Aparición en la fábrica de ladrillos

A Danilo Aguirre

SIEMPRE estará regresando a mi mente la noche aquella de la aparición que cambió mi destino, ahora que no tengo ni silla de ruedas para ir por lo menos de un lado a otro dentro del templo como yo quisiera, a doña Carmen se la prometen de la Cruz Roja y nunca cumplen, doña Carmen, la más valedera entre mis feligresas aunque le sobran los años, ella me trae el bocado cuando puede, y me asea, sentado como quedé para el resto de mi vida en este taburete de palo no por ningún accidente que me hubiera dejado paralítico ni nada por el estilo, sino porque de pura gordura me fui inmovilizando hasta no poder levantarme más, con sólo el esfuerzo de incorporarme ya se manifiesta el ahogo del corazón, gordo del cuerpo y macilento de la cara, un enfermo con exceso de peso así como le ocurrió a Babe Ruth que igual padeció de males cardiacos, muy propio de cuartos bates engordarse demasiado pues es sabido que la potencia de un slugger para enviar una noche la bola a cuatrocientos pies más allá de la cerca, donde comienza la oscurana, depende de la alimentación apropiada, y por esa razón en tiempos de mi fama me sobraba que comer, los propios directivos del seleccionado nacional me llevaban las cajas de alimentos a mi casa, además de suplementos dietéticos como Ovomaltina y Sustagen.

Pero eso ya todo acabó, todo se fue en un remolino de viento revuelto con la basura, y lo que me queda es la grasa de los viejos tiempos después que se me aflojaron y se consumieron los músculos, una reserva inútil que se me va agotando lentamente. Una vez, cuando todavía podía caminar, aunque ya con paso lerdo, me fui al Mercado Oriental con mi alforja de bramante a regatear mis compritas, y una carnicera que vendía cabezas de cerdo en la acera, al verme pasar se asoma entre las cabezas colgadas de los ganchos, se pone las manos en el cuadril, muy festiva, y comenta a grandes gritos: “¡Ese gordiflón que va allí rinde por lo menos una lata de manteca!” Y viene otra de edad superior, que está cuchillo en mano pelando yucas, tapada con un sombrerón de vivos colores, y le dice: “¿Que no te fijás que ese gordo mantecudo fue nada menos que un gran bateador?”; a lo cual la de las cabezas de cerdo le contesta: “Verga me valen a mí los bateadores”, y las dos se quedaron dobladas de la risa.

Tenía catorce años de edad en 1956 cuando ocurrió la aparición. Ya para entonces el beisbol era el motivo único de mis desvelos, bateando hasta piedras en los patios y en las calles, o naranjas verdes robadas de las huertas que se reventaban al primer estacazo, dueño además de una manopla de lona cosida por mí mismo, y tampoco me alejaba del radio de don Nicolás, el finquero cafetalero que vivía en la esquina frente a la fábrica de ladrillos Santiago, de Jinotepe, donde yo trabajaba, jugara quien jugara oyendo los partidos de la liga profesional que narraba Sucre Frech, ya no se diga los de la Serie Mundial entre los Yankees de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn que narraba Bob Canell en la Cabalgata Deportiva Gillette, una voz llena de calma hasta en los momentos de mayor dramatismo, que se acercaba y se alejaba como un péndulo debido a que las estaciones locales tomaban de la onda corta esas transmisiones, y entonces, cuando el péndulo se alejaba, sólo don Nicolás podía oír lo que la voz decía porque pegaba la oreja al radio instalado en su sala, y nos lo repetía a todo el muchachero descamisado que se juntaba a escuchar el partido en la acera.

Pero confieso que mi peor pasión eran las figuras de jugadores de las Grandes Ligas que venían en sobrecitos de chicles sabor de pepermín y canela, y algunas de esas figuras, como las de Mickey Mantle o Yogi Berra alcanzaban un valor estratosférico en los intercambios, mientras otras eran despreciadas y uno podía hallárselas tiradas en la cuneta, como las Carl Furillo o Salvatore Maglie, por ejemplo, una injusticia, no sé por qué, tal vez porque jugaban en los Dodgers y nosotros los del barrio de la ladrillería íbamos con los Yankees; pero entre esas injusticias estaba también despreciar la figura de Casey Stengel, el propio manager de los Yankees, y en este caso quizás porque se le veía como un viejo agriado y a veces chistoso que sólo se pasaba sentado en la madriguera vigilando el juego, dando órdenes y apuntando en su libreta, y no había manera de hacer que nadie cambiara su opinión aunque mil veces yo explicara que se trataba de un verdadero sabio que ya había llevado a los Yankees a ganar varios campeonatos mundiales seguidos, prueba más que clara semejante testarudez de que en el beisbol la sabiduría no siempre despierta admiración, sino por el contrario encumbra más tumbar cercas, robar bases y engarzar atrapadas espectaculares.

Todavía tengo bien presente lo que el viejo Casey Stengel había declarado a los reporteros antes de comenzar el quinto juego de la Serie Mundial de ese año de 1956 de que estoy hablando: “Abro con Don Larsen y no voy a cambiar de pitcher, ni mierda que voy a ensuciarme los zapatos caminando hasta el montículo para pedirle la pelota, porque él va a lanzar los nueve innings completos, y óiganme bien, cabrones, Don los tiene de este tamaño, así, como huevos de avestruz, y yo me corto los míos si no gana este juego”. Y tenía toda la razón. Después que en el segundo partido de esa Serie Mundial Don Larsen no había podido siquiera completar dos innings en el montículo, expulsado por la artillería inclemente de los Dodgers, salió de las sombras de la nada para lanzar aquella vez su histórico juego perfecto; y apenas colgó el último out, don Nicolás, entendido como pocos en beisbol al grado que llevaba su propio cuaderno de anotaciones y conservaba muchos récords en su cabeza, se salió a la acera y muy emocionado nos dijo: “Vean qué cosa, el más imperfecto de los lanzadores viene y lanza un juego perfecto”.

La aparición ocurrió una noche de noviembre, recién terminada esa Serie Mundial que otra vez ganaron los Yankees. Había salido a orinar al patio de la ladrillería como lo hacía siempre, dejando que el chorro se regara sobre el cercado de piñuelas, desnudo en pelotas y calzado nada más con unos zapatones sin cordones porque en el encierro de la bodega donde dormía el sofoco era grande y prefería acostarme sin ningún trapo en el cuerpo, respirando a fuerza la nube de polvo gris suspendida día y noche en el aire ya que aquella era la bodega donde almacenaban las bolsas de cemento Canal para la mezcla de los ladrillos. Y así desnudo estaba orinando sin acabar nunca, con ese mismo ruido grueso y sordo con que orinan los caballos, cuando sentí una presencia detrás de mí, y sin dejar de orinar volteé la cabeza, y entonces lo reconocí. Era Casey Stengel. Bajo la luna llena parecía bañado por los focos de las torres del Yankee Stadium.

Su uniforme de franela a rayas lucía nítido, y los zapatos de gancho los llevaba bien lustrados, pues ya ven que no le gustaba ensuciárselos. Y allí en el patio donde se apilaban los ladrillos ya cocidos, me volví hacia él, afligido de que me viera desnudo y fuera a regañarme por indecente; pero pensándolo bien, mi sonrojo no tenía por qué ser tanto, la indecencia está más que todo en la fealdad; yo no era ni gordo ni flojo como ahora, una bolsa de pellejo repleta de grasa que se va vaciando, sino un muchacho de músculos entecos, desarrollados en el trabajo de acarrear las bolsas de cemento a la batidora, vaciar la mezcla en los moldes y mover el torniquete de la prensa de ladrillos.

Sus ojos celestes me miraban bajo el pelambre de las cejas, y encorvado ya por los años dirigía hacia mí la nariz de gancho y la barbilla afilada, cabeceando como un pájaro nocturno que buscara semillas en la oscuridad. Mantenía las manos metidas en la chaqueta de nylon azul, y la gorra con el emblema de los Yankees embutida hasta las orejas, unas orejas sonrosadas que se doblaban por demasiado grandes. “Tu destino es el beisbol, muchacho, un destino grande”, me dijo a manera de saludo, con una sonrisa amable que yo no me esperaba, y luego se acercó unos pasos, y así desnudo como estaba, me echó el brazo al hombro. Sentí su mano fría y huesuda en mi piel que sudaba, cubierta del polvo del cemento que también tenía metido en el pelo. “¿Por qué?, no me lo preguntes; es así. Pero si insistes te diré que tienes brazos largos para un buen swing, una vista de lince, y una potencia todavía oculta para tumbar cercas que ya te vendrá comiendo bien, huevos, leche, avena, carne roja. ¿Quieres saber más? Cuando Yogi Berra quiso que le dijera por qué estaba yo seguro de que sería un gran catcher, le respondí que no me preguntara estupideces, a las claras se veía que su cuerpo estaba hecho para recibir lanzamientos, lo mismo que el de un ídolo en cuclillas.”

Desde que se me apareció Casey Stengel supe que mi destino era darle gloria a Nicaragua con el tolete al hombro, porque se acordarán que cada vez que me paré en la caja de bateo hice que las ilusiones levantaran vuelo en las graderías como palomas saliendo del sombrero de un mago prestidigitador, miles de fanáticos de pie, roncos de tanto ovacionarme mientras completaba la vuelta al cuadro después de cada cuadrangular. Mi nombre, escribió el cronista Edgard Tijerino Mantilla, pertenece a la historia, y mis hazañas están contadas en todos esos fólderes llenos de recortes, fotos y diplomas que se apilan allí, al lado del altar, porque cuando perdí mi casa del barrio de Altagracia lo único que pude rescatar fueron mis papeles, y dos de mis trofeos, esos que están colocados al lado de las cajas de fólderes; aquel trofeo dorado, que parece un templo griego sostenido por cuatro columnas, me lo otorgaron cuando me coroné campeón bate en la Serie Mundial de diciembre de 1972 que se celebró en Managua, la serie en que pegué el jonrón que dejó tendido al equipo de Cuba, hasta entonces invencible.

A los jugadores de la selección de Nicaragua nos tenían alojados esa vez en el Gran Hotel, y cuál es mi susto que la noche del triunfo contra Cuba tocan con mucho imperio la puerta de mi cuarto, yo ya acostado porque temprano teníamos entrenamiento, y voy a abrir y es Somoza en persona acompañado de todo su séquito, detrás de él se ven caras de gente de saco, y caras de militares con quepis, y yo corro a envolverme en una sábana porque igual que la vez que se me apareció Casey Stengel me encontraba desnudo tal como fui parido, y entra Somoza y detrás de él las luces de la televisión, se sienta en mi cama, me pide que me acomode a su lado y los camarógrafos nos enfocan juntos, yo envuelto en la sábana como la estatua de Rubén Darío que está en el Parque Central, él de guayabera de lino y fumando un inmenso puro, y delante de las cámaras me dice: “¿Qué querés? Pedime lo que querrás”. Y yo, después de mucho cavilar y tragar gordo, mientras él me aguarda con paciencia sin dejar de sonreírse, le digo: “General Somoza, quiero una casa”.

Esa casa prefabricada, de dos cuartos, un living y un porche ya la tenían lista de sólo instalarle la luz en uno de los repartos nuevos que no se cayó con el terremoto que desbarató Managua ese mismo diciembre, fui a verla varias veces con mucha ilusión y me prometieron que me la iban a entregar de inmediato, pero todo se disolvió en vanas promesas con el pretexto de que el terremoto había dejado sin casa a mucha gente más necesitada que yo. Entonces, tras mucho reclamar y suplicar se fue un año entero, y la propia fanaticada agradecida, aun palmada como había quedado con la ruina del terremoto, prestó oído a una colecta pública que inició La Prensa para regalarme mi casa, y unos llevaban dinero, otros una teja de zinc, otros bloques de cemento, y allí en mis fólderes tengo la foto del periódico donde el doctor Pedro Joaquín Chamorro me está entregando las llaves. Pero ésa es la casa que perdí porque una hermana por parte de padre, de oficio prestamista, a quien se la confié cuando tuve que emigrar a Honduras, ya que nadie estaba con cabeza suficiente tras el terremoto para pensar en beisbol, la vendió sin mi consentimiento alegando que me había dado dinero en préstamo, es decir, que me estafó, y otra vez quedé en la calle.

Hará dos años que me presenté al Instituto de Deportes y tras mucho acosarlos escucharon mi súplica de que me permitieran entrenar equipos infantiles, pues aunque fuera sentado en mi taburete podía aconsejar a los muchachitos de cómo agarrar correctamente el bate, cómo afirmarse sobre las piernas para esperar el lanzamiento, la manera de hacer el swing largo; pero me pagaban una nada, además de que los cheques salían siempre atrasados, exigían que fuera yo personalmente a retirarlos, y hastiado de tantas humillaciones mejor renuncié. ¿Qué podía hacer de todos modos con esa miseria de sueldo si ni siquiera me alcanzaba para las medicinas? Hagan de cuenta que soy una farmacia ambulante, y doña Carmen, el Señor Jesús la bendiga, se las ve negras para conseguirme en los dispensarios de caridad las que más necesito, pastor como soy de una iglesia demasiado pobre en este barrio donde las casitas enclenques se alzan en el solazo entre los montarascales y las corrientes de agua sucia, la mayor parte hechas de ripios, unas que tienen las tejas de zinc viejas sostenidas con piedras a falta de clavos, y otras que a falta de pared las cubre en un costado un plástico negro y en otro cartones de embalar refrigeradoras, de dónde van a sacar mis feligreses para facilitarme el dinero de las medicinas si a duras penas consiguen ellos para el bocado, y no sólo pasan hambre, aquí donde estoy encerrado tengo que vérmelas con las quejas que en mi condición de pastor me vienen todos los días de casos de drogadictos que golpean sin piedad a sus madres, niñas que a los trece años andan ya en la prostitución, estancos de licor abiertos desde que amanece, y yo les ofrezco el consuelo divino, aunque sé que no basta con predicar la palabra para aplacar la maldad entre tanto delito y tantas necesidades, y todavía dicen que aquí hubo una revolución.

Esa mi casa del barrio Altagracia tenía para mí un valor incalculable porque me la regaló mi pueblo de aficionados. Allí guardaba en una vitrina especial los uniformes que usé en los distintos equipos que me tocó jugar, mi uniforme de la selección nacional con el nombre Nicaragua en letras azules y el número 37 en la espalda, un número que si tuviéramos respeto por las glorias nacionales ya debería haber sido retirado para que nadie más lo usara; mis bates, incluyendo el bate con el que pegué el jonrón contra Cuba, mi guante, mis medallas, reliquias que un día debieron ir a dar a un Salón de la Fama; pero mi hermana la usurera no se conformó con vender la casa al dueño de un billar, sino que se hizo gato bravo de mis preseas, o las destruyó, nunca llegue a saberlo; y si hoy puedo conservar estas cajas de fólderes y estos pocos trofeos, es sólo gracias a que otro hermano mío, uno que después perdió las piernas en un accidente de carretera, se metió a escondidas de ella en la casa antes de que la muy lépera la vendiera y los rescató.

Cuando se desató la guerra contra Somoza en 1979 yo era camionero. Con mil dificultades había conseguido fiado un camión y no me iba mal transportando sandías y tomates a Costa Rica, pero al arreciar los combates guardé mi camión por varias semanas esperando que se aliviara la situación que se presentaba comprometida precisamente del lado de la frontera sur; y llega el día del triunfo, contagiado de alegría pongo el camión a la orden de los muchachos guerrilleros que van entrando a Managua a fin de acarrearlos a la plaza donde se va a dar la celebración, no menos de cinco viajes hago aportando el combustible de mi bolsa, y vayan a ver lo que ocurre entonces, que gente malintencionada de mi mismo barrio que está en la plaza me acusa de paramilitar, y allí mismo me confiscan el camión, y va de gestionar para que me lo devuelvan y todo en vano, no me pudieron probar lo de paramilitar, algo ridículo, y entonces me salen con el cuento de que me había tomado una foto con el propio Somoza, véase a ver, la foto aquella de la noche en que llegó por sorpresa a mi cuarto del Gran Hotel para ofrecerme como regalo lo que yo le pidiera, una promesa vana, ya dije, pero nada, caso cerrado, sentencian, y me voy entonces a la agencia distribuidora de los camiones a explicarles y no ceden, deuda es deuda alegan, me echan a los abogados en jauría, si no pagás vas por estafa a la cárcel, con lo que de pronto me veo prófugo, el robo público que me hacen del camión y después el escarnio de tener que huir de los jueces, ése es el premio que me da la revolución por haber bateado consecutivamente de hit en los quince juegos de la Serie Mundial de 1972, un récord que nadie me ha podido quitar todavía, el premio de los comandantes a las cuatro triples coronas de mi impecable historial. La fama que me ofreció Casey Stengel aquella noche de luna, como bien pueden ver, no fue ninguna garantía frente a la injusticia.

De no haber sido beisbolista me hubiera gustado ser médico y cirujano, pero la pobreza me estranguló, y desde pequeño tuve que ambular en muchos oficios, ayudante de panadero, oficial de mecánica, operario en la ladrillería Santiago. “No te importe —me dijo aquella vez Casey Stengel—, yo quise ser dentista allá en Kansas City, pero mi familia era tan pobre como la tuya, y jamás pude lograrlo, encima de que para sacar muelas cariadas yo no servía.” Con esfuerzo estudié por las noches y aprobé la primaria, mientras de día me afanaba en la ladrillería donde me daban de dormir; y desde que ocurrió la aparición, aun siendo poco lo que ganaba me hice cargo de mi destino y fui apartando de mi sueldo para comprar mis útiles, los spikes, el bate, la manopla, a costas de quedarme sin una sola camisa de domingo, para no hablar de otros muchos sacrificios. “El beisbol es como una santidad, y nada se parece más a la vida de un ermitaño —me había dicho Casey Stengel—; ya ves, tiene razón tu vecino don Nicolás: mi muchacho Don Larsen lanzó un juego perfecto siendo él imperfecto, porque creyéndose carita linda siempre le ha interesado más una noche de juerga que un trabajo a conciencia en el montículo. De modo que a ti puedo decírtelo en confidencia, hijo: ese juego perfecto de Don fue una chiripa, y te vaticino que en pocos años lo habrán olvidado. La gloria verdadera, por el contrario, es asunto de perseverancia, y cuando llega, hay que apartarse de los vicios, licor, cigarrillo, juegos de azar, y sobre todo de las mujeres, porque todo eso junto es una mezcolanza que sólo lleva al despeñadero de la pobreza. La fama trae el dinero, pero no hay cosa más horrible que llegar a ser famoso y después quedar en la perra calle.” Y vean qué vaticinio, todo lo que gané se me fue en mujeres.

No sé si ya he dicho que tengo diez hijos desperdigados, todos de distintas madres, porque en aquel tiempo de mi gloria y fama no me hacían falta las mujeres que tras una fiesta de batazos en el estadio se acercaban a mí donde me vieran, y me decía una en el oído, por ejemplo, mientras bailábamos: “Ando sin calzón ni nada, restregame la mano aquí sobre la minifalda para que veás que no es mentira”, asuntos que recuerdo con bastante recato por mi papel que ahora tengo de pastor; y con bastante remordimiento porque a ese respecto nunca logré hacerle caso a Casey Stengel. Y por muy halagadores que todavía puedan ser esos recuerdos, que discurren ociosos en mi cerebro sin que yo lo quiera, ahora de qué me sirve, si a los casi sesenta años de edad que tengo padezco de inflamación del corazón, de artritis y de hipertensión, y sobre todo de este mal de la gordura, y entonces esas visiones de mujeres se vuelven un tormento mortal que debe ser mi castigo, mujeres de toda condición y calaña que se me entregaron, dueña una de un Mercedes Benz de asientos que olían a puro cuero, otra que me invitaba a su mansión a la orilla del mar en Casares, también aquella de ojos zarcos que vendía productos de belleza de puerta en puerta llevando las muestras en un valijín, lo mismo una casada con un doctor en leyes que se tomó un veneno por mí y por poco muere, y por fin la doncella colegiala alumna de la escuela de mecanografía que fue la que me pidió que le restregara la mano mientras bailábamos, y era cierto que andaba sin calzón ni nada.

Después que me expropiaron el camión quedé en el más completo desamparo, y entonces comenzaron a visitarme todos los días unos hermanos pentecostales que me llevaban folletos ilustrados donde aparecían a todo color en la portada escenas de familias felices, por ejemplo el esposo en overoles subido a una escalera cortando manzanas de los árboles repletos, la esposa y los niños cubiertos con sombreros de paja acarreando canastas con toda clase de frutas y verduras cosechadas en su propio huerto y unos corderos blancos con cintas en el cuello pastando en el prado verde, todo aquello bajo un sol brillante que parece que nunca se pone, un cuadro de dicha que sólo se logra por la bondad infinita de la fe, según la prédica locuaz de los hermanos, que eran dos, uno de Puerto Rico y el otro de Venezuela, al Señor le importa un comino la gloria mundana, o los ardides de la fama, sentados a conversar conmigo por horas como si nada más tuvieran que hacer en el mundo que predicarme la palabra, y como si yo fuera el único en el mundo entre tanta alma atribulada al que tuvieran que convencer, y ya después me dejaron una Biblia, y cuando se dieron cuenta que la fruta estaba madura decidieron mi bautizo, que fue señalado para un día domingo.

Me obsequiaron para esa ocasión una camisa blanca de mangas largas que por encontrarme tan gordo fue imposible cerrarle el botón del cuello, y una corbata negra, para que luciera con la misma catadura que siempre se presentaban ellos; alquilaron una camioneta de tina en la que me subieron con todo y taburete, y conmigo en la tina iban los hermanos predicadores y unos muchachos con guitarras que cantaron por todo el camino himnos de júbilo, y cuando llegamos a un recodo sereno del río Tipitapa junto a una hilera de sauces, más adentro de la fábrica de plywood, allí me bajaron y con todo y taburete me metieron en el río, me sumergieron de cabeza en el agua los hermanos como si se tratara del mismo Jordán, y aunque esa noche me dio una afección del pecho y me desveló la tos, la paz interior que sentía era muy honda y muy grata porque el Señor Jesús estaba dentro de mí. Confieso que nunca me imaginé que yo fuera de la palabra, si lo que sabía era batear jonrones, para lo cual no se necesita ninguna elocuencia; pero el Espíritu Santo dispuso de mi lengua, y aprendí a predicar, por lo que los hermanos me dejaron al servicio de esta iglesia antes de partir hacia otras tierras.

Si algún fanático beisbolero de aquellos tiempos me viera metido aquí, entre estas cuatro paredes sin repellar, bajo este techo de zinc pasconeado por el que se cuelan el polvo y la lluvia, en este templo que sólo tiene cuatro filas de bancas de palo y un altar con una cortina roja que fue una vez bandera de propaganda del Partido Liberal, mis cajas de fólderes y mis trofeos en una esquina, y el catre de tijera que doña Carmen me abre cada noche para que me acueste, porque el templo es mi hogar, ese fanático que digo no creería que soy el mismo que fui, y sobre todo si llegara a darse cuenta del estado de invalidez en que he caído, al extremo de haberme defecado una noche mientras dormía, en sueños sentí como se vaciaba sin yo quererlo mi intestino, y nunca he padecido un dolor más grande en mi vida, amanecer embarrado de mi propio excremento; y ese fanático que antes me adoró sufriría una tremenda decepción, ya no se diga las mujeres aquellas que se quitaban sus prendas íntimas antes de acercarse a mí, el rey de los cuadrangulares, para que yo les palpara la pura piel desnuda debajo de la minifalda.

¿De qué me sirvió la fama, conocer el mundo, salir fotografiado en los periódicos que ahora se ponen amarillos de vejez metidos dentro de mis fólderes en las cajas de cartón? Me acuerdo de aquella noche de enero de 1970 en el estadio Quisqueya de Santo Domingo, era mi turno al bate y sonaba un merengue que tocaba una orquesta en las graderías porque íbamos perdiendo ya en el séptimo inning y la gente bailaba, gritaba como endemoniada, mi cuenta era de dos strikes con corredor en segunda y en toda la noche no le había descifrado un solo lanzamiento al pitcher, un negrazo como de seis pies que tiraba bólidos de fuego, me quiere sorprender con una curva hacia adentro, le tiro con toda el alma y entonces veo la bola que va elevándose hasta las profundidades del centerfield, más allá de los focos, más allá de la noche estrellada, disolviéndose en la nada como una mota de algodón, como una pluma lejana, y yo viéndola nada más, sin empezar a correr todavía, y hasta que ya no se divisa del todo dejo caer el bate como en cámara lenta y mientras inicio el trote alzo la gorra hacia las graderías en penumbra que ahora son un pozo de silencio al grado que hasta mis oídos llega el rumor del mar, voy corriendo las bases lleno de júbilo, paso encima del costal de tercera, erizo ya de emoción, y tengo unas ganas inmensas de llorar cuando piso el home plate aturdido por el resplandor de los flashes de los fotógrafos porque con ese batazo le he dado vuelta al marcador, un juego que ganamos, y entonces no es ya esa noche en Santo Domingo sino la tarde de diciembre del año de 1972 en que derrotamos a Cuba gracias al palo de cuatro esquinas que otra vez pegué y por el que me prometieron la casa que nunca me dieron, y ahora el rumor del mar son las voces de los fanáticos que se alzan incesantes desde las graderías, bulliciosas y encrespadas.

El Señor Jesús me ha puesto delante la vida y el bien, la muerte y el mal, porque muy cerca de mí está la palabra, en mi boca y en mi corazón, para que la cumpla; acepto entonces que no me debo quejar, ni darle lugar a los remordimientos. Y en la soledad de este templo sobre el que se desgrana el viento sacudiendo las tejas de zinc, sentado en mi taburete de palo, ya sé que cuando la puerta se abra sola con un chirrido de bisagras ensarradas, y en la contraluz del mediodía aparezca la figura de Casey Stengel con su cara de pájaro que busca semillas, y me diga: “¿Estás listo, muchacho?”, será la hora de seguirlo.