CAPÍTULO 33

 

 

 

No vi Granada sino ocho días después de nuestra llegada. Arribamos de noche en El Director. Sentí que llegaba a la civilización cuando en el muelle nos recogió un coche de caballos confortable que nos llevó a un caserón español de hermosa arquitectura con patios interiores y habitaciones cuyas puertas se abrían sobre los anchos corredores que rodeaban el jardín principal donde se alzaba una fuente muy simple, pero que cumplía a cabalidad su misión de refrescar el aire con su sonido líquido y acompasado.

Eshlakta se encargó de todo. Yo apenas tuve el suficiente empuje para entrar a la habitación que me asignaron, comprobar que la cama era cómoda, que la habitación contaba con un mueble con pana empotrada y una jofaina para lavarme, una silla de balancines y una mesa para poner mi maleta.

Me cambié la ropa húmeda. Me puse una camisa de dormir. La fiebre me sacudía violentamente y Eshlakta, que desde esa noche se convirtió en mi más fiel y generoso amigo, dispuso sentarse a mi lado y acompañarme. Fue en mi delirio que vi mi tumba; una tumba llena de abrojos y maleza, con una tosca y absurda cruz pintada en verde, sobre la que alguien escribiría «Georges Desmoulins». Recuerdo la sensación de desolación que experimenté. Moriría lejos de mis hijos, de mi país, de mí mismo, en esa casa foránea que apenas había vislumbrado. En mi mente febril, el apego a la vida se convirtió en la perentoria necesidad —una necesidad parecida al vómito— de liberarme de mi secreto, de recuperar mi nombre. Sentí que tenía que decir quién era. No quería la tumba de Georges Desmoulins, sino la mía propia.

—John, John —gemí—, acércate. Debo decirte algo.

Él se acercó rápido y solícito. Vi su rostro de preocupación muy cerca del mío, su rostro muy blanco, los ojos pequeños, la incipiente calvicie, los anchos labios. Sentí su respiración ruidosa.

—John, tengo una confesión que hacer. No me llamo Georges Desmoulins. Si me muero, por favor, no me sepulten con ese nombre. No es mi nombre, no es mi nombre. Prométame que no me sepultarán con ese nombre —imploré, apretando su brazo con mi mano.

—Sí, sí, Georges, no te preocupes; no morirás, la quinina hará efecto, sólo has tomado dos dosis.

Sacudí la cabeza. Supliqué.

—Te diré mi verdadero nombre. Es el nombre que quiero que uses para mí en este país, sea que viva o que muera, ¿me lo prometes? ¿Me prometes llamarme con mi nombre?

—Faltaría más —exclamó John—. Te lo prometo, amigo, no te agites más.

—Soy Georges, Jorge Choiseul de Praslin —le dije—. Soy un duque francés. Algún día te explicaré por qué usé otro nombre, pero esto que te digo es la verdad; soy Jorge Choiseul de Praslin, ¿me entiendes?

—Entiendo, entiendo, entiendo —repitió John, dándome palmaditas tranquilizadoras en el brazo.

Ningún otro recuerdo de esos días subsiste en mi memoria. Tras esa confesión, me abandoné absolutamente a lo que mi cuerpo dispusiera. Revelar, dejar salir mi verdad, me causó una sensación de alivio similar a la que produce arrojar del vientre una comida malsana. Por primera vez en largo tiempo dormí profundamente.

Una mujer apenas morena, de pelo muy negro y enormes ojos alertas, con una sonrisa de madre, me dio sopas y la medicina que le indiqué. Sabía suficiente francés para que nos entendiéramos. Era firme y me trataba como niño grande. A ratos su rostro sonreía, otros, me observaba sin ninguna emoción, como un objeto desvencijado que debía reparar. Sabía de la quinina. Era una médica empírica, herbalista. Inspiraba confianza por su actitud sin dudas. Se llamaba Lorena Isbá y era la dueña de aquel caserón, una viuda acaudalada, colectora de muebles antiguos y excelente anfitriona. Eshlakta, quien le había pedido que se encargara de mí, llegaba por las tardes. Recuerdo el sonido de su voz. Sospeché que, además de viejo amigo, era el amante ocasional de Lorena. Él cumplió su promesa. Me empezó a llamar Jorge Choiseul de Praslin.

Poco a poco el sudor frío de mi cuerpo y la fiebre fueron cediendo. En su lugar se me dio percibir el aire ardiente de los mediodías y las tardes en que nubes de vapor y humedad emanaban de la tierra caliente. La quinina surtió efecto. Había leído que los indígenas de Suramérica la llamaban Quina Quina, y que era producto de la corteza de un árbol. En 1638, la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, fue curada de las fiebres mediante el uso de esta corteza. Cuando los condes de Chinchón regresaron a España, llevaban la droga y la ocuparon una vez en Alcalá de Henares con éxito. De esa resultó que el árbol se pasara a llamar Cinchona, por la condesa. «Remendaron el nombre —bromeaba Lorena, cuando se lo conté—, lo hicieron para que no sonara como “chichas”.» Ése era el nombre vulgar con que los nicaragüenses se referían al busto de sus mujeres.

Al tercer o cuarto día de convalecencia, Lorena entró temprano. Con sus manos de uñas largas con las que tocaba las cosas levemente como si sólo usara las yemas de los dedos, me rozó la frente y por primera vez corrió las cortinas de la habitación.

—Ya pasó —me dijo con aplomo—. Ya no habrá más fiebre. Ahora le toca recuperarse.

Lorena olía ligeramente a romero. Imaginé cuánto me confortaría que se metiera en mi cama y me abrazara, sentir sus grandes pechos contra mi espalda. Pensé que la amistad de Charlotte quizás me había reconciliado con lo femenino, precisamente por no amenazarme. Desde lo de Fanny, las mujeres me inspiraban cierto temor. Reconocía que eran muy poderosas, con un poder que disfrazaban de debilidad. En el fondo, nos permitían creernos superiores. Nos adjudicaban el ejercicio de un dominio que luego reclamaban que no sabíamos manejar ni administrar. Pienso que éramos proclives a la violencia porque percibíamos que no éramos tan fuertes como nos habían enseñado. Para superar la contradicción enaltecíamos nuestro poder para la guerra, la fuerza bruta, la capacidad de dominar y hasta matar. Los siglos nos concedían una jerarquía sin más credencial que el pene que llevábamos entre las piernas.

Lorena no era coqueta, pero sí desenfadada y sin ningún reparo en decir lo que pensaba. En mi mundo habitual, alguien así —lo mismo pensé de Charlotte— era reconfortante. Eran mujeres que, sin dejar de ser sensuales, podían ser maternales y no hay hombre, juzgo, que no añore los cuidados de su madre.

—Al barbero le toca ir ahora, mesié Jorge, tiene una barba de patriarca y parece que ha estado demasiado tiempo a la intemperie —reía—. Ahora está en Granada, la cuna de la civilización de este país, una ciudad de habitantes refinados, cuyo principal oficio es medirle las costillas al prójimo. No lo hacen por inquina. No, señor; lo hacen por aburrimiento. Igual se hacen la guerra Conservadores y Liberales. La guerra los ocupa, les da oficio, sentido de importancia. La tragedia de este lugar es ser demasiado poco para los delirios de grandeza de sus aristocracias. Las guerras les brindan las glorias que no encuentran en esta patria minúscula.

Opinión tan irónica de sus compatriotas me pareció a nivel del fino sarcasmo francés. Mujeres así, que miraban los hechos de los hombres con una distancia y sapiencia no exenta de ironía, abundaban en Nicaragua como fui descubriendo. Se ufanaban de su sentido común en los asuntos domésticos, pero también resentían la desventaja de su papel de observadoras. El resentimiento se traducía en la manera solapadamente despectiva con que se referían a los defectos de sus hombres, fueran éstos maridos o próceres.

Al siguiente día, Lorena, en su camino a comprar hierbas en el mercado, me condujo a la barbería. Mi español estaba un poco oxidado, pero el barbero, impecable, vestido de blanco y dueño de un aire de circunstancia, me aseguró que podía hablarle en mi idioma pues había trabajado de joven con la ilustre familia Dreyfus, originaria de París, pero residente en Granada. El barbero me trató con enorme deferencia, llamándome mesié Praslin, el nombre con que me conocerían los nicaragüenses. Al principio, a la par del alivio de recuperarme a mí mismo, oírlo no dejaba de sobresaltarme. ¿Y si me seguían hasta aquí? ¿Y si otro francés se interesaba, se ponía curioso y me delataba? Haber conservado el nombre «Jorge» me protegería, pensaba. Siempre podría distanciarme diciendo que el duque era un lejano pariente.

Poco tiempo me tomaría darme cuenta de que la «aristocracia» granadina había contagiado a todo el pueblo con sus ínfulas y refinamientos. Y, sin embargo, aquellos autollamados «nobles» eran, en general, simpáticos y con personalidades muy definidas por sus gustos, pasiones, o excentricidades. Encontré que muchos eran verdaderamente cultos, mientras otros sabían lo suficiente para dar esa impresión dejando caer un nombre aquí y otro allá. Eshlakta conocía a varias familias ilustres y la pasó bien llevándome de salón en salón como un animal de feria; un auténtico francés, cosmopolita y ansioso explorador del trópico. Hasta me adjudicó el título de médico, como hiciera en el Prometheus, y yo no lo desmentí. Que me pensaran galeno me concedía autoridad y respeto inmediatos. Ser médico era mi salvoconducto hacia la honorabilidad y la confianza de los demás. En un país como Nicaragua, mi preparación era más que suficiente para que el título no fuera solamente un embuste. Dudaba de que en estas regiones hubiese muchos otros con los saberes que yo poseía. Sabía de botánica, de química, de procedimientos básicos. Estudiaría más. Quizás a la postre, administrando esas dotes, podría redimirme de la muerte atroz de mi mujer, que era una pústula siempre abierta en mi conciencia.

Desde la silla de barbero se veía la plaza donde se encontraba la alcaldía, la catedral, las casas de las familias principales, y otras dependencias clericales y de gobierno. Sin haber viajado mucho, había visto dibujos de la manera en que los ibéricos asentaban sus dominios erigiendo esas plazas con iglesias y oficinas desde donde regían sus territorios. Las construcciones eran de adobe, con anchísimas paredes y muchos arcos, corredores y techos de tejas. Las anchas paredes actuaban de aislante contra el calor.

El barbero me echó para atrás la cabeza. Cerré los ojos y me dejé humedecer la barba, poner una toalla caliente, afeitar y cortar el pelo, sin rechistar, disfrutando de las sensaciones, los olores de ese rito masculino agradable y relajante. Recordé por un momento a Ibrahim con nostalgia. Abrí los ojos al oír el chasquido cuando el barbero me despojó, con gesto de torero, de la capa con que protegió mis ropas.

Voilá —exclamó, como quien develiza una obra de arte.

Vi en el espejo al hombre delgado, de barba y bigotes bien definidos y pelo entrecano abundante en que me había convertido. Me sorprendió percatarme de una nueva madurez y melancolía en mi rostro acentuadas por la prisa con que ahora las canas crecían en mi cabeza. Pensé en lo improbable de que alguien me reconociera en aquel país remoto. Mi identidad estaba a resguardo allí. No me cabía duda.

El alivio de haber sobrevivido a la malaria, el olor a lavanda, verme limpio y acicalado, contribuyeron a mi buen humor. Me despedí del barbero y caminé por la plaza principal para observar el día transcurriendo plácido en la ciudad. Me parecía encantadora por provinciana y por relajada. La prisa no existía. Las gentes, en su mayoría morena, tenían facciones agradables y eran dicharacheras y bulliciosas, con una expansiva alegría casi infantil. Montados en sus caballos, intercambiaban saludos. Los ruidos de pájaros, el sonar de los cascos, las risas y conversaciones me remontaron a una época perdida, la de los burgos pequeños y compactos. Ciertamente que, como hombre de ciudad, compartía el prejuicio de que la existencia provinciana era limitada y prosaica y, sin embargo, aquel día en Granada encontré la sencillez de ese entorno deliciosamente leve y acogedor.