Del paseo de la vaca muerta

LA PRIMERA DAMA, gorda y frondosa, vestida de raso y su vientre fijo dentro del corsé, salía todas las tardes a su paseo montada en el landó presidencial, un vehículo con su techado dispuesto en nave, sus vidrieras de estilo ojival, los ángulos rematados en frondosos penachos de plumas negras, con sus escaupiles en oro plateado, yendo lentamente por las calles polvorientas como una capilla rodante.

A un toque de prevención que la guardia presidencial hacía valer con sus lanzas, todos los viandantes debían quedar de cara a la pared, los vecinos acerrojar sus puertas, clausurarse los comercios, los caballeros bajarse de los caballos y dar la espalda, los vendedores ambulantes dejar sus ventas y los mercaderes de paso sus mercancías.

A nadie fue permitido mirar el paseo de la dama, conducida a paso lento por una cuadriga de bestias blancas, rodando por el poblado en silencio, sólo se escuchaba el rudo taconeo de las botas militares en las aceras o el llanto de un niño tras un postigo cerrado, sofocado prontamente por su madre.

La Primera Dama, envuelta en sus gasas y hundida en los acolchados de terciopelo, miraba al mundo con sus ojos de pescado, la papada sudorosa, el carmín chorreando por sus mejillas, sofocada por el calor de la tarde, en el aire inmóvil de un día de lluvia sin lluvia.

El paseo terminaba frente al palacio presidencial ya en el crepúsculo y cuando el viento traía una esencia sutil de azahar. El término era anunciado por un toque de corneta que hacía volver a la capital lentamente a sus quehaceres y los comerciantes sacaban de nuevo a la calle sus telas y abalorios.

Durante años, éste fue el paseo de la vaca muerta, como se le llamaba detrás de las puertas cerradas.