Margarita no era el tipo de mujer de quien esperar una respuesta inmediata. Por la tarde, disimulando mi ansiedad, fui a visitarla. Me recibió con una sonrisa pícara e irónica.
—Sólo porque me vio en camisa de dormir y yo lo vi en pijama no tiene que casarse conmigo.
Recuerdo su vestido blanco, vaporoso, la piel de su cara me recordó a Fanny cuando era joven. Ella también tuvo una piel impoluta, aterciopelada. Me reí.
—Ni usted tenía que mandarme ese anillo tan valioso. Sucumbí a la tentación.
—Ni todas mis joyas hubiesen pagado lo que hizo por mi hija, doctor. Como se habrá dado cuenta, aquí más que dinero, usamos el trueque. Supe que le llevaron muchos regalos. No osé peturbarlo en medio de la epidemia, pero no me quise quedar atrás. Gracias de mi parte y de parte de Matagalpa. Hizo usted mucho bien en estos días.
Me apabulló su generosidad. ¿Qué pensaría de mí si supiera? Aparté el pensamiento como un moscardón. Podía vindicarme, lo estaba demostrando. Tenía vida aún para lavar esa mancha, purificarme. Eso pensé.
El sol empezaba a declinar sobre las montañas y soplaba una brisa fresca, deliciosa.
—Demos un paseo —me dijo—. Quiero que veas este lugar.
Bordeamos una vereda y nos adentramos en un bosque donde me sorprendió ver la profusión de liquidámbar de hojas con cinco o seis lóbulos, los troncos rugosos como piel de lagarto. También vimos el nogal, cuya madera es preciosa, helechos gigantes y grandes piedras.
—Un castaño —le dije—. ¿Comen sus frutas?
—Se las comen las ardillas —sonrió.
Vagamos un rato. Ella me tomaba la mano para apoyarse en los accidentes del terreno, me hablaba de los monos congos que oía aullar por las noches desde su casa.
Me dijo que debía un día explorar por allí, porque había muchas hierbas medicinales, zarzaparrilla, cuculmeca, suelda con suelda.
No estaba mi espíritu para hierbas medicinales en ese momento. Observar a Margarita absorbía toda mi atención.
Vimos el atardecer entre los árboles. Callamos. Ella se acercó y no objetó que yo pusiera mi brazo sobre sus hombros. Se reclinó contra mí.
—Hace tres años que murió mi esposo —dijo—. Delia tenía sólo un año. No me opongo a la idea de casarme —añadió sin volver el rostro, mirando el rojo del cielo crepuscular—, pero apenas nos conocemos.
—Te entiendo —dije—. Menos mal que vivimos en el mismo lugar y eso no es difícil.
Esa noche apenas dormí. Una mezcla de profunda necesidad de compañía y amor que, hasta la aparición de Margarita, estuvo suprimida y soterrada bajo la noción de que ninguna felicidad me sería posible excepto la de estar vivo, se enfrentaba con el dilema moral de permitirme amar y ser amado. Seguir adelante guiado por mi instinto, me decía, era ser consecuente con mi propósito de inventarme una vida nueva. De nada serviría el esfuerzo de tantos que me ayudaron a huir, si yo condenaba mi existencia a pagar por un crimen al que me empujaron las circunstancias. El instinto de la vida hilaba sus telas y soplaba el viento para que mi barca se echara a navegar dejando atrás, o al menos posponiendo, toda idea de infierno o purgatorio. Se me expandía el pecho imaginando a Margarita en mi diario vivir.
La perspectiva de formar una nueva familia convirtió mi lasitud en participar en la búsqueda de tierras con John en premura. Mi amigo me miró asombrado cuando le hablé de mis planes.
—¿Margarita Arauz, nada menos que Margarita Arauz, la Rosa Blanca? —me dijo, poniéndome al tanto de que así le decían en el pueblo por su preferencia de vestirse de blanco y porque su belleza era comentada en millas a la redonda—. No creo que se case contigo. Nadie ha podido cruzar el foso de ese castillo desde que enviudó. Pero bueno, no hay ilusión malsana —rio entonces.
—Entiendo que pienses que es sólo una ilusión —sonreí—, yo también apenas me lo creo. Y puede que no pase a más, pero también depende de cuán bien prepare yo el terreno y le dé a ella confianza en que mi propuesta va en serio.
Mientras en Matagalpa la rutina sólo la alteraban los sucesos relacionados con el clima, de Granada llegaban con regularidad noticias relacionadas con sucesos políticos, cada vez más preocupantes. Aparentemente, mientras el comodoro Cornelius Vanderbilt se tomaba cinco meses de vacaciones en Europa con su familia, William Walker, el jefe de los filibusteros que estaban en Nicaragua invitados como combatientes por el Partido Democrático de León, había logrado con Morgan y Garrison, dos antiguos empleados de la Compañía del Tránsito, despojarlo de su empresa. Para hacerlo, convencieron al presidente Patricio Rivas, conocido como un pelele del norteamericano Walker, de que Vanderbilt debía a Nicaragua muchísimo dinero por el uso de la ruta. Era un ardid, pero los barcos fueron confiscados y utilizados para llevar más mercenarios de Estados Unidos a Nicaragua a seguir la guerra de Walker. Embarcar soldados confundidos entre los pasajeros, como venían haciendo Byron Cole y William Walker, costó la vida de varios incautos viajeros que iban de regreso a Nueva York. El ejército legitimista disparó contra la nave y una mujer y un niño perecieron. Walker, que se había tomado Granada, mandó a amenazar al general Ponciano Corral con tomar de rehenes a gente de la ciudad. En esa situación se dio una tregua de ambos bandos. Se rumoraba que Walker era cada día más fuerte y que su ambición era anexar Nicaragua a los Estados Unidos.
Yo le insistía a John que debía traer a Lorena a Matagalpa. La guerra se generalizaba en el país. Granada estaba en manos de los filibusteros. Corral había sido fusilado. En búsqueda de refugio, un buen grupo de líderes legitimistas se ampararon en Matagalpa y allí organizaron un ejército que llamaron del Septentrión, y también adiestraron en formaciones militares a un numeroso grupo de flecheros indígenas que llevaron a la batalla de San Jacinto, el 14 de septiembre de 1856.
Lorena se quedó en Granada hasta noviembre de ese año. Afortunadamente, los nicaragüenses, después que Walker se hizo nombrar presidente del país en unas elecciones burdas, fueron entrando en razón y oponiéndose a las ambiciones de este hombre, que por ser del sur de Estados Unidos intentaba decretar la esclavitud e imponer el inglés como la lengua oficial del país. Cuando Walker se percató de que perdería Granada, dio orden a uno de los suyos, Henningsen, de incendiarla. Eran los primeros días de diciembre cuando al fin convencí a John de que fuéramos a rescatar a Lorena.
Mi relación con Margarita marchaba sin prisas. No quería presionarla. Ella era afectuosa, desinhibida, sensual y nada mojigata. Nos besábamos largamente, nos abrazábamos y acariciábamos. No me cupo duda desde el inicio de que, hasta que nos casáramos, esos intercambios serían el límite de nuestra intimidad. El deseo no pocas veces me llevó a intentar doblegar su voluntad, porque la sentía igualmente apasionada y veía sus ojos entornados, su piel enrojecerse, su cuerpo entero acalorarse, su garganta contener los gemidos, pero cuando con voz ronca me pedía que me detuviera, una fuerza que creo provenía de haber llegado a conocerme mejor que muchos, me detenía.
En cuanto a su curiosidad, indagaba sin muchos rodeos sobre mis planes, mi situación económica, si podría darle a ella y su hija seguridad y estabilidad, si podría contar conmigo para la administración de su hacienda. Ella tenía medios, pero no aceptaría que su marido dependiera de ella. A todas esas preguntas pude responder: no debía preocuparse. La venta de mi casa y unas tierras heredadas cerca de París, convertidas en oro, me permitían solvencia. De hecho, mi abogado llegaría en breve de Francia, llevándome otra parte de mis reservas. Me creyó. Me creía cuanto le decía. El amor colaboró en convertirme en un maestro de la invención y la mentira.
Después que insistí en acompañar a John a Granada, fui a la hacienda en el Apante a despedirme de Margarita. A pesar que la guerra no había tocado directamente Matagalpa, ninguno de nosotros estaba inmune a sus efectos. Al pueblo llegaban cada vez más familiares que pedían refugio; en mi consultorio atendí flecheros indígenas heridos. Escaseaban algunos productos, y cantidad de jóvenes con vituallas y caballos habían marchado a enlistarse. Las noticias, además, eran pan de cada día y el comandante de la plaza se ocupaba de divulgar los partes militares.
Margarita estaba sentada a la mesa del comedor que le servía de escritorio. Sumaba y restaba cuentas de la hacienda. Escribía, con su letra pulcra y angular, en el cuaderno de entradas y salidas, cifras que tomaba de papeles sueltos.
Me miró y sonrió. Soltó el lápiz, suspiró y se echó el pelo para atrás.
—¡Me merezco un rato de distracción! ¡Cómo odio hacer cuentas!
—No quería marcharme sin despedirme —le dije—. No quiero que te preocupes, pero John y yo saldremos en un rato hacia Granada a rescatar a Lorena.
—¿Lorena? ¿Acaso pidió que la rescataran?
—No. Pero sabemos que Walker está rodeado y perdiendo la batalla en Granada y él ha dicho repetidas veces que la quemaría antes que entregarla. Un incendio en Granada se regaría por toda la ciudad en poco tiempo. Lorena es una mujer sola. Sabes que John la quiere. Y es conveniente que alguien lo acompañe.
—Debes llevar a Segundo —me dijo.
—John lleva a Bernardino, el capataz de su hacienda. No te preocupes.
Insistió en que llevara a Segundo, pero no intentó disuadirme y me dijo adiós con un abrazo apretado, pero sin drama.
John y yo llegamos a Granada el 13 de diciembre por la noche. Llevábamos una nota de José María Estrada, del Ejército del Septentrión, gracias a la cual pudimos penetrar el círculo de asedio de las tropas legitimistas. No más ver a Lorena agradecí haber insistido con John para que viniésemos a rescatarla. Estaba muy delgada, los ojos grandes lucían doblemente grandes sobre los pómulos altos, y a pesar de cuanto intentaba disimular, era evidente que la había pasado mal. Nos abrazó con gran alivio cuando logramos llegar a su casa, luego de mil vueltas para esquivar los retenes de los filibusteros.
—No hay tiempo que perder, Lorena. Debemos salir esta misma noche —dijo John.
Era de prever: Lorena se negó rotundamente. No se iría, dijo, los filibusteros tenían perdida esa batalla. Era cuestión de paciencia.
—Sabemos que tienen órdenes de incendiar Granada, Lorena. No puedes permanecer aquí. Es muy peligroso. Si toma fuego Granada, arderá de extremo a extremo sin remedio.
—Si hay un incendio saldremos en medio de las llamas, pero no antes —dijo Lorena.
—¡Fantástico! —exclamó John, sarcástico—. Me encanta el heroísmo.
—No es eso. Si nos vamos y dejamos la casa sola, robarán todo. Déjame terminar de empacar lo más importante. Nos será fácil partir deprisa si es necesario.
El razonamiento de Lorena era lógico para quien dudaba de que Granada perecería en un incendio. Lo que se decía de las órdenes de Walker era un rumor solamente.
Pasamos la noche empacando las pertenencias de Lorena, y los objetos y libros que ella atesoraba. Tuve en mis manos bellos cuencos indígenas pintados en naranja o rojo y negro, ídolos extraños con rostros mitad humano, mitad animal, o con lagartos emergiendo de sus cabezas. Eran piezas de cerámica precolombina que debían tener inmenso valor. Empacamos libros, la enciclopedia médica, novelas de pastas de cuero y minuciosos encuadernados. Celebré para mis adentros que Lorena no atendiera nuestra petición de dejarlo todo y salvar su vida. Ambas cosas serían posibles al día siguiente.
Me fui a la cama en la madrugada. Deben haber sido las siete o así cuando un tenue pero inequívoco olor a madera quemada me despertó. Me vestí corriendo. Aparecimos Lorena, John y yo casi al mismo tiempo en el corredor. Nos miramos y ya no hubo más dudas sobre lo que nos tocaba hacer.