UN DÍA con presagios de lluvia y siendo la hora sexta, se publicó, en la ciudad capital y en las cabeceras de provincia, un bando leído en las esquinas por un pregón vestido con ropas talares y acompañado de un cortejo militar con enseñas fúnebres. El bando anunciaba el luto oficial por el repentino e inesperado fallecimiento de un general opositor y la disposición del Supremo Gobierno de tributarle honras fúnebres igual a las de un Ministro de la Guerra, con la observancia de tres días de duelo nacional.
El primer asombrado con el anuncio fue el propio general, quien optó por huir, creyendo que se trataba de un atentado contra su vida, de los muchos que había sufrido, pues sobrevivía a emboscadas y envenenamientos; pero no fue perseguido por nadie, mientras continuaban los preparativos para su entierro.
Los funerales fueron pomposos; se pronunciaron tres piezas oratorias, una por cada poder constituido de la República, y al momento de descender el féretro a la fosa, cubierto con la enseña patria, se dispararon veintiuna salvas de fusilería.
Cuando, al término del duelo oficial, las banderas fueron elevadas de nuevo al tope de sus astas en los edificios públicos, cuarteles, plazas y buques en alta mar, el general retornó en secreto a su casa, donde se encontró a su familia entregada a los rezos habituales de nueve días por los difuntos; llamó a su mujer, a sus hijos, trató de abrazarlos, pero ninguno parecía reparar en su presencia. Su cama y sus muebles habían sido sacados de su aposento y sus ropas repartidas entre los pobres.
Fue a la calle, caminó por muchos rumbos, buscó a sus íntimos amigos, a los antiguos conspiradores, pero entre todos pasaba como una sombra.
Al principio resultó duro, pero con el tiempo se acostumbró a la idea de su propia muerte.