De los juegos de azar

UNA VEZ S. E. andaba por parajes inhóspitos combatiendo insurrectos y, cansado de las faenas del día, entabló en el cuartel general de campaña una jugadera de dados con los altos jefes militares, pues era aficionado a las suertes prohibidas, a los juegos de azar, a los gallos y a toda tahurería, pues en su juventud había servido como coime en mesas clandestinas.

Durante el juego, que se hacía sobre una capa dispuesta en el suelo, a la luz de lámparas de carburo colgadas de la mampostería, se pasaron copas, pues S. E. gustaba del “Anís del mono”. Ya ebrio y perdiendo repetidas veces, alegó que el Ministro de la Guerra le estaba robando con dados cargados que disimuladamente tiraba al tapete.

El Ministro protestó su inocencia y lealtad, poniéndose de pie y cuadrándose, pero fue prendido y antes de partir S. E. para las avanzadas de la línea de fuego ordenó su fusilamiento por alta traición.

Al despertar al siguiente día en algún lugar de la montaña, preguntó por su Ministro para preparar la estrategia y al referirle su edecán el episodio de la noche anterior, ordenó furioso que volaran en postas a impedir la ejecución.

Sin embargo, el mandamiento llegó tarde, porque el Ministro había sido ejecutado al nomás amanecer, y sus restos mortales iban ya de vuelta para la capital, montados sobre una cureña y envueltos en la bandera nacional.

S. E. requirió que, ese mismo día, los soldados integrantes del pelotón de fusilamiento y el oficial que lo mandaba se presentaran sin tardanza a su presencia y, aunque alegaban el haber sido escogidos a la suerte, fueron conducidos en marcha forzada.

Se formaron frente a él, pálidos y sudorosos, sobre sus uniformes y sobrebotas el polvo del camino. Las lágrimas rodaban por las mejillas de S. E., vestido en uniforme de gala.

—Qué se le va a hacer —dijo después de un eterno rato de silencio—, de todas maneras este Ministro era muy hijueputa. Y entregó cien pesos fuertes a cada uno.