Pero no lloraré

A Roberto Cajina

AL ACERCARSE al lavamanos bajo el espejo de la Alka-Seltzer, su rostro desvelado le pareció el de otra mujer entrevista alguna vez en sueños. Con las manos húmedas, que luego secó en las perneras de su blue-jean, se restregó asombrada los labios frente a la llama pálida del espejo carcomido por una aureola de chispas negras.

Salía del servicio, señalado por una tarjeta de felicitación, el dibujo troquelado en relieve de una quinceañera de bucles dorados que atravesaba un prado de margaritas sosteniendo sobre el hombro una sombrilla rosa. Del servicio de varones, marcado por el recorte de una revista que mostraba a un apuesto caballero de frac alzando una copa bajo una lluvia de serpentinas en una fiesta de año nuevo, brotaba una revuelta vaharada de orines y creolina. La creolina, regada como leche en el piso, desbordaba por debajo de la puerta hasta sus pies.

Vicentito Valdés cantaba otra vez con una cadencia tranquila, sin prisa, una octava por encima del coro de trompetas, pero no lloraré, por ese amor que fue una aventura… un disco antiguo de la Sonora Matancera, como casi todos los demás discos almacenados bajo la comba de vidrio de la roconola Wurlitzer que desleía en giro tornasol sus luces chillonas.

Regresó por entre las mesas colmadas de reservistas que extendían el follaje verde de sus uniformes por todo el salón, pasando de costado entre los espaldares de las silletas, y fue a sentarse otra vez frente a él, acuñada contra la baranda, de espaldas al barranco que descendía hacia el asfalto de la carretera.

Él seguía abstraído. Por encima de la cinta azul del cabello de la muchacha miraba las crestas dentadas de la cordillera de Amerrisque iluminadas en la distancia por el fulgor repentino de los relámpagos, más allá de la aglomeración de los techos de zinc que mostraban la herrumbre de los clavos, de los naranjos cubiertos de azahares en los patios, de los caminos de arcilla rojiza horadados por las huellas de los camiones donde se aposentaba el agua, de los llanos que se extendían cenicientos bajo la oscurana.

El viento subía en soplos por el barranco, arremolinando hojas que después de volar sin concierto caían desvalidas sobre las mesas. Las láminas de los techos, al otro lado de la carretera donde el pitazo prolongado de un bus que venía de Rama y seguía con destino a Managua apremiaba a los pasajeros, comenzaron a estremecerse con un ruido sofocado de alas.

Entrecerrando los párpados, la muchacha aspiró el olor a terrones húmedos que llegaba de la lejanía donde ya llovía, una nublazón sobre los zacatales en sombra atravesada por un haz de rayos de sol como si se tratara del escenario de un milagro.

Los truenos rebotaron sordos y llegaron hasta ellos en ecos prolongados, como si un tumulto de piedras desprendidas de los promontorios remotos de la cordillera rodara a través de un túnel milenario. Cuando la lluvia comenzó a caer, él sintió como si la noche se instalara triste y de un golpe sobre sus cabezas. Frente al barranco todo se empañaba en formas borrosas. Los camiones verdes, sus toldos de lona, las vallas de los anuncios desplegadas en las alturas enmontadas junto a la carretera, los caballos amarrados a los portales de las pulperías.

Ella oía llover de espaldas al aguacero que deshacía sus briznas sobre la mesa, y ahora se atrevía a mirarlo. Sintió el estremecimiento del soplo de agua que le mojaba la blusa y humedecía sus brazos, y mientras removía con el dedo el hielo del vaso se imaginó buscando refugio junto a él al otro lado, abandónandose a su abrazo; pero iba a ser como emprender una larga caminata para cruzar una frontera, por mucho que lo tuviera tan cerca, y no encontró fuerzas para correr la aventura. Él bebió el resto de la cerveza tibia.

Desde el comienzo, al verlo subir al escenario del cine la noche anterior, supo que era igual al otro, aunque ninguno de los dos se parecía al apuesto caballero de frac que brindaba bajo una lluvia de serpentinas en la puerta del servicio. ¿Cómo se vería ella vestida de quinceañera, atravesando un prado de margaritas, con una sombrilla rosa al hombro?

—Chavalo, me encantaba bañarme desnudo debajo de las chorreras de los aleros —dijo él, al fin, poniendo el vaso con cuidado, como si fuera demasiado frágil. Sus manos fuertes parecían proteger la mesa de algún peligro, parecían protegerla a ella.

No le respondió. Se encogió de hombros, sonriendo con sorna, fingiendo que despreciaba su melancolía. Porque también recordaba la lluvia en Chichigalpa que la llamaba a salir desnuda a la calle con sus hermanitas, solamente con el blúmer puesto, para bañarse en la corriente que arrastraba la hojarasca de los cañales, hasta que su madre empezaba a gritarles desde la puerta que se metieran, que se iban a enfermar y de dónde iba a sacar para las medicinas.

El aguacero sonaba insistente sobre el techo de zinc, igual que el redoble prolongado de un tambor de feria que antes estuvo tocando lejano, por otras calles y sobre otros techos, y ahora se instalaba con extraña alegría encima de ellos, el mismo tambor que había oído sonar, gozosa, temblando de frío en la cama, abrazada a sus hermanas, mientras su madre les secaba las crenchas del pelo con la toalla que olía al encierro del ropero de cedro.

—Anoche no te quise contestar por qué estaba llorando —le dijo ella, mucho tiempo después.

Él estaba esperando. Se acercó por encima de la mesa, juntando las manos para prestarle atención. Anoche. No había olvidado que al empezar a desabotonarle la blusa, con tiento porque temía que fuera a detenerlo en su avance, se dio cuenta de que lloraba.

La muchacha no había hecho nada por detenerlo, ni por enjugar la lágrima que se escurría solitaria y parecía entretenerse en las marcas de acné de su mejilla. Le preguntó entonces por qué lloraba, vacilando antes de atreverse, y ella sólo lo había abrazado con fuerza. Había hundido entonces sus manos de tejedor de mimbre debajo del blue-jean, debajo del blúmer, acariciando la piel que despertaba abriendo las diminutas corolas de sus poros.

—Es cierto —había pensado mientras ella lo ayudaba con el zíper del blue-jean, fracasado en su empeño tras hurgar a ciegas en busca del cierre—, cada cuerpo es distinto aunque sea él mismo un secreto que ya se sabe —como solía repetir su padre dejando relumbrar su colmillo de oro macizo al reírse, cuando a la hora del almuerzo, solos los dos en la penumbra de la mimbrería, lo aleccionaba sobre mujeres. Y volvía a pensarlo ahora, perturbado otra vez por el deseo.

No quiso insistir entonces, no quería insistir ahora. De todas maneras se iba hoy mismo para La Piñuela, al combate; al pasar alguna vez de regreso ella ya no estaría aquí, o no la encontraría. Otra muchacha, otra maestra de escuela, vendría a ocuparse del alojamiento del batallón.

Se le había juntado a la salida del acto político en el cine abandonado del que ella guardaba la llave, ofreciéndole que revisaran esa misma noche los abastos del batallón que los camiones debían cargar en la madrugada, ya cuando los reclutas se dispersaban en busca de la escuela donde iban a dormir.

No recordaba en qué momento, mientras caminaban por las calles oscuras, chapaleando lodo bajo la garúa insistente, entre risas y juegos de palabras empezaron a hablarse como enamorados. Llegaron al galerón, y se sentaron en el piso de tablas, entre bidones de aceite, sacos de arroz, cajas de jabón, para chequear las listas de provisiones a la luz de un foco de pilas. Él había puesto su mano sobre la de ella, para terminar de probar si estaba de suerte ese día. Ella, dócil, no la movió.

—Uno se puede enamorar de pronto —se había puesto seria ella, retrocediendo la mano que él volvió a cubrir—, no me sucede a cada rato, no vayas a creer —y sus pupilas claras, estriadas de amarillo, se dilataron, examinándolo con detenimiento para provocar su respuesta.

—A mí tampoco —había respondido él, por responder algo, seguro de que ya no había retroceso. Con la otra mano empezó a soltar los botones de su blusa, rozando con los dedos encallecidos de tanto trenzar el mimbre la dureza del sostén. Fue cuando la descubrió llorando.

—Es que me estaba acordando de algo, por eso se me salió, sin querer, esa lágrima —le dice ahora, como si le debiera una explicación banal.

Otra vez, se dijo él, volverían a empezar. Habían llegado hasta ese punto la noche antes, cuando desnudos y agotados los dos sobre el tambo que descubría la juntura de sus tablones a la luz del foco de mano, insistió en preguntarle, con una mezcla de curiosidad y desazón, por qué había llorado.

—Son locuritas, no me hagás caso —le había dicho ella, mientras buscaba a tientas su camisa de fatiga, húmeda de sudor y de lluvia, y se la ponía como en un juego, sin abotonarla, los pechos más claros que el resto de su cuerpo moreno asomando en la penumbra, las piernas desnudas perdiéndose en la oscuridad.

—Yo no me puedo poner tu blusa —le había dicho él, también como en un juego. Pero recogió la blusa, tan pequeña en sus manos como un pañuelo, y aspiró hondamente su olor. Era un olor a nísperos, a anonas maduras.

Ella iba a decírselo entonces, iba a decírselo ahora pero no se lo diría tampoco, que había llorado porque se estaba acordando de uno como él que pasó por Santo Tomás con su tropa, también jefe de batallón de reservistas, rumbo a La Piñuela.

También se había puesto, juguetona, su camisa de fatiga húmeda de sudor y de lluvia, después de trenzarse en desesperado abrazo sobre el tambo, su espalda desnuda lastimada por las rugosidades de los tablones, sus piernas reteniéndolo con fuerza aun cuando él se había quedado ya desmadejado sobre ella en silencio, el aliento tranquilo del otro alborotando tenuemente los rizos de su cabello, soplando junto a su oreja iluminada por el foco de pilas con una transparencia rojiza.

De eso haría ya un año iba a decirle, pero no se atrevió. Recién salía de la Escuela Normal de San Marcos y la habían trasladado a Santo Tomás a hacer su práctica de maestra; cuando subiste al escenario en el acto del cine, me fijé que los dos eran igualitos, quería decirle, el mismo modo trozado de hablar, el mismo modo altanero de agarrar el micrófono, tus mismos ojos inquietos y saltones, el mismo lunar en la barbilla mal rasurada. Guapo, que se diga, como el caballero de frac, ninguno de los dos.

Con el dedo humedecido, ella trazó un signo, una letra, sobre el barniz rojo de la mesa cernida de lluvia.

—No, no voy a volver a preguntarte —le dijo él, condescendiente. La verdad es que la plática, que volvía siempre al punto de partida, se iba agotando, perdía fuerza como la lluvia afuera. Cuando escampara, ya no habría nada de que hablar.

A vos no te he conocido en nada, pasás nada más, y te vas, tampoco a él lo conocí en nada, debería decirle, pero no se lo diría. Bueno, después sí lo conocí. Igual que vos, ni siquiera me contó de dónde era, pero eso lo averigüé cuando revisé la bolsa plástica en que guardaron sus cosas, su carnet, su cortaplumas, los cigarrillos, un encendedor. Dos veces lo vi desnudo, pero la segunda vez fue en la morgue del hospital de Juigalpa. Había habido un combate en La Piñuela, eran muchos los muertos y los heridos; pusieron plan de aviso, me llamaron a Juigalpa para ayudar en la emergencia. Allí lo encontré, alineado en el piso ensangrentado, con los otros.

—No te he contado ni de dónde soy —le dijo él, mirando la carátula empañada de su reloj—. No sabés nada de mí.

Qué ganaba con contarle su vida, tejedor de mimbre en el taller de muebles de su padre en Masatepe, tenía una mujer y dos hijitos en Niquinohomo, un varón y una niña, se había bachillerado estudiando de noche, después sacó su título de contador, llevaba los libros de una cooperativa.

La lluvia arreciaba de nuevo y el agua se volvía incómoda, mojándolos. Ella escuchaba su voz dentro de sí misma como si hubiera entrado a medianoche al cine abandonado abriendo el candado del portón con la llave que guardaba en el corpiño, para hablar desde el entarimado polvoriento del escenario frente a los escaños vacíos, agarrada con desconsuelo al micrófono, sus jadeos multiplicándose en los altoparlantes.

Lo conocí de verdad después de muerto, se hubiera sorprendido él de oírla. Me fui un día a buscar su casa, su familia. Era de Nagarote. Hablé con la mamá, me enseñó lo que guardaba de él, una foto polaroid, con su casco amarillo, porque trabajaba en la planta geotérmica del Momotombo, detrás los chorros de vapor de los pozos; otra foto de sus dos niños, tomada por un fotógrafo ambulante, el varoncito montado en un caballito de madera, la mujercita al lado, sosteniendo la rienda. No había nada mío entre sus cosas, qué iba a haber. La señora me preguntó si quería conocer a la mamá de los niños, vivía a las dos casas, y yo le dije que no, andaba apurada, otro día. Imagínate, qué iba a decirle a la otra.

La muchacha se sonrió, ahora sin asomo de sorna, y él le devolvió la sonrisa, aliviado. Esa historia del llanto, a pesar de que no podía dejar de sentirse intrigado, por fin iba a quedar atrás.

“No te andés confiando del llanto de las mujeres, te lloran por cualquier cosa”, le decía con desprecio su padre mientras medía al ojo la curva de los balancines de las mecedoras, recién cepillados, antes de pasárselos para que él les diera la primera mano de maque.

Igual de tranquilo iba a irse, sin acabar de saber por qué había llorado, cuando diera la orden de partida, cuando se encendieran los motores de los camiones y la tropa abandonara en tumulto el parador.

Por ese amor que fue una aventura, la voz de Vicentico Valdés pugnaba por elevarse sobre los rumores del aguaje que apagaba el coro de las trompetas. Una aventura. “Aventura que no se cuenta, vale la mitad”, sentenciaba su padre, el torso sudado, tensa la comba de la barriga, meciéndose con energía en el sillón de mimbre recién esmaltado que parecía una flor de espuma, para probar la fortaleza de los balancines. Alguna vez la encontraría en algún alto de la marcha.

Lloraba del gusto que ibas a darle, diría alguno de los oficiales, soplando sobre el pocillo de café, y los demás alborotarían entre risas, exigiéndole más detalles.

Sus ojos amarillos brillaban de orgullo. No iba a decirle que la madre es una mujer fuerte, que le estuvo contando que el día en que se lo llevaron, cuando se lo metieron en la casa, la caja envuelta en la bandera, ya no quería llorar, todo lo que tenía que llorar lo había llorado desde el aviso que llegaron a darle en plena noche, golpeándole la puerta como si fueran a botársela. Más bien se había preparado bonita para recibirlo, planchó su vestido bueno, su vestido de domingo, nada de lutos ni tristezas, se enfloró el pelo, y se sentó en el patio bajo la sombra de los guarumos, el suelo bien regado y apelmazado, a esperar su regreso, tranquila.

Volvió a amainar la lluvia aunque el cielo seguía cerrado. Las corrientes, veloces, atravesaban la carretera arrastrando ramas descuajadas, hojas de plátano, las voces del agua hablándose en un murmullo secreto. Aterida, se protegió los brazos.

La madre, pequeñita y débil, entusiasmada por la visita, iba por la casa como una niña inquieta, calzada con zapatos de varón; trastejeaba en busca de las fotos, abrió el ropero para enseñarle el vestido que se había puesto para recibirlo. Le contó cómo se habían despedido la madrugada que él se iba con el batallón, cómo se tardó un mundo hablándole de las cuentas, del sueldo, de las deudas, dejándole todo en orden. Era la segunda vez que se lo movilizaban.

—A lo mejor esta vez no vuelvo —le había dicho ya en la puerta, acomodándose la mochila a la espalda, y la madre lo regañó por tener esos pensamientos.

Falla el sonido en los altoparlantes y ella se queda mirando al micrófono cobrizo, inútil y sin vida en sus manos. Las bujías suspendidas en el techo del cine como frutas que se pudren no alcanzan a iluminar las filas de sillas vacías, hundidas en las sombras.

El oficial le hizo señas desde la puerta y él sintió que botaba un peso de encima, como si se deshiciera de la mochila tras la marcha fatigosa por una picada cuesta arriba. Ahora sí escampaba de verdad, el sol oreaba los techos, iluminaba los llanos, los charcos, los naranjos cubiertos de azahares.

Dio la orden, tocándose apenas la visera de la gorra y los soldados se agolparon en busca de la salida, removiendo las mesas, derribando las silletas. Afuera se encendían, uno tras otro, los motores de los camiones. Hasta la baranda subió el olor a diesel quemado, la humareda negra desperdigándose por la carretera.

—Bueno, espero verte al regreso, en unos dos meses —le dijo él. Si es que vuelvo, iba a decirle, pero se contuvo, asustado.

Ella no se movió del asiento, el dedo trazando sus señales sobre la mesa, aunque él tenía ya ratos de estar de pie. Al fin se incorporó y, como si se asomara otra vez al espejo, asombrada se restregó los labios con las manos húmedas que después secó en las perneras de su blue-jean. Atravesaron por entre las mesas y las silletas revueltas tras la estampida, ella siguiendo sus pasos.

Uno de los soldados, un chavalo al que le pesaban las botas, entró corriendo, las monedas apuñadas, y fue hacia la roconola. De nuevo, pero no lloraré, por un amor que fue una aventura. La cadencia tranquila de la voz de otros tiempos de Vicentico Valdés, que ascendía sin prisa sobre el coro de trompetas de la Sonora Matancera, los alcanzó ya en la vera de la carretera mojada que fulguraba como papel de lija deshaciendo los reflejos del sol.

Entonces, cuando lo vio subir a la cabina del camión, cuando lo vio hablar con el chofer tras el cristal de la ventanilla pringada de lodo, cuando la caravana se puso en marcha y ella levantó la mano para decirle adiós sin que él se percatara de que todavía estaba allí, cuando vio por última vez su rostro, serio y preocupado bajo la visera de la gorra, se acordó de algo que también tendría que haberle dicho pero ya no se lo dijo ni iba a decírselo ya nunca; que cuando ella, desnuda, se había puesto la camisa de fatiga del otro, el otro también había recogido su blusa, tan pequeña en sus manos como un pañuelo, y había aspirado hondamente su olor.

Era un olor a nísperos, a anonas maduras.