S. E. FUE abogado antes de asumir los más altos poderes de la nación. Se graduó en una oscura Facultad de Leyes de provincia y antes de obtener el título fue rábula, copiador de sentencias, amanuense, peleador de gallinas, secretario de juzgados penales, defensor de la Iglesia en litigios por fundos y aparcerías que se llevaban y discutían en estrados usando la lengua latina.
Ya con el título en la mano, hundió en calamidades a gentes rústicas, arruinó a familias enteras, se apropió de heredades, desahució a cientos de colonos y precaristas, borró caminos medianeros, usurpó derechos de viudas, su fortuna la amasó a base de despojos e hipotecas y la cuantía de sus bienes podía medirse por la cantidad de pleitos judiciales que logró ganar con prevaricatos y sobornos.
Ejercía su profesión en una ruin habitación cuya puerta exterior permanecía cubierta de cédulas y citatorios en papel sellado. Los clientes esperaban en sillas de mimbre desfondadas y las posturas de las gallinas, que se paseaban libremente por el cuarto, aparecían entre los expedientes apilados en las esquinas, pues los armarios y las vitrinas rebosaban ya de folios y protocolos.
Los litigantes le exponían sus casos en altas y claras voces, para que él oyera desde arriba, oculto como permanecía en un entrepiso. Con golpes de un bastón transmitía en clave las respuestas a las consultas y daba sus instrucciones al secretario. Los escritos, títulos y alimentos se los izaban en una canasta de mimbre.
Nunca se hizo cargo de juicios penales pues temía la presencia de la sangre y odiaba a los asesinos, sobre todo a aquellos que ponían saña en mujeres y niños, y fue por eso que sus leyes, siendo ya jefe de Estado, fueron implacables para con los homicidas y para los ladrones, los violadores, los que asaltaban en despoblado y en cuadrilla, para los perjuros y para los que de acción o palabra ofendiesen a sus madres.