CAPÍTULO 42

 

 

 

Margarita y yo nos casamos el 4 de octubre de 1859, día de San Francisco de Asís. La noche antes de la boda me recriminé por lo que hacía, pero también me poseyó una eufórica felicidad. Ciertamente que una parte de lo que conocía Margarita de mí era una ficción, pero era cierto también que me había construido otra vida y que ésta tenía la realidad del presente. ¿Por qué no iba a valer más el hombre que había llegado a ser que el personaje enterrado en la cripta de Vaux-Praslin? Cuando veía la confianza en los ojos de Margarita, esa mirada indescriptible que descubre el pasaje hondo y único que existe entre quienes se aman, me ahogaba la necesidad de revelarle mi pasado para que ningún secreto existiera entre nosotros, pero el miedo a las consecuencias me paralizaba. No podía tolerar la idea de perderla, o que me rechazara.

 

 

La ceremonia fue en la pequeña y antigua iglesia de Dolores en Laborío. La familia Arauz, una de las más antiguas y destacadas de Matagalpa, a cuyo examen me sometí en varias comilonas, paseos y fiestas en los meses anteriores, llegó en pleno, al igual que mis amigos más cercanos: la madre de John, Potter y su familia, Ludwig y Katherina Elster, Alberto Vogl, Otto Kühl, Enrique Gottel, quien había manejado el servicio de diligencias que usara Vanderbilt, José Antonio y su esposa Sonia, en cuya hacienda pasaríamos la luna de miel, y personajes de nuestro servicio y del pueblo, como Segundo, Benjamín, Sagrario, en fin. La boda fue un acontecimiento y la fiesta fue en la plaza frente a la iglesia.

—Ya ves, Lorena, lo que se logra con ser médico y haberse leído cuanto se ha escrito sobre la malaria —bromeaba John mientras salíamos de la iglesia.

Fue un día feliz. Tomada de la mano de la madre, Delia iba vestida también de blanco, con una ancha falda de tul y el pelo adornado con flores. Llevó los anillos al altar con parsimonia y elegancia. Me enterneció verla sentirse tan importante.

En cuanto a Margarita, por lo que a mí tocaba, podía haber llevado su camisa de noche y la habría visto igualmente bella. Como era viuda, no fue vestida de novia, pero vistió de blanco como era su costumbre. El templo estaba adornado con crisantemos y lirios. Olía a incienso. Ver entrar a quien en breve sería mi esposa por la nave central, caminando sola y con parsimonia hasta el altar, sin velos ni pretensiones de virginidad, la frente alzada, el pelo trenzado alrededor de la cabeza, adornado con rosas blancas, desató una racha gélida en mi sangre. Tuve que sostenerme del brazo de John para estabilizar el temblor de mis piernas y prevenir a mi cuerpo de huir, salir corriendo antes de cometer lo que en aquel momento me pareció una infamia descomunal. La impostura de mi situación, en contraste con la inocencia y buena voluntad de quienes me acogían, me hacían feliz y se congratulaban de mi buena suerte, casi me sepulta bajo un aluvión de remordimientos. Se me llenaron los ojos de lágrimas, mi corazón y mi respiración perdieron el compás. John sonreía dándome palmaditas en el brazo. Quienes me veían pensaban que me embargaba la emoción del enamorado. Paradójicamente, fue sólo el amor que, con la misma intensidad, sentía por Margarita el que me permitió seguir hasta el fin. Con ella al lado, durante la misa, me controlé y lentamente volví a apropiarme de las justificaciones con que accedí al corazón de la mujer que con total fe y confianza en mi capacidad de hacerla feliz expresó su consentimiento y voluntad de estar conmigo hasta que la muerte nos separara.

 

 

A media tarde, José Antonio me avisó que los caballos y el baqueano estaban preparados para llevarnos a La Gloria, su hacienda en Jinotega. Debíamos salir temprano para que la noche no nos cayera encima. Partimos en medio del jolgorio tradicional que, en Matagalpa, incluía una simpática orquesta de pueblo con violines criollos y guitarras, que curiosamente tocaban mazurcas y polkas.

Mi ánimo había mejorado en la fiesta con un whisky escocés regalo de Potter. La alegría de la celebración logró retornarme al presente y a Margarita. Ésta lucía tan feliz que me sumergí en el halo de gozo que emanaba de toda ella.

De camino a nuestra luna de miel, galopamos en medio de pinares y cerros. La mañana soleada que nos tocara en suerte para la ceremonia daba paso a un cielo donde las nubes negras devoraban el azul a grandes bocanadas anunciando un aguacero vespertino. Debíamos darnos prisa. Yo era mejor jinete que Margarita, pero ella era igual de arrojada. Yo reducía la velocidad y entonces ella espoleaba al caballo y me retaba. Pocas cosas pueden competir con el romance de cabalgar a dúo.

Llegamos a La Gloria riendo y con los sentidos excitados por el viento, la velocidad y el peligro. Julio, el mandador de la hacienda, que era joven, apuesto y con la eficiencia y elegancia de un mayordomo parisino, se encargó del equipaje y nos ofreció una fría limonada. Luego nos condujo por una vereda a una cabaña construida junto al río que atravesaba la propiedad. Vimos encantados la pequeña y primorosa construcción que contaba con una terraza sobre el agua y desde la que se avistaba no muy lejos una cascada. Era un salto de mediano caudal, cuyo sonido era más de murmullo que de torrente. Dentro de la sencilla habitación, donde la cama estaba pulcramente dispuesta con sábanas blancas y varias almohadas, Julio encendió para nosotros candelas aromáticas y nos mostró la mesa dispuesta con bocadillos y una botella de vino tinto francés de buena cosecha, regalo de nuestro anfitrión. Salimos a ver el río y el atardecer. Julio preguntó si no deseábamos nada más y se retiró luego que le dimos las bien merecidas gracias. Poco después empezó a llover, una lluvia fuerte y refrescante. Sentada en una roca frente al río, Margarita no se movió. Alzó la cabeza y dejó que el agua lavara el polvo del camino de su piel y su pelo. Seguí su ejemplo. Estuvimos buen rato bajo la lluvia. Yo me preguntaba qué haría ella, si entraría a la habitación con la ropa mojada; si yo debía tomar la iniciativa de desnudarme allí mismo en la terraza. La vi con frío, mirándome y con prisa me quité pantalones y camisa y me quedé en ropa interior. Era una escena divertida porque no hablábamos. El único sonido era el aguacero, pero nos mirábamos con una mezcla de picardía y deseo. Ella siguió mi ejemplo. En calzones y camisola, entró corriendo a la habitación. Nos secamos uno al otro con las toallas que estaban dobladas sobre la cama.

Un fluido donde el amor inmenso que me inspiraba hizo combustión con mi deseo guardado, tomó control de mis pensamientos. La desvestí temblando, en silencio, besándola, mirando y palpando al fin los firmes pechos, grandes y rotundos, la piel cálida, sedosa, ligeramente húmeda. La contemplé. Pensé en estatuas, en lienzos de las múltiples mujeres que por siglos han inspirado a los grandes maestros de la pintura. La cintura, las piernas, cada rasgo y curvatura era un deslumbre de fosforescencia rosa bajo la luz dorada de las velas. Me hundí en ella, en sus brazos que me abrazaban, las manos delicadas que volaban sobre mi espalda como alas de ave jugando con alguna ola, picoteando sin prisa. Mis años de celibato forzado me apuraban, pero ella me susurraba que fuera despacio; me hizo besarla toda, de arriba abajo. Cuando hundí mi cabeza en su sexo, gimió, y con sus manos suaves dirigió mis movimientos obligándome a la lentitud, a regodearme, como si el tiempo no importara y ella fuera un panal lleno de miel donde había que hurgar cada alveolo hasta vaciarlo de dulzura. El orgasmo la arqueó toda, la hizo temblar, sacudir el cuerpo, sus gemidos se mezclaron con risas, con llanto, con sus manos aferrándose a mi cuello. Entré en su sexo húmedo y también lentamente nos mecimos. Su interior era cálido, estrecho y profundo. No duré mucho. Imposible. Estallé y un vahído del más intenso placer me recorrió entero.