Anochecía cuando llegamos a la estación de Lime Street en Liverpool, en el centro de la ciudad. Teníamos reserva en el Waterloo Hotel en la calle Ranelagh, muy cerca de allí, pero debíamos tomar un coche para llevar el equipaje. Al salir a la calle percibimos de inmediato que era una ciudad marcada por el mar. Olía a brea, a marineros, a desorden y a personas rudas, para quienes la vida difícil acarreaba rabias y anulaba cualquier rastro de paciencia o tolerancia. Después del rechazo inicial a los modales de los cargadores y los cocheros, los preferí a los dependientes de Londres, cuya cortesía linda con lo servil, quizás con la intención de hacer creer a los visitantes que todos están entrenados para atender a la aristocracia.
La calle Lime era la arteria central de Liverpool. Desde el lugar donde esperábamos el carruaje podía ver las dos altas columnas que el pueblo había bautizado «los candeleros» (candlesticks) y dos inmensos leones de piedra que flanqueaban las escaleras de un edificio de ladrillos. Ibrahim contrató el coche entre varios que esperaban por pasajeros en la estación, y partimos hacia el hotel. Los golpes secos de los cascos de los caballos sobre el empedrado de las calles sutituyeron el sonido del tren que persistía en mis oídos.
Me entretuve mirando la agitación de las aceras. Distinguí hombres corpulentos con el físico de estibadores; abogados con sus bombines y paraguas; madres o nanas empujando coches; mujeres cargando bolsas de las que sobresalían manojos de rábanos. Me parecieron ratones corriendo a sus madrigueras antes que el sol se retirara. La multitud, la multitud. Eché de menos la isla de Wight, mis amigos, esos que no vería más, y de los que, si por azar se cruzaban en mi camino, tendría que esconderme. Antes de embarcarme me propuse visitar alguna librería circulante y llevarme un libro de Alfred Tennyson para leer en el viaje hacia Nueva York.
—Ibrahim, recuerda mañana indagar en la conserjería del hotel dónde encontrar libros de nuestro amigo Tennyson. Debo llevar libros para el viaje.
—Espero que sea posible leer. He oído que sólo pocos resisten los mareos. Me recomendaron llevar limones y té en abundancia.
—Buscaremos esas cosas mañana. Tienes razón. Necesitamos ciertos artículos además de los libros, pero lo que más me asusta del viaje es la idea de no hacer nada por dos semanas.
Ibrahim me miró sin expresión. Al llegar a Liverpool tuve dudas sobre si vendría conmigo a Nueva York, pero él las disipó rapidamente cuando habló de comprar tiquetes para ambos. Me tranquilizó que no vacilara en acompañarme. A menudo me apenaba pensar que para mí era poco más que un esclavo. Vivía para mí, atendía todos mis requerimientos con una eficiencia deslumbrante. Era sumamente inteligente, de manera que, sin otro ser humano más cercano, me relacionaba con él con familiaridad, casi como un amigo. Estaba consciente que hacerlo era fantasioso de mi parte. Imposible y desaconsejable por demás. Alternaba entonces. Fue la solución que encontré. Le daba órdenes y en ocasiones lo incluía en mis pensamientos en voz alta, en mis conversaciones.
Descartó mi preocupación sobre el tedio del viaje.
—No será tan difícil —me dijo—. Se lo aseguro. El tiempo nunca deja de avanzar deprisa. Habrá otros pasajeros, además.
—Recuérdame comprar una baraja.
Llegamos al hotel. El farolero, un joven cuyas ropas mostraban el desgaste de muchas puestas, prendía las luces de gas. El hotel tenía aires de grandeza. Era el alojamiento preferido de los capitanes de barcos. Nos enteramos de que, en el salón principal, míster Lynn, el propietario, tenía retratos de setenta y dos de estos capitanes, varios de ellos desaparecidos en el mar. Este detalle me sedujo y fue la principal razón por la que opté por el Waterloo cuando Ibrahim repasó los anuncios de hoteles de los diarios de Londres. El lobby era amplio, con candelabros, alfombras persas de arabescos rojos, ocres y azules, paredes color crema que terminaban con un listón color vino tinto en el margen inferior. Los muebles colocados a lo largo del salón eran de ese mismo color. Me senté a esperar que Ibrahim revisara nuestras habitaciones, sin percatarme de la presencia, en un sofá a mis espaldas, de dos caballeros en animada conversación. Iba a levantarme sintiéndome intruso cuando oí que uno de ellos dijo la palabra Sûreté, nombre del servicio de inteligencia reorganizado por Luis Napoleón. Obviamente ellos tampoco se habían percatado de mi presencia. Me quedé clavado en mi sitio, casi sin respirar, para que continuaran hablando, y jamás imaginé oír lo que escuché. Una de las voces era agradable, enérgica, de timbre profundo y grave, la otra era aguda, ligeramente chirriante. Imaginé al dueño delgado y formal, mientras el de la voz grave se me hizo un hombre de buen porte y estatura. Llamaré al primero A y al segundo B, pues ignoraba sus nombres.
—¿Crees entonces que te dejarán conservar tu posición en la Sûreté? —preguntó B.
—Yo permaneceré. Mi padre fue amigo de Vidocq —dijo A, con seguridad.
—¿«El» Vidocq? —preguntó B. El asombro que registró podría haber sido mío. Vidocq era el detective más famoso de Francia. Después de un pasado criminal, compró su libertad a cambio de espiar para la Policía. Era tan bueno que terminó fundando la Sûreté, la división de investigaciones criminales francesas que, por resolver varios casos complejos, adquirió una meteórica fama.
—El mismo —respondió A—. De sus primeros empleados, mi padre era el único sin historia delictiva —rio el interlocutor—, pero contaba las historias de Vidocq. Fascinante personaje. Pero volviendo a tu pregunta, no veo que mi empleo corra peligro. Luis Napoleón no me echará. La Sûreté está fuera del ámbito del ejército que están reorganizando. Eso está a cargo del mayor general Jacques Leroy de Saint-Arnaud, previo comandante de la región militar de Argelia y miembro de la Legión Extranjera. Un tipo sin ningún escrúpulo al que el príncipe-presidente ha encargado, entre otras cosas, su venganza contra el rey Luis Felipe.
—Luis Felipe condenó a Luis Napoleón a prisión perpetua en Ham. Tiene sobradas razones para vengarse.
—No exageres. No la pasó tan mal. Escribió su famoso libro, siguió publicando para periódicos y revistas, y tuvo dos hijos con la mujer encargada de lavarle la ropa.
Rieron.
—El asunto es que Luis Napoleón ha desheredado a los hijos de Luis Felipe y les ha prohibido ser dueños de tierras en Francia. Ha tomado en serio su venganza. Además, ha formado una comisión secreta para indagar la verdad de los escándalos de ese reinado. El suicidio de Choiseul de Praslin, por ejemplo, ¿acaso no piensas que ese suicidio fue sólo una salida conveniente para evitar la vergüenza pública de su gran amigo? ¿De dónde iba Praslin a sacar arsénico y tomarlo si estaba constantemente vigilado? Nuestro príncipe-presidente ha ordenado una redada para cazar al duque fugitivo y exponer las debilidades de Luis Felipe. Y está dispuesto a dedicar hombres y dinero para buscarlo.
No me moví. Me aferré a los brazos del sillón. Luis Napoleón era un tipo lúcido como su tío, y astuto. Escribió en la cárcel El Fin de la Miseria; con su programa populista, y su nombre, fue electo en las primeras elecciones francesas. No era un mal tipo, pero ganar la presidencia por cuatro años no le bastó. El golpe de gracia lo dio cuando manu militari cerró la Asamblea Nacional, encarceló a buena parte de los diputados e impuso la censura de prensa. Tuve la sensación física, como en algunos sueños, de caerme por las escaleras, el instinto inmediato de levantarme y salir a la calle, dejar el hotel, a Ibrahim, todo. Un miedo frío me hizo titiritar. Me cerré el abrigo. Los hombres seguían hablando. No me atreví a mirarlos. En cambio, fijé la mirada en la puerta de cristales del hotel, en el día afuera, y los colores de los transeúntes reflejándose al pasar como un caleidoscopio indetenible.
—¿Dónde puede haber ido Choiseul de Praslin?
—Oí rumores que lo hacían en la isla de Wight, pero claro, a estas alturas, más de dos años después del crimen, sólo él sabrá dónde está. No creo que lo encuentren, si quieres mi opinión. Si lo hubiesen buscado cuando recién sucedieron los hechos, quizás, pero…
—Si estaba en la isla de Wight, no será difícil saber cuándo, con quién, y en qué dirección partió.
—Hacia el continente o hacia Londres.
—¿Qué harías tú?
—Zarparía hacia América. Sí, creo que eso haría. Perdona, pero mi esposa está bajando por las escaleras. Le prometí llevarla a cenar. Hasta mañana, Horacio.
No me moví. Temí que las piernas no me respondieran. Mi pantorrilla izquierda temblaba. La pareja del tipo de la Sûreté se detuvo a saludar al otro interlocutor. No me atreví a virar para verles los rostros, lo hice cuando él y ella pasaron frente a mí. Registré un perfil anodino, corriente, del que sólo me quedó en la memoria un bigote muy oscuro y abundante, y el segundo plano de una mujer con facciones de pájaro.
Recuperé poco a poco la compostura, la máscara de normalidad.
Del lobby del hotel subí con Ibrahim a la habitación amplia y con balcón. Le relaté en voz baja la conversación que acababa de oír.
—No habría querido que se preocupara, monsieur, pero ya sospechaba que eso sucedería. Debemos extremar precauciones. Quizás debe usted permanecer aquí hasta que zarpe el vapor. No perderá demasiado si no ve más de Liverpool. Según supe, el barco sale en tres días. Me han dicho que la Collins Line es más puntual que la Cunard y las comodidades a bordo, muy superiores. He comprado entonces nuestros pasajes en el Atlantic, que hace el trayecto en once días, diez horas y veintiún minutos. En comparación, el Britannia de Cunard se toma doce días, diecinueve horas y veintiséis minutos.
—Está bien, Ibrahim, magnífico.
—Y el Atlantic, monsieur, es el único vapor transatlántico que cuenta con una barbería —sonrió maliciosamente.
—Veo que las noticias no te han amedrentado —dije.
—En lo más mínimo, monsieur. Todo lo contrario. Creo que esto será un acicate para que usted acepte de una buena vez la importancia que tiene labrarse una historia detallada de su vida. De su capacidad para imaginarse, para encarnar a otra persona, dependerá su futuro. Se lo he repetido, pero hay cosas difíciles de aceptar, como creer que lo que les sucede a otros no nos ocurrirá, hasta que nos vemos confrontados con los riesgos.
—¿Qué será de mí, Ibrahim? Que me pensaran muerto me liberaba de angustias. Investigarán en la isla de Wight. Interrogarán a mis amigos.
Ibrahim me tomó del brazo e hizo que me sentara.
—No le servirá gran cosa angustiarse ahora por eso. Por fortuna, sus amigos de la isla son snobs. Se ofenderán de que detectives franceses duden de su buen juicio e insinúen que hicieron amistad con un asesino. Relájese un poco. El mundo es muy grande. No desespere. Estamos a un paso de poner un océano de por medio entre su pasado y su presente. Descanse. Iré a procurarle una comida reconfortante.
Así era Ibrahim. De nada valía discutir.
Revisé la habitación. Constaba de una estancia pequeña con una cama ancha y otra habitación con una poltrona donde echarse a leer y un escritorio. Me dejé caer en la poltrona.
Más que cualquier represalia material, Luis Napoleón anhelaba asestarle un golpe moral a Luis Felipe de Orleans, ahora que, tras varios intentos de llegar al poder, incluyendo un fracasado golpe militar, al fin era la más alta autoridad de Francia. Imaginé la vergüenza y escarnio que tendría que soportar Luis Felipe y su familia entera si Luis Napoleón lograba mostrarme vivo ante Francia. Imaginé a los gendarmes vaciando mi falsa tumba en Vaux-Praslin y los reportajes y las caricaturas. Sería una fiesta para la prensa, para todo París. Y si por los oficios de algún maestro abogado lograba yo evadir la prisión, qué vida podría hacer sino la de un recluso. Uno piensa estas cosas y mientras la mente fabrica el terror de la presa que se siente pronta a ser cazada, el cuerpo no permanece ajeno al miedo. La habitación se heló súbitamente. Me castañetearon los dientes. Me levanté y tiré de la manta de la cama para envolverme en ella. El estómago se me endureció con un doloroso espasmo. Cuando Ibrahim regresó con una bandeja bien servida con sopa de cebolla humeante y un trozo de pierna de cordero con papas, yo estaba hecho una piltrafa zarandeado por escalofríos, arropado con cuanto trapo pude echarme encima. El frío, el maldito frío, me atacaba y delataba mis estados de ánimo.
Ceremonioso, puso la bandeja sobre el escritorio y se paró con los brazos cruzados sobre el pecho frente a donde yo padecía el repentino invierno de mis miedos.
—Señor duque Charles Théobald Choiseul de Praslin, con todo respeto debo llamarlo a la cordura y la fuerza de carácter —dijo con tono grave, casi sacerdotal, que nunca antes le escuché—. Hombres como usted viven vidas cómodas. Comparadas con las nuestras, sus preocupaciones son apenas un desvío en sus rutinas de satisfacciones y deleites. Usted nunca supo hasta ahora lo que es ser uno más de la masa humana indistinta e irrelevante que se mueve como gran marea sobre esta Tierra, aceptando sin otra alternativa la suerte, casi siempre maldita, que el destino le sirve. Un día detrás del otro, las carencias de un tipo generan carencias de otro; la desgracia en el trabajo afecta al amor, al hijo. Se pierde el pan y se pierde la honra. Si a usted le angustia verse obligado a cambiar de identidad, imagine lo que es tener que hacerlo varias veces en la vida; imagine un alma noble y honesta obligada a traficar y hacerse acompañar de maleantes para sobrevivir. La sobrevivencia, señor duque, es la vela y el viento que empuja esta carne que somos, porque mientras siga prendido en el pecho ese fuelle que al respirar alimenta el pequeño motor encendido que se esconde tras el costillar, nada es más importante. Yo, que lo arranqué con mis manos de la muerte, lo conmino a que considere su vivencia como una suerte. ¿Qué sabe usted lo que le depara más adelante la vida? ¿Qué sabe usted si todo esto ha sucedido por alguna razón más allá de su comprensión? Ya le dije que el mundo, en su ancha geografía, es suficiente para albergarlo sin delatarlo, pero usted debe disponerse a ser más de lo que ha sido, debe retar su alma dormida y no cederle a la nostalgia su presente.
»Le deseo una cena agradable. Haga el favor de colocar la bandeja afuera en el suelo cuando termine. Buenas noches.