Un bosque oscuro

A Héctor, a Ángeles

EL CADILLAC descapotable quedó abandonado entre la hierba que un día llegó a cubrir su herrumbre y fue por muchos años un monumento a la desidia de los hombres. Y a su fortuna efímera.

Sucedió que la familia se vio de pronto descabezada, porque aquel que la sostenía con decente holgura murió de madrugada mientras ordeñaba una vaca en el corral de la casa. Cayó doblado entre las patas del animal y la leche recogida en el balde se regó entre la boñiga.

El afán inmediato de la viuda fue voltear los cuadros en las paredes y cubrir los espejos. No lloraba a grandes gritos, pero lloraba, mientras miraba los cuadros con reproche antes de ponerlos al revés, y contemplaba en los espejos su propio llanto antes de cubrirlos. Esos cuadros después fueron vendidos, y los espejos también.

El Cadillac rojo corinto relumbraba entre las nubes de polvo de las calles, llevándose consigo las risas de sus ocupantes. Fue una decisión de los hijos comprarlo cuando empezaron a liquidar las propiedades de la herencia. La viuda, que lloraba cubriendo los espejos para cegar todo placer de mirarse en ellos, nunca se opuso al desatino. Y aquel no había sido el único.

El padre llevaba siempre un pesado mazo de llaves colgado de un cargador del pantalón. Llaves de los roperos, de las alacenas, de las bodegas y de cada puerta. Si se necesitaba algo, iba él personalmente a abrir, silbando. Silbaba siempre, en el ordeño, camino del excusado, mientras se sentaba a almorzar, cuando se desvestía para acostarse.

Eusebio se llamaba el mayor de los hijos. Otro que me acuerdo se llamaba Edelmiro, otro Dámaso. Desde el primer momento Eusebio cogió esas llaves y sin consultar a nadie se hizo cargo de ellas. Pero no hubo pleito por eso, todo se llevó a cabo con gran fraternidad. Era una gavilla de hijos, todos recios de cuerpo, hombres y mujeres, entre los que la viuda se veía insignificante y disminuida. Y más aún, en trapos negros.

Del dinero que había en el ropero sacaron lo suficiente para irse a Masaya a comprar un ataúd labrado que tenía en cada esquina un ángel con un laúd. Y en el mismo camión, subidos ellos a la plataforma, hombres y mujeres, regresaron con el ataúd y con un juego de sillas metálicas pintadas de rojo maravilla, que entonces estaban de gran moda. Uno podía mecerse en ellas. Las sillas, amarradas en forma de una torre, resplandecían de lejos cuando el camión se acercaba entre la tolvanera. Y ataúd y sillas fueron bajados en la casa al mismo tiempo.

Empezaban a gastar, era como si hubieran estado esperando una señal. Nadie dice que desearan la muerte de aquel hombre de risa cortante y fácil que silbaba sin motivo, y que aún encendidas las estrellas se levantaba a ordeñar. Pero una vez que metieron mano en la caja de galletas inglesas con su tapa de plácidos empelucados almorzando en un prado, fue como si dentro no hubiera dinero, sino la boca de una cueva misteriosa. La caja estaba guardada en el tramo más alto del ropero y se necesitaba subir a una silleta para llegar a ella. Y guardadas en el mismo tramo, debajo de las toallas listadas de colores que la viuda sacó para cubrir los espejos en las paredes, las escrituras de propiedad de las dos fincas, de la casa de alquiler frente a la estación del ferrocarril de Masaya, de un terreno baldío en Jinotepe, de la propia casa donde vivían, que era casi una finca, la chequera de la cuenta bancaria y los pagarés de los deudores.

Los cuadros en sepia, oro y rojos oscuros representaban escenas de la vida cotidiana de Palmira. Recuerdo uno. La reina Zenobia rodeada de su corte de odaliscas, sentadas en los mármoles de la pileta de un baño público, desnudas bajo sus velos. La viuda los volteó, y cubrió los espejos con aquellas toallas listadas de colores. Extraño, si lo que quería era demostrar luto. ¿Y qué había hecho después? Corrió a la tienda vecina a comprar al fiado tres yardas de popelina negra que de lejos olía a tintura, corrió donde la costurera con la que estaba enemistada a que le cosiera con esa tela el vestido de luto y un tapado. La costurera levantó la cabeza de la máquina, la vio entrar bañada en lágrimas y, olvidando el rencor, empezó también a llorar.

El vestido se lo hizo su enemiga de manera tan rápida, que antes de que los hijos partieran en busca del ataúd ya andaba ella de negro, descolgando los cuadros y los espejos para llevarlos a las casas vecinas, donde fueron recibidos en asilo. Pensaba, acaso, que aun volteados y cubiertos ofendían su luto.

Por la carrera, en el ruedo del vestido habían quedado los hilvanes, unas grandes puntadas en hilo blanco. Salió a la puerta a despedir a los hijos, que parecían partir a una excursión porque llevaban provisiones para el camino. Se habían bañado todos antes, hombres y mujeres, y el agua corría desde la caseta del baño hasta la calle como si estuviera lloviendo en otra parte.

Eusebio, el que se había hecho custodio del mazo de llaves, era un gigante que resoplaba al respirar y olía a leche rancia, aunque se acabara de bañar, de tanto que siempre sudaba. Caminaba con aire reposado, muy dueño de sus decisiones, e igual que su padre se reía con carcajadas cortas, pero no sabía silbar. Cuando lo intentaba, un soplido sordo salía de sus labios. Fue la última vez que se le vio llevar una camisa zurcida. La madre les zurcía las camisas, sin mucho cuidado de ocultar la trama, cuando se rompían en las rudezas del trabajo, porque los hermanos trabajaban a la par de los mozos, y si un día les daba de haraganes y se quedaban dormidos, allí estaba el padre con el fuete cruzándoles el lomo. Y después de azotarlos, salía silbando una tonada alegre, pero con cara vindicativa.

Todos volvieron de Masaya con camisas nuevas de cuello duro y manga larga; se notaban los dobleces en la tela. Una de las hermanas, Fermina, que tenía las espaldas cuadradas y usaba una trenza gruesa que le caía a un lado del cuello, compró un suéter, y no le importaba ahogarse del calor en el trayecto que hicieron de vuelta, al mediodía, subidos a la plataforma del camión.

Los cubría el polvo que se levantaba en vaharadas persiguiendo al camión, mientras ellos se agarraban de las barandas para aguantar los vaivenes del camino. Se bajaron sucios y sudados de la plataforma, sucias las camisas nuevas recién sacadas de sus bolsas de celofán. Más sudaron aún para meter el ataúd a la casa. Ya había gente que los aguardaba en la acera, unos hombres con las manos en los bolsillos, indolentes, otros ofreciendo ayudar, pero sin resolverse.

Uno de los hermanos, que empezaba a quedar calvo a pesar de que no tenía treinta años, traía la camisa nueva encima de la vieja. Ése era Dámaso; usaba anteojos de culo de botella que el sudor le hacía resbalar por la nariz. Dámaso era uno que en la soledad del corredor, cerciorándose primero con miradas furtivas de que no lo estaban viendo, saltaba en un pie por los ladrillos hasta meterse en su aposento, y luego sacaba la cabeza por la puerta, para comprobar si efectivamente no lo habían visto.

Otra vez, hombres y mujeres del rebaño de hermanos fueron a bañarse y a vestirse para recibir a la concurrencia. Y donde antes había en la jabonera un cerullo negro de jabón de sebo, enredado de cabellos, ahora reposaba una pastilla rosada de jabón Camay, con su camafeo grabado a troquel.

El cuadro de la reina Zenobia y sus odaliscas es el que mejor recuerdo, porque terminó comprándolo mi madre cuando en aquella casa empezaron a vender todo. Ya el Cadillac se había quedado sin llantas y en sus asientos empollaban las gallinas del vecindario. Fue después que el zacate dio en crecer a su alrededor. Y si no es que venden también las sillas metálicas, que empezaban a herrumbrarse, terminan también en el corral cubiertas por la hierba. Las compró Alí Mahmud, el barbero, para lucirlas en su barbería.

Desde la calle donde jugábamos beisbol uno podía divisar el Cadillac en el fondo del patio. Un fly muy largo había que fildearlo ya dentro del patio, saltando el cerco de piñuelas, y a veces la bola pegaba contra las latas de la carrocería abandonada y se espantaban las gallinas.

Ya no tenían carro convertible que los llevara en sus paseos sin destino. Pero aun para esos días, el bus que venía de Managua al mediodía seguía trayéndoles de San Marcos chop suey del restaurante chino en platos de cartón tapados con papel espermado, por encargo de Eusebio. Se había apagado el fuego en esa casa. No comían más que comida de restaurantes; y Alí Mahmud, cargando su valijín de madera, llegaba a cortarle a domicilio el pelo a los hermanos, un lujo que sólo ellos se daban. La viuda barría después los ovillos de cabello hacia la acera, y como eran muchos deambulaban por días con los soplos de viento, yendo a parar lejos.

Fermina, la de espaldas cuadradas, pasaba los treinta años. La idea de comprar ese Cadillac, que tenía un radio con botones de marfil, fue suya. Lo vio en el anuncio de una revista y se enamoró con pasión de él. Un caballero de pelo ensortijado, de smoking tropical con fajón rojo y clavel de fantasía en el ojal, le abría la portezuela a una dama que vestía un traje escotado de vuelos de espuma. Era una noche azul de plenilunio y entre los penachos de las palmeras tropicales brillaban amarillas las estrellas.

El día que trajeron el Cadillac de Managua venían todos en la comitiva, la viuda en el asiento trasero, atrapada entre dos de sus hijos, Edelmiro y Dámaso, agarrándose el tapado de luto para que no se lo llevara el viento, y un taxi atrás con el resto de ellos. Sólo Fermina no fue porque se quedó con dolor de vientre. Cuando le venía la regla aullaba del dolor y las sábanas, que empapaba de sangre y tendían a secar en el patio, de tan rojas parecían mantas de toreo.

Fermina era para ese tiempo la que se daba mayor importancia, y cuando había cumpleaños o bodas no iba a la fiesta sino que enviaba a una criada de delantal almidonado y zapatos de charol con el regalo, ya fuera un juego de vasos con su pichel que transparentaban en el envoltorio de celofán dorado, o una diana de marmolina con sus perros de caza. Compraba los regalos por medias docenas y los guardaba en la alacena en espera de la ocasión. Ahora era ella la dueña del mazo de llaves, porque había desplazado a Eusebio en la jefatura.

Su encierro y alejamiento fue la razón de su ruina. Se encerraba para no darse a ver a los pretendientes que ya bullían en la calle, porque no quería trato con ninguno. La costurera, antes enemiga de su madre, trabajaba dentro de la casa para ella. Se vestía con un vestido nuevo cada día, pero no salía. Y así, quien se la sacó de premio mayor fue un pasante de abogacía de Granada, hablantín y amigo del licor, que le llevaba los litigios, y él sí podía visitarla en su encierro. Tenía, además, el pelo rizado como el galán de la revista.

Para la boda, la viuda dejó el luto y apareció en la iglesia agobiada de collares, calzada de tacones altos y con un sombrero adornado de margaritas de trapo. Se veía como acosada entre aquel gentío extranjero, porque casi todos los invitados eran de Granada. El novio era hijo natural, pero reconocido, de un gamonal de curtiembres, y el apellido, que ya llevaba por derecho propio, de suficiente alcurnia. De manera que apenas estuvo casada, Fermina empezó a alzar la nariz, frunciéndola como si todo le oliera mal.

La fiesta de bodas la celebraron entre ripios y sacos de cemento porque estaban ampliando la casa, construyéndole una sala y un segundo piso para los aposentos, con escalera de concreto; tenían terreno de sobra, pero no había en el pueblo ninguna casa de dos pisos con balcones de cemento a la calle, así que decidieron tener una. Las mesas y silletas, alquiladas en Jinotepe junto con todos los manteles y la cristalería, las colocaron en el patio, bajo los guanacastes, y, traída de Managua, tocó en el baile la orquesta de Julio Max Blanco, famosa para ese entonces.

El padre del novio, galante y distinguido, sacó a bailar a la viuda; dio unas vueltas con ella, tarareando la melodía mientras bailaba, y volvió a dejarla en su sitio. Tras eso, secándose la frente con toques del pañuelo, pretextó que tenía que regresar a Granada por un embarque de cueros y se fue. Bailaba poca gente y sobró la comida. Pero los platillos de la batería restallaban sin cesar por los confines más lejanos del pueblo.

El novio vestía de smoking con fajón rojo y clavel de fantasía en el ojal, como si llegara de la noche tropical de plenilunio del anuncio del Cadillac. A mitad de la fiesta, se vomitó en la pechera del smoking. No le importó a Fermina, que tuvo con él una luna de miel espléndida sin necesidad de salir de su aposento. Fuera el día o la noche, se desahogaba en voz tan alta que la gente entretenida en el parque, a una cuadra de allí, podía seguir el hilo de su discurso licencioso entrecortado de alaridos, súplicas llorosas o exigencias enardecidas que sorprendían y apenaban, porque nadie, hasta entonces, la hubiera tomado por lasciva. La oían, evitando mirarse unos a otros, fingiendo que no la oían.

Pero lo del vómito de la fiesta de bodas no sería lo peor. Fue el marido quien chocó el Cadillac a los pocos meses de casado, otra vez borracho, viniendo a medianoche del Town-Club de San Marcos, diversiones que no le participaba a Fermina. Mascando pepermín para perfumarse el aliento, le pedía con aire de cansancio y superioridad las llaves y ya está. Eusebio, el mayor, lo trompeó un día, fastidiado de tanta parranda a toda hora. Él no probaba licores. No tenía más vicio que comer de restaurantes, chop suey, bistecs encebollados o pollos al pastor.

Pero el cuñado bebedor hizo a Edelmiro su aliado. A Edelmiro, robusto como sus hermanos pero macilento de color y barbita de chivo, más que el licor le gustaba el juego de azar. Tenía dedos largos y nerviosos. Y los dos, bebedor y jugador, se confabularon en sus dilapidaciones. Firmaban cheques sin fondos y Fermina no tenía más remedio que pagarlos, previniéndolos siempre de que sería la última vez que les perdonaba el descaro. Pero se los decía sin mucha convicción, más bien afligida, y ninguna mella les hacía la advertencia. Pasaban ellos a hablar de otra cosa y se acabó.

Para unas fiestas patronales, Edelmiro quebró la ruleta en la plaza, entre el alborozo y los parabienes de los tahúres presentes, y desapareció al día siguiente con una de las mujeres que ayudaban en sus números de ilusionismo a Paco Füller en su carpa. Era una mujer con aspecto de diabla, los ojos repintados de carbón y la boca rojo sangriento.

El marido de Fermina ya padecía de cirrosis hepática antes de la boda, y una madrugada que volvía del Town-Club empezó a vomitar sangre en la taza del inodoro. Pero no fue él quien murió a los pocos meses, sino Fermina. Murió de un mal parto. Madre y niño fueron enterrados en el mismo ataúd, que para premiar la inocencia del niño fue un ataúd blanco, adornado con un penacho de calas de papel crepé. Mientras el cortejo salía de la casa, Eusebio comía su pollo al pastor en la cabecera de la mesa, a bocados despaciosos, mirando a su alrededor con ojos de asombro. Era un soltero que ya nunca se casó.

La viuda es la única que sale a pedir por todos ellos a las calles. Mi madre les manda, cuando puede, un plato de comida. Los demás, hombres y mujeres, se asoman por los portillos con caras desconcertadas. El marido de Fermina sigue bebiendo; sale a buscar su trago arrastrando sus zapatos viejos, la barba crecida, y se vuelve a encerrar. Dámaso salta a escondidas por los ladrillos del corredor. El más desconcertado de todos es Eusebio, que a pesar de las penurias no pierde peso y suda siempre con olor a suero, como si se hartara de leche. Parecen esperar a que alguien llegue a sacarlos de allí, como si se hubieran extraviado en un bosque oscuro.