Me gustan las novelas porque no muestran ningún interés por la felicidad de sus personajes. Generalmente terminan cuando ellos la alcanzan. No hay mucho que decir de las vidas felices. Por más de veinte años yo he tratado de ser feliz, pero la culpa revive en mi cíclicamente. Es como las estaciones, como el otoño. Cuando su mirada me traspasa, las hojas del árbol de mi vida caen secas y arrugadas al suelo por más que trate de evitarlo. Me da por largas caminatas taciturnas varias veces al día. La mentira es un arte que logré dominar con indudable maestría, pero es también un filo muy delgado que requiere buena memoria y una vigilancia insomne para no caer en contradicciones, o dejar escapar referencias inéditas en medio de las emociones o las rabias. Vivir cuidándose de uno mismo es un oficio ingrato. Ser sincero, desahogarme, ha sido una tentación de años. He venido escribiendo esta relación de mis sentimientos y de cuanto ha acontecido en mi vida para dejar sentado mi deseo de explicarme. No es el perdón lo que me incita, es el misterio de la sustancia del ser, la compleja y confusa realidad que ha modelado mi vida introduciendo en ella el azar, que lo mismo me hizo partícipe de un crimen que me enfermó de malaria y luego me trajo a Margarita a la puerta misma de mi casa. ¿Cuánto es mío de mi vida? En la doctrina de Manes sólo existen dos principios: el bien y el mal, blanco y negro. Yo soy un personaje gris. Mi segunda vida, ¿en qué medida me redime de la primera? Vivir y amar con Margarita tendría que juzgarse aparte de Henriette y Fanny. No quiero que mi pasado pese sobre mis hijos, mis nietos, mi descendencia nicaragüense, pues el hombre que era Jorge Choiseul de Praslin nació de nuevo de lo mejor de mí y su mayor martirio fue conocer la memoria del otro y soportarla. El cuerpo joven de Fanny aparece en mi conciencia. Recuerdo la textura de su piel bajo las sábanas, el peso de su pie sobre mi pierna, los pequeños ruidos que hacía de noche cuando soñaba. Recuerdo el calor de su interior y su languidez para hacer el amor con los ojos cerrados, abandonándose a mí como una flor o un gato. Una tristeza, como la ola de un mar creciente, rueda sobre mi alma: la veo luchar contra el dolor durante los partos de nuestros hijos, amamantarlos a disgusto, preocupada por sus pechos. Protesta, pero cumple con su parte. Yo no entiendo que se deprima después de parir, que cierre los ojos y no quiera ver al recién nacido. Dice que no le pertenece una vez que sale de su vientre. Yo jamás cargué nueve hijos nueve meses dentro de mí. ¿Qué sabía yo de lo que experimentaba ella al encarar el fin de esa profunda intimidad? Pero la impreco. La llamo egoísta, mas lleva razón. Ningún hijo nos pertenece. Ella lo sabe y se protege siendo cruel y desapegada. Sin embargo, insiste en seguir preñándose y dando a luz, porque su cuerpo demanda de ella esa entrega malentendida a mi sangre y descendencia. De jóvenes, luego de amarnos, nos quedábamos en su boudoir. Nos dábamos de comer. Leíamos. Ella jugaba con mi pene, yo con sus pechos. Esa mujer nunca se reservó nada de sí. Me amó hasta perder la razón ante mi indiferencia. ¡Qué pena me da ahora cada carta que escribió y no leí!, haber amurallado mi entendimiento para no escuchar los llamados y aullidos pidiéndome que no me mudara a mi habitación y la dejara sola por las noches. Era miedosa Fanny. Recién casados no podía dormir si no se aferraba a una parte mía: la mano, el pie entre los suyos, la espalda contra espalda. Con el tiempo, su calor me agobiaba. Huía hacia el borde de la cama. Ella me seguía. Insistía. Pobre Fanny, no supo tener medida, guardar el amor. Lo derramaba como si de no hacerlo rebalsaría y se anegaría ella misma en esa sustancia pegajosa que no la dejaba tener paz. Mi pobre Fanny, insegura, perrito faldero apegado al amo, despechada, ladrando sus quejas, ambulando por las noches frente a mi puerta. Oía sus pasos, sus pequeños y tímidos toques: Théobald, Théobald, déjame entrar, te necesito. Y yo metía la cabeza bajo la almohada sin piedad de sus pies descalzos en el frío del invierno cuando ella rondaba desolada, desesperada. La veo joven y luego ya mayor cuando sus carnes se ampliaron y ella sufría metiéndose en apretados corsés para que yo no la despreciara. Comía por desasosiego, comía sola en su habitación sin querer detenerse y quererse un poco. Se odiaba porque no alcanzaba a retenerme, porque no lograba mi oído, ni mi mano, ni mi conmiseración siquiera. Me escribía su amor todo el día. Veinte cartas. ¿Qué locura de amor hace que alguien escriba veinte cartas de varios pliegos en un solo día? Me juraba no ser más como era, me prometía la servidumbre y la entrega más abyecta. Yo leía algunas de sus cartas y me asqueaba. Sentía deseos de sacudirla para que volviera en sí, para que no se rebajara ante mí y sobre todo ante ella misma, pero no lo hice. Opté por la indiferencia. Le negué la palabra, me negué a mirarla, me negué a que existiera y temí que hiciera daño a los niños. Se quejaba con ellos de mi frialdad y los niños me miraban espantados. Tenía que explicarles lo inexplicable. ¿Cómo hablar del amor que de tanto prodigarse engendra el desprecio, el rechazo? Y entonces les prohibí que le hablaran, que escucharan sus lamentos y recriminaciones. Pensé que les hacía un bien aislándolos de la loca obsesión de su madre. ¡Qué alma, qué huesos los míos! Me alcanzan los ojos enormemente abiertos de Fanny ensangrentada, mirándome todavía con el amor de no querer creer lo que miraba. ¿Tú, tú eres el que me hace esto? Como César con las puñaladas de Brutus. Esa incredulidad no cesa de atormentarme, que me amara mientras yo era cómplice de su muerte. Y estoy seguro de que me imploró el golpe de gracia. No dijo nada, pero me miró y asintió, me dio la venia para que terminara de una vez su tormento espantoso: la otra mujer, mi amante pérfida, hundiéndole una y otra vez el puñal en sus carnes. No sé si Fanny ahora podría perdonarme, si me habrá perdonado en esa muerte donde más temprano que tarde la acompañaré. ¿De qué sirve el perdón? Es una ofensa pedir perdón a quien se le ha quitado la vida con la que podría concederlo.
¿Quién morirá cuando llegue el fin definitivo? ¿Cuál de los que he sido, el blanco, el negro, el gris? Si la pregunta ofreciera una solución fácil habría que sospechar. Soy un hombre que morirá dos veces, pero no soy dos personas; soy el mismo. Ni yo sé explicarlo.