Tras nueve días de navegación arribamos a Greytown, en la desembocadura del río San Juan, el 23 de julio de 1851. En la proa del Prometheus vislumbramos ese mundo ignoto y distinto a cuanto conocíamos, donde el verdor y abundancia de la vegetación irrumpían sin control y la tierra exhalaba calor y humedad. Me embargó una intensa emoción cuando pensé que, al cruzar hacia el Pacífico, dejaría atrás y muy lejos Europa, el Atlántico, el Mediterráneo. Quería dar el salto hacia esa otra etapa de mi vida, convencerme de estar al borde de experiencias insólitas, pero la nostalgia y el temor, como vientos contrarios, me apartaron de la proa y me condujeron a la popa, a mirar el horizonte de ese océano sobre el que quizás nunca más volvería a navegar.
Debíamos dejar el Prometheus para abordar el vapor Bulwer en el que transitaríamos el río San Juan. El menor tamaño y casco de acero de esta embarcación facilitaría la navegación por los rápidos del río. Sobre el agua, desde la ribera, aparecieron de pronto una docena de canoas anchas y largas. Cada una de ellas era impulsada por dos corpulentos indios rama, totalmente desnudos, que usaban con agilidad largas pértigas.
Con tono irónico, Vanderbilt se excusó ante las damas por el espectáculo. Explicó que estos hombres eran famosos por su resistencia y sus habilidades como navegantes. Podían navegar hasta doce horas de pie y conocían como nadie las diferentes profundidades del río. Tomó tiempo descender del barco las canoas en las que cabían de dieciocho a veinte personas. Hombres y mujeres hacían lo posible por no rozar o incluso mirar a los indígenas, que nos miraban como si nosotros fuéramos los raros. El Bulwer era muy similar a los botes más elementales y de poco calado que navegaban el Hudson o cualquiera de los ríos de Norteamérica; botes sin muchas comodidades, donde el pasaje se acomodaba sobre una ancha cubierta protegida del sol por un techo de lona verde. Nuestro equipaje fue trasladado y almacenado en la parte posterior donde se levantaba una estructura de madera de dos niveles; la superior era el puente de mando y en la inferior se alojaban las provisiones y la sencilla cocina. Esperamos expectantes la señal de zarpar. El lugar era de una belleza salvaje, con enormes árboles cargados de bromelias y parásitas, y troncos caídos en las riberas donde se posaban garzas blancas. Había una abundancia de helechos, palmeras y cocoteros altísimos. Pájaros de vívidos colores, entre los que sobresalían algunos tucanes con sus largos y arqueados picos, se balanceaban en las ramas de las que colgaban enormes lianas que se hundían en las riberas. Eshlakta no paraba de hablar de la cantidad de animales y maravillas del trópico. A lo lejos observé las casas con techos de palma de Greytown que se mezclaban con otras construcciones de madera pintadas de blanco en que habitaban los ingleses y las autoridades. Árboles que identifiqué, como el llamado fruta de pan y el de hojas brillantes que produce el hule, crecían más allá de las márgenes. El calor intenso nos hacía sudar copiosamente. Las mujeres se quejaban y Charlotte, sin asomo de modestia, se desabrochó el traje blanco de muselina, para dejar libres sus hombros y refrescarse. Durante la espera, avistamos un lagarto moviéndose lento y sinuoso por la orilla. En medio de mi incertidumbre, agradecí el privilegio de estar allí.
Conversábamos Charlotte y yo con Vanderbilt sobre nuestras primeras impresiones cuando vimos acercarse por el río un bongo sobre cuya cubierta viajaba un soldado inglés acompañado por un mulato de contextura fuerte, nariz chata, ojos muy negros, con expresión de pocos amigos. Subieron al Bulwer y el tipo mal encarado se plantó frente al comodoro.
—Lamento informarle que no pueden zarpar a menos que obtengan nuestro permiso para navegar por el río.
—¿Permiso de quién? —contestó lleno de ironía Vanderbilt—. ¿De usted acaso? ¿Sabe con quién está hablando? El gobierno de Nicaragua me ha asignado la concesión para construir un canal por este río. Tengo derecho a navegarlo sin que nadie me extienda un absurdo permiso.
—Soy el enviado de su majestad, Robert Charles Frederic, rey de la Mosquitia. Si quiere pasar debe pagar ciento veintitrés dólares.
Vanderbilt lo miró de arriba abajo. Lleno de arrogancia y desprecio por el imperioso nativo, se tiró una carcajada.
—Este puerto está bajo el protectorado de Gran Bretaña —intervino el soldado inglés, en defensa del misquito.
—Puede que el poblado lo esté —dijo Vanderbilt—, pero el río, según estipula el Tratado Clayton-Bulwer, es neutral y tanto ustedes como nosotros podemos surcarlo sin impedimento, y sin pagar un centavo.
—Usted puede decir lo que quiera —dijo el mulato en tono pendenciero—, pero si no paga no podrá pasar.
—¡Bajen inmediatamente de mi barco! —le gritó Vanderbilt, perdiendo la paciencia—. ¡Tendrán que bombardearnos si quieren impedir que salgamos!
El soldado inglés contuvo al enviado del rey Mosco, quien con gesto airado hizo ademán de lanzarse sobre Vanderbilt.
—¡Se arrepentirá, señor, se lo aseguro!
—Sure, I will. Sí, sí —respondió Vanderbilt, riendo burlón.
Se marcharon, pero no pasó mucho tiempo antes que un barco de la armada inglesa se colocara, amenazante, en nuestro camino. Estábamos al alcance de sus cañones.
Sin poder hacer nada más que observar, los pasajeros fuimos en grupo a exigirle a Vanderbilt que no pusiera en riesgo nuestras vidas con sus desplantes. Al fin, Vanderbilt navegó en un bongo hacia el barco inglés y negoció con ellos que nos permitieran continuar la navegación hasta el Gran Lago.
Vanderbilt terminó pagando lo que le exigían y pudimos zarpar. No sería ésta, sin embargo, la última vez que los ingleses intentaran impedirle la navegación. Cuando el comodoro iba de salida a Nueva York varias semanas después, volvieron a exigirle el pago de los 123 dólares. Él rehusó pagar y los ingleses dispararon entonces tres cañonazos contra el Prometheus que, por fortuna, no dieron en el blanco. Ese incidente enfebreció los ánimos del Departamento de Estado de Estados Unidos, que, en una acción propia del espíritu imperial de los norteamericanos, mandó una fragata que arrasó con el poblado. En su edición del 25 de julio de 1854, The New York Times anunció la sorprendente noticia del bombardeo, incendio y destrucción total de Greytown por el barco de guerra Cyane.
FURTHER FROM CALIFORNIA; ARRIVAL OF THE PROMETHEUS. Startling News from Nicaragua. Bombardment and Burning of San Juan or Greytown by U.S. Sloop-of-War Cyane. The Town Totally Destroyed. NO LIVES LOST. Gold Freight, $806,853. |
A pesar de su natural coraje, Charlotte había sufrido de un ataque de pánico durante el primer incidente con el enviado del rey Mosco. En medio del calor le poseyó un frío nervioso que la hizo temblar.
—¡Estamos entre salvajes, Georges! ¡Pueden atacarnos, comernos, Vanderbilt es irresponsable al desafiarlos!
Me reí.
—No hay caníbales por aquí, Charlotte, más riesgo hay de que te coma un lagarto.
—Crees que sabes todo, Georges. ¡Tenías que ser francés! Nunca me he alegrado tanto de que me gusten las mujeres que cuando vi los penes de los misquitos esos. Sólo pensar que te atraviesen con esas jabalinas, me dio escalofrío.
Así era ella: ¡encantadora!
El barco, a buena velocidad, se deslizó costeando la ribera derecha del río. Luego de bajar por el delta, el San Juan se presentó ancho y magnífico ante nuestros ojos. Pensé en lo que habrían pintado Corot, Turner o Gainsborough si hubiesen visto aquello. Yo era aficionado a las pinturas de paisajes, pero de esta parte del mundo sólo conocía algunas obras de un joven pintor norteamericano, Frederic Church, viajero como Squier de estas latitudes. La opulencia y verdor de la naturaleza contrastaba con las casuchas de paja que veíamos esparcidas por las riberas, rodeadas de plantaciones de bananos. Nos cruzamos con varias canoas cargadas de cabezas de plátanos que bajaban a comerciar en los pueblos que aún no habíamos visto.
Navegamos unas horas más tarde por la entrada del río Colorado. Vanderbilt lo consideraba un río parásito, que se estaba llevando toda el agua del San Juan y convirtiendo la entrada por Greytown en un banco de arena.
—Por qué estos pequeños países se aferran tanto a sus territorios y no les sacan partido uniéndose para compartir la riqueza, es un misterio para mí. ¡Es que no son siquiera industriosos! Ya verán cómo viven. Se conforman con una hamaca y una siembra de maíz y plátanos. Es el clima. Si tuvieran inviernos helados, sin duda serían más trabajadores. Nicaragua y Costa Rica podrían usar este río para mutuo beneficio. En cambio, no cesan de perder tiempo en litigios intrascendentes.
Al atardecer el cielo se oscureció y un viento huracanado nos sacudió las ropas con ráfagas de lluvia que pronto cayeron sobre nosotros con furia. Aunque la lona del Bulwer resistió sobre nuestras cabezas, era imposible refugiarse de la lluvia diagonal, cuyas gotas arremetían como perdigones, y sólo nos quedó sentarnos de espaldas al aguacero para proteger al menos las caras.
Anclados en medio del río, pasamos una noche de pesadilla. Llovió por períodos y los mosquitos nos rodearon como a un ejército enemigo. Mandamos a las mujeres a dormir en la zona donde iba el equipaje, que estaba más protegida. Por primera vez vi a Charlotte perder la compostura y echarse a llorar, maldiciendo California y su idea de aceptar la invitación de Vanderbilt. Creo que él fue el único de nosotros que durmió.
Se envolvió en una manta como una momia, se recostó en la proa, en el suelo, y al rato, al sonido de la lluvia y los crujidos del Bulwer, se unió el estrépito de sus ronquidos.
Yo también maldije haber terminado allí sirviéndoles con mi sangre un banquete a esos malditos insectos cuyo zumbido taladraba el cerebro. Estoy expiando mi culpa, pensé. Ignoraba si habría otro en ese barco que cargara un crimen sobre su conciencia. Sin embargo, una parte de mí empezaba a gustar de los impredecibles acontecimientos. No sería un Alexander von Humboldt cuyas hazañas admiraban tanto Hamilton como Alfred Lord Tennyson, pero me asombraba de lo que me había atrevido a emprender desde mi escape de París. Cierto que el miedo y la necesidad habían jugado su parte, pero era claro que un ser nacido de la desventura había despertado en mi interior y estaba logrando imponerse sobre mi otro yo. Ser Georges me iba siendo más natural y cómodo. La perspectiva de nunca volver a ser Théobald dejaba de angustiarme. Georges se convertía en un hombre más real que Théobald. No tenía claro aún a qué podría dedicarme, pero la vida a menudo lo coloca a uno en el sitio propicio. Durante el viaje en el Prometheus, las hierbas y remedios que compré en Nueva York me permitieron aliviar a algunos pasajeros de menores dolencias. Eshlakta no perdió tiempo en convencerme a mí y a los demás de mis habilidades de médico empírico. Lo tomé con buen humor, consciente de que a veces el solo hecho de ser atendido por un médico tiene propiedades curativas y que en ese barco yo era el mejor informado en materia de vahídos, náuseas y resfríos.
Al amanecer, levamos anclas en medio del sonido de cientos de pájaros y una luz tenue que lentamente dispersó la niebla que se extendía sobre el río como una vaporosa cubierta blanca. Miraba con unos binoculares un manatí que nadaba por la orilla cuando súbitamente un sonido como el de una lija raspando la madera corrió por la quilla y frenó el avance.
—¡Banco de arena! —gritó el capitán White—, shit!
Ordenó alimentar las calderas. Aceleró. Las máquinas y las paletas hicieron un ruido infernal, pero el barco no se movió. Vanderbilt bajó del puente de mando contrariado, a mirar la situación desde la proa. Comprobó la poca profundidad del río y el atoramiento del barco en la arena. Enérgico, con los ojos encendidos de determinación, se volvió hacia mí y los otros hombres que componíamos el pasaje.
—Necesito voluntarios —espetó—. ¡Esto será como empujar una diligencia hasta que salga de este maldito fango! —siguió gritando sobre el ruido de los motores y mandó a un grumete a detener las máquinas. Se hizo un silencio que minutos después se llenó del chasquido de los cuerpos de los marineros zambulléndose en el agua. Eshlakta no perdió tiempo.
—Vamos, vamos —me dijo—, ¡no nos caerá mal un chapuzón!
Ni corto, ni perezoso, se despojó de sus ropas, conservando sólo los calzoncillos, y se tiró al agua. Lo imité bajo la mirada contrariada de Charlotte.
—Hay tiburones en este río, Georges, no seas estúpido.
—Prométeme que me avisarás si ves las aletas —sonreí, y me lancé al agua sin revelar mi aprensión. No era un gran nadador, pero era tan poca la profundidad que, subiendo sobre el montículo de arena que detenía el barco, me era posible caminar con el agua hasta el pecho. Con más o menos reticencia, los demás pasajeros se echaron a la corriente. Nos alineamos a ambos lados de la quilla, y bajo el comando de Vanderbilt movimos el barco más al centro del río, al tiempo que lo alzábamos. Dentro del agua éramos fuertes, nos sentimos titanes y héroes. Nunca había experimentado mayor perseverancia y unidad de propósitos entre tan disímiles seres humanos. Pensé en el efecto mágico del peligro y de las órdenes acompasadas de un líder a quien se respeta. Así debían moverse los soldados formados frente al enemigo. Visualicé legiones de espartanos al mando de Leónidas. El barco se bamboleó repetidas veces hasta que logramos, tras tres horas de esfuerzos, empujarlo, con un rugido primitivo, hacia aguas más profundas.
Vanderbilt, a sus cincuenta y siete años con su físico impresionante, el torso ancho y tostado, demostró que sus brazos sabían pilotear las olas y corrientes. Me dio ganas de reír cuando vi a Charlotte mirarlo con no poco deseo.
—Tal vez lo que no has tenido es un hombre apropiado —bromeé, mientras me secaba—. Quizás con alguien como él podrías encontrar otros placeres.
—Lo admiro como una estatua griega. Con la dureza del mármol —rio ella—. Un misógino bien parecido, ¡pero hombre al fin!
Al poco rato, mientras los voluntarios disfrutábamos nuestra hazaña de regreso en la cubierta, refrescados por la brisa sobre nuestras ropas mojadas, el comodoro apareció con su ayudante cargando una bandeja con vasos en los que nos sirvió abundante whisky, sedoso y de excelente calidad. Era casi mediodía.
—¡Amigos, ésta no será la última aventura, les prometo! En este viaje acumularán historias para contar a sus nietos —brindó con una amplia sonrisa nuestro Ulises.
No se equivocaba. El trayecto por el río San Juan en Nicaragua ahorraba 700 millas al viaje insalubre por Panamá, pero sabíamos que, para llegar al Gran Lago, tendríamos que cruzar varios rápidos. Efectivamente, a media tarde, oímos el rumor del agua saltando sobre peñascos. Eran los rápidos del Machuca. El Bulwer arremetió sin miedo. Los gruñidos de su casco de acero arañando las piedras se aunaron a los rugidos de los marineros afanados con las pértigas. La proa se alzó y nos tiró de las bancas. Vanderbilt, encolerizado, ordenó el retroceso. Entrando por otro ángulo, salvó el día. Tomó el timón y ordenó echar a andar las máquinas a todo vapor para acelerar al máximo las ruedas de paletas. El Bulwer temblaba como una tetera. Creo que aguanté la respiración más de una vez calculando cuál de las riberas podría alcanzar nadando. Vanderbilt, como fuerza de la naturaleza, no cejó, y los pasajeros finalmente sentimos la nave avanzar como si se tratase de una gigantesca tortuga arrastrándose lenta y pesada sobre el raudal.
Cerca de allí vimos, cubierto de plantas y algas marinas, y empezando a convertirse en isla, el casco de madera del Orus, la embarcación náufraga del primer intento de la Ruta Accesoria del Tránsito por atravesar estos hostiles obstáculos.
—Esto es más de lo que pensé que tendría que soportar —decía Charlotte, abanicándose, con el rostro enrojecido por el sol, el calor y la tensión. Yo también estaba listo para un descanso, pero Vanderbilt regresó a la cubierta bajo el toldo, se acostó cuan largo era en una de las bancas y se rio de las ansiedades que disfrazamos como preguntas.
—¿Que si hay más trechos como éste? —exclamaba—. ¡Ciertamente! Dos raudales más: El Castillo y El Toro. Y luego espero que el lago esté tranquilo. Es una inmensa masa de agua y cuando hay viento, es tan fiero como el arisco Atlántico. Las olas son cortas, lo que amplifica la sensación de que uno está a punto de naufragar. ¡Ah! Pero no teman. Abordaremos El Director, mi barco preferido, una nave que ama el agua y se mantiene sobre ella como buen jinete. ¡Por Dios! Van a California. Esto es sólo un entrenamiento para lo que encontrarán allá.
Almorzamos en un playón donde pudimos secarnos un poco, estar un rato en tierra firme y mirar de cerca las flores y enormes helechos de la ribera.
Por la tarde avistamos sobre una colina El Castillo, la vieja fortaleza española, y a sus pies el pequeño pueblo y el agua clara de los rápidos. Vanderbilt dispuso que pasáramos allí la noche. El pueblo, aunque rodeado de un paisaje magnífico, era muy pobre. El comandante a cargo salió a recibirnos. Se llamaba Fernando Silva, enjuto, alto, moreno con una barba oscura y grandes bigotes, no paró de hablar. Rebosaba de palabras y expresiones en las que mezclaba su poco inglés con el español. Nos contó historias de los fantasmas de la isla Bartola, de las mujeres convertidas en manatíes y de los indios pelirrojos, que pocos habían visto y que vivían sobre el río Frío. Los llamaban guatusos, por el color rojizo de este animal.
A las cinco de la mañana, se tiraron cuerdas sobre los árboles de la ribera para mantener el barco sobre los raudales. Esta vez ni siquiera Vanderbilt logró que el Bulwer surcara el raudal del Castillo. Tuvimos que mandar a dos marineros al pueblo a buscar unas canoas para quitarle peso y poder continuar nuestro viaje. Vanderbilt no quería demoras. Time is of the essence, repetía, mientras supervisaba que nos acomodáramos en las canoas impulsadas por otros indígenas monumentales. Así bajamos hasta San Carlos, un mísero caserío, puerto del lago, donde nos esperaba El Director, el famoso vapor; más grande, una versión más sofisticada del Bulwer, grácil y sólido a la vez, con doble cubierta, toldo de lona azul, y una flamante bandera de Estados Unidos izada en un mástil, ondulando en la popa.
Descendimos de las canoas. Tendríamos que esperar un rato para abordarlo. La tensión, el cansancio del viaje por el río, me hicieron mella de repente. Quería estar solo un rato tras el apretujamiento de los últimos días. Me recosté contra un pequeño muro del muelle mirando el lago inmenso, escuchando las olas pequeñas lamer las riberas. El agua cafesuzca en la orilla lucía gris en la lejanía. En el cielo las nubes eran voluminosas, redondas y de un blanco inmaculado. Debía ser por la humedad y el vapor de la tierra caliente, pero eran notables torres y moles, cuyos perfiles al atardecer, mientras se hundía el sol, iban convirtiéndose en celajes bermellones, dorados, rosa, un espectáculo de un desparpajo que antes jamás vieran mis ojos. Era como todo allí: exagerado, sensual, una belleza sin pudor que despertaba los sentidos. En contraste con mis pensamientos plácidos, mi cuerpo súbitamente fue presa de un fuerte mareo acompañado de náuseas. Pensé que se trataba del efecto de continuar sintiendo en tierra el bamboleo de la embarcación, pero, pasado el mareo, un sudor frío me corrió por el cuerpo y empecé a temblar. Debíamos esperar el trasiego del equipaje de las canoas al barco. Sería por mi malestar, pero me pareció que se prolongaba más que el tiempo que tomaría escribir la Biblia. Vanderbilt iba de un lado al otro. Algunos pasajeros se refugiaban del sol en un rancho por el que andaban sueltas unas gallinas. Era todo tan primitivo. El contraste entre la pobreza y la magnificencia de la naturaleza me hizo divagar sobre la supuesta superioridad de los seres humanos. Los perros y los niños descalzos y en harapos deambulaban excitados. El frío me consumía. No quería moverme. No sé cuánto tiempo pasó hasta que empezó a disminuir. Pude ponerme de pie y acercarme a Vanderbilt. Pedí su venia para embarcar y tirarme sobre la cubierta de El Director.
—¿No se siente bien?
—Creo que necesito tenderme un rato —le dije.
Accedió y llamó a un marinero para que me hiciera subir. Pensé pedirle que buscara a Charlotte para que me acompañara. No sabía dónde estaba. De seguro en búsqueda de escondite. Había sufrido el engorro de no contar con la apropiada privacidad para sus necesidades fisiológicas. Supuse que algo así la estaría ocupando.
Me tendí y dormité. Desperté con el estrépito del pasaje abordando. Me sentía francamente mal. Tenía fiebre.