La nota con la dirección de Henriette señalaba el n.º 24 de la calle Maiden Lane, esquina con Liberty Place. Eran calles aledañas a Trinity Church, cuya torre gótica avistamos desde la cubierta del barco a nuestra llegada al puerto. Comprobé, en un pequeño mapa que dibujó el conserje de la recepción, que podría llegar a mi destino caminando. Era un día para caminar. La perspectiva de volver a ver a mi amante no me agradaba. Más bien, apenas puse pie en la calle, la idea se incrustó en mi esternón, causándome la sensación de ahogo derivada de la anticipación de un episodio desagradable. Me pregunté si tendría sentido hacer lo que me había propuesto. Era una venganza imperativa que pensaba ayudaría a sanar mis incesantes remordimientos y pesadillas. Pero ese día hermoso podía tener tantos mejores usos. Broadway era ciertamente una ancha avenida. El edificio postal, que vi al salir de Astor House, esquinero en la intersección de varias calles, me recordó París. Su arquitectura con la cúpula cubierta de láminas de pizarra gris y la ventana del ático en el centro, tenía sin duda influencia francesa. Al contrario de mi ciudad, Nueva York era una mezcla de estilos, de manera que secciones de la calle estaban flanqueadas por edificios similares de tres, cuatro y hasta seis plantas, y otras eran una serie de cajones simples, quizás con alguna cornisa graciosa, y las primeras plantas utilizadas para pequeños comercios, o locales donde se reparaban zapatos, se ofrecían sombreros, abrigos, trajes, trabajos en hierro, relojería, modas de señoras, una panoplia de servicios a cual más disímiles. Era curioso que alguien como yo, acostumbrado a ciudades como París o Londres, experimentara el deleite de avanzar por la calle, rodeado por numerosos desconocidos. Y es que la atmósfera, el animus, de Nueva York era tan diferente a cuanto conociera antes. El élan del espíritu de la ciudad era el de un sitio donde ardía el magma de la invención personal. Eso resonaba dentro de mí, me hacía sentir como uno más, otro en búsqueda de un lugar donde olvidarse del destino determinado por cuna, decisiones ajenas, o culpas, y perseguir la vida que uno mismo podía escoger y labrarse. El Nuevo Mundo se respiraba en la manera en que la gente iba vestida, su forma de detenerse en las tabernas o cafés, hombres y mujeres juntos, charlando a las puertas de los establecimientos, paseando sus perros, llevando carteles colgados de los hombros para anunciar baratillos, haciéndose bromas, vendiendo flores o dulces en las esquinas, los más corrientes enfundados en monos de trabajo de telas burdas mirando pasar con desparpajo a los oficinistas de trajes y corbatines, las mujeres encopetadas cruzándose con las chicas de cofias y delantales. Liberté, egalité, fraternité, pensé. La federación americana se adelantó a la Revolución francesa. Su Constitución era un documento modelo, cuyos principios resonaron en las arengas de Danton, Robespierre y Camille Desmoulins, en 1789. Contrario a mis compatriotas, sin embargo, los americanos no retrocedieron sobre sus pasos. Se regían aún por los mismos valores e instituciones legadas por los fundadores de la Unión. Nosotros, en cambio, pasamos de la Revolución al Terror, a Napoleón, al imperio, a las monarquías, y seguíamos con Napoleón III. Aún no llegábamos a vivir las promesas de Marianne, la chica del gorro frigio, bajo cuyo hermoso rostro tantos fueron decapitados. La Revolución fue un fracaso que resonó hasta en los últimos confines. Daba que pensar si la monarquía, el poder hereditario, no era quizás el mejor de los regímenes, puesto que tantos plebeyos tenían ambición de imitarla. Los reyes, con su línea de sucesión sanguínea, aliviaban a la ciudadanía de decisiones para las cuales no estaba preparada. Y, sin embargo, aquí en América quizás el experimento de hombres comunes gobernando hombres comunes resultara y diera un modelo a seguir. Era desde luego asombrosa la vitalidad que se respiraba en las calles. La igualdad era, por supuesto, una quimera. Vi en mi caminata algunos clochards guarecidos del sol en los dinteles de los edificios más alicaídos. La pobreza nunca desaparecería, pues el espíritu humano no se remonta sobre las dificultades de igual manera y hay quienes jamás logran superar sus míseros pasados. Me pregunté si Ibrahim habría encontrado a Cassidy y su familia. Lo dejé inquieto en el hotel y no me costó mucho convencerlo de que siguiera mi ejemplo y se echara a caminar por las calles. Pareció contento cuando se lo propuse. Claro que encontrar irlandeses recién llegados y lanzados a ese enjambre no le sería fácil, pero Nueva York no era París. Así como yo me había topado con los personajes que aparecían en el diario esa mañana departiendo a mi lado en el comedor del hotel, ¿qué impediría que Ibrahim se encontrara de manera fortuita con su amiga en alguna de las calles cercanas al puerto?
En menos tiempo del pensado arribé a Trinity Church. La calle de Henriette distaba apenas dos o tres cuadras. Un impulso retardatorio me empujó al interior del templo. Era oscuro y varios grados más frío que la calle. La arquitectura gótica no alcanzaba el misticismo ni la altura de Notre Dame, pero imitaba sus ojivas a ambos lados de la nave central. Era un gótico en versión miniatura. El altar era muy similar al de las iglesias católicas, pero sin cruces, sólo un gran vitral al fondo del altar mayor. Dentro, el silencio había encontrado refugio. Era el gran habitante de ese espacio oloroso a incienso con su fila de bancas de madera a derecha e izquierda. Una mujer vestida de gris con un sombrero deslucido y un hombre de cabeza calva sentados hacia el frente eran los únicos feligreses a esa hora. Me senté también. Aquella quietud tras las calles bulliciosas me sentó bien. A pesar de cuantas distracciones y observaciones me entretuvieron durante la caminata, debo admitir que la sensación de opresión y el temor de enfrentar de nuevo a Henriette no me abandonó. Cerré los ojos y respiré profundamente. ¿Qué esperaba de esa mujer? ¿La absolución, quizás? ¿Dividir entre ambos la culpa? Su confesión, lo que fuera que admitiera, ¿borraría acaso esa noche oscura de mi memoria? ¿Me aliviaría su olor, que tanto perseguí, del otro olor, el olor de la sangre de mi mujer?
Al salir, me deslumbró la claridad del día a pleno sol. Un viento fresco corría por las calles. No podía darle más largas al asunto. Quizás era la fuerza de mi propia soledad la que me empujaba hacia Henriette. Y, sin embargo, iba perdiendo mi ímpetu, pensando si no sería más aconsejable apostarme cerca de su casa, observar sus movimientos, incluso dejar que me viera de lejos, probar si me reconocía, asustarla un poco, hacerla pensar que imaginaba cosas. Confieso que la idea me produjo una suerte de perverso placer. Me divertía incitar su zozobra. Me hacía recordar el pánico infantil a los muertos resucitados que tanto disfrutaban los adultos. Pensé que, a la postre, si alcanzaba a intuirme, más que sorpresa experimentaría alivio cuando se percatara de que mi presencia no era fantasmal.
Me acomodé en el rellano de una escalera frente al número 24 de Maiden Lane, un edificio como tantos, de cuatro pisos, con un friso neoclásico que se repetía en los encuadres de las ventanas. Según mis informes, ella vivía en el apartamento 3A. A esa distancia, no se notaba gran diferencia entre un piso y otro. Del rellano de la escalera, donde me habré quedado una hora más o menos, pasé a caminar por la acera de arriba abajo varias veces. Pasada la segunda hora, llegué a la conclusión de que no tenía el espíritu de un perseguidor, ni la paciencia de Auguste Dupin, el observador detective de E. A. Poe.
Volví a Broadway, entré a un bar, pedí una cerveza pues era casi mediodía, y decidí pasar directamente a la acción.
La puerta de madera y cristal esmerilado estaba entreabierta en Maiden Lane, 24. Subí intentando no hacer ruido hasta el segundo y luego el tercer piso. Apartamento 3A. Los latidos de mi corazón me impedían oír otra cosa. Me detuve frente a la puerta para intentar acallarlos obligando a mi respiración a sosegarse. Debía estar absolutamente en control de mí mismo cuando se abriera esa puerta. Cualquier cosa podía ocurrirle a la mujer que se topara con un muerto-vivo como yo. En uno de los pisos sonaba titubeante un piano. Respiré hondo, cerré los ojos, me quité el sombrero, esperé a que mi respiración no acusara la fatiga de la subida de las escaleras. Luego, toqué. Tres golpes, firmes, fuertes. Escuché los pasos. La puerta se abrió. Los ojos inquisitivos de Henriette me miraron sin reconocerme.
—¿Diga? ¿En qué puedo servirle?
Bajé la cabeza. Fingí que buscaba un sobre en mi chaqueta. Me quité las gafas y el bombín y esta vez la miré fijamente a los ojos.
—Bon jour, Henriette.
Sus ojos y los míos se encontraron. El estupor la atragantó. Se llevó la mano a la boca y dio un portazo. La imaginé al otro lado, la espalda recostada sobre la puerta. A través de la madera podía sentir su respiración agitada. Balbuceaba exclamaciones indescifrables. Acerqué mi rostro al dintel por encima del pomo y la cerradura y susurré:
—Henriette, déjame entrar.
—Nooooooooo. No. No. No. No es posible —exclamó apenas conteniendo el grito. La oí jadear.
—He venido de muy lejos —seguí—. Necesito que hablemos. Te explicaré todo.
—No sé quién es usted. Haga el favor de marcharse —dijo.
—Sabes perfectamente quién soy, aunque nunca pensaras volver a verme.
—Es un impostor. Charles está muerto. No sé cuál es su juego, pero márchese por favor.
El temor, la ansiedad, me abandonaron por la impaciencia. No había llegado hasta allí para que me diera un portazo. Di tres golpes más. Perentorios.
—Alors, ouvre —repetí—. Debemos hablar. No me moveré de aquí hasta que me dejes entrar.
Se me hizo largo el tiempo. Repetí lo mismo varias veces, dispuesto a no marcharme.
Oí sus pasos moverse por el departamento. ¿Estaría acompañada? Era una eventualidad que no preví, pero no oí voces, sólo sus pasos yendo de un lado al otro. Toqué de nuevo la puerta con fuerza, tres veces más.
Finalmente cedió. Hubo un silencio, se acercó, y esta vez abrió muy lentamente. Me hinché como un animal a punto de caer sobre su presa. Atravesé el dintel de un salto, sin ninguna duda y con rabia, impulsado por la determinación de no admitir otro portazo.
Ella, de espaldas a la pared, lucía muy asustada en el corto vestíbulo. La dejé estar así. Entré hasta el fondo del pequeño apartamento, a una sala sencilla con un ventanal, desde el que se veía la alta aguja que coronaba Trinity Church. Al lado de la sala había una minúscula cocina. Por una puerta abierta vi la cama hecha y su habitación impecablemente ordenada. Revisé el lugar donde vivía. Ésa fue mi manera de calmarme. Era austero, con muchos libros. Al lado de la cocina vi una mesa con dos sillas, un florero diminuto con un solo crisantemo amarillo, ya triste, y varios pétalos caídos sobre la mesa. En la pared, grabados de París, entre ellos, el palacio de Luxemburgo.
—No tienes nada que temer —dije tras esa inspección parsimoniosa—. No soy un fantasma.
—No pensé que lo fueras. No sabía qué creer —dijo firme, reponiéndose del sobresalto. Abandonó su sitio contra la pared. Era casi palpable el retorno del férreo control que ejercía sobre sí misma.
—Nadie lo creería —sonreí—. Estás muy pálida.
—Se me pasará. Te vi agonizante —dijo ella, la voz otra vez titubeante—. Esa imagen se quedó prendida en mi retina.
—¿Te mortificaron las tres semanas que pasaste incomunicada en la Conciergerie? —No quería sonar irónico, pero no lograba evitarlo—. Pero también sentirías alivio, ¿no?
Me miró con rencor. Se dejó caer en uno de los sillones de la sala. Sillones cubiertos con una cretona floreada amarilla y azul.
—Eran ciertos los rumores entonces —dijo como para sí misma y continuó volviéndose hacia mí—. Decían que tu suicidio no era tal, que el rey te había ayudado a escapar. Pero yo te había visto y no lo creí.
—La dosis que tomé no fue suficiente —dije, y me senté a la pequeña mesa cerca de la cocina—. Si el arsénico no te mata en seis días, es posible sobrevivir. El rey y otros más no querían ese juicio. Me hicieron desaparecer cuando pensaron que no moriría. Llenaron mi ataúd de piedras. A mí me salvaron un par de beduinos con sus brebajes y sahumerios, pero seguir vivo cuando uno ha muerto para el mundo es sólo otra manera de morir. Lo perdí todo: mis hijos, Vaux-Praslin, honra, posición, mi futuro, mi nombre. —Me levanté, empecé a pasearme frente a ella, agitado—. Sé que convenciste a Pasquier, a Cousins y al conde Saint-Aulaire de tu inocencia. Cousins te llamó «una malvada encantadora» y Hugo, en cambio, dijo que adquiriste tu encanto a cambio de tu corazón. Y enamoraste a Fielding. Aquí estás en Nueva York, protegida por él con quien, seguramente, te casarás y llevarás una vida honorable. Nunca pierdes, Henriette. Te has sabido defender en la vida, a cualquier costo. —La miré sarcástico.
Me miró. Lucía bien Henriette, más delgada, el rostro afilado, los ojos un poco hundidos, pero siempre hermosos. La boca con su arco de cupido, perfecta y sensual. Vestía un traje azul claro, sencillo, pero que revelaba su pequeña cintura y por el escote la redondez de sus pechos.
—¿A qué has venido? —preguntó, mirándome largamente con cierta resignación—. Dejé Francia atrás. No quiero regresar. Aquí puedo olvidar todo aquello. No lo sé aún, pero es posible que me case con Henry. Es mi amigo incondicional. Lo llegaré a querer si me hace su esposa.
—¿Crees que podremos olvidar, Henriette? A mí el olor de la sangre me despierta por las noches. Lo siento cuando menos lo espero. Se mezcla con olores de ciudad, de mar, como si se hubiese quedado alojado en las mucosas de mi nariz.
Ella se tapó la cara con las manos brevemente con un gesto de horror.
—No hablemos de eso, te lo suplico.
—No lo hablo con nadie —dije—. Tú eres la única persona que sabe lo que digo, y a veces quisiera decírselo a cualquiera. Me pesa en la conciencia. Veo las imágenes, el rastro de las manos ensangrentadas sobre el tapizado de las paredes. La oigo, Henriette, ¿es que acaso tú has logrado arrancártela de la memoria?
—No digas más. No digas más. Te lo suplico —se levantó sin dirección, fue hasta la cocina—. ¿Quieres que ponga la tetera? ¿Te apetece un té? Yo haré uno para mí, si no te importa.
—Está bien. Tomemos el té. Tomemos un té, como cuando éramos libres.
Henriette empezó a mover cacharros en la cocina. Me levanté. Me apoyé sobre el mueble rústico de madera que separaba la cocina de la sala.
—Nunca fuimos libres —dijo sin mirarme—. Ella no lo permitió, ni viva ni muerta.
—¿Sabes algo de mis hijos? ¿Gaston, Louise, Raynard?
—Gaston es duque de Choiseul-Praslin ahora. Todos viven con el mariscal Sebastiani en la misma casa: rue du Faubourg Saint-Honoré 51. Tienen prohibido escribirme. Destruyen las cartas que les mando. Bueno, que les mandé alguna vez cuando quedaron huérfanos. Creo que Louise se casó.
—Lo sé.
La tetera anunció que el agua hervía. En una bandeja Henriette acomodó las tazas, el azúcar, la leche. Nos sentamos de nuevo. Me sirvió el té. Se había despeinado un poco. Del moño flojo en lo alto de la cabeza, caían unos mechones sobre su cara. La vi llevarse la taza a los labios. Recordé.
—Hay una sola razón por la que quise verte —dije fijando mis ojos en los suyos—. Quiero saber qué pasó esa noche. Necesito saberlo. Después puedes olvidarme, puedes olvidarlo si lo logras, pero me debes esa explicación. No te perjudicaré. Estoy muerto y los muertos no hablamos.
Pareció atragantarse. Sus ojos azules se agrandaron. Tosió. Tosió. Tosió. Me alcé y le llevé agua de la cocina. Tenía lágrimas en los ojos. Empezó a llorar.
—No puedo, Charles, no puedo; no sé cómo explicarlo. Soy un monstruo. Creo que me volví loca —gimió.
Recordé la impaciencia y frustración que me causaban los dramas de Henriette. Era una actriz mediocre. Ni siquiera podía hacer que fueran convincentes.
—Empecemos por el principio —seguí, ignorando sus gimoteos—. ¿Cómo te las ingeniaste para entrar al cuarto de Fanny? Eran las cuatro de la mañana.
—No me obligues, por favor, te lo ruego. —Se acercó y se arrodilló a mis pies, llorando.
Me separé de ella. Me puse de pie. Sentía un cosquilleo en las manos, en la base del cráneo. No quería enfurecerme. Lo echaría todo a perder. Volví a su lado. La abracé.
—Vamos, vamos, Henriette, no eres una niña. Comprendo qué significa pedirte que revivas una pesadilla, pero debes hacerlo. Si alguna vez me quisiste, tienes que hacerlo. No podré aprender a ser otro si no aclaro para mí mismo lo que sucedió esa noche.
¡Ah! La imprevisible Henriette. De un momento al otro, cambió. Se secó las lágrimas, se levantó. Se sentó en el sillón opuesto al mío. Puso las manos sobre el regazo. Me miró.
—Nunca pensé que sucediera de la forma en que sucedió. Sabes que yo caí en la desesperación luego que Fanny y el mariscal Sebastiani me echaron. Perdí la perspectiva. Me enloquecí un poco. Pensé que me respaldarías. Lo reconozco. La aborrecí. Fanny me quitó mi sitio al lado de las niñas y Raynard. Ella abusaba a Gaston y Horace. Te lo juro. Louise la encontró acostada en la cama de Gaston, obligándolo a que metiera la mano dentro de su corpiño. ¡Estaba loca, Charles, lo sabías igual que yo! ¿Por qué, si no, le prohibías que se juntara con los niños ella sola?
—Lo sabía —admití—, pero sigue.
—La tarde del 17 de agosto, cuando ustedes regresaron de Vaux-Praslin, era de sobra sabido que al día siguiente se irían a la playa, que esa noche el personal se retiraría temprano. Con la llave que conservé, entré a la casa a ver a las niñas, a despedirme de ellas sin que nadie me viera. Esperé a que apagaran las lámparas. Me escondí en el depósito de ropa blanca. Estaba emocionalmente agotada. No había dormido en varias noches. Estar otra vez en la casa, sentir el olor familiar de las sábanas, pensar que vería a mis niñas (no me importaba si tan sólo las veía dormir) me adormeció. Me quedé dormida. Hacia las tres y media, desperté azorada, escuché a Jacques salir. Entré al cuarto de las pequeñas. Las vi. No sé qué me pasó. No sé qué me pasó. —Lloró otra vez—. Me pareció tan injusta, tan absurda mi situación, la de ellas, la tuya. ¿Por qué no podíamos ser felices? Yo podía ser la madre que no tuvieron, la mujer que te quisiera como merecías. En cambio, todos estábamos atrapados en la locura de Fanny, en la complicidad de su padre que amenazaba con destruirte, con destruirnos. En el costurero de Louise, la luna iluminó las tijeras toledanas que su tío Edgard le llevó de España. Las tomé. Sabía que eran muy filosas. Yo misma me corté con ellas alguna vez. No sé qué me poseyó. El guarda había salido a barrer. Nadie me vería pasar por el foyer, nadie se enteraría si yo entraba al cuarto de Fanny.
Henriette se quedó en silencio. Con la cabeza baja y las manos en el regazo, parecía una muñeca de trapo, desencajada de los huesos, terrible. Por la ventana el sol caía iluminando la tarde
—¿Por qué quieres que siga? —me preguntó de pronto como saliendo de un trance—, ¿no te es fácil imaginar el resto?
—¿Pensaste que no se enteraría, que podías cortarle el cuello sin que despertara?
—Eso pensé. Pensé que ella no podría gritar si cortaba sus cuerdas vocales. Luego empujaría el baldaquín de la cama para que le cayera encima.
—¡Por Dios, Henriette! ¿Qué dices?
Volvió a llorar, ahora sollozaba, se tomaba la cabeza con las manos.
—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué? Yo la odiaba, la odiaba. No sabes cómo la odiaba. A veces cuando ella salía, yo entraba en su habitación. Me fijé que uno de los tornillos que sostenían el baldaquín estaba flojo. Lo saqué. Cada vez que entraba a su habitación aflojaba otro. Soñaba con que el baldaquín cayera durante la noche y la asfixiara con el peso. Tan torpe Fanny. Jamás habría podido liberarse de toda esa tela, esa madera. ¡No me mires así! —alzó la voz entrecortada—. Tú, claro, eres un noble, un patricio, todo te fue dado, pero yo no, a mí ni mi abuelo quiso reconocerme; yo soy una bastarda y era dueña de nada, pero tenía tu amor, los niños, la casa. Yo era quien me encargaba de casi todo, Charles. Yo manejaba esa casa. Merecía esa vida que Fanny desperdiciaba celándote, comiendo sin parar, desentendida de sus hijos, escribiéndote tantas cartas cada día para que volvieras a dormir con ella. Uno se pregunta ¿por qué permitir que una persona infeliz haga infelices a todos los que la rodean? ¿Es justo? ¿Cuánto vale una vida que sólo existe para amargar a los demás?
Habría querido decirle que la comprendía. Muchas veces fantaseé la muerte de Fanny. La pobre Fanny. Insoportable. Ahora no sentía más que compasión por ella. Pero ya era inútil el arrepentimiento. Escuchar a Henriette, el odio de Henriette, su alevosía, me hizo apreciar que, en su desesperación, mi mujer optara solamente por escribir cientos de cartas.
—Sigue, Henriette. Mira esto como un exorcismo. No soy capaz ahora mismo de filosofar sobre quién merece vivir y quién no.
—Ya sabes lo que pasó, Charles. ¿Para qué seguir?
—No es así. No sé cómo empezó, ¿qué pasó cuando entraste a la habitación de Fanny?
—Durante la epidemia de cólera, cuando era muy joven…, sabes que mi madre murió en la epidemia de cólera, ¿no?
—Sí. Lo sé.
—Pues entonces conocí a un médico que me impartió algunos conocimientos para ayudar en la enfermería del hospital donde ella murió. Me habló un día de la guillotina, de cómo al cortarse la arteria del cuello, la yugular, la persona muere de inmediato. No sufre demasiado, porque el cerebro se desconecta al no recibir flujo sanguíneo.
Se tapó la cara de nuevo.
—No puedo creerlo. No puedo creer que fui capaz de hacer lo que hice. Fue otra. Eso me digo. Así salí airosa de los interrogatorios en la Conciergerie. No fui yo, fue otra; otra que me poseyó. Ella fue quien se acercó de puntillas. Fanny dormía profundamente. Abrí las tijeras para usar el filo de uno de sus lados, pero estaba nerviosa, me temblaban las manos.
—¡Suficiente, es suficiente! —exclamé, poniéndome de pie, con un vahído de náuseas en el estómago—. Lo hiciste mal —dije alzando la voz—. Ella despertó, gritó, te amenazó, se te lanzó encima.
—Y yo también me le fui encima —dijo Henriette que ahora, al contrario de mí, parecía totalmente controlada, fría, su voz como un estilete, exacta, sin pudor—. Fue una pelea desigual, porque yo tenía las tijeras y a ese punto lo único que quería era matarla de una vez para que parara de sangrar. La agredí muchas veces. No sé cuántas veces le hundí las tijeras. Tanta sangre. Tanta sangre. —Se puso de pie, poseída por su propia narrativa, como una actriz en un escenario, encarnando un papel separado de la autora de los hechos. Se volvió hacia mí. —Entonces llegaste. Y nos miraste. Y ella de pronto se fue contra ti, pensó que era cosa tuya también.
—Estaba muriendo —dije—. Lo que yo hice fue por compasión, por misericordia, para que dejara de sufrir de una buena vez…
—La pistola. Corriste a traer la pistola.
—Y no disparó.
—Ella se desangraba. Por eso hueles la sangre —dijo Henriette, con una expresión que me pareció rayana en la locura.
—¡Basta! —dije—. Ya sabemos el resto. La sensación del candelabro contra su cráneo está grabada en mi memoria.
—No había más que hacer, Charles, que darle el golpe de gracia.
—El golpe de gracia que a ella y a mí nos quitó la vida, porque no creas que estar vivo en estas condiciones es vivir.
—¡Y me culpas a mí!
—¡Absolutamente! —exclamé enardecido—. Y quiero que tengas claro que éste fue tu crimen. Yo pasaré a la historia como el asesino. Mis hijos y mis nietos se avergonzarán de mí. En cambio, tú, la verdadera culpable, quedará eximida. Te casarás con ese escritor y te redimirás. Pasquier, tan arrogante, no supo deducir la existencia de otra persona en la habitación. —Me recosté contra el espaldar del sofá. Cerré los ojos. Recordé las pruebas que se acumularon contra mí. La bata con sangre, el puñal árabe que guardaba entre mis cosas, los arañazos en mis brazos. Todo me señalaba. Supe que no podría jamás probar que sólo había sido un accesorio del crimen. Cuando despertó la servidumbre a los gritos de Fanny y di el golpe final, Henriette salió por la puerta pequeña que daba al jardín, la que apenas se usaba, vecina a nuestras habitaciones.
—¿Dónde fuiste cuando te marchaste?
—Me cambié de ropa en el jardín, detrás de un seto. Estaba muy oscuro y nadie me vio. Luego caminé. Caminé para llegar a la pensión antes de que nadie se percatara de que no había pasado allí la noche.
—Admirable sangre fría.
—Se aprende de la literatura. Sucede en las novelas —dijo, socarrona.