Victoria debemos todos estos refugios donde podemos ser nosotros mismos con dignidad. Charles Théobald me acompañó en la primera visita que hice a la reina Victoria —añadió, dirigiéndose a los demás—. ¿Recuerdas, Charles, el vagón de su tren en Gosport?

—Por supuesto —asentí, sonriendo.

—Ha pasado tan poco tiempo desde esa ocasión —suspiró el rey—. ¡Cuánto ha cambiado desde entonces!

Comprendí las palabras de la reina. El rey estaba desolado, ausente de sí mismo. La necesidad de sentir un poco de normalidad parecía haberse impuesto sobre su racionalidad.

Mientras comíamos un delicioso lechón con trozos de manzana, y mis papilas disfrutaban el buen vino y el pan crujiente, me relajé y puse en práctica mi estratagema de hacer muchas preguntas. Supe, con alivio, que mi suegro había trasladado a mis hijos a Vaux-Praslin. La conversación se llenó de anécdotas sobre los últimos días de la monarquía. Nada es más seductor que invitar a los seres humanos a dibujarse como víctimas o héroes. Hablaron al detalle de esos días de los que recordaban vívidamente rostros, sonidos, la hora del día en que esto o aquello sucediera. La princesa Clementina contó cómo ella y el príncipe Augusto, vestidos como paisanos parisinos, pasaron varias horas apretujados en la plaza de la Concordia, escuchando los encendidos discursos de royalistas y jacobinos, subidos a las fuentes, atacándose mutuamente.

—Aunque debo decir que estaba aterrada comprobando cómo se contagia el furor entre las multitudes, me dio por pensar en Jacques Ignace Hittorff —rio la Princesa Clementina— y lo que él sufriría de ver sus fuentes convertidas en tribunas de los insurrectos. —Hay que ver los pensamientos ridículos que pueden aparecer de improviso en las peores circunstancias.

—Sus fuentes —intervino la reina María Amelia— son una versión a colores de las de la piazza Navona en Roma.

—Ya deja con Italia, María Amelia, gracias a mi eficiente prefecto del Sena, Rambuteau, que me convenció de instalar doscientos kilómetros, doscientos —subrayó—, de tuberías y 1.700 grifos, ésas fueron las primeras fuentes que se concibieron con el solo propósito de adornar París, y no para suplir de agua a los parisinos.

—Menos mal, papá —dijo la princesa Clementina—, porque ese día al menos creo que hubo clochards que usaron las fuentes para deshacerse de sus pútridos interiores.

—¡Clementina! —intervino la madre, mientras los demás nos reíamos de su desparpajo.

—Pues sí —continuó ella—, no sé si alguno de ustedes se habrá atrevido jamás a confundirse entre la multitud, pero Augusto y yo logramos ponernos a salvo semejando ser parte de ellos. Y papá sabe qué importante fue que lográsemos llegar a Versalles a sacarlo y llevarlo a la embajada inglesa para que se refugiara allí.

—Recuerda que fue mi esposo, tu hermano Luis, quien comandó las tropas que retuvieron la entrada de la plebe a las Tullerías, para dar tiempo a que el rey pudiese abdicar y ponerse a buen recaudo —intervino la duquesa de Nemours—. Me dijo que evitar allí una masacre fue una de las misiones más difíciles de su carrera militar.

—A mi valiente hijo —añadió el rey— el populacho lo separó de Helena cuando llevaba al conde de París a la Cámara de Diputados a proponerlo como mi sustituto. Se vio en peligro de ser linchado. De no haber sido por un guardia nacional que le prestó su uniforme, no sabemos qué tan maltrecho, o hasta muerto hubiese terminado ese día.

—Eso es lo más importante —dijo la reina—. No hemos tenido que lamentar la muerte de ninguno de nosotros o nuestros allegados. No podemos olvidar que, dentro de todo, estamos juntos y acogidos con afecto por la reina Victoria. ¡Bendita sea su Majestad!

—Yo salí de la Embajada inglesa en París en un coche haciéndome llamar míster Smith, sin que nadie me reconociera —dijo el rey con una sonrisa irónica—. Como tú, Charles, hice el trayecto de Le Havre a New Haven disfrazado.

El almuerzo llegó a su fin con un soufflé que se deshacía en la boca. Comí con deleite, consciente de que sería quizás la última vez que degustaría comida cocinada al estilo francés. A pesar de que el rey y su familia contaran las anécdotas de su escape de Francia con el tono de quien se ríe de sí mismo, me encontré conmovido de tal forma que tuve que fingir un acceso de tos para disimular mis ojos llenos de lágrimas. Si yo, que había sido duque y heredero de los ilustres Choiseul de Praslin, lograba con dificultad adaptarme a la vida del común de los mortales, sólo podía imaginar lo que sería para ellos. Por supuesto que seguirían siendo quienes eran, usarían sus nombres y recibirían, aun en Inglaterra, el tratamiento reservado a la realeza, pero era una pobre compensación. Habrán imaginado que la vida sería más generosa con ellos.

Pasamos a tomar té y licores a uno de los salones de la mansión. La reina, los príncipes Clementina y Augusto, la duquesa de Nemours, Antoine y su esposa Luisa Fernanda me miraban mientras llevaban las pequeñas tazas o copas a sus labios. La reina dio fin a los relatos del 25 de febrero contando del desmayo que sufrió al salir del palacio. Cuatro ayudantes tuvieron que cargarla hasta el carruaje que la condujo al puerto y al exilio.

Tras la relación de sus cuitas, se me hizo evidente que los allí presentes esperaban que yo les relatara mi infortunio en aras de la reciprocidad.

Durante la cena, me resultó imposible no pensar en los sirvientes ataviados de libreas que atendieron la comida. Tras tantos meses de ocultarme, tenía clara conciencia de cuán expuesto quedaba mi secreto. La seguridad innata que da la clase y la alcurnia no me pertenecía ya. Lamenté desoír el consejo de Ibrahim de aparecer de improviso ante el rey durante uno de sus paseos. Ahora era inevitable que tendría que responder a la expectativa del grupo y aclararles las dudas sobre mi culpabilidad; una culpabilidad que, como era obvio en su comportamiento, optaban por descartar prodigándome el mismo tratamiento cercano y afectuoso que me dispensaran en Francia durante la larga relación de nuestras familias.

El salón contaba con una ancha chimenea de mármol en la que crepitaba el fuego. Me serví una copa de cognac. La servidumbre nos dejó solos. Todos los ojos me asediaron a preguntas.

—El fantasma de un elefante está entre nosotros —dijo sin ambages la princesa Clementina, quien, entre todos los hijos de Luis Felipe, era la más atrevida y directa.

La miré y luego miré a los demás uno a uno, consciente de que una mirada fija tiene el poder de insinuar una conciencia limpia.

—Lo sé —respondí—. Y antes que nada debo invitarles a que se pregunten ustedes, que bien conocen mi carácter, si me creen capaz de haber asestado treinta estocadas sobre Fanny. «Treinta» —repetí—. Eso dijo el forense; un número sádico de puñaladas—. Bajé los ojos. Me tapé la cara con las manos. No fingía. Cada vez que pensaba en ese número, me perturbaba.

La reina intervino.

Mon ami, no nos debe usted ninguna explicación, por favor.

—Pero, mamá —intervino Antoine, duque de Montpensier—, Pasquier presentó tantas pruebas que yo al menos quisiera escuchar la defensa de Charles.

—Si creyéramos en su culpabilidad, no habría nada que preguntar —dijo la princesa Clementina—. Yo quiero creer en su inocencia. Pero ¿usted acaso no siente la necesidad de refutar lo que alegó Étienne Pasquier?

Luis Felipe me lanzó una mirada sin energía. Tendría curiosidad, pero, como bien decía su esposa, poco le importaba el caso después de perder un reino. Los otros, en cambio, encontraban, luego de días de desasosiego, un objeto sobre el que centrar su atención, algo que les recordaría los últimos días de murmuraciones en la corte.

—No es fácil lo que piden —dije—. Agradezco a su Alteza el querer evitarme la reconstrucción de algo tan doloroso. Sin embargo, ya que no logré defenderme ante la Cámara de Pares de Francia, me gustaría hacerlo frente a quienes considero mis pares, queridos testigos de mi vida.

—Coincido con Charles —dijo el rey, enderezándose apenas en el sillón—. Escuchémoslo. Mi querida hermana Adeläide y yo hemos tenido razones para saberlo inocente. Yo pagué un alto precio por el escándalo y los rumores que suscitó.

Antes de empezar, miré a mi alrededor. Quería sobreponerme a la incoherencia de la escena, el salón neoclásico, con altos espejos, cuadros de caza, jarrones llenos de flores, mesas redondas de mármol con libros de arte y objetos de plata, un bello mapa esférico del globo terráqueo montado sobre un pedestal de madera, la pareja de perros afganos tamaño natural de porcelana a los lados de la chimenea, y quienes esperaban atentos mis palabras. La reina María Amelia, con sus ojos pequeños, su larga nariz, su cara angulosa, el pelo castaño claro atado en un moño, lucía pálida y sumamente inquieta; la princesa Clementina, la duquesa de Nemours y el duque de Montpensier, los jóvenes del grupo, hablaban entre ellos en susurros. Luis Felipe, sentado en una silla barroca, con tapizado de rosetas azules, lucía desvencijado, perdida la solidez de su columna vertebral. Tenía las piernas abiertas y las manos sobre el regazo. Comencé mi relato.

—La noche del 17 de agosto, toda la familia retornó a París desde Vaux-Praslin. Pedí que tres coches nos esperaran en la estación. La duquesa, mis dos hijos y su tutor montaron en uno; yo monté en otro con mis hijas que insistían en visitar a mademoiselle Deluzy, que estaba residiendo, desde su despido de mi casa, el 17 de julio, en la pensión Lemaire. Madame Lemaire quería que mi esposa le diera una carta de recomendación a Henriette para que pudiese optar a una posición como maestra. Dudaba que Fanny quisiera dársela, pero le dije a mademoiselle Deluzy que llegara al día siguiente a las 2 pm para tratar de convencer a la duquesa de escribirla. Hay testigos de que eso dije. ¿Lo habría dicho si estuviese planeando asesinar a Fanny? La familia iba a dormir en París una noche. Al día siguiente teníamos programado salir hacia Dieppe, a la playa, a reunirnos con los Sebastiani, que nos esperaban. Teníamos reservadas habitaciones en el Hotel Palais Royal. De nuevo, ¿sería congruente hacer todos los preparativos? Quizás. No es un buen argumento para eximirme de culpa. Lo sé. Nada más lo menciono. Y quiero que tomen nota de la fecha: 17 de agosto. Un mes exacto de la fecha en que mademoiselle Deluzy dejó nuestra mansión en la rue du Faubourg Saint-Honoré. (No era mi intención incriminar a Henriette, pero yo mismo no me percaté sino hasta entonces de esta coincidencia. Para mí fue muy reveladora.) Eufemia, la dama de compañía de la duquesa, me informó que ella había cenado un trozo de ternera y un té y se había quedado leyendo en su habitación. Era una noche muy calurosa. París en agosto. No tengo que extenderme sobre el clima. Yo me cambié en mi habitación, di las buenas noches a mi ayudante de cámara, Augusto, me eché encima mi robe de chambre y me puse a hojear los diarios echado en la poltrona. Me quedé dormido profundamente. Había sido un día agotador. Mon Dieu! Cómo iba a imaginar que sería mi último sueño tranquilo —dije, luchando contra el recuerdo que me envolvió: el olor de la noche de París, olor a humedad, a sudor; no un olor agradable, pero un olor familiar que mis sentidos reconocían, olor a mi hogar, a mis hijos, a mi bata de casa. Recuerdo encaminarme esa noche a mi habitación en medio de las lámparas tenues y el silencio de la casa cerrada por el verano, los muebles cubiertos, los candelabros cubiertos. Era una casa que dormía, que esperaba el regreso de la familia de la playa, el comienzo del otoño, el invierno brillante de nuestra ciudad, Augusto esperándome por la mañana, Simon, el cochero que me llevaba a la Cámara de Pares, al Palais Royal, a almorzar al Café le Procope.

»Hacia las 4.30 de la madrugada me despertaron de mi profundo sueño el ruido y los gritos en la habitación de Fanny. Corrí hacia allá. Sólo la luz de una vela estaba encendida. Ella yacía al lado del chaise longue de su habitación llena de sangre. La pistola que yo cargué como precaución estaba en mis manos cuando toqué su cabeza. De allí que contuviera rastros de sangre y de su cabello. Cuando me acerqué, mi robe de chambre se manchó con la sangre que manaba como fuente de su cuello. Le quité de las manos el cordón con que intentó llamar a su dama de compañía y despertar a la servidumbre, y lo metí sin pensar en mi bolsillo. El terror y desasosiego que me poseyó apenas lo puedo explicar. Me encerré en mi habitación, sin saber qué hacer. La verdad es que en ese momento no sabía aún si Fanny estaba viva o muerta. No había tenido el valor de acercarme más, y ella estaba inmóvil y ensangrentada. La sangre, el olor de la sangre me produjo un vómito terrible. Me limpié con un pañuelo. El hedor, unido a los otros olores, me desesperó. Sentí un frío glacial. Prendí la chimenea y quemé allí el pañuelo sucio. Alimenté el fuego mecánicamente, sin pensar, con la ropa que Auguste, mi mayordomo, puso sobre mi cama. De esos detalles: de mi bata de casa (que intenté limpiar con el agua de la garrafa de mi habitación, pensando que tendría que ir a darles la noticia a los niños) el cordón que guardaba en mi bolsillo, el fuego que hice en la chimenea, la policía elaboró las pruebas para acusarme. Prefirieron obviar el hecho de que la pequeña puerta que da al parque y que tiene acceso a nuestras habitaciones estaba abierta. Estoy seguro de que por allí se introdujo el asesino. Yo tomé una daga de mi colección poco después, cuando ya estuve un poco más calmo, y salí al jardín para ver si encontraba huellas. De más está explicarles el estado de agitación en que me encontraba. Al volver del jardín me tropecé y caí de las escaleras. De allí las contusiones que atribuyeron a mi lucha con Fanny. ¡Por favor! ¿Con qué corazón iba yo a perseguirla por toda la habitación frenético, asestándole golpes y cuchilladas, una y otra vez hasta terminar con ella?

»Sí reconozco que me desconcertó y enfureció el hecho de que el detective Allard me interrogara de la forma en que lo hizo, incriminándome con cada pequeño detalle, sin reparar en el estado de conmoción y confusión de mi mente. Opté por el silencio, dejé que pensara lo que quisiera. Me di cuenta de que, dado el escándalo reciente de mademoiselle Deluzy-Desportes, las amenazas de mi mujer de divorciarse de mí, los cientos de cartas reclamándome mi indiferencia que encontrarían en mi boudoir y en el suyo, no habría defensa que me eximiera de culpa. Pensé entonces sólo en mis hijos, en aliviarles la vergüenza de un largo juicio donde hasta ellos serían llevados a declarar y en donde actuaciones horrendas y bochornosas de Fanny saldrían a luz. El arsénico, curiosamente, me lo había suplido la misma Fanny. Después de un intento de suicidio meses antes, yo hice una revisión exhaustiva de su habitación y encontré el vial con olor a ajo en un compartimento secreto de su nécessaire. Lo guardé temiendo que volviera a intentar quitarse la vida.

Cerré los ojos y eché para atrás la cabeza sobre el sillón. Me sentía exangüe. La pierna derecha temblaba involuntariamente. Rogué a la Virgen de la Curiosidad que acallara a la princesa Clementina, la única que durante mi narración mantuvo los ojos fijos en mí con aire de incredulidad.

—Es suficiente —dijo el rey, mirándolos a todos—. Espero que hayan satisfecho sus dudas.

—Permíteme, papá, que haga una sola pregunta —dijo la princesa Clementina—. Entonces, señor duque —dirigiéndose a mí—, ¿quién la mató?

El silencio que siguió me dejó apabullado. Sólo yo sabía lo que realmente había sucedido. Confiaba llevarme ese secreto a la tumba conmigo.

«That is the question» —respondí, sonriendo con triste ironía—. Al culparme a mí no hubo más averiguaciones. La Policía no hizo su trabajo. Hubo tantas personas esos días rodeando la mansión. Turbas sedientas de venganza, gente que se regodeó al pensar que un noble debía ahora ser llevado a juicio y quizás condenado a la guillotina. Se interrogó al servicio, a los mirones, al tutor con quien yo había quedado en reunirme ese día, pero Allard y Pasquier me condenaron desde el primer momento.

—Un crimen perfecto —aseveró el duque de Montpensier.

—Mademoiselle Deluzy fue llevada a la Conciergerie —dijo el rey—. Se la puso en una celda incomunicada, para aislarla de cualquier cosa que pudiese ayudarle a construir una coartada.

—¿No sería ella? —aventuró a decir la reina—. ¿No tendría ella un cómplice? Habrá pensado que muerta Fanny, ella podía tomar su lugar.

No pronuncié palabra. Miré a la reina, con expresión de impotencia. No estaba dispuesto a especular, ni a continuar ahondando en una conversación que pensé debía concluir a riesgo de convertirse en un peligroso laberinto.

—Deséenle suerte a M. le Duc —dijo el rey, poniéndose de pie—. Posiblemente no lo volverán a ver. Yo debo arreglar ciertos asuntos con él en mi despacho. Y ya saben, su secreto debe quedar entre nosotros solamente. Revelar que vive es deshonrarme a mí.

El grupo se puso de pie. Fue una despedida solemne y fría. Flotaba en el ambiente el relato de un crimen terrible, sin solución, que a todos había afectado de una manera u otra.

Sólo la reina María Amelia fue afectuosa. Se me acercó al oído y me susurró: «Lo sabía, Charles, sabía que eras inocente. Que Dios te proteja».

 

 

El estudio del rey estaba iluminado con un candelabro y tres o cuatro bellas lámparas de aceite de ballena. Era un cuarto esquinero, con cuatro altas ventanas, dos miraban hacia el frente de la casa y las otras dos al oeste. Una de las paredes contenía anaqueles de madera repletos de libros provenientes de la biblioteca de su antiguo habitante, el rey Leopoldo de Bélgica. El escritorio era de origen veneciano con un dibujo circular hecho en intaglio, incrustaciones de diferentes tonos de madera. Era el mueble más grande y hermoso de la habitación. En la esquina se hallaban dos sillones para leer.

Allí tomamos asiento.

—Puedo identificarme tan bien contigo —me dijo, encendiendo una hukha que pronto llenó el ambiente con el aroma del sándalo—. A ti te culparon por un crimen; a mí por todos los males de Francia. Hubo muchas muertes también en esta última «revolución» —dijo sonriendo con ironía ante la palabra—. Somos un país implacable con los suyos —añadió—. Estamos entrando a tiempos oscuros. Desde el Terror se perdió el respeto a la nobleza, a la tradición; se perdió la confianza en la conducción de los soberanos. De nada le sirvió a mi padre apoyar la Revolución de 1789, despojarse de su título nobiliario, pasar a llamarse Phillipe Egalité. Murió en la guillotina, y yo tuve que exiliarme. Ya habrás tenido una prueba de lo duro que es el destierro. Yo supe lo que era ser pobre, pero fueron años formativos. Nunca habría logrado ser buen rey de no haber vivido sin privilegios esos años. No me arrepiento. A ti te tocará ahora aprender a ganarte la vida, Charles. Debes pensar en adquirir tierras, cultivar. Te gusta la naturaleza. En eso llevas ventaja; pero deberás marcharte lejos. Ni a ti ni a mí conviene que se revele que sigues vivo. Perdona mi indiscreción de hoy, pero pensé que le haría bien a mi familia saber de tu boca lo sucedido. El crimen de Fanny empañó el último año de mi reinado. Me acusaron tanto de dejarte escapar, como de haberte suplido el arsénico para que una muerte prematura impidiera que fueses llevado a juicio. Tu caso y el soborno de Teste-Cubières, sumado a la intransigencia de Guizot, fueron como polillas que debilitaron los pilares de mi reinado. Sobre la sangre de tu Fanny y el fallido intento de suicidio de Teste, montaron los liberales y los fanáticos de la República la famosa Campaña de Banquetes. Cuando Guizot prohibió el que estaba programado para el 22 de febrero, los líderes azuzaron a la gente a que se rebelaran en masa. Increíblemente, un buen grupo de guardias nacionales los apoyaron. Esto me convenció de pedirle a Guizot que renunciara. El 23 la situación empezaba a calmarse cuando unos disparos en el boulevard des Capuchines suscitaron una respuesta desmesurada de las tropas que resultó en una masacre. Sesenta y cinco personas murieron. Ese incidente soliviantó a las masas. París amaneció sembrado de barricadas al día siguiente y una multitud se dirigió a las Tullerías, azuzada por los republicanos y mis enemigos. Me aconsejaron que entrara al frente de mis tropas y reconquistara París. Yo rehusé acallar la sangre con más sangre. Pude haberlo hecho, ¿sabes?, pero los militares me daban la espalda y temí que, al dar la orden, éstos se echarían contra mí. La multitud se había desbordado en su furia, fuera de toda lógica y proporción. No tuve más que abdicar y nombrar sucesor a mi nieto, el conde de París. Debí sospechar que las Cámaras no lo aceptarían. ¡Ah, cómo me duele la Francia, mi amigo!

Sentí compasión por este rey que, a mi juicio, había sido uno de los mejores reyes franceses. Era la viva imagen de la derrota. Parecía que el esqueleto rehusara ya servir de soporte a su cuerpo ligeramente obeso. Estaba cansado igual que yo. Era ya tarde, cerca de las once de la noche, cuando me entregó una gruesa bolsa llena de monedas de oro y joyas. Acordamos que él recibiría de Edgard, mi hermano, regulares cantidades. Ya veríamos la manera de hacérmelas llegar. Le dije que planeaba zarpar hacia Nueva York y luego decidir allí el rumbo que tomarían mis pasos.

Me aconsejó no regresar a la isla de Wight, tomar pasaje en Liverpool, en uno de los buques de la Línea Cunard. Eran los más seguros, me dijo.

Nos abrazamos. Jamás volveríamos a vernos. El rey Luis Felipe murió dos años después en la misma mansión en que, por una noche y por última vez, volví a ser Charles Théobald Choiseul de Praslin.