Para Alberto Fuguet, para Edmundo Paz Soldán
Hello, darkness, my old friend,
I’ve come to talk with you again…
SIMON Y GARFUNKEL,
The Sound of Silence
ESE JUEGO de eliminatoria del Mundial iba empatado a un gol por bando ya para acabarse el segundo tiempo y la pelea seguía cerrada. La presión del onceno paraguayo se concentraba de acá de este lado, sobre el arco nacional, porque necesitaban su gol o perecían para siempre, mientras nosotros jugábamos a que no hubiera más goles porque era suficiente dejar así las cosas, con empatar nos asegurábamos el boleto para Francia, y ellos, adiós y olvido.
Sólo por un si acaso íbamos a buscar la entrada en la cancha paraguaya en los pies del Pibe Cabriola, que tenía instrucciones estrictas de nuestro entrenador, el doctor Tabaré Pereda, de aguardar fuera del teatro de la pelea por un pase de fortuna. Entonces, si le llegaba la esférica, debía correr con ella por delante, solitario en la llanura, y perforar el arco enemigo, un segundo tanto de adorno que sería suyo como mío había sido el primero, porque yo había metido el único gol nuestro de la jornada, un tiro corto pero certero por encima de la cabeza de los defensas para ir ensartarse en la pura esquina, un gol de aquellos que ponían de pie a la gente en las tribunas como si les calentaran de pronto con brasas vivas el culo.
Así, pues, seguía el juego, los paraguayos sin defensas, convertidos todos en delanteros, acosándonos, y todos los artilleros nuestros convertidos en defensas cerrando el cerco, una fortaleza de pies, y piernas, y torsos, y cabezas, salvo el Pibe Cabriola aguantando fuera del perímetro de los acontecimientos, según había decidido, ya les dije, el doctor Tabaré Pereda, el entrenador contratado en Uruguay. Lo decidió en el descanso del medio tiempo, y nos repitió sus instrucciones tantas veces como si hiciera cuenta de que éramos sordos, o caídos del catre, para que se nos grabara bien, nos advirtió, no quería malentendidos que condujeran a errores fatales, porque íbamos a jugarnos el destino, la vida y el honor. Doctor le decían los aficionados, no porque fuera médico sino por sus sabias estrategias.
Se quedaban con su único gol y nosotros con el nuestro, y ya estaba, el puntaje acumulado en la ronda eliminatoria nos favorecía. De eso estaba más que claro el entrenador de la selección paraguaya, un yugoslavo pedante llamado Bosko Boros, que no en balde se salía a cada rato hasta la raya, vestido como para el día de su boda, de traje blanco y corbata plateada, una flor en el ojal, anteojos de sol azules, los zapatos pulidos igual que la calva, para animar a gritos a su tropa con ansias de meterla en tropel dentro de nuestra portería, pero allí estaba alerta el Inti Suárez Ledesma para rechazar a corazón partido los tiros que lograran colarse a través de la muralla.
Pedantísimo el yugoslavo y peor que caía en las tribunas porque nosotros pateábamos en cancha propia, el gran estadio Mariscal Bartolomé Uchugaray de la ciudad capital lleno hasta el copete, y cada vez que se le ocurría salir al campo en uno de sus impulsos desesperados, la silbatina le reventaba los oídos. Era por nosotros, los de casa, por supuesto, que aullaban de entusiasmo las manadas de hinchas, para nada abatidos por el desvelo tras hacer colas desde la medianoche, desplegaban sus banderas dando saltos como endemoniados, las caras pintarrajeadas con los colores patrios, y de ese entusiasmo recogíamos nosotros las energías cuando parecían faltarnos, sudando la pura sal porque agua en el cuerpo no nos quedaba, si chapoteábamos charcos de sudor en la grama.
Y faltando a lo más un minuto, cuando al fin parecía que el tiempo dejaba de ser eterno para dar paso al silbatazo final, el Inti Suárez Ledesma desvió un disparo mortal con los puños y la pelota rebotó por encima del palo. Corrieron los paraguayos a ponerla en la esquina porque a ellos el tiempo se les iba como la vida, patearon el corner y por mucho que salté no pude yo ensartar el cabezazo para mandarla lejos. Y entonces vi que aterrizaba a los pies del Pibe Cabriola.
El Pibe Cabriola nada tenía que estar haciendo allí, en la defensa, pero ésa fue una sorpresa que no me tardó en la mente, estaba, ni modo, y ahora sólo tenía él que despejar la bola para enviarla a saque de banda y moría ya todo, adiós mis flores muertas, en lo que la traían de nuevo a la raya el árbitro pitaba, pero el Pibe Cabriola se giró mal, o fue que se resbaló, y entonces dio un taconazo, y con el taconazo la bola salió impulsada con golpe de efecto en sentido contrario, describió un arco hacia adentro muy cerca del palo derecho y atraída por una fuerza magnética rebotó mansa dentro de la red y se quedó solitaria, dócil, todo en cámara lenta según lo veían mis ojos, y ya no había ningún remedio, como en un sueño lerdo vi a uno de los paraguayos que iba a sacarla de la red, se arrodillaba a besarla como si fuera alguna cabecita rubia, se la quitaba otro y salía corriendo por el centro del campo, la bola alzada sobre su cabeza como si repartiera bendiciones con ella, y ahora todo el equipo iba detrás del premio mayor, una lotería, lo alcanzaron, lo derribaron, y le fueron cayendo encima como si se acomodaran dentro de una lata de sardinas, toda una locura sólo entre ellos porque las tribunas se habían quedado silenciosas, un silencio de cementerio abandonado del que se han llevado hasta las cruces.
El Pibe Cabriola le decían por dos razones: Pibe porque en temporadas regulares jugaba para el Boca de Buenos Aires, y Cabriola porque su especialidad eran las chilenas, cabriolas que dibujaba en el aire, de espaldas a la cancha, para acertar en el arco con tiros infalibles, una verdadera catapulta humana.
Todavía no se daba cuenta de lo que había ocurrido, y se acercó a mí, arañando el césped con paso rápido, sucio de tierra desde las cejas, la camiseta embebida, en busca de que yo le diera la respuesta; y cuando la encontró en mis ojos, en los suyos lo que vi fue el terror, un terror ya sin nombre cuando todos los demás pasaron a su lado sin alzar a mirarlo, como si se hubiera convertido de pronto en un fantasma incómodo, y peor aún cuando el doctor Tabaré Pereda, que tenía un carácter como la miel, lo rehuyó en el túnel de los vestidores, pero no por desprecio, estoy seguro, sino por la mucha pena que sentía por él, pena por uno de sus dos artilleros estrellas de la selección nacional. El otro era yo.
Un error lo comete cualquiera, podía uno decirse, o decírselo al propio Pibe Cabriola en aquel momento en que necesitaba una palabra de consuelo. Pero era un error frente a la nación entera, frente al Presidente de la República y todo su gabinete de gobierno en el palco presidencial, frente a las tribunas repletas. Y allí en las tribunas el estupor no se había roto. La gente se negaba a irse y no cesaba su murmullo, como la lluvia que suena lejos en un cielo negro pero todavía no se ve caer. Sólo el Presidente de la República abandonó el palco en medio del revuelo de ministros y edecanes, abochornado seguramente, si al comienzo del juego se había quitado el terno para meterse la camiseta de la selección. Y aún duraba el estupor cuando ya al anochecer salimos de los vestidores en fila india para abordar el pullman que nos llevaría al Hotel NH Savoy donde estábamos reconcentrados. Detrás de las barreras de la policía antimotines se divisaba a la gente con sus camisetas, sus banderas, todavía incrédula. Los policías tampoco dejaban acercarse a los periodistas, que lanzaban las preguntas a gritos bajo el brillo lejano de los focos de las cámaras de televisión.
El doctor Tabaré Pereda se adelantó muy valientemente hacia los focos, y pidió calma porque todas las preguntas se las hacían al mismo tiempo. Pero no pudo articular palabra. Se cubrió el rostro con las manos, inclinó la cabeza, y lloró en silencio. Esa foto le dio vuelta al país, y quizás al mundo. La vergüenza deportiva de un extranjero noble que lloraba por nuestra selección nacional eliminada gracias al gol de una de sus propias luminarias.
Lo peor de todo fue la pregunta de Ruy el Dandy Balmaceda, el rey de las transmisiones deportivas en Televictoria Canal 7. “¿Y el traidor, qué se hizo?”, preguntó, blandiendo el micrófono como si fuera una pistola cargada. Para la afición nacional, el Dandy Balmaceda es la autoridad suprema, y su palabra, ley. Narra los juegos como si fuera un diputado arengando a las galerías en el Soberano Congreso Nacional, y viste siempre de terno de alpaca y camisas de cuello almidonado, con corbatas Armani que nunca repite, que si no fuera por los gruesos auriculares forrados en cuero, nadie lo creería un comentarista deportivo sino magnate de la banca nacional.
No hubo quien respondiera a esa pregunta porque el doctor Tabaré Pereda ya lloraba, y nosotros aguardábamos de lejos, pegados al costado del pullman como frente a un pelotón de fusilamiento. Fue una foto que también salió en los diarios, y en las revistas; y fue la revista Media Cancha la que la puso en su portada con un titular grosero: ACOJONADOS. Y quien mejor podía responder, el propio Pibe Cabriola, ya no estaba; había sido sacado por el portón de las tribunas escondido en una ambulancia, según el consejo del inspector Santiesteban Valdés, el encargado de la seguridad del seleccionado: “No quiero ninguna otra desgracia, mi’jo, la gente está serena, pero se puede poner exaltada”, le dijo. “Así que te irás en la ambulancia, y dormirás en el cuartel, con mis muchachos, allí te llevarán tu cena del hotel. Te pueden leer el menú por teléfono.”
Fue una medida de gran prudencia, porque los primeros exaltados empezaban a ser los mismos jugadores de la selección; entre dientes lo acusaban de manera amarga, sobre todo el propio portero, el Inti Suárez Ledesma, que se sentía el más agraviado. Lo peor eran las sospechas entre nosotros mismos, que Ruy el Dandy Balmaceda se iba a encargar luego de difundir a todo el país. Traidor. ¿Qué estaba haciendo el Pibe Cabriola en el área de la defensa, si el doctor Tabaré Pereda le tenía un papel claramente asignado? Así me lo repitió muchas veces por teléfono en los días siguientes el Inti Suárez Ledesma: sí, dímelo a mí, ¿qué estaba haciendo?
Al amanecer, el estupor dio paso a un crudo sentimiento de desgracia nacional. Las banderas ondeaban a media asta en los cuarteles, en los colegios, en las estaciones de bomberos; hubo mujeres de luto en las paradas de autobuses, cajeros de banco que aparecieron tras las rejas de las ventanillas con escarapelas negras en el brazo. Hubo emisoras de radio que pusieron al aire marchas fúnebres.
El Pibe Cabriola y yo nacimos en la ciudad de Turimani, al pie de la cordillera. Crecimos juntos en el mismo barrio del Santo Nombre, que llegaba hasta la calle Beato Prudencio Larraín, una calle con una alameda de acacias al centro y un malecón de cemento bordeando el río Lotoyo. Esa calle fue siempre de gente pudiente, con sus chalets de dos pisos y sus jardines frontales, y marcaba la frontera con Santo Nombre.
Pero cuando se instaló en Santo Nombre el mercado de abastos, el ruido de los motores de los camiones retrocediendo para descargar en las bodegas, los golpes de martillo en las vulcanizadoras, los pregones de los vendedores callejeros en el mediodía, las sinfonolas de las cantinas a todo volumen en las noches, las pendencias de borrachos y los mugidos de las reses que degollaban en el rastro al amanecer fueron motivo para que los dueños de los chalets empezaran a abandonarlos.
A las pozas del Lotoyo íbamos a bañarnos, además, en pandilla, y así tenían otro motivo de ruido con las algarabías que formábamos; pero ahora el río se secó, y en sus trechos más desolados se ha convertido en un botadero de basura. Demolidos los viejos chalets, en los baldíos levantaron un hipermercado de la cadena Gigante, y el centro multicompras Metropol; y los que sobreviven han sido transformados en tiendas, boites, heladerías y boutiques; pero de allí para adentro, con la cordillera al fondo, el barrio del Santo Nombre donde los dos pateamos las primeras pelotas, sigue igual.
Juntos fuimos contratados para el equipo de primera división de Turimani, imberbes todavía. Luego, cuando nos llegó la fama, él jugando en el Boca Junior de Buenos Aires y yo en el Colo Colo de Santiago, hubo en Turimani la escuela Pibe Cabriola, y la clínica Cabro Aldana, que ése es mi nombre de guerra, fotos de nosotros dos en las puertas de las chabolas más humildes, decorando los boliches, los salones de billar, los bares, y hasta los prostíbulos de todas las categorías. Nos querían por igual en Turimani, nos mimaban. Fuimos primero el orgullo local antes de llegar a ser el orgullo nacional, los dos volando sobre el césped verde y la cordillera nevada al fondo bajo un cielo azul brillante en el panorámico de Gatorade que se elevaba mucho más grande que los demás entre el enjambre de vallas publicitarias en todas las encrucijadas del país —energía pura—, el Pibe Cabriola la cabellera azabache al aire, la mía cogida en una cola por detrás —Gatorade de corazón con la selección—.
Ahora faltaba saber qué había decidido el Pibe Cabriola. Si se vendría conmigo a Turimani, porque al quedar desarticulado el seleccionado nos sobraba tiempo que gastar con las familias; si regresaría a Buenos Aires, aunque todavía faltaba un mes para que empezaran los entrenamientos; o es que iría a esconderse en cualquier otra parte. Pero metido en el cuartel, como un prisionero, no se podía quedar, era locura. Mi consejo sano iba a ser que se decidiera por el viaje a Turimani, pero que se encerrara en casa de sus viejos por un buen tiempo hasta que la pifia empezara a ser olvidada.
Lo llamé por teléfono pero no me lo quisieron poner, y entonces cogí un taxi y fui a buscarlo. Lo tenían recluido en una covacha, y dos policías vestidos de paisano lo custodiaban desde fuera. Me recibió con alivio, como si hubiera sido un condenado a cadena perpetua y yo llevara en la mano su orden de libertad. Claro que sí, estaba muy de acuerdo en que nos fuéramos a pasar esas semanas a la querencia, de acuerdo en que se mantendría a buen recaudo, aunque no entendía el porqué de la precaución.
Aquel terror mortal se le había evaporado. Todo era puro ruido, puro aire, me dijo. Que pusieran en un platillo de la balanza sus hazañas, sus cabezazos de oro, sus cabriolas, su marca de goles con el seleccionado; todo pesaría más que una sola cagada en el otro platillo, la única cagada de toda su carrera deportiva. Hablaba inspirado, como si tuviera enfrente el micrófono de la Cabalgata Futbolística, el programa estelar de la Radio Regimiento; toda la mañana se había quedado esperando la llamada para explicarse delante de los aficionados, sería que en la radio no conocían su paradero.
Lo que él no sabía, porque no había receptor de radio en esa covacha, es que los comentaristas de la Cabalgata Futbolística se habían pasado llamándolo a su gusto el traidor, en imitación del Dandy Balmaceda. Y cuando llegaron a los quioscos los periódicos paraguayos esa tarde, en nada iba a ayudar la portada del ABC Color de Asunción cubierta enteramente por un titular en letras rojas que decía: ¡GRACIAS, PIBE!, y que los noticieros vespertinos de televisión enseñaron en primer plano.
El chofer que nos llevaba al aeropuerto, un cholo cuadrado de cara picada de acné, enfundado en una chaqueta de aviador de la segunda Guerra Mundial, lo miraba de reojo por el retrovisor, con una risita malévola que no se le apeó nunca; y cuando llegamos al aeropuerto me preguntó cuál era mi maleta, y la sacó del baúl; pero por la maleta de él no movió un dedo.
Lo más duro fue al llegar a Turimani. Imagínense lo que hubiera sido aquel aeropuerto de haber ganado nosotros la eliminatoria, carajo, y en cambio ir ahora al lado de un héroe de otros tiempos al que no había ni quien le cargara su valija, y detrás del vidrio de la sala de equipajes sólo las caras tristes de sus viejos queriendo fingirse alegres, sus hermanas de anteojos oscuros como si llegaran a recibir un muerto, los sobrinos inocentes correteando por los pasillos, y de repente va la mamá y de su bolsa de hacer las compras saca una cartulina y la arrima contra el vidrio, en la cartulina la foto del Pibe Cabriola y arriba unas letras dibujadas por ella con lápices de colores, había que acercarse para poder leerlas, TURIMANI TE QUIERE. Turimani te quiere, mis cojones. Y mis propios viejos en el otro extremo, haciéndose los desentendidos, mi vieja sudando la vergüenza ajena.
Cuando ya habíamos recogido las maletas del carrusel y pasábamos por la puerta automática, sonó en el sistema de altoparlantes de la terminal la misma marcha fúnebre que estaban poniendo todo el día en las emisoras de radio, El dolor de la patria, que según los libros de historia había sido compuesta para los funerales del Mariscal Bartolomé Uchugaray. Y pendejo se quedó, como que no fuera con él, la mamá aplaudiéndolo para desafiar a los altoparlantes, y haciendo que las hijas y que sus nietos también lo aplaudieran.
Durante esos días en Turimani, al principio iba a visitarlo. Pero me llamó mi agente desde Santiago para recomendarme prudencia, no me convenía por mi cartel que me vieran más en esa casa, ya se había filtrado en La Tercera, cuidado nos fotografiaban juntos, los dueños del Colo Colo andaban inquietos: y decidí, por mi bien, hacer caso. Me llamaba por teléfono, y yo nunca estaba.
Detrás de aquellas paredes tenía todas las comodidades, antena parabólica, piscina calefaccionada, y en el fondo de la propiedad una huerta frutal con el pico del Nevada de Natividades, el mismo que aparece en el óvalo de la etiqueta de la cerveza Hochmeier, tan cercano a la vista como si estuviera dentro de la huerta. Les había construido aquella casa linda a sus padres, y hasta un taller de carpintería en el fondo de la huerta le mandó levantar al viejo para que se entretuviera haciendo y deshaciendo muebles con herramientas que nunca tuvo durante su vida de carpintero de ataúdes.
Me fingí enfermo con influenza asiática para justificar mis ausencias. Pero yo llamaba a sus hermanas, que le tenían una adoración rayana en el delirio, y ellas me informaban de su situación. Luce tranquilo, me decían. Parecía que el encierro no lo afectaba mucho, salvo el aburrimiento, lógico; pateaba la pelota en la huerta con sus sobrinos, le daba una mano al viejo con la lijadora eléctrica, y después de la cena se pasaba moviendo la parabólica con el comando manual para pescar toda clase de programas de televisión hasta la madrugada, tumbado en una poltrona de cuero que le había regalado la fábrica Tu Piel de los hermanos Covarrubias, admiradores nuestros; una poltrona para él, otra para mí.
Fueron sus hermanas quienes me dieron la mala noticia de que había empezado a beber, ellas creían que por lo mismo del aburrimiento. Bebía durante esas largas sesiones frente a la pantalla de televisión, después que todo el mundo se había ido a acostar; primero cervezas Hochmeier de lata, el reguero de latas vacías amanecía al pie de la poltrona; pero después pisco, y whisky Wild Turkey. Y ya era peor, porque escondía las botellas en su cuarto, y cuando las vaciaba las tiraba en secreto al tacho de la basura.
Pasó su cumpleaños, y por sus hermanas supe que tuvieron fiesta familiar, con pastel y velitas y todo. Cumplía veintidós, uno menos que yo; llegaron tíos y primos y algunos otros parientes que no podían decir que no, si había sido tan generoso con ellos, préstamos del rey para ampliar sus viviendas, para sacarlos de deudas, deudas hasta de juego, becas para que sus hijos salieran de la escuela pública y fueran al Colegio de los Hermanos Maristas los cabritos, y al Colegio de las Oblatas del Sagrado Corazón las cabras.
Mi cumpleaños lindaba con el suyo. El mío decidí celebrarlo en el Guns and Roses, un night-club que acababan de inaugurar en la calle del Beato Prudencio Larraín, todo forrado de vinilo negro y artesonado de aluminio, la pista de baile de planchas de acrílico transparente y la iluminación láser. Al lado está el centro multicompras Metropol con los cines Multiplex, y las Pizzas Hut, y el McDonald, de modo que ese sector se llena de juvencios que desbordan el muro del viejo malecón y los bordillos de la vereda de las acacias, por lo que muchos se sientan a plena calle, y así en multitud se quedan bebiendo cervezas y fumando porros hasta más allá de la medianoche, con la música estéreo de los autos y de los camperos a todo volumen.
Y detrás, Santo Nombre. La misma oscuridad a medias, los mismos almacenes de tejas de calamina herrumbradas, las ferreterías, carpinterías y talleres automotrices, los restaurantes chinos calamitosos, las galerías interiores donde viven empleados públicos de baja laya, prostitutas, chulos, camioneros, policías rasos, cordeleros que trabajan en el mercado de abastos. Lo único desaparecido es el degolladero de las reses, que fue clausurado y desde entonces la carne la llevan congelada a los expendios, en cajas de cartón. De una de esas galerías que huelen a fritos y a letrinas, a ropa húmeda, es que el Pibe Cabriola y yo salimos un día al sol de la gloria.
Esa noche de mi cumpleaños invité personalmente a mi pandilla íntima, uno a uno, por teléfono, para que nadie indeseable se me colara, les di cita en la casa de mis viejos media hora antes, la casa que les mandé hacer en Colinas de Agramonte, y ya todos juntos nos fuimos en caravana, yo a la cabeza al volante del Renegado descubierto donde acomodé a cinco más. Ya la Beato Prudencio Larraín estaba nutrida a esa hora y los juvencios se levantaban al reconocerme para darme paso, entre gritos de sorpresa se desbocaban a besarme en la boca las juvencias como forma de felicitarme, sabían de mi cumpleaños porque había salido en los diarios y me habían dado serenata en los programas deportivos.
Eran las diez cuando entramos al Guns and Roses, colmado de no poder dar nadie un paso. Y ya nos llevaba la camarera disfrazada de Madonna a la mesa reservada en uno de los mezanines, cuando lo descubrí en la barra, solitario en una banqueta, de espaldas a la pista de baile, la larga cabellera azabache suelta sobre los hombros. Era de notar, porque las bandadas que iban y venían le pasaban de lejos, como olas encabritadas que se congelaban en el aire por no tocarlo.
A pesar de todo era mi cumpleaños, y yo no estaba esa noche para prohibiciones. Les dije a los de la pandilla que siguieran a la Madonna y fueran a sentarse, y me le acerqué. Seguramente me descubrió reflejado en el espejo del bar, porque se volteó hacia mí sonriente, con cara bobalicona, el vaso cargado de whisky rozándole los labios. Se bajó de la banqueta y me abrazó, enzarzándose en esos discursos a media lengua de los borrachos. Me reprochó que lo hubiera abandonado, aunque me daba al mismo tiempo la razón, no me convenía que me vieran con un apestado como él, y yo le protesté, estás loco, huevón, mientras él mantenía sus brazos en mi cuello. No se me olvida que sonaba una viejita de Simon y Garfunkel, The Sound of Silence.
Alcé la voz tratando de hacerme oír por encima de la música, y le pregunté hasta tres veces si es que andaba solo, al tiempo que buscaba alrededor para ver si descubría a algún acompañante; pero en mi exploración lo que encontré fueron rostros ajenos que lo vigilaban de lejos, a mansalva, con cautela agresiva, miradas que me apartaban a mí como si yo fuera un estorbo en aquel espacio vacío donde sólo podía estar él, íngrimo, despojado de toda compañía, y al fin me dijo, con sonrisa amarga, babeada, que no andaba con nadie, quién querría andar con él. Se había escapado, y se rio de manera idiota, se había escapado de la vigilancia de los viejos, se había salido por el muro trasero de la huerta, los viejos que a estas horas estarían alarmados, viendo cómo averiguar, dijo, sus hermanas lanzadas a la calle, buscándolo. Porque estaban de por medio las llamadas.
¿Llamadas? Las llamadas de amenaza, ahora me amenazan de muerte, el teléfono ha repicado hoy toda la tarde, se encogió de hombros. Y de pronto me agarró por las orejas y yo lo agarré por las orejas y nos quedamos mirando muy de cerca, como hacíamos en plena cancha cuando uno de los dos había metido un gol, te invito a un trago, por tu cumpleaños, me dijo, a pesar de que no quisiste venir al mío, y abatió la cabeza sobre mi hombro y sentí que la baba de su boca, y sus lágrimas, me mojaban la playera.
Cómo va a ser eso, le dije, y busqué sonreírle. Pues eso, hermanito, que me van a matar. ¿Por el gol aquel?, le pregunté, queriendo ponérsela lejana. ¿Pues te parece poco? Me están queriendo matar desde que ocurrió, y yo volví a sonreír, pendejo que eres, le solté las orejas, y fue como si soltara una cabeza sin vida. Pendejo que eres, maricón de mierda. Tomemos un trago, a tu salud y la mía. Y le pedí al barman dos whiskies.
El barman colocó con golpes secos los vasos sobre la plancha, acercó la botella de Wild Turkey, vertió dos medidas en cada vaso, y se agachó para sacar el hielo con la paletilla. Fue a la caja, marcó en el teclado, y rompió en pedacitos la nota que tiró a una papelera invisible bajo el mostrador. Supuse que se había equivocado y que imprimiría otra vez la nota, y entonces le dije que yo pagaría por todo, por esta ronda y por lo que se había bebido antes el Pibe Cabriola, que me diera a mí la cuenta, y le extendí mi tarjeta de crédito.
Él me hizo un breve gesto de que no, y pasó su mirada sobre el Pibe Cabriola que sentado otra vez en la banqueta había doblado la cabeza sobre la plancha. Cortesía de la casa, me dijo con gravedad, y no sin cierta misericordia. Todo lo que él se ha bebido esta noche, desde que entró aquí, y lo señaló con un gesto de los labios, es cortesía de la casa. Y desapareció de mi vista, ahora azorado, para atender a otros clientes.
Ya vengo, le dije al Pibe Cabriola, que farfullaba palabras que no entendí, o ahora sé que entendí: todo el trago que yo quiera es gratis porque ya ves, mi hermano, me van a matar. Ya vengo, voy a avisarle a los muchachos que estoy aquí contigo, le dije, pero más bien iba a advertirles que debía ausentarme por un rato. Tenía que sacarlo de allí, llevarlo a su casa, entregárselo a sus viejos.
Cuando volví al bar, ya no estaba en la banqueta. Me costó trabajo abrirme paso porque ahora el gentío se había cerrado sobre el espacio congelado antes a su alrededor, como si el hueco jamás hubiera existido, como si el Pibe Cabriola bebiendo solitario jamás hubiera existido. Quise preguntarle al barman pero trajinaba en el otro extremo de la barra, y de alguna manera sentí que no me quería dar la cara.
Cuando la puerta forrada de vinilo negro se cerró tras de mí, los ruidos del Guns and Roses quedaron atrapados dentro y me encontré con los de la calle bulliciosa, los parlantes de los vehículos atronando en la noche sin estrellas y el eco profundo de los instrumentos de percusión como latigazos sobre el rumor de conversaciones dispersas, gritos y risas, y el humo de los cigarrillos como una niebla que subía del río ya seco. Lo busqué al Pibe Cabriola entre tantos rostros despreocupados hasta donde alcanzó mi vista, pero de alguna manera sabía que la Beato Prudencio Larraín no había sido su rumbo, sino los callejones perdidos del Santo Nombre donde habíamos pateado por primera vez una pelota de trapo.
Giré hacia la oscuridad de un callejón de bodegas cerradas con cadenas, en lo alto la silueta de un tanque de agua sobre una torre de fierro, las láminas de calamina que sonaban desclavadas en los techos como un batir de alas de animales viejos, los almacenes enrejados como crujías, y el tufo a basura de los tachos volcados que revolvían los perros y venía de lo profundo como de un túnel que se bifurcaba y se repartía en otros callejones que eran como otros túneles.
Oí entonces pasos que se alejaban a la carrera en distintas direcciones, y lo descubrí tirado en la acera bajo las luces de neón mortecino de una farmacia cerrada, y corrí, hubiera querido creer que se había desplomado borracho, me arrodillé a su lado y palpé la sangre en su rostro y en su camisa, la cabellera azabache se le habían quitado a tijeretazos, o con navaja, abriéndole surcos y heridas, un corte en una oreja y un tajo profundo en el estómago donde la sangre se aposentaba y se hacía más negra, los ojos de vidrio y la boca abierta en una sonrisa para siempre inocente.