Me detuve frente a la iglesia de San Pablo. La tarde empezaba a declinar. Una bandada de cuervos revoloteaba por los arquitrabes de la torre del templo. El viento soplaba anunciando el retorno de la primavera. Crucé las pesadas puertas de madera, me quité el sombrero y cerré mi capa sobre el pecho. Dentro de la nave el invierno todavía se desprendía de las paredes. Buena cantidad de gente asistía a misa, arrodillada sobre los bancos al frente del altar. Los ruidos de los sacristanes agitando los incensarios y del cura manipulando los utensilios del rito, rebotaban magnificados por el eco. Me introduje en uno de los bancos vacíos de la parte posterior. Me puse de rodillas y metí mi cara entre las manos pretendiendo orar cuando lo que buscaba era acallar la congoja de sentirme irremediablemente solo.
Cierto que había contemplado prescindir temporalmente de Ibrahim, dejarlo en Nueva York al menos hasta que me estableciera en algún puesto remoto, quizás en California, o en Suramérica. Llegué incluso a considerar que Cassidy lo acompañara y que ambos envejecieran haciéndose cargo de mi casa y mis asuntos. La escena que acababa de presenciar me dejaba atolondrado. Creía haber hecho honor a la igualdad predicada por el gorro frigio de Marianne en la Francia de 1789. Pero ¿era Ibrahim realmente mi amigo?, ¿era capaz de aseverarlo? Reconocí que sospechar lo peor con tanta celeridad revelaba la distancia que nos separaba. Si escrutaba mis sentimientos de la última hora, era evidente que Ibrahim había sido para mí el leño al que me aferré en mi naufragio, no la relación de iguales que yo me ufanaba de tener. A fin de cuentas, valoraba su existencia por lo que significaba para la mía. Incluso mi supuesta generosidad, al cederle espacio para Cassidy en su vida, en el fondo aspiraba a hacerlo feliz para comprometer su lealtad y convertir hasta a su mujer en acompañante de mi destino. Mi reacción se asemejaba al corte brutal que me hizo rechazar a Henriette tan pronto ella perdió la compostura y pretendió que la rescatara, dejara a Fanny y la convirtiera en mi esposa. Mi intuición de Henriette fue algo casi animal, un presagio de peligro que se vio ampliamente justificado. ¿Se justificarían mis temores con Ibrahim? ¿Debía confrontarlo, debía esperar? ¿Era una casualidad?
El órgano con sus notas solemnes anunció el fin de la misa. Me alcé del banco, salí de la iglesia con el resto de los feligreses todavía sin saber cuál sería mi próximo paso.
Entré al lobby. Iba deprisa al pasar por el escritorio de recepción.
—¡Señor Desmoulins! —me llamó el conserje.
—Dígame —respondí acercándome en vilo.
—Hay un joven mensajero que lo busca de parte del comodoro Vanderbilt. Lo llamaré.
Miré a mi alrededor. El conserje hizo señas y se acercó un chico vestido con traje de marinero que me saludó con una inclinación.
—Señor Desmoulins —dijo—, el comodoro Vanderbilt me pide que lo lleve a su despacho. Lo invita a conversar.
—¿Ahora mismo?
—Cuando guste. Yo puedo esperarlo si dispone de tiempo.
¿Sería posible que la carta le hubiese llegado con tanta celeridad? —me pregunté—. ¿O era una de esas casualidades inexplicables? Su llamado no podría haber llegado en mejor momento.
—Acepto —dije—, podemos partir sin demora.
—Es muy cerca —dijo el chico—, en el número 9 de Bowling Green. Lo espero si debe subir a su habitación.
—No es necesario, sonreí. No creo que al comodoro le incomode mi traje de calle.
El chico sonrió también con un gesto que indicaba que mi vestimenta no tenía importancia.
Anochecía cuando salimos a la calle. Muchas sorpresas en un día, pensé, pero me alivió no tener que enfrentar a Ibrahim tan pronto regresara al hotel. Había decidido no decirle nada, pero estaba agitado y nervioso sin saber de cuánto tiempo disponía para evadirme si es que mis peores sospechas resultaban ciertas.
La oficina de Vanderbilt, efectivamente, quedaba a pocas cuadras del hotel, en un edificio sobrio con frisos labrados con arabescos que le conferían un aire de importancia. Subimos por una grácil escalinata de mármol al segundo piso, donde unas seis u ocho personas ocupaban varios escritorios en la antesala de altas puertas de madera. El chico me hizo pasar a la oficina, donde el comodoro Vanderbilt se acercó a estrecharme la mano y me invitó a sentarme en un cómodo sillón de cuero. La oficina era magnífica. Las paredes al lado del escritorio rebosaban de libros en anaqueles de buena madera. Varios globos terráqueos antiguos se acomodaban bajo la ventana que, a esa hora, lucía la última claridad del atardecer. Sobre una vieja ancla, una pieza redonda de mármol hacía de mesa. Las lámparas de gas iluminaban la estancia dejando ver por aquí y por allá un cúmulo de catalejos, brújulas y sextantes. Mapas e ilustraciones adornaban las paredes. Sólo faltaba el olor a salitre para respirar el mar.
Sobre la mesa de la pequeña sala donde nos sentamos vi con sorpresa el sobre que ese mediodía deposité en el correo. Vanderbilt siguió mi mirada y sonrió.
—¿Le sorprende la eficiencia de nuestro sistema de correos? Tengo un pacto secreto con los funcionarios de esa oficina postal y dos veces al día mis empleados van a recoger lo que llega destinado para nosotros. Nueva York es una ciudad pequeña —dijo divertido.
—Impresionante este Nuevo Mundo —dije, sonriendo a mi vez.
—Su carta ha llegado en el momento preciso. Muy preciso en verdad, porque mi vapor, el Prometheus, zarpa en tres días, bajo mi mando. Si se decide, no tendrá tiempo ni de pensarlo demasiado. Es la mejor manera de hacer este tipo de viajes, no vacilar, como bañarse en un río en el invierno. Terrorífico, pero vigorizante. No se arrepentirá, se lo aseguro. Será parte de un suceso memorable: la inauguración de la Línea Accesoria del Tránsito, una manera más rápida y segura de viajar del Atlántico al Pacífico. Se lo expliqué, ¿recuerda? Es un viaje a un mundo que usted ni imagina. Los trópicos, monsieur Desmoulins. Ése es el verdadero Nuevo Mundo. Y el río San Juan en Nicaragua es un espectáculo. ¿Qué me dice? ¿Viajará solo o con su ayuda de cámara?
Lo miré más anonadado que otra cosa. Mi mente giraba y cabalgaba pesando pros y contras. No tengo nada que hacer en Nueva York, me dije. Mejor marcharme antes de comprobar que alguien quiere enriquecerse a costa de mi libertad. Pero cómo partir tan deprisa. ¿Y qué me lo impide? Nada me retiene. ¿Irme solo, sin Ibrahim? ¿Me despediré de él? Pero mejor no decirle a nadie mi paradero. Me cobijará el secreto. No podrán seguirme. No podrán encontrarme. Desapareceré verdaderamente. Podré olvidarme de este miedo que me muerde los talones y me hace ver visiones. Huiré hasta de las alucinaciones que me persiguen. Veré otras geografías. Me dedicaré a la botánica, a estudiar hierbas, especies. Pero nada es seguro. Puedo perecer en el intento. Y ¿cómo llevarme el dinero? Tendré que trabajar. ¿Qué podré hacer? ¿De qué viviré en California? ¿Cuánto peligro correrá mi vida? No creo que más del que corro ahora. Por lo menos la cárcel no estará en esta ruta. La ruta del Tránsito. Más que apropiado el nombre para mis circunstancias.
—Acepto —dije—. Pero necesito pedirle algunas cosas.
—Usted me dirá.
—No quiero aparecer en su lista de pasajeros. Verá, vengo huyendo desde Francia de la familia de mi difunta esposa (ella murió en la epidemia de cólera de París) y ellos insisten en reclamar una parte de mi fortuna. Quiero desaparecer, ¿me entiende? Que no puedan encontrarme.
—Ningún problema —dijo, comprensivo—. Conozco ese tipo de entuertos. ¿Es todo?
Dudé. A punto estuve de desahogar con Vanderbilt la angustia y despecho que me atosigaba, pero recapacité.
—Es todo —dije.
Sus ojos chispeaban de excitación por el viaje. Le costaba estarse quieto. En su despacho pude verlo mejor. Medía más de seis pies, y emanaba seguridad, poder y un aire juvenil a pesar del pelo entrecano y las gruesas patillas de patriarca bíblico. Se levantó a tomar un puro de su escritorio. Lo encendió y fumó a grandes bocanadas. No sería el hombre que me delataría, pero opté por la discreción.
—Se ha quedado en silencio. Quizás sea mucho pedirle —dijo—. No hay empresa sin riesgos, pero ya estuve en Nicaragua y le aseguro que ahorraremos tiempo cursando ese río.
—No temo, comodoro, créame. Sólo meditaba sobre los preparativos. ¿A qué hora debo estar en el muelle y dónde?
—El Prometheus zarpará de mis muelles al mediodía del 14 de julio. Preséntese y dígale a uno de los marineros que me llame. Si no voy personalmente a recibirlo, mandaré a uno de mis subordinados a mostrarle su camarote. Lleve ropa liviana y un buen sombrero con alas anchas. Hace mucho calor y el sol está muy cerca de la línea ecuatorial. Se puso de pie y extendió su mano. Me dio un fuerte apretón y una palmada en la espalda. Venga, amigo, nada mejor para su tranquilidad que poner un mar de por medio.
Salí de la oficina con el chico que me acompañó, quien ofrecía llevarme de regreso al hotel, invitación que decliné. Yo podría volver solo, le dije, agradeciendo la cortesía. Todavía no decidía mi plan de acción. Me sería inevitable volver a ver a Ibrahim. Tendría que pensar en una estratagema para que se marchara, reunir mis pertenencias y salir del hotel sin ser visto. Esa misma noche podría hospedarme en alguna posada cerca del muelle de los Vanderbilt, en la parte baja de Manhattan. Requería de presencia de ánimo para que Ibrahim no advirtiera nada extraño en mi comportamiento. Él tenía suficiente dinero para sobrevivir unas semanas sin mí; luego ya encontraría su destino entre los irlandeses. Sentí odio en ese momento por todo el género femenino y el insidioso poder que ejercía sobre nosotros. Como padre de varias mujeres había procurado ser dadivoso y caballero con las féminas. No me identificaba con quienes sólo veían en ellas objetos de placer o de servicio, o las consideraban criaturas banales y frívolas, incapaces de pensar más que en sus apariencias o en la procura de un buen matrimonio. Me intrigaba la combinación del espíritu práctico con el romanticismo con que concebían las ilusiones más descabelladas. Pero me espantaba su ferocidad, que fueran capaces de venganzas enhebradas con tanto esmero como el que usaban para sus bordados. Nada cierto que fueran el sexo débil. Nos vencían cuando se lo proponían. Afortunadamente, la mayoría no era consciente de su poder.