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A Hortensia Campanella

AL ATARDECER del 5 de agosto de 1942, el tren se acercaba lentamente a Masatepe, el pueblo donde había nacido. Sentado en la banqueta transversal de la góndola, entre las verduleras que regresaban con sus canastos vacíos, era como una extraña aparición con su viejo traje de casimir a rayas y su sombrero de fieltro de anchas alas sesgado sobre la frente, la corbata de pajarita en el cuello almidonado, negro en el reborde, que había acumulado suciedad por días en su deambular por los mercados, los andenes de las estaciones, cantinas y garitos donde cantaba tangos a cambio de los pesos que depositaban en su sombrero. Del esplendor de sus pasadas glorias artísticas en los tablados de los teatros, no le quedaba sino un vano recuerdo.

En la última curva, cuando el pitazo de la locomotora anunció la cercanía de la estación, recogió del piso la guitarra y caminó hacia el pescante para saltar a la carrilera. En el impulso, el viento se le llevó volando el sombrero y tuvo que caminar a recogerlo entre las zarzas de un matorral. En los alambres del telégrafo, bajo el cielo malva, se arracimaban las golondrinas.

La guitarra al hombro, anduvo sobre los durmientes de la vía. Ya caían las sombras que empezaban a borrar las palmeras cuando alcanzó la primera esquina de la calle real, en las vecindades de la estación. El empleado de la Compañía de Fuerza y Luz, desde su bicicleta, activó con la pértiga un switch en lo alto del riel.

Las bujías brillaron entonces con luz macilenta a lo largo de la cuadra, atrayendo nubes de jejenes. Otro empleado, el del Teatro Darío, recogía el cartel de cine expuesto desde la mañana, amarrado al tronco de una palmera, y lo subía al carretón uncido a un tiro de caballos. Los dos hombres, divertidos por alguna chabacanada, dejaron de reírse al verlo pasar y lo siguieron con la mirada, pero ninguno de ellos lo reconoció.

No lo reconocieron tampoco en su trayecto por la calle real, aunque sonriendo con su dentadura aún glamorosa saludaba a todos los que se asomaban a las puertas, extrañados por el paso solitario del viandante vestido de casimir, el saco traslapado ajustado en la cintura, la caspa espolvoreada sobre las hombreras almohadilladas, los zapatos combinados de café y blanco con su dibujo de ojetes en forma de corazón sobre el empeine, tan codiciables como lucían en los catálogos extranjeros que, descuadernados por el manoseo, envejecían encima de las vitrinas de las zapaterías del pueblo. Al descubrirse para saludar, la raya de en medio de su cabello peinado hacia atrás con brillantina parecía trazada sobre el hueso del cráneo.

El hombre de la pértiga, como un equilibrista, iba delante de él en su bicicleta encendiendo las bujías. También delante de sus pasos, como si se apurara en su traqueteo para anunciar la llegada del forastero catrín y sonriente, el carretón se detenía en las esquinas mientras el empleado del Teatro Darío recogía los carteles de cine, pintarrajeados en gruesas letras moradas y ciclamen, y los acomodaba en la plataforma.

Volvía al fin, como lo intentó tantas veces, a la casa de dos pisos donde había nacido y que su padre, jugador empedernido de dados, perdió al albur; la casa escondida tras una cortina de cipreses en las vecindades del cementerio: la cumbrera del techo de tejas oscuras donde anidaban las palomas; el balconcito de madera calado en lancetas, donde su madre tendía a secar las toallas y al que salía su padre en las mañanas para afeitarse a ciegas, sueltos los tirantes de goma, las mejillas enjabonadas y la navaja de barbería en la mano; la angosta puerta de doble batiente que desde el porche llevaba a la sala en penumbra; las columnas del porche por las que subían las madreselvas en flor; las ventanas gemelas del primer piso, tan angostas como la puerta; los dos pequeños aposentos de paredes humedecidas por la lluvia en la planta baja, separados por el corredor, donde dormían él y su hermana paralítica; la caseta del baño al fondo del patio, entre los naranjos y limoneros, con su pileta cundida de guarasapos.

Había partido una madrugada en el tren llevándose consigo la guitarra de aprendiz de cantante de tangos, sin despedirse de su madre ni de su hermana, al día siguiente del entierro del padre, quien se había encerrado en la caseta del baño para suicidarse de un tiro en la cabeza después de que le notificaron en el juzgado la sentencia que mandaba entregar la casa al turco Ibrahim Mahmud. En el mismo carretón que transportaba los carteles de cine, el cadáver había sido trasladado a la casa de su vecino, el ebanista Gamaliel Rosales, tahúr desafortunado también, quien dio fiado el ataúd a la viuda, sabiendo que nunca iba a pagarle. Ibrahim Mahmud, el nuevo propietario, que hasta entonces había vivido en la trastienda de su baratillo de telas El Batacazo, en la que instalaba por las noches la mesa de dados, no les permitió quedarse ni siquiera esa noche de la tragedia, urgido de ocupar la casa de dos pisos para adueñarse del balcón donde ambicionaba afeitarse, como lo hizo desde la mañana siguiente, frente al murmullo de los cipreses mecidos por los soplos de viento que llegaban desde la lejanía de los cafetales.

La madre y la hermana paralítica partieron también un día para Diriamba, lo supo por las cartas que le llegaban con meses de retraso, andando como andaba de pueblo en pueblo en sus giras artísticas, cartas que fueron haciéndose menos frecuentes con el tiempo; él solía enviarles, al principio, los programas de sus actuaciones con su foto de cuerpo entero en la que relucía, seductora, la dentadura blanca; el sombrero sesgado sobre la frente, un pie subido a una silla, la guitarra entre sus manos. Ahora no sabía dónde estaban. Y como ninguno de sus padres había nacido en Masatepe, forasteros que llegaron cuando se inauguró la luz eléctrica, el padre contratado como contador de la compañía, no tenía parentela.

Era la madre quien le había enseñado a tocar la guitarra, y su afición por los tangos la heredó de ella. Cantaba a todas horas del día mientras cosía; elevaba la voz al desplegar la tela frente a sus ojos para revisar las costuras, y cuando debía enhebrar la aguja, el hilo en la boca, tarareaba sin abandonar la melodía. Cosiendo había logrado ahorrar lo suficiente para comprar la casa de los cipreses que primero alquilaban, depositando rigurosamente los billetes en una caja de sedinas.

Ya en plenitud la noche, se acercó a la casa bajo las estrellas, tropezando en la oscuridad porque no había alumbrado público en esa parte del pueblo, demasiado lejana. Frente al portón de hierro, donde comenzaba el sendero entre los cipreses, se detuvo a divisarla. El balcón del segundo piso, la puerta de doble batiente, las ventanas gemelas, el porche, aparecían iluminados como en una noche de fiesta. O como en una noche de duelo, porque cuando ocurrió la tragedia, su madre había corrido enloquecida a encender todas las luces.

En la distancia, le llegaban desde la casa los compases de un tango arrabalero tocado entre rastrillazos en un gramófono. Caminó por el sendero, acompañado por la voz doliente que reclamaba castigo al abandono y la traición y concedía después perdón y olvido. Sentados en las gradas del porche, arrimados a la pared, cerca de las ventanas gemelas, grupos de hombres se hablaban en susurros clandestinos o se reían sin alardes, escondiendo la rudeza de sus rostros.

Una mujer madura, el cabello teñido de un amarillo sin vida, salió a botar los orines de una bacinilla a las gradas del porche y cesó entonces el malevaje secreto de los susurros y las risas. La mujer los miró a todos, con altanería y desenfado. Su vestido rojo de tafetán, ajustado sobre sus nalgas, espejeaba en la luz.

Sonó otro tango en el gramófono que había callado por un momento. Como si fuera la señal esperada, se caló el sombrero y dirigió sus pasos hacia la puerta iluminada, arrastrando casi la guitarra sobre los ladrillos que alternaban sus cuadros verde y azul. Los hombres que se agrupaban en el porche parecieron descubrirlo hasta entonces. Entró.

De la sala, adornada ahora con guirnaldas de papel crepé, había desaparecido el juego de mecedoras de mimbre comprado en Granada, que una procesión de cargadores llevó desde la estación del ferrocarril después que fue adquirida la casa y aún sobró de los ahorros de la madre para amueblarla. Tampoco estaba la máquina de coser, que siempre ocupó su lugar junto a una de las ventanas gemelas. En la estancia, que en su memoria aparecía más espaciosa, había ahora unas pocas mesas de sobre de latón.

Tras el arco que se abría al fondo de la sala, donde se veía ahora el mostrador y el estante de un bar, estuvo la mesa del comedor y el aparador de cristales que lucía los platos floreados y la sopera de los domingos. En la mesa su padre abría los libros de contabilidad de la Compañía de Fuerza y Luz después del almuerzo. Las últimas semanas se había pasado allí largas horas, haciendo cuentas obstinadas e inútiles para tratar de salvar la casa de las garras de Ibrahim Mahmud.

Una sola pareja bailaba en un rincón. La mujer de rojo le enseñaba al muchacho que bailaba con ella a ensayar los pasos del tango, inclinando sobre el hombro de su acompañante la cabellera teñida.

Oyó pisadas, sordas y huecas, que descendían por los escalones de madera que llevaban al único aposento de arriba donde dormían sus padres, el aposento del balcón de madera, al que le prohibieron subir desde el día en que había sacado la pistola del ropero para tirar contra las palomas que anidaban en la cumbrera del techo y que huyeron en febril y alocado aletear al único disparo que consiguió, sujetando el arma con ambas manos, mientras cerraba apretadamente los ojos, antes de que la madre corriera gritando hacia él para quitársela. Bajaba una pareja; la mujer, ajustándose la falda de satín dorado delante del hombre que parpadeaba cohibido, atusándose el bigote entrecano.

Fue a sentarse a una de las mesas, en el mismo sitio donde solía ensayar sus tangos, al lado de la otra ventana gemela, y colocó la guitarra en una de las sillas de fierro. Se quitó el sombrero y lo dejó vuelto sobre la lámina de la mesa, visible el forro de seda oscurecido por el sudor. Era viernes, su madre no dejaría de coser hasta el alba. Habría un baile de disfraces en el club social la noche siguiente. Los extraños vestidos de fiesta, ya listos, iban siendo colocados por la madre sobre los espaldares de las mecedoras de mimbre.

Las mujeres lo advirtieron, curiosas, mientras los parroquianos lo calaban de reojo; uno de ellos apagó el cigarrillo, martajándolo con la suela sobre el aserrín del piso; otro, dejó a un lado el vaso turbio que iba a llevarse a la boca. El disco había terminado de tocar; la aguja raspaba al final del surco y nadie se atrevió a reponer el disco, nadie retiró tampoco el brazo de cobre. La pareja que bailaba el tango, tras separarse, quedó inmóvil.

Alzó la mano para pedir una copa porque quería aclararse la voz, pero el mesero, lejano detrás del mostrador del bar, no pareció notar su llamado. La mujer que había descendido los escalones fue a apostarse junto a la puerta lateral del fondo, cubierta ahora por una cortina de cretona estampada, a un lado del aparador que guardaba los platos floreados y la sopera de los domingos. Hacia adentro, tras la cortina, quedaban los aposentos de los hijos, el suyo y el de su hermana paralítica.

Zumbaba la máquina de coser. Su hermana lloraba encerrada en el pequeño aposento porque no le acercaban el andarivel para levantarse de la cama, y sus lamentos monótonos llegaban hasta la sala. Los arpegios de la guitarra se repitieron en ecos broncos mientras probaba la encordadura, y después empezó a alzarse su voz que iniciaba la letra de un tango, asomándose al cancionero abierto sobre sus piernas. La madre se levantó de su asiento en la máquina, junto a una de las ventanas gemelas, y caminó hasta la otra, para acomodar mejor sus dedos sobre la encordadura. Se interrumpió, mientras ella lo ayudaba, y luego volvió a empezar; su voz no estaba aún madura y, aflautada, perdía los registros graves.

Entró su padre, tambaleante como si regresara borracho igual que en los primeros tiempos de su fatal afición de tahúr, porque en la mesa de dados de Ibrahim Mahmud siempre se bebía, y él no fallaba en calcular entonces cuándo era la hora de volver, ganara o perdiera, apartando la copa de más y volteando el cuchumbo para despedirse de los jugadores que le reclamaban con sorna su cobardía. Después, abismado por el vértigo de las apuestas pero ya sin probar un solo trago, el día lo encontraba jugando, su sueldo de contador empeñado por varios meses, hasta que una madrugada retornó a la casa para sacar del ropero, donde también guardaba la pistola, la escritura que lleno de susto puso sobre el tapete verde.

Les anunció que el juicio se había perdido, que la casa de los cipreses estaba perdida, y abriéndose camino a manotazos hasta el comedor como si alguien se le interpusiera, arrastró la silla de la cabecera que siempre ocupaba, y se derrumbó, sollozando de bruces sobre la mesa, la cara hundida entre las manos. Alzó por un momento el rostro bañado en lágrimas en busca de consuelo, y sin atender a la madre que acudía en su amparo huyó hacia los interiores apartando a su paso la cortina de cretona estampada, el revólver extraído del bolsillo interior del saco traslapado ya en su mano, tropezando en la oscuridad del corredor que olía a orines, dejando atrás la puerta del aposento cerrado tras la que lloraba luchando con el sueño que quería vencerla la hermana paralítica, los gritos y las voces alteradas apagándose a sus espaldas, hasta el fondo, hasta el patio, hasta la caseta del baño escondida entre los naranjos y limoneros con su pileta rebosante de agua fría llena de guarasapos en la superficie, la panita de estaño en el brocal de la pileta, la gastada pastilla escarlata de jabón Lifebuoy enredada de cabellos muertos al lado de la panita.

Y entonces suena en la noche el disparo que espanta a las palomas en la cumbrera del techo que se dispersan bajo las estrellas del cielo de agosto en febril y alocado aletear.