—Buenos días, monsieur. —Ibrahim corrió las cortinas de mi cuarto hacia las nueve de la mañana—. Hace un día espléndido. Me levanté muy temprano y le traje dos diarios: El New York Herald y el New York Times. ¿Quiere que le pida el desayuno a la habitación?
—Gracias, Ibrahim —dije, y me levanté para asomarme a la ventana. La vista desde el cuarto del hotel no era muy interesante. Miraba hacia una calle lateral, pero el cielo estaba claro y el buen tiempo parecía apresurar el paso y el ritmo de los peatones: una visión de gorras y bombines y señoras con pequeños y coquetos tocados. ¡Ah! Era un día hermoso para sentirse normal y no temer a nada ni nadie. El anonimato de una metrópolis al otro lado del océano me sabía a resurrección.
—Monsieur, no me dijo nada sobre el desayuno…
—Bajaré al comedor. Entiendo que sólo admiten caballeros durante el día. Dime tú, estos puritanos europeos. Me lo advirtió el conserje anoche. Las damas sólo pueden llegar a cenar si van acompañadas.
—Pero…
—Déjalo, Ibrahim.
Me calé las gafas de grueso marco negro. Bajé a desayunar en el suntuoso salón del hotel. Ordené huevos, café y panecillos. Me llevaron además un espeso y recién exprimido jugo de naranja que casi me saca las lágrimas. Siempre he pensado que el jugo de naranja así de fresco es ambrosía, néctar de los dioses. El comedor no estaba demasiado concurrido. Hombres solos como yo, absortos en la lectura del periódico, enfundados en trajes de buen corte, ocupaban varias mesas, mientras una o dos alojaban grupos de personajes solemnes que discutían al parecer de negocios. Los pesados cortinajes, las mesas redondas impecablemente servidas con vajillas grabadas con las letras del hotel y cubiertos de plata, los meseros de etiqueta y la luz entrando por las ventanas me devolvieron una sensación perdida de bienestar. Me relajé y me dispuse a disfrutar el breakfast, los croissants crujientes, el café humeante y fuerte.
El periódico desplegaba un amplio reportaje sobre la inauguración de un local para la Sociedad Americana de Geografía, que me atrajo sobremanera porque a ella pertenecía el explorador y embajador Squier, cuyas aventuras tanto me interesaran. Los rostros de los personajes, sus barbas y melenas, sus redondos espejuelos, sobre todo su porte patricio y respetable, me impresionaron gratamente. Leí también noticias industriales, como la apertura de una fábrica Singer de máquinas de coser y la entrevista con un míster Steinway, fabricante de pianos, que los prometía de una exquisita calidad. De la lectura me distrajo la repentina subida de tono en la mesa vecina donde discutían siete elegantes personajes. El eje de la conversación era un hombre de buen ver, grande y fuerte, de larga nariz, altos pómulos, una abundante cabellera entrecana y unos ojos claros hundidos, de un color indefinible, enmarcados por unas cejas rabiosas. Su tez estaba tostada por el sol. Sería un marinero pues le llamaban comodoro. «Comodoro Vanderbilt —decía uno— está hablando usted de una empresa arriesgada.» Con un gesto de la mano él despechó ese argumento. Cuando habló tras las advertencias de varios, su voz resonó en el comedor.
—¿Un paso que acorte la distancia entre el Atlántico y el Pacífico; que evite el largo y azaroso viaje hasta la Patagonia y el cruce por el estrecho de Magallanes; que acorte el paso por las miasmas de Panamá? Como dijo un rey francés: señores, París bien vale una misa.
No pude evitarlo. Desde mi mesa enuncié:
—Paris vaut bien une messe! Lo dijo Enrique de Navarra, cuando fue obligado a convertirse al catolicismo para acceder al trono de Francia.
Siete pares de ojos se volvieron a verme.
—Háganos el favor, caballero, de acompañarnos y darnos su opinión —exclamó el comodoro, alzando su mano en señal de que su invitación no admitía discusión.
Arrepentido, pero también entusiasmado, me acerqué. Uno a uno estrecharon mi mano (la mano de Georges Desmoulins): Bancroft, George Folsom, Henry Grinnell, Henry Varnum Poor, Hiram Barney, Alexander Isaac. Los reconocí. Eran nada menos los hombres de la Sociedad Americana de Geografía que recién viera en el diario.
—Soy el comodoro Cornelius Vanderbilt, un placer —dijo éste mientras me daba un fuerte apretón de manos.
—My pleasure —dije en mi inglés británico.
—Vamos al grano. No lo entretendremos mucho —siguió Vanderbilt—. Dudo que usted ignore la noticia de las grandes vetas de oro encontradas en California. El tráfico de barcos y el pasaje de esta costa a la costa oeste ha tenido un repunte muy significativo en los últimos meses. —Hizo un gesto indicándome que me acercara a ver el mapa que tenía extendido sobre la mesa—. Mire usted: actualmente, quien se aventura a la travesía debe zarpar de Nueva York a Nueva Orleans y de allí embarcarse en otro buque, navegar toda la América del Sur, cruzar el estrecho de Magallanes (el lugar más endemoniado del planeta, porque allí se juntan los dos océanos y la navegación es verdaderamente peligrosa), para luego, si es que el barco logra resistir el embate de olas más altas que el techo de este hotel, hacer la ruta inversa, subiendo desde el cabo de Hornos, hasta San Francisco en California. —Concluyó la explicación plantando con fuerza su dedo índice sobre el puerto de destino. Alzó los ojillos verdegrises y su mirada se tornó maliciosamente divertida—. En cambio, mire usted lo que estos testarudos geógrafos rehúsan ver. Sígame bien en este mapa. —Y puso encima del otro un mapa más grande de Centroamérica—. Ve usted este estrecho corredor que une el Norte de América con el Sur, es América Central. —Plantó su índice sobre el pequeño país del centro—. En este país, llamado Nicaragua, del que seguro no ha oído hablar, hay un río caudaloso, el San Juan, que entra desde el Atlántico y desemboca en este gran lago. Fíjese bien: ¿Ve esta delgada franja de tierra? ¡Desembarcando en el puerto lacustre, sólo hay que hacer VEINTICINCO KILÓMETROS! ¡VEINTICINCO KILÓMETROS en diligencia para llegar al barco que los esperará en el Pacífico!
—Extraordinaria posibilidad —dije—. ¿Cuál es el problema ante esa superior alternativa?
—Malaria —dijo George Bancroft.
—Panamá es mucho peor —sentenció Vanderbilt.
—Rápidos en el río —dijo Varnum Poor.
—¡Minucias! —exclamó el comodoro, poniéndose de pie y dando por terminada la sesión—. Los invitaré al viaje inaugural. Y usted, amigo, perdone la intromisión en su desayuno. Si tiene un pedazo de papel, déjeme escribirle mi dirección. Tal vez usted también se anote para el viaje inaugural —sonrió.
El comodoro Cornelius Vanderbilt me escribió su dirección en un trozo de papel que arranqué del diario. Lo guardé en mi bolsillo sin darle mayor importancia. Jamás imaginé que ese día marcaría el comienzo de la más grande aventura de mi vida. Más bien me pareció notable la falta de curiosidad del grupo. Nadie remarcó mi acento francés, nadie me preguntó qué hacía allí. Se despidieron cortésmente y me dejaron sin enterarse de que, por esas casualidades de la vida, yo también había leído sobre Nicaragua.