SIEMPRE que subía tan apresurado por la boca de la gradería sólo tenía ojos para el bullpen, ver si al muchacho se lo habían sacado a calentar, si al fin el manager se decidiría a ponerlo esa noche de abridor. Pero el bus se había descompuesto en la carretera sur y ahora venía con tanto retraso, el juego Bóer-San Fernando qué años comenzado. Desde la tiniebla del túnel impregnado de olor a orines había oído el largo pujido del umpire cantando un strike, y casi corriendo, con el portaviandas colgando de la mano, la botella bajo el brazo, emergió a la blanca claridad que parecía bajar como un vapor lechoso desde el mismo cielo estrellado.
Procuraba llegar temprano al estadio, cuando todavía el manager del San Fernando no había entregado el lineup al umpire principal y los pitcheres seguían calentando en el bullpen. A veces le sacaban a calentar al muchacho, y entonces se pegaba a la malla, con los dedos engarzados en el tejido de alambre para que lo viera, que ya estaba allí, que ya había llegado. El muchacho era tímido y se hacía el desentendido mientras seguía tirando silencioso y desgarbado, para volver siempre a la banca cuando comenzaba el juego. Nunca, desde el principio de temporada cuando el San Fernando lo firmó para la liga profesional, lo habían sacado a abrir. Y a veces ni a calentar. Algunas noches le daba la respuesta con la cabeza desde las sombras del dogout, no, esa vez tampoco.
Pero ahora que llegaba tan tarde al juego, tras otear en la verde distancia del campo iluminado, lo descubrió al instante en la lomita, flaco y medio conchudo como era, estudiando la señal del catcher. Y antes de que pudiera poner en el suelo el portaviandas para ajustarse mejor los anteojos, lo vio armarse y tirar.
¡Strike!, oyó vibrar otra vez el sostenido pujido del umpire en la noche calurosa. Volvió a otear, ahora llevándose las manos al ala del sombrero: era él, el muchacho estaba tirando, se lo habían sacado a abrir. Lo vio recoger con desgano la bola que le devolvía el catcher, limpiarse el sudor de la frente con la mano del guante. Le falta un poquito de pulimento, le falta lija, pensó orgulloso.
Recogió el portaviandas y, como si temiera hacer ruido, caminó con cuidado, casi de puntillas, hasta la frontera entre los palcos del home plate y la gradería de sol, lo más cerca posible del dogout del San Fernando. Todavía no sabía qué estaba ocurriendo en el juego, a qué altura iba, sólo que el muchacho estaba allí, al fin en la lomita bajo la luz de las torres, mientras la noche se extendía más allá de la pizarra, más allá de las graderías.
Un batazo que ascendía inofensivo lo detuvo en su camino. El shortstop retrocedía unos pasos y abrió los brazos en señal de que era suyo. Lo cogió tranquilamente, tiró la bola al campo y todo el equipo corrió hacia el dogout. Final de inning, y el muchacho se vino caminando sin prisa, la cabeza gacha.
En realidad, el estadio estaba casi vacío. No se oían aplausos ni gritos y parecía más bien un día de práctica de esos que congregan a unos cuantos curiosos, los espectadores concentrados en pequeños grupos, como si tuvieran frío.
Aún de pie, estudió la pizarra que se alzaba a lo lejos detrás de la barda abigarrada de anuncios de colores, ya en la zona donde la luz de las torres no caía directamente y se comenzaba a crear una penumbra. La pizarra era como una casa con ventanas, dos ventanas para las anotaciones de cada inning por donde se veían las siluetas de los empleados encargados de colocar los números. La sombra de uno de los empleados cerraba la ventana de la parte baja del cuarto inning con un cero:
1 2 3 4 5 6 7 8 9 |
C H E |
|
|
||
SAN FERNANDO |
0 0 0 0 |
0 1 0 |
BÓER |
0 0 0 0 |
0 0 0 |
A su muchacho no le habían pegado ni un hit, ni el cuadro le había cometido error, por lo tanto iba pitcheando perfecto. Perfecto, volvió a limpiar los anteojos en la falda de la camisa, el portaviandas otra vez en el suelo, la botella prensada bajo el brazo, empañándolos con el aliento y volviéndolos a limpiar.
Ascendió unas cuantas gradas para entrar en el grupo de espectadores más próximo, y se sentó junto a un gordo manchado de bienteveo, vendedor de quinielas. El gordo tenía a su alrededor un halo de cáscaras de maní que escupía continuamente mientras quebraba las cáscaras con los dientes y masticaba las semillas.
A su lado, en la grada, puso el portaviandas y la botella. En el portaviandas traía la cena que ella le preparaba al muchacho para que se la comiera al terminar cada juego. La botella era de café con leche.
—¿No ha habido carrera? —preguntó al grupo, para cerciorarse de que la pizarra no le mentía, volteándose penosamente. Un mal aire en el cuello, viejo de tenerlo, no le permitía girar con libertad la cabeza.
El gordo lo miró con esa segura familiaridad de los espectadores de beisbol. Todos se conocen en las graderías aunque nunca se hayan visto en la vida.
—¿Carrera? —se sorprendió el gordo como frente a una gran herejía, sin dejar de meterse los maníes en la boca—. Al flaquito ese del San Fernando no le han tocado la primera base.
—Si es un muchachito —dijo una mujer que estaba en la fila de atrás, estirando la boca con la compasión con que se habla de los niños muy tiernos. La mujer tenía dientes de oro y usaba anteojos como de culo de botella. A sus pies custodiaba una gran cartera.
Otro de los espectadores, que estaba sentado más arriba, se rio, complaciente, con toda su boca chintana.
—¿De dónde habrán sacado a esa quirina?
Él se esforzó en voltear otra vez la cabeza para encontrar aquella boca grosera que había llamado quirina al muchacho. Se acomodó los anteojos para mirarlo mejor, con todo su reproche. A los anteojos les faltaba una pata, y en lugar de la pata se los amarraba a la oreja con un cordón de zapatos.
—Es mi hijo —les notificó a todos, recorriendo sus caras de manera desafiante, pese a la dificultad. El chintano seguía con la misma mueca de risa pero no dijo nada. El gordo le dio unas palmaditas afectuosas en la pierna, sin dejar de escupir las cáscaras.
Cero carrera, cero hit, cero error. Era su hijo, estaba pitcheando al fin, y estaba pitcheando sin mácula. Se sintió seguro allí en la gradería.
Y los altavoces roncos anunciaron que era precisamente el muchacho quien salía a batear ahora que le tocaba el turno al San Fernando.
Se lo poncharon rápido. Uno de los cargabates corrió a pasarle la chaqueta para que no se le enfriara el brazo.
—Buen bateador no es —explicó sin mirar a nadie.
—No se ha inventado todavía el pitcher que sepa batear —contestó la mujer.
La mujer no parecía andar con su marido y extrañaba verla en el grupo de hombres. Esta mujer, que debía ya estar acostada en su cama a semejantes horas, sabe de beisbol —pensó agradecido.
Ella, por el contrario, nunca había querido coger camino de noche para acompañarlo al estadio; le alistaba al muchacho el portaviandas con su cena y se quedaba oyendo la partida aunque no le entendiera, sentada junto al radio en el taller de zapatería que les servía de comedor y de cocina.
Ahora el San Fernando se tendía en el terreno después de batear sin pena ni gloria. El juego seguía cero a cero y el muchacho regresaba a la lomita. Cierre del quinto inning.
—Vamos a ver cómo se porta —dijo el gordo cariñosamente—. Yo soy boerista a muerte, pero delante de un buen pitcher me quito el sombrero —y acto seguido se quitó la gorra amarilla con la insignia de Allys-Chalmer y la paseó alrededor de su cabeza, como en homenaje.
El cuarto bate del Bóer era el primero que salía a batear, un yankote chele, importado. Mascaba chicle, o tabaco. Debió haber sido tabaco porque la pelota le abultaba en el carrillo y escupía continuamente.
El muchacho le lanzó tres veces nada más. Tres strikes de filigrana, el último una curva que quebró perfecta, en la esquina de afuera del plato. El yanqui ni siquiera pasó el bate una sola vez, estaba como sorprendido.
—Pasó de noche —se rio la mujer—, el chavalo está crecido.
Después hubo un roletazo al cuadro, fácil. Por último, un globito a las manos del tercera base. Estaban los tres outs en un abrir de ojos.
—Vaya, pues —exclamó el chintano— tiene caña esta quirina —era como para que lo oyera todo el estadio, si el estadio hubiera estado lleno de gente. Pero más allá sólo se extendían las graderías vacías, y en los palcos, unas cuantas chispas de cigarrillo entre las ristras de sillas metálicas, debajo de las cabinas iluminadas de los narradores de radio.
Él ya no se molestó en voltear a ver al chabacano. Quince outs colgados. ¿Estaría ella pegada al radio allá en el taller? Algo estaría entendiendo, el nombre del muchacho ya lo habría oído.
Salió el San Fernando otra vez a batear, apertura del sexto inning. Un hombre llegó a primera con un toque sorpresivo y el catcher, que era el quinto bate, pegó un doble. Con un corring tremendo el embasado de primera llegó a home. Y aquello fue todo; el inning cayó con una carrera anotada.
—Bueno —dijo el gordo boerista con cierta tristeza—, ahora su muchacho entra con una carrera de ventaja.
Era la primera vez que le decían “su muchacho”. Y su muchacho se alejaba otra vez hacia la lomita, encorvado, frágil, la cara afilada bajo la sombra de la visera de la gorra.
—Un niño —había comentado antes la mujer.
—En junio me cumple los dieciocho años —le confió al gordo.
Pero el gordo se estaba levantando entusiasmado porque de entrada sonaba un batazo largo, por el centerfield. Él se consternó cuando vio la bola alejarse hacia semejantes profundidades, pero allá, junto a la cerca esmaltada con sus letras brillantes que parecía recién humedecida de lluvia, el centerfielder fue retrocediendo hasta agarrar el batazo. Se oyó el crujido de la cerca cuando chocó con ella.
El gordo volvió a sentarse, desilusionado.
—Buen cachimbazo —dijo nada más.
Después hubo un roletazo largo, por la tercera. El hombre de tercera recogió detrás de la almohadilla, engarzó bien y tiró con todo el brazo. Out en primera.
—Le está jugando bonito el cuadro a su muchacho —dijo la mujer.
—¿Y usted con quién va ahora, doña Teresa? —le preguntó el gordo, un tanto ofendido.
—Yo nunca voy con nadie, yo sólo vengo a apostar, pero hoy no hay con quién —contestó ella, tranquila.
Ella llegaba con reales en la cartera, a apostar por todo: bola o strike, se embasa o no se embasa, carrera o no hay carrera. Y el gordo a vender sus quinielas en los sobrecitos.
Ahora el tercer hombre al bate producía un machucón frente al plate, que el catcher recogía rápidamente para matar en primera. El bateador ni siquiera se molestó en correr, lo que ofendió al gordo.
—¿Y a este huevón para qué le pagan? ¡Huevón! —gritó, haciendo bocina con las manos.
Desde la lejanía de las graderías desiertas alguien se acercaba con un radio al oído. Un pequeño transmisor celeste, de plástico. El gordo llamó al dueño del radio por su nombre, para que se acercara.
—¿Qué está diciendo, Sucre? —le preguntó.
—Que aquí puede haber juego perfecto.
El dueño del radio hablaba con la entonación de Sucre Frech.
—¿Eso dice? —preguntó él, enronquecido por la emoción. Se amarró mejor a la oreja el cordón de zapatos de los anteojos, como si necesitara ver bien lo que le estaban contando.
—Subile el volumen —pidió el gordo. El dueño del radio lo puso sobre la grada y le subió el volumen. El gordo hizo el ademán de tirarse a la boca un maní invisible, y masticó: los que se quedaron tranquilos en su casa esta noche están despreciando este regalo de la suerte, la posibilidad de ver pitchear por primera vez en la historia patria un juego perfecto. No saben de lo que se están perdiendo.
Y la apertura del séptimo inning, el inning de la suerte. El San Fernando al bate: un hombre recibió una base por bolas, pero no logró pasar de primera, lo agarraron movido; después un hit más, pero no hubo nada, una línea de aire a las manos del pitcher, un ponchado, el juego iba rápido.
Otra vez el Bóer iba a batear y en el lucky seven, al muchacho le tocaba enfrentar la batería gruesa, una carga pesada aquí en el cierre del séptimo inning, el inning de las cábalas, las sorpresas y los sustos. A temblar todo el mundo.
Él estaba temblando, como si le fuera a entrar fiebre, a pesar del calor. Miró penosamente hacia atrás para ver qué cara estaba poniendo el chintano. Pero el chintano se había quedado abstraído y silencioso, pegado al radio azul. El viento tibio parecía alejar la voz de Sucre Frech, sumergida en la estática.
El pujido del umpire era real, se podía tocar.
¡Strike three! El muchacho se había ponchado al primero.
—Lo que esta quirina está tirando son pedradas —musitó el chintano como rezando, las manos pegadas a la barbilla.
Vio levantarse serenísima la bola en la blanca claridad, un globo que pegado a la raya viene buscando el left fielder: se coloca lentamente, espera, ¡captura la bola! para el segundo out del inning.
La mujer se golpeó entusiasmadamente las rodillas.
—¡Eso, eso! —dijo. En sus anteojos de culo de botella el mundo parecía al revés.
El gordo masticaba aire en silencio.
Bola alta, la primera. El chintano se paró como para desentumirse, pero era pura muina. Foul, hacia atrás.
Primer strike.
Uno y uno la cuenta para el bateador. Foul, de machucón. Lo pone en dos y una.
Y el campo calmo, silencioso, los outfielders jugando a media distancia, inmóviles. Un camión pasando lejano hacia la carretera sur.
Foul, hacia atrás, tres foules seguidos. El hombre no quería rendirse.
¡Strike!
La bola pasó como un bólido por el centro del plate, el bateador ni siquiera la vio y se quedó con la carabina al hombro.
¡Final del séptimo inning!
Y se oyeron aplausos desperdigados, como hojas secas. Los aplausos tardaban en llegar a sus oídos en aquellas soledades. Y antes de poder girar la cabeza se rio. Sabía que todos los del grupo, el chintano, incluso el gordo, estaban contentos.
—Esto es grande, aunque me duela —dijo el gordo con gravedad.
Ahora Sucre Frech estaba hablando de Don Larsen, que hacía sólo dos años había pitcheado en una serie mundial el único juego perfecto en la historia de las grandes ligas, la hazaña a la cual este pitcher desconocido de Nicaragua parece acercarse ahora paso a paso, lanzamiento por lanzamiento.
Estaban comparando con Don Larsen al muchacho que había regresado al dogout para sentarse tranquilo en el extremo de la banca, callado allí en su rincón, como si nada. Sus compañeros de equipo hablando de otras cosas como si nada, el manager como si nada. Managua en la oscuridad, dormida, como si nada. Y él mismo allí como si nada, ni siquiera se había acercado a la malla como siempre, para dejarse ver, que supiera que ya estaba allí.
Un muchacho desconocido y novato, que me dicen es de Masatepe, ha firmado este mismo año por el San Fernando. Su primera experiencia de abridor en la liga profesional, su primera oportunidad, y aquí está: lanzando un juego perfecto. ¡Quién lo iba a decir!
—Juego perfecto significa la gloria —asintió el gordo, que estaba poniendo atención religiosa al radio.
—Eso es asunto de pasar ya a las Grandes Ligas. Ya, mañana mismo, y agarrar la marmaja —afirmó la mujer, haciendo un gesto como de enseñar los billetes.
Él se sintió emocionado y envalentonado. Burlón, miró casi de reojo al chintano: “aquí está tu quirina”, quería decirle. Pero el chintano, lejos de querer desafiarlo, meneó la cabeza con respeto.
Los altavoces repitieron dos veces el nombre del primer bateador del San Fernando. Llegó a primera con un infield hit y el siguiente bateó para doble play, un roletazo al short. Al muchacho que cerraba la tanda se lo volvieron a ponchar, y cayó el inning.
—¡Apúrense que quiero ver pitchear a la quirina! —gritó el chintano cuando el Bóer salía del terreno, pero a nadie le cayó en gracia. El gordo lo calló: ¡ssshhh!
Y allí se apagaban otra vez las luces rojas de los strikes y de los outs en la pizarra lejana, y ahora al cierre del octavo. Todo mundo, a amarrarse los cinturones.
El muchacho volvió a la lomita. Allí estaba ya otra vez, sudoroso, estudiando la señal del catcher. Todo lo que le había sacado al brazo esa noche no era juguete, haciendo historia con el brazo. ¿Se estarían dando cuenta en Masatepe? ¿Estaría la gente despierta en el barrio? La noticia ya debía haber corrido a esas horas, estarían abriendo las puertas, encendiendo las luces, congregándose en las esquinas, porque el hijo del pueblo estaba pitcheando un juego perfecto.
¡Strike, tirándole al primero!
Otra vez el yanqui, cuarto bate del Bóer, plantado frente al plato blandía el bate con rabia, la pelota de tabaco tenso en el cachete.
Antes de que se diera cuenta, el muchacho le atravesó el segundo strike.
No trajo bolas malas el chavalo, las dejó todas en su casa. Allí va otro lanzamiento de humo: ¡strike, le cantan el tercero! ¡Se ha ponchado!
El yanqui tiró el bate furioso, tan duro que fue a rebotar cerca del dogout del Bóer. El chintano lo silbó, llevándose los dedos a la boca.
—¿Se da cuenta, amigo? —le tocó el brazo el gordo de las quinielas—. Cinco outs más, y usted también pasa a la inmortalidad, por ser su padre.
Sucre Frech estaba hablando ahora de la inmortalidad en el radito celeste que vibraba sobre la dura gradería de cemento, de los grandes inmortales del deporte rey, Managua entera debería estar ya aquí para presenciar la entrada de un muchacho humilde y desconocido en la inmortalidad. Y él asentía, aterido, todo Managua debería estar ya aquí a estas horas, la gente entrando apresurada por los túneles, emergiendo apiñada en las bocas de las graderías, repletando los palcos, en pijamas, en chinelas, en camisola, levantándose de sus camas, cogiendo taxis, viniéndose a pie a ver la gran hazaña, la hazaña única: línea dura, durísima, entre center y left.
Desde la nada el left fielder apareció corriendo hacia adelante y extendiendo el brazo en la carrera engarzó como por magia la bola, que ahora devolvía tranquilamente al cuadro. ¡Segundo out del inning!
Él se había querido poner de pie, pero no pudo. La mujer vio la jugada entre los dedos, cubriéndose los ojos con las manos.
El chintano le tocó el hombro.
—En cuanto acabe este inning lo quieren entrevistar de Radio Mundial. Sucre Frech, en persona —le dijo, y chifló sin sacar ningún sonido de su boca desdentada.
—¿Y cómo saben que él es el papá? —preguntó el gordo.
—Yo les fui a decir —contestó el chintano, la boca llena con su risa odiosa: roletazo por primera, entra el hombre de primera, captura, va a asistir el pitcher. ¡Un out fácil! ¡Out en primera!
—¡Vamos todos! —ordenó el gordo.
El grupo entero se puso de pie. El gordo encabezaba la procesión que se dirigió hacia los palcos, para que él hablara desde la cabina de Radio Mundial. Subieron por entre las silletas vacías y desde la ventana de la cabina Sucre Frech le alcanzó el micrófono.
Cogió el micrófono con miedo. El chintano empujaba para acercarse, la mujer pelaba los dientes de oro con su cartera de los reales colgada del brazo, como si fueran a retratarla. El gordo ponía oído, circunspecto.
—Dele sin miedo, viejito —lo animó el chintano por lo bajo.
Ahora ya no se acuerda de las palabras que dijo, pero mandó un saludo a toda la fanaticada nacional, y en especial a la de Masatepe, a su señora esposa y madre del pitcher, a todo el barrio de Veracruz.
—Yo lo hice como pitcher, hubiera querido haber continuado, desde la edad de trece años le empecé a cultivar el brazo, a los quince abrió su primer juego con el “General Moncada”, todos los días yo mismo lo llevaba por delante en la bicicleta a su práctica, yo le cosí su primer guante en la zapatería, los spikes que anda ahora puestos son hechos míos.
Pero ya le quitaban el micrófono porque Sucre Frech tenía que empezar a narrar, apertura del noveno inning y el San Fernando en su último turno al bate, el juego una a cero. De lo que se están perdiendo los que no vinieron.
Y otra vez se fue en cero el San Fernando, en lo que volvieron a sus lugares en la gradería ya había un out, y los otros outs vinieron sin sorpresas. Y todo mundo lo que quería era entrar a la hora de la verdad, la última bateada del Bóer, el último desafío para el muchacho que tanto se había agigantado a lo largo de la jornada:
Todo era cosa de un cero más en la pizarra, cerrar la última ventana abierta por la que se asomaba la cabeza distante del encargado. Ya ni pondrían la tabla, nunca la colocaban al final del juego.
Y cuando el muchacho partió hacia el centro del diamante, todos se quedaron en silencio respetuoso como despidiéndolo para un largo viaje. Desde la gradería lo vio voltear la cabeza un instante hacia él, quería cerciorarse quizás de que estaba allí, que no había dejado de llegar esa noche. “¿Es que lo he dejado solo?”, empezó a reprocharse.
¿Verdad, amigo, que es mejor que no me le haya acercado? —le preguntó de manera muy queda al gordo.
—Sí —sentenció el gordo—, será cuando acabe el juego perfecto que vamos a ir todos a abrazarlo.
Bola, alta, la primera.
El catcher tuvo que recibir de pie el lanzamiento. Comienzo del noveno inning, una bola, cero strike.
—Yo no me atrevo ni a ver —dijo la mujer y se cubrió la cara con la cartera de los reales.
El negro que estaba bateando era cubano de los Sugar Kings, ya el muchacho se lo había ponchado una vez. Requeneto y musculoso, el uniforme le quedaba tilinte. Con impaciencia se daba con el bate en las suelas.
—Este negro se ve con ganas de romperle las costuras a la bola —proclamó el chintano.
El segundo lanzamiento pasó alto también. El umpire se volteó hacia un lado para marcar la bola, sin ningún aspaviento.
Dos bolas, cero strikes.
—No te me vayás a descontrolar a estas horas de la noche, papito lindo —volvió a hablar para todas las tribunas el chintano.
—Bola mala, la tercera —cantó Sucre Frech desde el radio con gran alarma.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer sin dar la cara.
—¡Qué barbaridad! —se lamentó el gordo, y lo miró a él, con lástima sincera. Él sólo sentía que el sudor le mojaba copiosamente la badana del sombrero.
El catcher pidió tiempo y fue trotando hasta la lomita a conferenciar con el muchacho. Escuchó muy atento lo que el catcher le decía, al mismo tiempo que rebotaba la bola contra el guante.
La conferencia en la lomita ya terminaba, el catcher se colocaba de nuevo la máscara y el bateador volvía al plate. El próximo lanzamiento una bola y el negro del uniforme tilinte tiraría burlón el bate para trotar hacia la primera base, contento de la desgracia ajena.
—¡Strike! —se oyó cantar en el gran silencio al umpire, el brazo en una manigueta violenta. Cuando el eco del pujido se apagó, parecía oírse el chisporrotear de los focos desde la altura de las torres.
—El automático —dijo el chintano.
—La cuenta es de tres bolas, un strike. No hay out —Sucre Frech no dijo más. Por el radio sólo entraban ráfagas de estática.
Acurrucado y con los brazos pegados a las rodillas, se sentía como indefenso. Pero su ilusión lo hacía deshacerse en el mismo vapor iluminado que descendía de las torres, del cielo estrellado mismo. Era una ilusión que le dolía.
—¡Strike! —volvió a cantar el juez.
—Ese strike lo oyeron en todo Managua —se sonrió afable el gordo.
El negro le había tirado a la bola con toda el alma y después de girar en redondo quedó trastabillando, desbalanceado.
—Si llega a agarrar esa bola, no la vemos nunca más —dijo el chintano, que seguía predicando en el desierto.
Tres bolas, dos strikes. Los que padecen del corazón, mejor apaguen sus receptores y averigüen mañana en el periódico qué es lo que pasó aquí esta noche.
El muchacho cazó con desgano la bola que le devolvía el catcher; una bola nueva. La observó en su mano, como interrogándola.
La mujer seguía preguntando qué pasaba, oculta tras la cartera.
—Qué jodés —la regañó el gordo, nervioso.
El negro soltó un batazo altísimo que el viento trajo hasta el dogout del San Fernando, cerca de donde ellos estaban sentados. El catcher vino en su persecución, con cara desesperada, pero la bola fue a rebotar con golpes sordos en el techo de los palcos.
—La cuenta se mantiene en tres y dos —dijo el chintano, como si fuera el locutor.
—¿Vos sos payaso, o qué? —el gordo ya estaba bravo: roletazo entre short y tercera, sale el short, recoge, tira a primera: ¡out en primera!
A él la ilusión se le subió a la garganta, estalló allí triunfalmente y el estallido lo inundó por completo. ¿Volvería con él a Masatepe esa misma noche? Cohetes, el gentío en la calle, habría que cerrar la puerta de la zapatería, no fueran a robarle todo.
El ojo rojo de la pizarra estaba marcando el primer out.
—Ya va llegando, va llegando —suspiró la mujer, con esfuerzo.
Sintió que el gordo le echaba afectuosamente el brazo, el chintano le palmeaba la espalda chabacanamente, el dueño del radio le subía más el volumen, en señal de alegría.
—No me feliciten todavía —pidió él, deteniéndolos con un gesto de las dos manos, pero más bien les quería decir: felicítenme, abrácenme todos y todos distraídos, riéndose, comentando.
El sorpresivo sonido del bate los hizo volver de inmediato vista al cuadro.
Vio la bola blanca, nítida, rebotar en el engramado en viaje hacia la segunda base y detrás de la almohadilla el hombre de segunda ya estaba allí, venía al encuentro de la bola y le llegaba de costado, la recogía, recoge, la saca del guante, va a tirar a primera, pierde entre las manos, un malabar que no acaba nunca, recupera, tira a primera, viene el tiro, el tiro es abierto.
El corredor pasaba raudo sobre la almohadilla de primera con su misma sonrisa de un momento antes pidiéndoles que no lo felicitaran, él tornaba a mirarlos, todo aquello era mentira y era locura. Pero el juez de primera vestido de negro seguía allí, casi en cuclillas, los brazos abiertos barriendo una y otra vez el suelo, mientras el corredor se afirmaba desafiante sobre la almohadilla, lanzaba a lo lejos el casco protector.
El dueño del radio le quitó el volumen. La voz de Sucre Frech sonaba, pero ya no se entendía lo que seguía diciendo desde la cabina.
—Detrás del error, viene el hit —dijo el chintano, implacable. Los dos o tres fotógrafos que andaban por el campo se congregaron junto al home plate.
El sonido claro y sólido del bate lo llamó otra vez desde las profundidades donde andaba perdido y desconsolado. La bola picaba en el fondo del centerfield, rebotaba contra la cerca y el hombre de primera estaba llegando cómodamente a la tercera base, venía el tiro de vuelta al cuadro, en relevo hacia el catcher para contener al corredor en tercera, un tiro malísimo y la bola casi la metían en el dogout, los flashes de los fotógrafos denunciaban que estaban entrando a la carrera del empate y el segundo corredor ya doblando por tercera, la bola no llegaba nunca y el hombre se barría en home en medio de una gran polvareda y más flashes de los fotógrafos.
—¡Allí está el Bóer, pendejos! —gritó el gordo, feliz.
Él miró desconsolado a los del grupo.
—¿Y ahora? —les preguntó, casi sin darse a oír.
—La bola es redonda —declaró desde atrás el chintano, ya de pie para irse.
La poca gente comenzó a salir, despreocupada, apresurada. El gordo se alisó el pantalón por las nalgas, buscando el viaje. El San Fernando ya había desaparecido del cuadro. El gordo y la mujer se alejaron, platicando.
Entonces él recogió el portaviandas y la botella de café con leche ya fría. Empujó la puertecita de cedazo y entró al terreno. En el dogout los jugadores andaban perdidos en la penumbra, vistiéndose para irse.
Se sentó en la banca junto al muchacho y desamarró el trapito que cubría el portaviandas. El muchacho, el uniforme traspasado de sudor, los zapatos llenos de tierra, comenzó a comer en silencio. A cada bocado que daba lo miraba a él. Masticaba, daba un trago de la botella, y lo miraba a él.
Mientras comía se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante se le llevó la gorra. Él se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate.
Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las graderías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad.
Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho, que seguía comiendo.