Se instalaba el otoño. Ibrahim, Wikeham y yo convivíamos como hombres solos, ellos a mi servicio y yo como señor de la casa. Ibrahim se ocupaba de mi alimentación. Era buen cocinero, pero en la isla los ingredientes y especias que él acostumbraba emplear eran inexistentes. Renegaba de la insípida comida inglesa, de esos paladares hechos al cordero hervido, pescado frito y papas. De tanto en tanto viajaba a Newport a comprar buen té y vino regular. A marineros que hacían la ruta desde Le Havre o Calais les encargaba azafrán, hinojo, clavo, vinos de Burdeos, buena mantequilla. De Newport me llevó también mudas de ropa para que yo contase con el atuendo adecuado para mi figura de respetable burgués: camisas de algodón de la India, pantalones, chaquetas y chalecos de buen paño inglés, todos en colores oscuros, corbatas y pañuelos de buena seda, pero también austeros, blancos o negros. Así vestían los abogados, comerciantes y médicos, las personas entre las cuales yo podría confundirme sin llamar la atención. Muy importantes eran los ejemplares de diarios franceses que obtenía en la ciudad. Leerlos me torturaba, pero no podía dejar de hacerlo. Los leía hoja por hoja, palabra por palabra, con el pecho constreñido por la nostalgia y el desconsuelo, como un rey exilado de su reino. Si, estando en París, el escenario político era un prisma en que rostros familiares se intercambiaban, giraban o saltaban de lo alto a lo bajo, o viceversa, la cercanía, los prejuicios o afectos, impedían desentrañar sus gestos y discursos. En cambio, desde la soledad y distancia de la isla los nublados se disipaban y me revelaban los eslabones que iban encadenándose poco a poco al cuello del rey Luis Felipe de Orleans. El escándalo de la casa de Choiseul-Praslin se mezclaba ahora con el de Jean-Baptiste Teste. A Teste lo acusaban de aceptar un soborno de 94.000 francos para autorizar la renovación del contrato de explotación de la mina de sal de Gouhenans. Pobre hombre. Estúpido. Una brillante carrera echada al traste. Cubières, el ministro interino de la Guerra, fue quien lo hundió para siempre. Igual que yo, Teste intentó suicidarse. Se disparó dos veces en la cabeza y dos en el pecho. Y falló. Mon Dieu! ¿Cómo se puede fallar así? Tan sólo ese fracaso sería suficiente para acumular un ridículo que durara toda la vida. Pobre Jean Baptiste. No era un mal hombre, pero el poder lo hizo pensar que era invencible. La verdad que no es difícil confundirse. Quizás, en mi caso, las letanías de Fanny, la censura sottovoce de mi suegro, Henriette con su racionalidad desesperante y mis hijos impidieron que yo me creyera invulnerable. ¡Algo que celebrar entre cuanto maldije! «No hay mal que por bien no venga», suele decirse. Pero si Teste fue juzgado por corrupto, yo habría sido juzgado por asesino. Apenas el 8 de julio recién pasado, estuve presente en la Cámara de los Pares para oír el caso de Teste. Recordé los ojos agudos bajo las pobladas cejas del canciller y ministro de Justicia, Pasquier, fijos en el rostro de Jean Baptiste, con esa expresión mezcla de despecho e irónico asombro con que luego me interpelaría a mí. Dos pares de Francia protagonizando, como dos imbéciles, esos escándalos cuando el país estaba como un polvorín y sólo se requerían pequeñas chispas para que saltara otra vez la ciega rabia de una revuelta ¿Acaso seríamos nosotros quienes supliríamos la lumbre? En mi caso se decía que la nobleza misma me había provisto del arsénico. ¿Cómo, si no, explicar —argüían— que lo obtuviera y más aún que pudiese ingerirlo mientras estaba custodiado por la Policía las 24 horas? (Aún estaba en mi casa cuando lo ingerí. Provenía de un pequeño frasco que quité a Fanny meses antes cuando amenazó con matarse. El guarda que me custodiaba me dejaba solo en el retrete por respeto y no se percató.) Se decía que mi suicidio era el fin premeditado que la nobleza me había impuesto para que no se ventilaran en la corte los hábitos y la manera de vivir de nuestra clase. Resentimiento, por supuesto. Esas habladurías eran leña y fuego para la hoguera que venía ardiendo bajo los pies de Luis Felipe. La gente protestaba por los precios de la comida, como si fuera cosa del rey; se olvidaban de la plaga que había atacado las papas y de las malas cosechas de dos años consecutivos. Nosotros en Vaux-Praslin a duras penas logramos mantener la producción de cereales, pero a nuestro alrededor se malogró la cosecha de trigo. La ignorancia de los campesinos es su principal enemiga. Al no saber a quién culpar, culpan al rey, a Guizot, a los ministros. Inútil intentar apaciguarlos. A esa situación se han sumado los problemas económicos que sufre toda Europa. En Francia, el populacho es revoltoso y Luis Felipe ha debido oponerse a las manifestaciones callejeras que causan tanto desorden. El mal ejemplo de Inglaterra de conceder el sufragio a todos los ciudadanos, por un lado, y las prédicas de St. Simon, Fourier y el alemán Carlos Marx, han hecho mella en las mentes, han satanizado la monarquía y la nobleza, no importa cuán distintas sean ahora de las del Ancien régime. Las diferencias de clase, según predican, son la fuente de todo mal. Pero ellos mismos serían los primeros en despreciar un mundo sin cultura, regido por los valores del vulgo. La prohibición de las aglomeraciones callejeras ha originado una sui generis Campaña de Banquetes desde julio recién pasado. Argucias son estos banquetes, pretexto sólo para reunirse y pronunciar discursos encendidos reclamando que se amplíe el voto a todos los ciudadanos. ¿Cómo pueden pedir que ejerzan esa responsabilidad las masas más atrasadas e ignorantes, los vagos, los desempleados? ¿Con qué criterio actuarán? ¡Es un derecho muy importante que no puede ser repartido entre quienes ignoran todo sobre el gobierno y manejo de un país!
Me entregaba a estas reflexiones mientras caía la tarde y calzado con unas botas de campo hacía largas caminatas. El canal de la Mancha distaba tan sólo un kilómetro de Pitts House en Mottistone. Caminaba sobre un terreno relativamente plano con algunas parcelas cultivadas, además de setos y flores silvestres. Antes de alcanzar el sendero propiamente de la costa y los riscos que se despeñaban hacia el mar, el camino se tornaba empinado, la hierba cambiaba y era muy particular por el alto componente de tiza del suelo. Mi premio en esas excursiones era toparme con la orquídea piramidal, la flor emblemática de la isla de Wight, una construcción delicada de alto tallo y pétalos lilas que más que pirámide semeja un delicado rombo, un diamante púrpura y vegetal que surge de súbito en medio de la maleza o el campo. La isla también produce amapolas amarillas a montones. Desde niño había sido aficionado a la botánica, a recoger especies y clasificarlas. Después de conocer, en una de mis tantas caminatas, al doctor Hamilton, aprendí las propiedades de muchas de estas especies silvestres y supe que el alcaloide que produce la amapola amarilla es mortalmente venenoso. El amarillo, ese color que tiene fama de alegre, es el color del más tóxico arsénico. ¡Tantas maneras de matar y de morir! El té de amapola amarilla surtía su efecto tras varios días. Fascinante pensar, viéndolas moverse en el viento, que esas flores no produjeran el dulce sueño del opio de su idéntica gemela, la amapola roja, sino un sueño sin despertar. ¿Sería posible una muerte así de plácida? ¿Acaso no dolerían las entrañas? Yo aún sufría los efectos del arsénico: debilidad, ardores de estómago, mala digestión, dolores de huesos. En dos meses mi pelo encaneció y mis articulaciones ardían y dolían cual si estuvieran llenas de cristales. El tiempo es piadoso y poco a poco la memoria del dolor dejaba mi cuerpo, pero el más leve malestar de estómago o hasta la sensación de llenura después de las comidas me estremecía. Cualquier movimiento de mis tripas me hacía temer una repetición del desgarre y dolor desmesurado que sufrí aquellos días.
En mi caminata recorría la calle principal del pueblo. Aprovechaba para intercambiar gestos de saludo con las personas que se cruzaban en mi camino e ir conociendo sus rostros. De seguro les parecería un burgués mal encarado, sin válidas razones para la parquedad o los aires de gran señor. Y es que, aunque una parte de mí se esforzara en ser otro, me envolvía un cascarón tenaz; una fuerza contraria me hacía aferrarme a los restos de mí mismo. Dentro de Pitts Place, yo seguía siendo el señor al que atendían Ibrahim y Wikeham. Con ellos no cedía ni un ápice mis privilegios, la formalidad en las comidas servidas con mantelería, plata y velas, la asistencia con mi toilette, el cuido y esmero de mis ropas. La mínima lasitud de ellos me provocaba una furia desproporcionada e irracional de la que luego me avergonzaba. Supongo que para mi frágil realidad conservar ese espacio aparentemente frívolo era esencial. Cuando era niño, en vez de hacer rabietas me deprimía. En mi relación conyugal la cólera encontró el combustible que la tornó de una criatura enclenque en una fuerza taimada y cruel que se posesionaba de mi razón y me hacía urdir exquisitas venganzas. Recuerdo bien cuando Fanny quebró el caballo de porcelana de Sèvres que mi madre me regaló al cumplir yo los veinte años. Era una figurina exquisita que yo atesoraba; la gallardía del animal alzado sobre sus dos patas con la crin al viento me inspiraba el deseo de erguirme y ser alguna vez así de magnífico. Cuando ella la hizo añicos en uno de sus desplantes, corrí a levantar los pedazos y la eché a gritos de mi habitación. Esa tarde, cuando ella salió, fui a su boudoir. Una mezcla de adrenalina y fruición de niño malicioso y travieso me embargó mientras daba vueltas entre sus cosas. Sólo un instante vacilé antes de estrellar contra el suelo un platón rosa de porcelana que ocupaba un lugar de honor en su tocador. Traspasado ese inicial pudor, ese primer impulso, donde aún tuve distancia para pensar en lo que hacía, entré en un frenesí destructor. Quebré sus aguamaniles dorados, sus pequeños vasos de cerámica esmaltada. Luego, con verdadero placer tomé uno a uno los parasoles de la colección que se ufanaba de poseer, con los mangos delicados y la seda exquisita de sus pequeñas cúpulas, y los fui desastillando contra mi rodilla, uno después del otro, mientras mi júbilo rabioso entraba en un definitivo crescendo. Desahogué mi hartazgo, la desesperante impotencia que me obligaba a soportar una mujer tirana, obsesiva, que al tiempo que se pasaba las horas escribiendo que me amaba, no desperdiciaba la ocasión de hacerme infeliz. Hubo un gozo casi inefable para mí en ese acto vengativo, que llevé a cabo con la parsimonia de un plan preconcebido y ejecutado a conciencia en la calma de aquella tarde parisina que se deslizaba sin ruido por el tiempo. Así, con premeditación y alevosía, le cobré en esa ocasión ojo por ojo y diente por diente.
Debo reconocer que es peligroso dejar sin freno la miseria humana que nos habita. No hay agua bendita que lave el pecado original, no hay látigo que apacigüe las fieras de la condición humana una vez que han salido de sus jaulas.
Lo que he vivido me impulsa a verme como un extraño para así intentar comprender mis sentimientos. Y, sin embargo, me asombra el olvido del que soy capaz. Días enteros pasan en que la culpa me es ajena. Mi única emoción es el alivio, saberme fuera de esa maraña en la que Henriette y Fanny me atraparon, no tener que mentirle a la una o la otra, no ver en sus miradas la duda, el reproche. Me es preciso reconocer que, caminando por la isla, mirando al mar, las Agujas calizas ancladas en las olas, impávidas frente a las mareas y ventiscas, he vuelto a experimentar felicidad, he vuelto a sentir la ecuanimidad del hombre que, ante la inestabilidad de su pareja, llevó no sólo los pantalones, sino también las faldas en su casa. Yo me hacía cargo de contratar y lidiar con el personal, me ocupaba de las escuelas y la instrucción de mis hijos, así como del menú de las comidas. El dolor más intolerable lo siento por el abandono en que los dejé; por Raynard, sobre todo, el pequeño, el más dulce de todos, y por Gaston y Louise, los mayores. Nueve hijos dispersan la atención y no es verdad que el amor no distinga entre unos y otros. Quizás porque los más llevaderos y quietos se desdibujan en el día a día, hay algunos de ellos de los que sé poco y a los que me conformaba con acariciar como mascotas. Me da pena admitirlo. Por fortuna ellos están a salvo de estas reflexiones. El olvido, el repudio también me libera de sus juicios.