A Julio Valle-Castillo
EL ASUNTO de los balazos, la verdad es que nadie logró entenderlo en aquel momento. El catcher había tirado la máscara para perseguir un elevado de foul cerca de la raya de tercera base. El viento traidor se llevó la pelota, pero él la siguió buscando deslumbrado por el sol, ya cerca de las graderías, y sin miedo de chocar contra la malla metió el guante y la atrapó, para enseñársela orgulloso al público desde el suelo donde había quedado malherido, escupiendo los dientes.
Así cayó el tercer out del noveno inning, y la multitud, que mantenía el corazón suspendido en la boca, armó la tremolina. La gente lloraba, se abrazaba. Es un juego que nadie olvida, cualquiera que estuvo allí, o lo oyó por radio, te lo puede repetir de memoria. Las alineaciones de cada equipo, las jugadas decisivas, las barridas en el home, los outs más dramáticos, todo pasó a la historia.
Yo estaba allí, entre la fanaticada. Nunca fallaba a un juego, aunque tuviera que cerrar la cantina, y tampoco fallo ahora, aunque ya no sea lo mismo, se acabaron los grandes beisboleros extranjeros. Que a una mujer le guste el beisbol no es nada extraño. Y yo sé de beisbol, siempre llevo al estadio mi propio libro de anotaciones, para ir marcando cada jugada.
Aquél era el último juego del play-off. El Granada acababa de conquistar el Campeonato de la Liga Profesional de Beisbol de 1956, gracias a la faena magistral de Silverio Pérez, que había pitcheado los nueve innings metiendo a fondo el brazo, bordando verdaderas filigranas con el brazo.
¿Por qué alguien iba a querer matarlo? Un pitcher como nunca se volverá a ver en Nicaragua. Aunque vos sos el único que podría igualarlo, vos podrías llegar a ser más grande.
El out de la victoria. La banda de música arrancó a tocar el famoso pasodoble Silverio Pérez, de Agustín Lara, que se había convertido ya en el pasodoble del gran pitcher, era como su himno, porque torero y pitcher venían a ser la misma cosa en las tardes de sol del estadio de Granada en aquellos tiempos. La multitud, de pie en las graderías, al sólo escuchar el pasodoble, empezó a corear Silverio, Silverio Pérez, torero torerazo de la fiesta más bella, mientras los jugadores del Granada salían en tropel del dogout para alzar en hombros a Silverio Pérez y pasearlo por el engramado.
Los jugadores del Cinco Estrellas, nada menos que el equipo de Tacho Somoza, que pensaban que era pan comido aquel juego, porque su gran jonronero Domingo Vargas, el Ciclón del Caribe, iba a hacerles el milagro, se quedaron como perros apaleados dentro de su dogout. Imagínate, Domingo Vargas, un negro dominicano que metía miedo con el bate, Leónidas Trujillo se lo había mandado a Tacho Somoza, como un regalo personal. Silverio Pérez lo silenció aquel domingo; las veces que no se ponchó, se fue en roletazos mansos al cuadro.
Pero después de tanta gritería, de tanto delirio, nadie salía del asombro. Balear a Silverio Pérez, en la tarde de su mejor faena, cuando cualquiera de los allí presentes le hubiera regalado lo que tenía, el reloj, la cartera, el blúmer. Yo me hubiera quitado el blúmer para dárselo en ofrenda, si no es por recato. Y que fuera Chelú el hechor. ¿A quién se le iba a cruzar por la mente?
La directiva del equipo en cuerpo, acompañada por la novia del Granada, abandonó el palco y se dirigió hacia el home plate, Chelú a la cabeza, porque a él le correspondía recibir el trofeo de manos del presidente de la Liga. Cuando anunciaron el nombre de Chelú por los parlantes hubo un gran aplauso, le lanzaron vivas, los fotógrafos lo acosaron con los flashes.
Esas fotos están en los periódicos que muchos conservan todavía aquí en Granada, yo tengo en el ropero uno de esos periódicos, después te lo voy a enseñar; Chelú aparece con la gorra del Granada, y por esa foto podés adivinarlo todo. Nada de la alegría de la victoria hay en su cara, es una sombra funesta la que le cubre el semblante.
Los jugadores ya estaban alineados frente al home plate, Silverio Pérez el primero en la fila. La novia del Granada, que era una gran casquivana, corrió a darle un beso en la boca, y muchos léperos rechiflaron de contentos. A partir de allí, ya es difícil decirte cómo fue que ocurrieron los sucesos. Los fanáticos de las gradas de sol, saltándose las mallas, habían roto los cordones de guardias, invadieron el terreno y tapaban la visibilidad. Fue entonces que sonaron las detonaciones, que en un comienzo nadie pensó fueran de un arma de fuego, porque estallaban cohetes y triquitraques por todos lados.
Hasta que se vio correr a Silverio Pérez, desaforado, por el rumbo del left fielder, y se le vio saltar la barda propiamente donde estaba el anuncio del Jabón Marfil, perseguido por Chelú que le seguía disparando, ya de lejos, porque un viejo gordo y asmático no iba a alcanzar a un pitcher estrella, además excelente corredor de bases. Chelú, tan pacífico, con tanto don de gentes, en aquel trance. Es ahora, y todavía se me encoge el corazón.
Los compases del pasodoble se apagaron, sólo quedó sonando la trompeta, pero al fin también se calló. El griterío ya se había silenciado cuando los guardias, garand en mano, rodearon a Chelú, que entregó el arma sin resistencia, y tapándose los ojos con el pañuelo, se puso a llorar. Yo me partí en lágrimas al verlo llorar. Un potentado, un hombre rico, finquero, dueño de la curtiembre Cocibolca, exportador de cueros, presidente del equipo Granada por puro amor al deporte rey, llorando delante de toda la fanaticada granadina.
Silverio Pérez, apenas alcanzó la calle, muchos lo vieron, cogió un taxi que pasaba, y sin acordarse de recoger su equipaje en el Hotel Alhambra, se fue directo al aeropuerto Las Mercedes. Obtuvo un salvoconducto, eso salió en los periódicos, y se subió al avión de la Taca con el mismo uniforme sucio y sudado, y los spikes puestos.
En La Habana lo entrevistaron y declaró que había sido víctima de un atentado terrorista, que unos agentes de los barbudos de Fidel Castro habían querido secuestrarlo igual que a Juan Manuel Fangio, el as argentino del volante. Esa entrevista se publicó en Bohemia. Fulgencio Batista le hizo el honor de recibirlo en su palacio, en Bohemia salió la foto. Por supuesto, mentía. También tengo esa revista.
A Chelú no lo encarcelaron, y la ciudadanía granadina estuvo muy de acuerdo. Un hombre muy querido, el mejor presidente que el equipo Granada ha tenido nunca. Es más, le devolvieron la pistola. El comandante departamental en persona, el coronel Bello Rueda, lo llevó en su jeep a su casa de la Calle Atravesada. Se encerró en su aposento, y no quiso recibir a nadie por varios días; todo eso lo supe por las sirvientas, que me querían mucho y llegaban a la cantina a darme las noticias. A pesar de mi congoja, yo no me podía acercar a la casa, Dios libre. Quería correr a consolarlo. Pero no se podía.
Semanas después del percance fatal, un viernes en la tarde, volvió a aparecerse por aquí. Yo lo estaba esperando, muy segura de que tarde o temprano tenía que volver a este su refugio, porque sólo conmigo podía sincerarse, sólo conmigo podía desahogar todos sus sinsabores. Me alegré y me entristecí al mismo tiempo, al verlo llegar en el coche de caballos. Salí a recibirlo, el cochero me ayudó a bajarlo. Enflaquecido, le bailaban los pantalones de lino, le vacilaban las piernas.
—Aquí viene a verte tu cadáver, Carmelita —me dijo.
—A mí no me andés con guanacadas fúnebres —lo regañé yo.
Pero es que, de verdad, ya había agarrado viaje para el cementerio. Los clientes que estaban en ese momento aquí en la cantina lo aplaudieron al verlo entrar, pero ni siquiera se sonrió. La ciudadanía no le reprochaba a Chelú que tuviera una querida; era viudo, yo estaba entera, y conmigo se distraía de su soledad.
Lo pasé directo al aposento, lo senté en su mecedora, le llevé su botella de Black and White, que bebía con Pepsi Cola, le corté sus mangos en rodajas, le asé su lomito de cerdo, todo como a él le gustaba. Pero ya le hacía asco a la bebida y las viandas me las dejó intactas. Mantenía la mirada clavada no sé dónde, y las veces que regresó, fue lo mismo. La pena se lo estaba llevando.
El juego decisivo que te cuento fue el primer domingo de mayo. El sábado, la noche entera, pasó dándose vueltas en la cama, eso me lo repitió no sé cuántas veces. En la angustia de su desvelo, apuntalaba aquella decisión en su pensamiento, haciéndose cargo del escándalo que se le iba a venir encima, viéndose deshonrado, preso en La Pólvora. En la madrugada, escribió su carta de renuncia a la presidencia del equipo, que le dejó al cochero para que la entregara después del juego. Por supuesto, no le aceptaron la renuncia los demás directivos, más bien le otorgaron su respaldo moral, así constó en el acta respectiva. Yo tengo esa acta.
Pero nunca volvió a aparecerse a las reuniones.
Si Silverio Pérez ganaba el juego, y el Granada conquistaba el campeonato, iba a matarlo a la hora de la ceremonia. Si perdía, lo mataba en el dogout. Ésa fue su resolución de esa noche de tormentos. Que fuera a poder matarlo es otra cosa. Chelú usaba pistola para ir a la finca, pero jamás le había disparado a nadie, un hombre que no tenía enemigos, ni grandes ni chiquitos.
Así amaneció, me dijo, sin haber pegado los ojos, y andando de un lado a otro por el aposento en pijama, como enjaulado, vio avanzar la mañana. Se bañó como a las doce. Todavía en camisola, los tirantes de goma colgando sobre los pantalones de lino recién planchados, porque siempre se vistió de lino blanco, se acercó con paso decidido al ropero. En la luna del espejo de ese ropero yo me vi desnuda, de cuerpo entero, por primera y única vez en mi vida, en una ocasión en que Chelú me hizo entrar en secreto a la casa, después de las campanadas de la medianoche.
Arrimó el butaco donde dejaba cada noche la ropa al desvestirse, y se subió, cuidadoso de no perder el equilibrio, para buscar en el último tramo el revólver de cacha nacarada que al fin encontró, palpando a ciegas. Aún sin bajarse del butaco revisó el tambor y comprobó que la carga de seis tiros estaba intacta.
Cogió la manía de creer que la grasa del arma le había quedado untada en las manos para siempre; cuántas veces no me lo repitió, allí sentado, en la mecedora donde estás vos, limpiándose las manos con el pañuelo.
—Es peor que si tuviera cuita de gallina en las manos —me decía—. Ni un solo tiro le logré pegar.
—Ya está —le decía yo—, olvidate para siempre de esa pendejería. ¿Para qué vas a seguirte atormentando? Da gracias que no heriste a nadie en aquel molote.
—Déjame —me contestaba él—; así, por lo menos, lo mato en el pensamiento a ese bandido, cada vez que me acuerdo de mi fracaso.
Y vuelto a su obsesión. Cogió del pilar de la cama la camisa, se la abotonó con parsimonia, se ajustó los tirantes, se puso la corbata. Me decía que ya sentado en la cama, cuando se agachó para amarrarse los zapatos, sintió un vahído que lo achacó a su estómago vacío, sin querer aceptar que el miedo, o la rabia, fueran a producirle mareos a un hombre decidido.
No había desayunado, ni pensaba almorzar. Carmelita, porque no se distraen en comer los que van a matar, me insistía, mirándome con ojos derrotados.
De la capotera de la sala tomó su sombrero de pita y salió a la calle, la pistola en la bolsa del saco, para abordar el coche de caballos. El cochero lo aguardaba desde el mediodía, afligido de que fueran a perderse el comienzo del juego porque era un fanático empedernido, y arreó rumbo al estadio. El partido empezaba a las dos.
La multitud que se dirigía en romería a presenciar el juego no dejaba avanzar el coche, y cuando llegaron al estadio ya el Granada estaba tendido en el terreno, Silverio Pérez en la lomita de las sorpresas haciendo sus tiros de calentamiento. Por los altoparlantes, el locutor terminaba de dar a conocer el line-up de los equipos.
Mientras ocupaba su sitio de honor en el palco de la directiva, Chelú vio de lejos al torero que seguía calentando el brazo, y palpó con disimulo el bulto de la pistola. Sonó entonces el himno nacional y hubo un silencio respetuoso en todo el estadio, hasta que al final de las notas sagradas retumbó el griterío. La banda de música, colocada al pie de los palcos del home plate, rompió a tocar el pasodoble, y el alboroto se hizo tan desenfrenado que Chelú, arrastrado por el entusiasmo, se puso también de pie para vitorear al torero.
—Me avergoncé de ese impulso, Carmelita —me repetía—, y has de creer que llegué a dudar de mi decisión. Era como que fuera a matar a mi gallo más fino, a un caballo pura sangre que valía una fortuna.
Y mientras más pensaba en el asunto, es claro que más difícil le parecía. El juego avanzaba y Silverio Pérez se comportaba mejor que nunca; sus lanzamientos eran indescifrables y en la pizarra se iban alineando los ceros. Pero le volvían a la cabeza los fogonazos de rabia, y se tanteaba la cintura, para comprobar que la pistola seguía allí, acompañándolo.
—Me sentía solo, Carmelita —me decía—, el arma cargada era mi única compañía, el único santo al que podía encomendarme.
—¡Jesús! —lo reprendía yo—. No seás tan réprobo.
—Si por algún pecado me va a condenar el tribunal eterno, es por haber fallado la puntería —me contestaba, medio bravo y medio triste—. Y estoy resignado a aguantar cualquier suplicio, por los siglos. A los mequetrefes, ni los santos los lloran.
Si no es por el empeño de Chelú, jamás se hubiera conseguido el contrato de Silverio Pérez. Se ganó el reconocimiento unánime de la fanaticada granadina que clamaba por un pitcher estrella que ayudara a sacar del sótano a su equipo. Viajó a La Habana a negociarlo, se sentó por días a discutir con Bobby Maduro, dueño de los Sugar’s Kings.
—Fue como un juego de póker, Carmelita —me contaba orgulloso—, el hombre no quería deshacerse de Silverio. Hasta que conseguí arrancarle la firma del contrato, y me lo traje en el avión.
Qué recibimiento más apoteósico y desenfrenado. La ciudadanía se desbordó a lo largo de toda la calle Atravesada, que lucía adornada con festones y banderas, la bandera de Cuba, la bandera de Nicaragua. Llovieron flores y serpentinas de los balcones, estallaron cohetes, y la banda filarmónica no cesó de ejecutar en todo el recorrido, que terminó en el Club Social, frente al Parque Central, el pasodoble: Silverio, Silverio Pérez tormento de las mujeres… la multitud desbocada no dejaba avanzar el Cadillac dorado, descubierto, Silverio Pérez sentado en el respaldo del asiento trasero, cubierto de flores, como una imagen bendita.
Chelú, orgulloso, manejaba el Cadillac. Ese carro, único en Granada, se lo había obsequiado hacía poco a la Michi, cuando ella regresó de estudiar de San Francisco de California. La Michi, como hija única, era muy consentida. Para ella, un Cadillac último modelo, todos los gustos. Y Chelú, siempre en su coche de caballos.
La única vez que alguien lo recuerda manejando ese Cadillac fue aquel día triunfal.
En los salones del Club Social, con sus arañas encendidas al mediodía, se brindó con champaña mientras la ciudadanía se agolpaba afuera, exigiendo ver y palpar a Silverio Pérez. Tres veces hubo de salir Chelú, llevando del brazo al pitcher, para acallar los reclamos que no se aquietaron sino al atardecer. Un poco más tardaron en aquietarse las críticas de la sociedad granadina frente al ultraje de que un beisbolero pisara los salones del Club Social.
Críticas injustas. Porque Silverio Pérez probó que se merecía ese honor, y más; desde su primera aparición en el diamante demostró su talla impecable de triunfador, ganando siete juegos al hilo y colocándose a la cabeza de los ponchadores; los grandes sluggers, yanquis, cubanos, panameños, dominicanos, se quedaban como idiotizados con la carabina al hombro, viendo pasar sus lanzamientos sin hacer siquiera el intento de tirarle a su bola de fuego. Su curva era mortal, asesinos sus sliders, alucinante su velocidad y asombroso su screwball. Sus faenas, en tardes de sol, como decían los periódicos, eran las de un verdadero torero. El Granada no sólo salió del sótano, pronto estuvo colocado entre los primeros cuatro teams que se disputaban el campeonato.
Tacho Somoza, viendo que su equipo, el Cinco Estrellas, llevaba las de perder, le mandó a proponer a Chelú que le vendiera el contrato de Silverio Pérez. Chelú le dijo que no rotundamente, se lo dijo por telegrama. Toda la ciudadanía leyó ese telegrama. Y no era fácil decirle no a Tacho Somoza, que jamás se quedaba sin hacer su voluntad.
El coronel Bello Rueda llegó a visitarlo, a hacerle amenazas disimuladas.
—Se le puede quemar la curtiembre, don Chelú —le dijo—. Y aquí en Granada ni bomberos hay.
—Déjela que se queme coronel —fue su respuesta—, la tengo asegurada con la Lloyd de Londres, y el seguro contempla mano criminal.
Le consta a la ciudadanía que Chelú nunca aprobó las costumbres disipadas de la Michi, que ella me perdone. Desde que volvió de los Estados Unidos se dedicó a prenderle fuego a Granada. No hay quien no recuerde su corte de pelo varonil, la primera mujer que se cortaba el pelo en una barbería; sus bluyines ajustados, con los que se presentaba hasta en los velorios, mascando chicles sin parar, el tocadiscos siempre a todo volumen en la sala de la casa, los discos de Elvis Presley desparramados en los sillones, las bailaderas de rocanrol, invitaba a cualquiera, aunque no fuera de su condición, su Cadillac dorado como una tromba por las calles, arracimado de hombres que recogía en las esquinas para venirse con ellos a tomar cerveza a las cantinas de la costa del lago.
Aquí la atendí yo no pocas veces, a ella y a su cardumen; me trataba con mucha confianza, con mucho cariño, y yo se lo agradezco. En broma, me decía “mamá”; a mí me daba vergüenza, qué era eso, una falta de respeto para su difunta madre, pero qué iba yo a reprocharle nada.
A pesar de todos sus desmanes, de sus correrías, Chelú nunca llegó a desconfiar de su pureza, convencido de que iba a entregarla virgen en el altar.
—Son las costumbres yanquis, Carmelita —me decía sonriente—, de allí no pasa.
Pero cuál no seria su sorpresa cuando la tarde de aquel sábado, víspera del gran juego, la Michi lo llama aparte para confesarle, deshecha en llanto, que esperaba un hijo de Silverio Pérez.
El cobarde, y no creás que no me cuesta llamarlo así, se negaba a reparar su falta. No quería oír hablar de matrimonio, se iba del país una vez terminado el partido, ya tenía su equipaje listo en el Hotel Alhambra donde el mismo Chelú lo había instalado a cuerpo de rey, a diferencia de los demás jugadores importados que vivían en pensiones de segunda.
Después, cuando todo el mundo se refocilaba hablando del escándalo aquí en la cantina, a muchos oí decir que recordaban un detalle de aquel día en que Silverio Pérez hizo su entrada triunfal a Granada; que cuando la procesión pasaba frente a la propia casa de Chelú, desde el balcón la Michi le lanzó una rosa encarnada que el torero torerazo recogió al vuelo; y que de aquella rosa encarnada había nacido el romance secreto que iría a desembocar en desgracia pública.
Se fue también del país la Michi, vía Panaire, de regreso a San Francisco de California. No pudo despedirse de Chelú que, enclaustrado en su aposento, ya no quiso verla más. Las puertas de la casa, vigiladas por los curiosos, quedaron cerradas por semanas. Jamás volvió a responderle sus cartas.
Y ni en la hora de su muerte quiso saber nada de ella. Cuando cogió cama, me mandó llamar por medio de un papelito para que fuera yo quien lo cuidara, porque no quería morir entre la nube de monjas vicentinas del hospital, que le habían invadido el aposento, encabezadas por la madre superiora.
—No me dejan ni orinar a gusto —fue su queja cuando me vio aparecer.
Y más muerta de susto que otra cosa me instalé en la casa, un poco como gallina comprada al principio, pero ya después cogí don de mando y me hice cargo del gobierno del aposento. Las monjitas, ofendidas, se quejaron a los familiares, pero ya no hubo caso, tuvieron que retirarse. Fue en esos días que llamó la Michi por teléfono desde San Francisco de California.
Yo cogí la llamada, la voz se le oía lejísimos, en medio de una bullaranga de ruidos, como en esas estaciones de radio extranjeras en que se transmitían los partidos de las grandes ligas. Fui a avisarle a su cama.
—Te llama tu hija —le dije—; tené valor, y pensá bien lo que querés que le diga.
—Decile que ya me morí hace tiempo —fue su contestación.
—Te manda a poner a la orden un nieto —le dije yo, con mucho tiento.
Pero él se dio vuelta en la cama, y se hizo el dormido. Ni loca iba a comunicarle que la Michi, la muy terca, le había puesto por nombre Silverio a su nieto, que el niño se llamaba Silverio Pérez, porque se hubiera ido de este mundo antes de tiempo.
Amargura ya tenía suficiente. Nunca se le pasó por la cabeza que la Michi fuera a enredarse en aquellos amores secretos con un hombre que vivía en amancebamientos escandalosos con toda clase de mujeres libertinas; si a su cuarto del Hotel Alhambra una entraba y otra salía, de eso toda la ciudadanía tuvo constancia.
Y cuántos que quieren ser pitcheres estrella no alegan ahora que son hijos de Silverio Pérez. Lo cual es mentira, fueron amores sin fruto. Ninguno de esos impostores tiene su físico, ni su prestancia, porque galán, era; menos que tengan su brazo de fuego.
Galán, barba cerrada, pelo ensortijado, pestañas crespas, así como vos. Vos sí, sos su vivo retrato. Y no vayás a sentirte con vergüenza. Yo sé que a pesar de todo, Chelú hubiera estado orgulloso de vos, aunque haya dejado desamparada en el testamento a la Michi, y te haya dejado desamparado a vos.
A mí, como ves, tampoco me dejó nada, a pesar de que lo quise tanto, a pesar de que llevé hasta el final la cruz de su enfermedad, y no por eso me resentí con él. Todo se lo heredó a las monjitas vicentinas, más por venganza contra la Michi, que por caridad.
Pero si ahora viviera, y supiera que dejaste con la boca abierta a los scouts de los Gigantes de San Francisco, que en lugar de presentarte a los entrenamientos de primavera en Palm Springs te veniste para Nicaragua contra la voluntad de la Michi, que despreciaste el contrato que te ofrecían, hubieras sido su alegría, se le hubiera acabado el rencor, todo lo hubiera olvidado.
Alzá bien alto tu frente, mañana que te toca pitchear tu primer juego con el Granada, yo voy a estar allí, con mi libro de anotaciones, aunque tenga que cerrar otra vez la cantina. Y me quito el nombre si muy pronto no se vuelve a oír otra vez aquel pasodoble en las tardes de sol, cada vez que salgás a colocarte, con donaire de torero, en el centro del diamante.