Ilusión perdida

A Rogelio y Antonina

LAS MANOS cruzadas bajo la nuca, Lisandro Ramírez se balanceaba plácidamente empujándose con la punta del botín, recostado en la hamaca de manila colgada en los pilares del corredor que daba al cerco de piñuelas de la calle ronda, mientras Migdalia Laguna, a su lado, se adornaba con flores de reseda la cabellera humedecida asomándose a un trozo de espejo, al tiempo que cantaba el vals Sortilegio que él le había compuesto cuando años atrás empezaron en la penumbra del coro de la iglesia parroquial sus amoríos clandestinos.

El estuche del violín descansaba en el piso cerca de su botín, y se le antojó que debía acompañarla. Decidido a incorporarse, se agarró de los bordes del cabezal, pero en el impulso la cuerda se rompió y fue a dar de nalgas contra el suelo de talpetate. Repuesto del susto se rio, ella riéndose con él mientras trataba de ayudarlo a pararse, y todavía se reían como locos cuando Lisandro Ramírez se encontró con los ojos curiosos de Napoleón, su cuñado, que lo espiaban tras el cerco de piñuelas. Lo vio un instante, porque cuando al fin estuvo de pie, ya había desaparecido y sólo oyó el alboroto de las ruedas de su carretón de aguador y el entrechocar de los cántaros, alejándose por la calle.

No había escuchado acercarse el carretón, distraído por los trémolos enamorados de la voz de Migdalia Laguna que entonaba su vals, como siempre lo hacía, después de bañarse en cuclillas en la jofaina enlozada, dentro del aposento donde habían disfrutado la tarde entera vigilados por las gallinas que se posaban por turnos en el vano de la ventana.

Napoleón, el mudo impertinente, dejaría de repartir el agua para ir derecho a calentarle los sesos a su esposa con el cuento, estaba seguro. Descolgó del clavo en la pared el saco de dril para ponérselo con movimientos urgidos, tan urgidos que no acertaba a meterse las mangas, un enredijo encima de su cabeza; recogió el estuche del violín y se fue sin despedirse, mientras Migdalia Laguna retomaba con despecho la primera estrofa de la letra del vals que lo acompañó, como un reclamo adolorido, hasta la esquina del billar.

Lisandro Ramírez tenía para entonces siete años de casado. Un día antes de su boda con Petrona Gutiérrez, el padre Estanislao Mormeneo, que lo había nombrado maestro de capilla a pesar de su juventud, lo mandó llamar a la sacristía, lo hizo arrodillarse y le exigió el juramento de abandonar a Migdalia si quería recibir de sus manos el sacramento del matrimonio. Migdalia Laguna cantaba a la hora del rosario y él la acompañaba en la soledad del coro con el violín, y desde el altar mayor el padre Mormeneo los había visto besarse más de una vez.

—¿Han pasado a más? —lo increpó, jalándolo de la oreja.

Por toda respuesta, Lisandro Ramírez abatió la cabeza. Entonces, sin soltarle la oreja, lo hizo avanzar siempre de rodillas hasta el altarcito enflorado de la sacristía y él juró dejarla, la mano en el cristo crucificado mientras aguantaba la risa, sabiendo que juraba en vano.

Migdalia Laguna era lo de menos. Mirta, Eulalia, Diamantina, Filomena, el padre Mormeneo no las conocía y, por tanto, no entraban en el falso juramento que había prestado, pero sí en las cuentas entonces implacables de Petrona Gutiérrez, que a los dieciséis años y ya esperando al primero de los catorce hijos que tuvo, había averiguado que una desbocada multitud de mujeres existía en su vida, cada una de las cuales había merecido, en su turno, la partitura de un vals.

Los celos aturdieron por primera vez el corazón inocente de Petrona Gutiérrez cuando un día, mientras él andaba ausente en uno de sus toques religiosos en Santa Teresa y ella barría el aposento, se encontró debajo del cofre donde guardaba con llave sus papeles de música, la partitura del vals Desconsuelo, dedicado a Mirta Cordero, cuya letra, encendida de reclamos amorosos, leyó, deletreando las sílabas encima de los signos musicales de la gruesa hoja pautada que saltaron como alacranes emponzoñados frente a sus ojos furibundos. Forzó la chapa de la cerradura, y entre los legajos de sones de Pascua, pastorelas, himnos litúrgicos, réquiems y misas de gloria, encontró escondidos otros valses dedicados a Eulalia Cabestrán, Diamantina Arburola, Filomena Arceyut.

La mañana que debía regresar, ella lo esperó como siempre en la puerta de la casa, y al verlo acercarse entre la partida de filarmónicos que lo acompañaban a lomo de bestia en sus giras musicales por Santa Teresa, La Conquista, Dolores, El Rosario, cargando sobre los arneses de las monturas sus instrumentos de viento y los estuches de los violines, fue como siempre a encontrarlo a media calle, y como siempre agarró la rienda del caballito mortecino que montaba, para llevarlo hasta el cobertizo del pesebre donde él, como siempre también, se apeó, adolorido por las largas horas de trote, y desvelado, además, porque hasta la madrugada no había terminado la última de sus serenatas galantes.

Petrona Gutiérrez se pasó la mañana sin decirle nada, entregada a sus oficios, mientras él, olvidado ya de su desvelo, componía un nuevo vals sentado en las gradas de la acera, vestido con su saco de dril martajado en sus andanzas de varios días, el tintero abierto a su lado. Pero a la hora del almuerzo, no escuchó el grito acostumbrado desde la cocina, llamándolo a comer. Entró, y en la mesa servida descubrió las partituras de los valses rotas en pedazos junto al plato todavía humeante.

Se había ido por el cerco del solar, cargando en una funda de almohada su ropa, a refugiarse en casa de su madrina, quien la había criado junto a Napoleón, el mudo, porque eran huérfanos. De todas maneras se sentó a comer, y al poco rato fueron apareciendo en la casa abandonada los músicos que acudían como de costumbre a los ensayos, sabidos ya de la desgracia porque la madrina, instalada a su puerta en un taburete, denunciaba a todo el que pasaba las liviandades del compositor.

—¿Qué pensás hacer? —le preguntó Gilberto Quesada, la tuba entre sus manos.

—Pues nada —le contestó Lisandro Ramírez tras enjuagarse la boca—, empezar a enamorarla otra vez.

Para hacerla volver, pasó más de un mes poniéndole serenatas, la orquesta convocada cada noche junto a la puerta cerrada de la casa de la madrina, asediándola en las esquinas cuando salía a los mandados como en los días de su noviazgo. Petrona Gutiérrez no aceptó regresar a su lado sino cuando oyó que le cantaba desde la calle, con acompañamiento pleno de cuerdas y vientos, el vals Abandono, el primero que hasta entonces le componía.

—Vuelve por bruta —le dijo empurrada la madrina cuando fue a dejársela de regreso, llevándola de la mano—. La que quiere calvario, que aguante su cruz.

Esa vez que Napoleón, su cuñado, lo sorprendió con Migdalia Laguna, en lugar de dirigirse a la iglesia para el rosario de las seis, regresó a la casa contrito. Ya el mudo entremetido estaba adentro, lo supo porque divisó el carretón cargado con los cántaros frente a la puerta. A estas horas le estaría explicando a Petrona Gutiérrez, con alarde de señas, todo lo que había visto, haciéndolo víctima no sólo de las evidencias, sino que adornando el cuento con exageraciones de sus manos, una nueva desgracia porque Migdalia Laguna jamás había entrado en las cuentas de sus reclamos.

Ya tenían seis hijos para entonces, de los catorce que fueron en total, y a Lisandro Ramírez no le preocupaban más las llamaradas de celos de su esposa, que se habían ido apagando, sino sus burlas y chifletas, que eran las armas con que ahora, artera y maligna, se defendía de sus infidelidades desde la tarde en que lo había sorprendido con Leopoldina Betanco.

Le dijo esa vez que iba para la iglesia, porque había una función solemne de difuntos, y ella lo siguió por su verdadero camino sin que advirtiera los pasos cautelosos que de lejos iban tras de los suyos en su persecución. Lisandro Ramírez, confiado, penetró por el patio, el estuche del violín colgado de su mano, y ella se escondió tras una pila de leña hasta que lo vio desaparecer por la puerta que Leopoldina le entreabría sigilosamente. Petrona Gutiérrez esperó con calculada paciencia a que se desvistieran, y cuando irrumpió en el aposento los encontró sentados en la cama, él en calzoncillos, Leopoldina Betanco en fustanes.

—Vine a cobrarle una misa que me debe —le dijo él, sin saber por qué, enredando las palabras.

Petrona Gutiérrez, sin responderle nada, recogió con movimientos tranquilos la ropa del marido regada en el suelo, el sombrero, el saco, los pantalones, la corbata, y se llevó todo, dejándolo en calzoncillos, nada más en posesión del estuche del violín. Lisandro Ramírez, humillado y disgustado como nunca, regresó a la casa ya muy noche, vestido con una muda ajena después de haberse pasado encerrado en el aposento de Leopoldina Betanco por largas horas, hasta que, tras recurrir a todos los músicos de su orquesta en demanda de auxilio, encontró una que le quedara.

Entró furioso, pero ella no hacía sino reírse embozada bajo la cobija en la cama, sacudida por los estertores de su risa incontenible, mientras él lanzaba improperios en la oscuridad, tropezando en busca del quinqué que al fin encontró pero que no pudo encender porque se le cayó de las manos, quebrándose en el piso en medio de un reguero de aceite que le empapó los calcetines, ya que había hecho descalzo todo el trayecto de regreso, caminando en la oscurana como un alcaraván, pues ninguno de los botines que le enviaron hasta su encierro era de su medida.

Fue a partir de entonces que Petrona Gutiérrez aprendió a reírse de las inconstancias y devaneos del compositor, como se reía maléfica ahora, tras el informe de Napoleón, mientras cortaba con la navaja la punta de los puros chilcagre que fabricaba, la tabla sobre sus piernas, para poder criar a su hijos que ya empezaban a llenar la casa, así como horneaba rosquillas que los niños mayores salían a vender por las calles, porque el violín no daba lo suficiente para tanta boca.

—¿No querés aceite de cusuco, para que te untés en las nalgas? Es milagroso para las caídas —le dijo zumbona, al otro lado de la pared, cuando él depositaba el estuche del violín en lo alto del ropero del aposento, hasta donde había llegado cauteloso, abrigando la vana esperanza de pasar inadvertido.

Lisandro Ramírez siguió componiendo valses en homenaje a cada nuevo amor y lejanos quedaban ya los días en que Petrona Gutiérrez, el más tierno de sus hijos en el cuadril, los otros siguiéndola por la calle, prendidos de su larga falda, volvía llorando a la casa de su madrina cada vez que le descubría una nueva veleidad, lejano el día en que intentó envenenarse con pastillas de permanganato de potasio, en que desesperada por los celos le quebró el violín, aporreándolo contra la pared, para lamentarse después arrepentida, porque reponer el violín habría de costarles infinidad de angustias.

Pero jamás llegó a burlarse de él como lo hizo cuando años después se enamoró perdidamente de Salomé Sabino, dueña de un estaco de aguardiente, quien altanera y desdeñosa no se rindió nunca ante sus serenatas y asedios. Ya habían nacido para entonces todos sus hijos, y los mayores tocaban en la Orquesta Ramírez que se hizo célebre en Masatepe y los demás pueblos del sur, solicitada con meses de anticipación para funciones religiosas y fiestas danzantes. A la hora de los ensayos, cada tarde, la calle se llenaba de gente, atraída por el alegre concierto de los instrumentos que desbordaba las puertas abiertas; los muchachos, Francisco el violinista, Alejandro el flautista, Alberto el chelista, Pedro el contrabajista, Carlos José el clarinetista, olvidándose de la música sacra, tocaban los viejos valses secretos cuyas partituras volaban ahora libremente desparramadas por la casa, y las muchachas, María, Laura, Ester, Ángela, Luz, los cantaban en coro; la casa parecía vivir una fiesta perpetua, mientras Petrona Gutiérrez continuaba fabricando puros, gozosa también en medio del jolgorio.

Aquella pasión desenfrenada de Lisandro Ramírez por Salomé Sabino, que nunca tuvo respuesta, lo llevó a cometer graves desatinos, al grado de instalarse todo el día con su violín al lado del mostrador en la penumbra del estanco; dejaba el violín para ayudarla, solícito, a trasegar el aguardiente de los barriles a las garrafas; la perseguía desalado por las calles, abandonaba la orquesta a la vista de sus hijos para sentarse a su lado en la iglesia a la hora de la misa. Petrona Gutiérrez supo que le había ofrecido matrimonio y se rio otra vez, de la propuesta y de la rotunda contestación de Salomé Sabino:

—Prefiero quedarme a desvestir santos que vestir músicos.

Salomé Sabino envejeció sin casarse, y la única vez que mostró alguna debilidad en su obstinación fue cuando sonrió de manera caprichosa al aceptar de manos de Lisandro Ramírez la partitura del vals Ilusión perdida, que le entregó enrollada y atada con el cordón de uno de sus botines en el estanco adonde ya nunca más volvió, convencido al fin de que todos sus embates habían sido vanos. Ilusión perdida fue el último vals que compuso, y ya no sufrió más descarríos, frustrado para siempre por aquel fracaso que Petrona Gutiérrez agradeció arrodillada como un milagro delante del altar de la Santa Faz, haciendo que todos sus hijos se arrodillaran con ella.

Sosegado, y en adelante enemigo jurado de los libertinajes, guardián implacable de sus hijas, Lisandro Ramírez envejeció también al lado de Petrona Gutiérrez, encolerizándose cada vez que ella le recordaba sus inconstancias y desvaríos, implacable en sus pullas al remojarle su derrota frente a Salomé Sabino.

Martirizado por la ceguera en sus últimos años, sus nietas ya casadas y crianderas se turnaban para verter gotas de leche de sus pezones en sus ojos nublados por las cataratas.

Siguió componiendo hasta su muerte, el rostro pegado al papel pautado para adivinar los signos, pero sólo música religiosa, himnos a la virgen, marchas solemnes y misas de difuntos.

Una tarde, mientras dormitaba, Petrona Gutiérrez lo arrancó de su mecedora, agarrándolo de la manga para conducirlo, insistente frente a su resistencia, hasta la puerta donde ella solía apostarse, siempre parlanchina, para detener a los transeúntes y enterarse de lo que pasaba afuera.

—¿Qué es la cosa? —gruñó molesto, cuando ella se detuvo, ya en la acera.

Petrona Gutiérrez señaló hacia adelante, sin soltarlo, sabiendo que sus ojos ya no podían ver más que sombras irisadas. Salomé Sabino, encogida sobre sí misma, se alejaba rengueando penosamente, apoyada en su bordón.

—Allí va tu ilusión perdida —le susurró al oído. Y se rio.

—Qué ganas de fregar —dijo colérico Lisandro Ramírez, y se soltó con violencia de la mano que lo retenía.