Me quedé inmóvil donde me ocultaba. Quienes pasaban a mi lado me miraban con extrañeza e incomodidad, como si fuera un peñasco en medio del río. Me aparté a un lado y me recosté en el quicio de una puerta a considerar mis alternativas. Me faltan palabras para describir el profundo azoro y confusión que me embargó. ¿Habría Luis Napoleón ofrecido acaso recompensa a quien me entregara? La familia de Cassidy, en su pobreza y necesidad, ¿estaría apostando por ese plausible botín? ¿Sería capaz Ibrahim de coludirse con ellos? Nadie como yo sabía lo que podía hacer un hombre cuando una mujer le crecía en el cuerpo como una enredadera. Recordé su actitud recelosa y distante en la barcaza cuando navegamos de Le Havre a la isla de Wight. Entonces me miraba como si yo hubiese sido una serpiente a punto de inocularle veneno. Pero yo quería creer que la relación entre los dos había trascendido la repulsa hacia el crimen del que se me acusara. Y, sin embargo, la complicidad con sus pares era para la servidumbre un vínculo innegable, por mucho afecto que les inspiraran sus empleadores. Yo no podía confiar ciegamente en la lealtad de Ibrahim, aunque mi apego con él me reprochara íntimamente semejantes dudas. Sobre la familia de Cassidy tenía impresiones positivas. Me parecían gente honrada y de bien. La madre era una mujer a quien la hambruna le vació las carnes y la dejó blanda y floja, como un globo desinflado, pero que tenía la cualidad de ordenar y limpiar obsesivamente, de forma que las cuatro paredes que alojaban a la familia estaban pulcramente organizadas, los camastros doblados durante el día y los muebles raídos cubiertos con trozos de cretona. Cuando los visité me admiró la dignidad con que ella, el marido y la hija se movían en ese espacio sin maldecir su suerte, agradeciéndole a la vida haber llegado hasta allí y confiados de que saldrían hacia un mejor futuro. Cassidy, que tenía habilidades matemáticas, logró colocarse de cajera en un almacén donde en pocos meses le confiaron la contabilidad del establecimiento y le aumentaron el sueldo. Ibrahim, el nómada que se había pasado media vida saltando de una geografía a otra, de tienda de beduino a palacios reales, mimetizándose para sobrevivir, había encontrado en esa familia un sitio donde poder ser él mismo cómodamente. Cassidy debía de ser diez o más años menor que él y era una mujer con el raro don de la aceptación, la tranquilidad y el buen humor. Enemiga del drama, tenía vocación para ser feliz en cualquier circunstancia. Además, era de buen ver. Poco a poco le cedí a Ibrahim la libertad y el tiempo para cortejar y conocer a Cassidy. No lo hice por generosidad, sino para no perderlo totalmente. ¿Qué cara pondría si yo llegaba detrás del espía? Existía la versión amable y plausible de que se revelara el misterio: que Ibrahim lo hubiese enviado a cuidarme, y tras mis reclamos por la zozobra causada por su celo, todos nos echáramos a reír. Me alivió ponderar esa alternativa, pero ¿y si me equivocaba? Arriesgarme no era una opción. Las consecuencias serían fatales.
Medité un rato más, imaginé la escena si me personaba en la morada de los irlandeses, pero la duda y el temor de ser aprehendido se impusieron.
Regresé al hotel muy despacio, desolado. De vez en cuando las lágrimas convertían en un prisma las coloridas calles de Nueva York. Me conocía. Sabía que jamás recuperaría la absoluta confianza que había depositado en Ibrahim.