A doña Maya de Córdova Rivas
Las verás lentas o precipitadas
tristes o alegres, dulces, blandas, duras,
meadas de las noches más oscuras
o las más luminosas madrugadas.
RAFAEL ALBERTI, Homenaje a Quevedo
—¡AQUÍ ha orinado un hombre! —exclamó la niña asomándose por la balaustrada.
Entonces, la casa entera donde sólo sonaba el radio de la cocina tocando rancheras se puso en revuelo. Subieron las criadas haciendo retumbar la escalera, subió el jardinero con sus tijeras de podar y el lodo de los zapatones del lechero que llevaba la leche todas las mañanas quedó regado sobre los mosaicos del piso alto.
La cocinera, que fue la primera en llegar, no quiso ver la prueba que le ofrecía la niña alzando el bacín hasta sus ojos, y le dio una bofetada tan fuerte que le dejó la palma de la mano pintada en la mejilla.
—¡A ese aposento no entra ningún hombre, menos a orinar, la muy atrevida! —le dijo en un murmullo colérico y se restregó en el cuadril la mano enardecida.
La niña aguantó el golpe sin llorar y no soltó el bacín. No sólo, lo mantuvo alzado tercamente a la vista de la cocinera.
La empleada de adentro, la que lampaceaba, era la madre de la niña y se encaró con la cocinera. Había subido con todo y lampazo, como el jardinero con todo y sus tijeras de podar. Josefina se llamaba.
—A mi hija nadie le pega —le dijo Josefina, la empleada de adentro, a la cocinera. Pero las palabras salieron de su boca llenas de flojedad, porque la cocinera era más fuerte y, además, dominaba sobre ella en talante y jerarquía.
—A ver. ¿Cuál es la prueba? —dijo el jardinero, un hombre ya viejo, calmado y reflexivo, que hasta entonces se acordó que había penetrado hasta donde nunca nadie que no fuera del servicio de mujeres se había atrevido, el umbral del aposento del piso alto, donde dormía la viuda, y ahora no hallaba qué cosa hacer con las tijeras de podar.
La niña, que hasta entonces iba a empezar a llorar, tal como se mostraba en el temblor de su quijada, le enseñó el bacín que venía de sacar del aposento. Le pesaba en las manos porque estaba cargado de orines de un amarillo encendido, casi tirando a cobre rojizo. En los bordes, se alzaba una abundante orla de espuma.
—Aquí está la prueba —dijo entre lágrimas la niña. La niña iba vestida con los restos de su vestido de primera comunión, de un blanco ya triste de tan usado.
—No veo la prueba —dijo Armodio el jardinero, porque Armodio se llamaba, tratando de ser comprensivo; pero su mayor deseo era irse a podar las limonarias del jardín, no fuera a salir de su aposento la viuda y lo sorprendiera en la falta de su abuso.
—La espuma es la prueba —dijo la niña.
—Estás loca —le dijo la cocinera, que se llamaba Rafaela y que también ya empezaba sentir miedo por estar allí, discutiendo pruebas peregrinas de si algún hombre había orinado en aquel bacín que salía del aposento donde sólo dormía la viuda entre sus sábanas de holán.
—Es cierto —dijo Filiberto el lechero, que era un muchacho como de catorce años. La niña, que se llamaba Estela, andaba por los trece.
—¿Qué es lo que es cierto? —le dijo Rafaela la cocinera, desafiándolo con altanería reprimida.
—Sólo el chorro de un hombre deja espuma, porque los hombres orinan parados. Las mujeres, como orinan sentadas, tienen el chorro débil —dijo Filiberto el lechero sin quitar los ojos estudiosos del bacín.
—Ve qué muchacho más vulgar y depravado —dijo Rafaela la cocinera, afligida sin remisión ante la evidencia. Era cierto. Ninguna mujer dejaba en el bacín espuma al orinar. Las mujeres tenían los orines tranquilos.
—Andá bota ese bacín antes que te dé con este palo —le dijo Josefina la empleada de adentro a su hija Estela, la niña, y enarboló el palo del lampazo, amenazándola. El terror la hacía aparecer furiosa.
En eso se oyó el ruido del picaporte de la puerta del aposento que iba a abrirse y los que querían huir ya no tuvieron tiempo. Josefina la empleada de adentro se puso a lampacear con apuro las baldosas del piso por el lado que no necesitaban brillo, si ya relumbraban, olvidándose, por el contrario, de sacar el reguero de lodo dejado por las botas de Filiberto el lechero, y Armodio el jardinero no halló otra cosa que hacer que abrir y cerrar en el aire, por arriba de su cabeza, las tijeras de podar, como quien se dedica a capar moscas al vuelo.
Primero se acercó a ellos la fragancia de lavanda Heno de Pravia de la viuda, que apaciguó el olor a leche cuajándose de Filiberto el lechero, y luego se acercó ella, muy recatada en sus trapos de luto aunque altanera en el paso, la chalina de ir a misa doblada en la mano, su moña alta bien hecha, la boca apenas encendida de carmín como la huella de otra boca aún más sensual, y un lunar muy pequeño, apenas un punto, repintado al lado. No era tan joven, una que otra hebra blanca había en su pelo; pero era bonita, las cejas muy juntas y el pecho colmado y altivo. Por todo adorno lucía un relojito de oro en la muñeca.
Se asomó a la bacinilla y el impulso de Estela la niña fue ofrecérsela también a los ojos. Contempló los orines, y arrugó apenas la cara, en una prudente demostración de asco.
—¿Ahora se saca en procesión mi bacinilla? —les dijo.
—Es que hallé una prueba —le dijo Estela la niña a la viuda Carlota. Carlota se llamaba la viuda.
—¿Una prueba? ¿Prueba de qué? ¿Qué tiene de malo que haya yo orinado en mi bacinilla? —dijo la viuda Carlota, y se sonrió sólo con las comisuras de los labios.
—Eso no será lo malo, sino que anoche entró aquí un hombre porque en el bacín están sus orines —dijo muy tonante Armodio el jardinero y las tijeras en su mano hicieron tris tris y luego se callaron. Era tan colosal su temeridad al decir lo que decía que ni siquiera se asustó ni parpadeó.
—¡Todo mundo a sus oficios! ¿Que acaso nadie tiene que hacer? —dijo Rafaela la cocinera y movió enfática las manos en afán de empujar, como quien arrea una manada de vacas díscolas y matreras.
—Quisiera saber en qué se distinguen mis orines de los de un hombre —dijo la viuda Carlota, con parsimonia, desdoblando su chalina de encaje para ponérsela en la cabeza.
—¡En la espuma! —dijo Estela la niña—. Usted no puede orinar con el chorro parado.
Muy garbosa, la viuda Carlota se puso su chalina y se rio con sabrosura; y enamoró de tal grado aquella risa a Filiberto el lechero, que no acertaba a cerrar la boca; y tanto la mantenía abierta, sin quitarle la vista mientras ella se reía cantarina, que bien entraran a buscar abrigo en ella un borbollón de moscas de aquellas que trataba de capar al aire con las tijeras Armodio el jardinero.
—Entonces es el difunto mi marido quien ha venido a orinar —dijo al fin de su risa la viuda Carlota.
—¡Ánimas benditas del purgatorio! —dijo Josefina la empleada de adentro.
—¿Que acaso los muertos orinan? —dijo, desconfiado, Filiberto el lechero y pareció que se espantaba con la mano la puñada de moscas que le rondaba la boca.
—Ya ven que sí —dijo la viuda Carlota—. Y digan si no tienen los muertos el chorro fuerte y decidido.
Y riéndose otra vez se fue a su misa, y los dejó, recomendando al bajar las escaleras los oficios que debían cumplir antes de que ella volviera, y a Estela la niña, ya con severidad, que fuera a botar esa bacinilla al fondo del patio, lejos de los canteros de begonias y rosas Reina de Hungría, porque los orines de muerto secan la frescura y el verdor de la naturaleza: así hablaba la viuda Carlota, con donaire, porque había estudiado en el colegio de las monjas francesas.
Se fue, y cuando oyeron que se cerraba de un golpe el portón de la calle, empezaron todos a descender en silencio, Estela la niña delante llevando el bacín colmado de orines, la superficie un espejo orlado de jirones de espuma que se inquietaba al poner ella pie en cada tramo pero sin derramarse una sola gota, tanta era su experiencia en aquel bajar el bacín todos los días.
—Yo no creo en muertos que orinan —dijo todavía Armodio el jardinero deteniéndose en la puerta de la sala de la viuda Carlota, que daba al jardín, ya cuando todos se habían dispersado, y lo volvió a repetir en voz más alta de cara a la sala silenciosa, a sus cortinas de encaje, sus sillones de mimbre esmaltado, sus cojines bordados y al gran perro de porcelana sentado en dos patas en el suelo, en un rincón. La sala de la viuda Carlota parecía sumergida en una agua amarilla del mismo color de los orines del bacín.
Pero ni Rafaela la cocinera ni Josefina la empleada de adentro oyeron clamar a Armodio el jardinero a pesar de que habían apagado el radio, puesto que estaban dedicadas ya a sus oficios; o es que no quisieron oírlo porque no les tenía cuenta saber ni averiguar sobre orines de muerto. Pero, al parecer, a Estela la niña y a Filiberto el lechero sí les tenía.
Porque cuando Armodio el jardinero se fue a podar al fin las limonarias, con ahínco suficiente para que desde el fondo de aquel jardín llegara muy claro el tris tris de su tijera, salieron los dos con tanto sigilo que nadie en la casa oyó sonar el portón al cerrarse, Estela la niña llevando el bacín por media calle, bajo el deslumbre picante del sol de pleno marzo que ya subía, y Filiberto el lechero de custodio a su lado, sin hablarse pero concertados en llegar a la iglesia donde a esas horas oía misa la viuda Carlota en su reclinatorio particular forrado de raso carmesí.
El padre Cabistán, que limpiaba con la estola las heces del vino en el copón porque ya terminaba el oficio, los vio en el espejo entrar por la puerta mayor, arrodillarse y persignarse y luego avanzar con su ofrenda por el pasillo sembrado de cagarrutas de murciélago al centro de la nave. Los vio por el espejo porque tenía él un espejo polvoriento de gruesa moldura clavado en el altar, encima del tabernáculo, que mientras oficiaba de espaldas a los feligreses le servía para vigilar la asechanza de cualquier enemigo rival que apareciera en afán de camorra, la pistola cargada muy a mano debajo del sobrepelliz.
—En este bacín de la viuda Carlota orinó anoche un hombre —dijo en el espejo Estela la niña, al apenas detenerse al pie de las gradas del altar mayor.
El sacristán, atento a cubrir el copón una vez bien frotado, no descubrió a la pareja sino al oír la voz aquella de Estela la niña, tan cerca que lo hizo volverse, primero la cabeza, después el torso y luego su gran panza. Tirso se llamaba el sacristán.
—Es un hombre hecho y derecho el que entró al aposento sin que nadie lo sintiera, porque tiene el chorro fuerte —dijo Filiberto el lechero asintiendo de manera muy grave.
—Tiene que haber sido de madrugada que orinó ese hombre porque todavía hay bastante espuma junto al brocal del bacín —dijo Estela la niña. Y se rio, imitando la risa argentada de la viuda Carlota, con lo que Filiberto el lechero volvió a quedarse como bobo que caza moscas con la boca abierta.
Suerte que era poca la gente en la iglesia en misa tan temprana. Unas cuantas beatas que por sordas no oían nada, la viuda Carlota que tampoco parecía oír nada, de rodillas en su reclinatorio forrado de raso carmesí, la cabeza, cubierta con la chalina, abatida entre las manos; y el doctor Graham apartado en la última fila de bancas, como era su costumbre, que a lo mejor tampoco había oído nada. Asistía a misa antes de empezar sus consultas a domicilio y dejaba su caballo pastando en el baldío al lado de la iglesia.
El padre Cabistán se volvió para despedir a los fieles abriendo los brazos, y ya tuvo de frente a aquellos dos de la bacinilla colmada de orines.
—Cochinada traer un bacín lleno de orines a la iglesia —dijo Tirso el sacristán bajando con paso dificultoso las gradas para encararlos, su gran panza adelante; pero a medio camino mejor prefirió consultar al padre Cabistán con la mirada, en vano porque los ojos del padre Cabistán estaban puestos en la viuda Carlota que, siempre de hinojos, no terminaba de rezar.
—Ya no puede una orinar tranquila sin que salgan a publicarle los orines a la calle —dijo al fin la viuda Carlota alzando la cabeza. Se advertía enojada, pero serena, y Tirso el sacristán la vio en ese momento desnuda en su pensamiento, y él se vio a sí mismo orinando en la quietud de la madrugada en aquel bacín tan hermoso guarnecido de rosas en relieve y pintado con querubines que divagaban entre nubes.
—Dicen estos niños que son orines de hombre —dijo el padre Cabistán, y su voz, que quería alcanzar a la viuda Carlota en su reclinatorio, resonó en tono de reclamo en la iglesia vacía. Ahora sólo quedaba el doctor Graham en la última fila, sentado tranquilo en la banca, los brazos en el espaldar, la pierna cruzada, como si esperara algún tren. Desde la plaza el viento aventaba tolvaneras de polvo revuelto con briznas de zacate que entraban por la puerta mayor encendida de sol.
—Quién va a distinguir unos orines de otros —dijo la viuda Carlota, alzándose de hombros, al tiempo que miraba al padre Cabistán con mirada risueña. El padre Cabistán se sintió transportado a los más altos cielos por aquella mirada, y le dio mucha cólera que en aquel momento de deleite le sonaran tan ruidosamente las tripas; de modo que su sonrisa de gozo fue a terminar en una mueca de disgusto.
—Es por la espuma —dijo Filiberto el lechero—. Apuesto a que usted, padre Cabistán, orina con espuma.
—Yo orino sentado para no remojarme la sotana —dijo el padre Cabistán, y se notaba bastante azorado cuando terminó de decir lo que dijo, pues pareció espantar con un lento manotazo la nube aquella de moscas de las que capaba Armodio el jardinero con su tijera de podar y de las que se le metían en la boca a Filiberto el lechero al embelesarse con la risa cantarina de la viuda Carlota.
—Se supone que el hombre que anoche orinó en ese bacín orinó desnudo y por qué entonces iba a tener reparo de remojarse la sotana —dijo Tirso el sacristán y puso su barriga de cara al padre Cabistán.
—Vos, a tu sacristía —le dijo el padre Cabistán, que no dejaba de espantarse las moscas de la cara.
—Primero tengo que quitarle a usted los ornamentos —dijo entonces Tirso el sacristán, con terquedad en la voz.
—A tu sacristía —le dijo el padre Cabistán, y por pura costumbre pendenciera se palpó el bulto de la pistola debajo del sobrepelliz, lo cual provocó que Tirso el sacristán se apresurara en irse a hacer lo que le mandaban cuando menos hubiera querido, porque la viuda Carlota ya llegaba cerca de las gradas del altar mayor.
—Recuerde que usted va a esa casa de noche a rezar el rosario con la viuda Carlota en su aposento —dijo todavía Tirso el sacristán.
—Sí, eso es cierto —dijo Estela la niña—. El padre Cabistán se encierra con la viuda Carlota todas las noches a rezar el rosario en el aposento.
—Pero están siempre las criadas conmigo —dijo, muy altiva, la viuda Carlota.
—A veces no están —dijo Estela la niña.
—Un balazo te debía pegar por viperino —dijo el padre Cabistán mirando a la puerta de la sacristía por donde había desaparecido navegando con su panza adelante Tirso el sacristán. Pero lo dijo sin mucho énfasis, y sin llevarse ya la mano a la pistola.
—¿A qué horas termina siempre ese rosario? —le preguntó Filiberto el lechero a Estela la niña, acercándosele al oído.
—A las ocho ya terminó —le respondió en voz baja Estela la niña.
—Entonces no pueden ser los orines del padre Cabistán —dijo Filiberto el lechero—. Estos son orines de madrugada. Si no, ya se hubiera deshecho la espuma.
—Sólo que el padre Cabistán vuelva en secreto al aposento más noche —dijo Estela la niña.
—Sólo así —terminaba de decir Filiberto el lechero cuando sintió que lo agarraban de la oreja.
—¡Te estoy oyendo, falsario! —le dijo el padre Cabistán sin soltarlo de la oreja.
—¿Son suyos estos orines, padre Cabistán? —le dijo Estela la niña mostrándole el bacín.
—Bonito está que me vengan a confesar en mi propia iglesia —dijo el padre Cabistán.
—Ya para juego y diversión es mucho —dijo la viuda Carlota—. Vuelvan estos niños a sus oficios, y la bacinilla a mi aposento.
—Si me permiten —se oyó una voz que estremeció a la viuda Carlota, y el padre Cabistán notó, mal de su agrado, aquel estremecimiento; y, otra vez, para su triste desgracia, le volvieron a sonar las tripas.
Era la voz cortés del doctor Graham que estaba ya allí junto a ellos, el sombrero en la mano. El sombrero tenía una cinta azul, muy ancha, y el doctor Graham era muy rubio y muy delgado, de modo que el traje de lino blanco parecía divagarle en el cuerpo, y sus ojos, bajo las cejas rubias, copiaban el color azul de la cinta del sombrero. Olía a jabón de tocador Camay, sobre todo sus manos. Hay que acordarse que la viuda Carlota olía a lavanda Heno de Pravia, y que Filiberto el lechero olía a leche cuajándose, fuera del padre Cabistán, que olía a sudor agrio. De modo que en la iglesia andaban juntándose todos esos olores, más el olor del bacín repleto de orines, ya no se diga.
—¿Qué se le ofrece? —le dijo, colérico, el padre Cabistán al doctor Graham. Y más se encolerizó por aquello de que el doctor Graham olía a jabón de tocador Camay y él olía a sudor agrio, un olor pegado a su sotana sin asolear; además de que le sonaban tanto las tripas. El doctor Graham, tan pulcro, tan aseado y tan rubio, no parecía capaz ni de un eructo.
—¿Puedo asomarme a ese bacín? —dijo el doctor Graham, sin dirigirse a nadie en particular, al tiempo que miraba de manera muy fugaz a la viuda Carlota.
Y sin esperar a que nadie, en particular, diera el permiso, Estela la niña se apresuró en levantar el bacín ante los ojos del doctor Graham, que sacó de un estuche sus anteojos montura de oro y se los colocó sobre la nariz para escrutar, muy atento, los orines.
—Ya lo decía yo —dijo el doctor Graham, y se guardó los anteojos.
—Éstos son los orines de un hombre hecho y derecho que entró al aposento de la viuda Carlota y orinó con chorro fuerte en el bacín de madrugada, porque las mujeres, como orinan sentadas, no dejan espuma —dijo Filiberto el lechero.
—No, mi amigo, ningún hombre hecho y derecho ha orinado aquí y ya voy a explicar por qué —le dijo, condescendiente, el doctor Graham.
—La viuda Carlota dice que son los orines del difunto su marido que anda penando en el otro mundo, y cuando tiene ganas de orinar viene y entra al aposento y orina en el bacín —dijo Estela la niña.
—¿Usted dice eso? —le dijo el padre Cabistán a la viuda Carlota, mostrando extrañeza.
—Si son orines de hombre porque dejaron espuma, el único hombre que puede entrar en mi aposento a orinarse en el bacín es mi difunto marido —dijo la viuda Carlota con sonrisa más que imperceptible de sus ojos.
—No. No se trata de ningún muerto —dijo el doctor Graham arreglándose la corbata verde en la que se repetían figuras de gorriones libando en el cáliz de una flor y otra flor.
—El dicho de la viuda Carlota me da que sospechar —dijo el padre Cabistán, con rencor—. Si ella acepta que son orines de hombre, son de hombre, no de ningún difunto, que ésos ya no tienen por dónde orinar. Alguien, entonces, que es de carne y hueso, entró al aposento, y después de hacer lo que hizo, orinó en el bacín.
—Nadie ha hecho nada conmigo en mi aposento —dijo la viuda Carlota alzando en gesto altivo la barbilla, y debajo de la barbilla, en los pliegues del cuello, se vio que había hilillos de talco; porque la viuda Carlota se entalcaba toda ella después de bañarse.
—Ya ve, por apresurarse ofendió a la viuda Carlota —le dijo el doctor Graham al padre Cabistán, recriminándolo con su mirada apacible.
—Usted se calla porque ese caballo cómplice suyo lo lleva por todo camino entrando su dueño en alcobas de mujeres doncellas, viudas o casadas, y mientras dice curar las sonsaca de amores —le dijo el padre Cabistán, con tanta severidad que la saliva brotaba en lluvia muy fina de su boca.
—Yo no tengo espejo colgado del altar mayor para vigilar que no me maten maridos burlados y galanes maltratados mientras digo la misa —dijo el doctor Graham sin alterar la caballerosidad de su voz.
—Lo cual es bien cierto que para eso es el espejo, y además carga una pistola Colt 45 debajo de la sotana porque no es la primera vez que lo han querido matar por reclamos de celos —se oyó la voz de Tirso el sacristán que se había quedado escuchando todo el coloquio detrás de la puerta de la sacristía.
—Ya nos vamos a entender vos y yo —dijo el padre Cabistán hablándole a la puerta cerrada.
—¿De quién son, entonces, estos orines? —le dijo Estela la niña al doctor Graham.
—Es lo que no me han dejado explicar —dijo el doctor Graham, que se volvió a poner los anteojos montura de oro y se volvió a asomar al bacín.
—¡Se encontró una nueva prueba! —dijo desde lejos la figura oscura de Armodio el jardinero recortada en el deslumbre de la puerta mayor. Llegaba con sus tijeras de podar, y llegaba corriendo porque se le notaba el jadeo en la voz; pero antes que él llegaba otra bocanada de viento caliente trayendo polvo y basuritas que bailaban alegres en el polvo.
—¿Qué prueba? —dijo el padre Cabistán mirando muy maligno a la viuda Carlota, y su voz cruzó la nave de la iglesia desperdigando ecos a su paso. Era claro que la viuda Carlota se había puesto muy nerviosa y se repasaba el corpiño con los dedos de uñas largas pintadas de rojo sangre, sin acertar a dejar quietas las manos.
—Espérenme que me acerque —dijo Armodio el jardinero, y a medida que se acercaba se oía el tris tris de sus tijeras de podar.
—No puede ser el padre Cabistán el que orinó en el bacín —le dijo por lo bajo Filiberto el lechero a Estela la niña.
—¿Por qué no puede ser? —le dijo Estela la niña, también por lo bajo.
—Porque se le nota muy celoso de que alguien que no fue él entró de madrugada al aposento de la viuda Carlota —le dijo Filiberto el lechero.
—¿Y quién será entonces ese alguien? —le dijo Estela la niña.
—Ese alguien no puede ser otro que este doctor Graham tan sabihondo —le dijo Filiberto el lechero.
—A lo mejor, porque el doctor Graham sube al aposento del piso alto, le toma el pulso a la viuda Carlota, le mete la mano en el seno para sentirle palpitar el corazón, y después le dice que se desnude para examinarla; y ya por último toman cafecito juntos —le dijo Estela la niña.
—¿Vos los has visto? —le dijo Filiberto el lechero frunciendo el ceño.
—Porciones de veces los he visto —dijo Estela la niña.
—Se encontró que está desclavada una tabla de la cerca del fondo del jardín, suficiente para que pase un hombre por ese portillo —dijo Armodio el jardinero acercándose sofocado, tan sofocado que casi no le quedaba voz. La viuda Carlota, mientras tanto, se había arrimado al doctor Graham, muy desvalida, en busca de protección.
—¿Se encontró? ¿Qué es eso de “se encontró”? —dijo el padre Cabistán.
—Bueno, fui yo —dijo Armodio el jardinero—; la tabla arrancada la encontré yo porque cuando bajé del piso alto con mis tijeras de podar, ya para salir a mi jardín, dije, sin que hubiera ya nadie para oírme: “quién va a creer ese cuento de un muerto que orina en bacinilla, si los muertos no beben agua”; y cuando ya estaba en mi afán de podar las limonarias, dije: “por algún lugar entró a la propiedad quien orinó muy de madrugada en el bacín de la viuda Carlota, ese que no es ningún muerto”. Y fui, y busqué, y hallé la tabla desclavada y arrimada en su propio lugar, y dije: “quiere decir que quien por aquí entró anoche ya tiene la costumbre, y no es de este proceder la primera vez”.
—¡Me andan investigando en mi propia casa! —dijo la viuda Carlota a punto de llorar, arrimada al hombro del doctor Graham.
—Y todavía falta más —dijo Armodio el jardinero, y miró a la viuda Carlota, apesarado.
—Veamos qué más —dijo el padre Cabistán frotándose de puro contento las manos sudorosas impregnadas del polvo que seguía entrando desde la puerta mayor, y le volvieron a sonar las tripas, pero ya no le importó.
—Del otro lado de la cerca hay bastante zacate recién triscado, lo cual quiere decir que allí comió un caballo en la oscurana mientras aguardaba a su jinete —dijo Armodio el jardinero, y ya no quiso dar la cara a la viuda Carlota.
—¿Viste? Salió lo que yo te dije —le dijo en un susurro Filiberto el lechero a Estela la niña.
—Muy bien —dijo, muy socarrón, el padre Cabistán mirando al doctor Graham y cruzando los brazos sobre el abdomen—. Estamos esperando su dictamen.
—Usted también tiene caballo y anda a caballo —dijo desde su escondite Tirso el sacristán—. Y ya me acuerdo que anoche a medianoche me dijo que tenía que salir a santolear a un agonizante, y yo me levanté de mi cama y le ensillé la bestia.
El padre Cabistán, encolerizado, buscó la voz detrás de la puerta, con tanto talante de pendencia que aquello desdecía de su investidura.
—Los orines de este bacín no son de ningún muerto —dijo el doctor Graham.
—Eso ya se sabe —dijo el padre Cabistán.
—Sí, son —dijo la viuda Carlota muy suplicante.
—Tampoco son de ningún hombre hecho y derecho —dijo el doctor Graham.
—No se esconda detrás de ardides como un cobarde —le dijo el padre Cabistán.
—Sí son de hombre hecho y derecho porque el chorro dejó espuma —dijo Estela la niña y se asomó al bacín muy de cerca, como al brocal de un pozo.
—Los curas no son hombres hechos y derechos porque usan naguas —dijo desde su escondite Tirso el sacristán—. ¿Serán orines de este cura?
—Seguí, que te estás cavando tu propia sepultura —dijo el padre Cabistán, buscando otra vez la voz, en un tono que ahora era y no era de amenaza.
—No. Tampoco son orines de este ni de ningún cura —dijo el doctor Graham, con calculado desdén, alzando un tanto su voz pacífica para que alcanzara a escucharlo Tirso el sacristán.
—Ya me cansé de estar oyendo hablar de orines toda la mañana como si fuera yo mujer vulgar, vaga y desocupada —dijo la viuda Carlota queriendo irse; pero el doctor Graham la retuvo con gesto amable tomándola apenas por el codo.
—¿Quién es ése, por fin, que orinó allí en este bacín y no es hombre hecho y derecho? —le dijo el padre Cabistán al doctor Graham con galas de fingida suspicacia. Estaba ya todo tan claro que daba risa. Sobraban las suspicacias, y quería rematar al otro de una vez.
—Éste —dijo el doctor Graham señalando a Filiberto el lechero con el dedo, pero sin aspavientos, como si apenas lo estuviera acusando de echar agua a las pichingas en un arroyo del camino para reponer la leche que se bebía en secreto.
—¿Ahora me van a calumniar con el lecherito? —dijo la viuda Carlota. Pero la indignación de su voz, en la que quería poner un tanto de ironía, se le quedó en una protesta muy cobarde.
—Filiberto el lechero no necesita arrancar ninguna tabla de la cerca porque entra en su caballo cargado con las pichingas hasta el traspatio de la casa —dijo Armodio el jardinero.
—¿Usted lo vio entrar esta madrugada? —le dijo el doctor Graham a Armodio el jardinero, mirándolo con cordialidad.
—Yo no, yo llego a mi trabajo después que él —dijo Armodio el jardinero.
—Entonces, no opine —le dijo el doctor Graham, con igual cordialidad—. Sepan, pues, que este muchacho lépero, por si alguna vez era descubierto, aflojó la tabla de la cerca para dar la apariencia de que por allí entra un hombre hecho y derecho.
—¿Y el zacate mordido por el caballo? —dijo Armodio el jardinero.
—Cuando descarga las pichingas en el traspatio, desensilla el caballo y lo echa a pastar detrás de la cerca, como parte de su ardid —dijo el doctor Graham—. Entonces, se mete a la casa y sube las escaleras limpiándose antes los zapatones para no dejar huella de suciedad; cuando llega al tope de las escaleras se ha quitado ya por lo menos la camisa, y es ya desnudo que entra al aposento de la viuda Carlota, que en el ínterin ha dejado la puerta sin el pasador. Y tan silencioso como ha subido, baja, antes de que alumbre el sol.
—Todas esas son mentiras —dijo la viuda Carlota, como en un rezo de súplica, buscando mientras tanto con la mirada a los santos que se le ocultaban de la vista, pues todos estaban tapados de los pies a la cabeza con lienzos morados por ser la Cuaresma. Y, muy febril y sin concierto, ya temblaba toda.
—Sí, son mentiras —dijo a punto de llorar Estela la niña.
—¿Y cómo sabe usted todo eso? —le dijo el padre Cabistán al doctor Graham.
—Al asomarme al bacín de orines lo vi todo como en un espejo mágico —dijo en afán de burla el doctor Graham.
—Es porque este viejo pasmado anda rondando de madrugada la casa de la viuda Carlota a ver si se mete en ella —dijo Filiberto el lechero.
—Si fuera cierto me hubiera metido por el portillo que usted fabricó —le dijo el doctor Graham, sin perder nada de su ya proverbial cortesía.
—Y al apenas asomar la cabeza por ese portillo yo te la partía de un solo leñazo —le dijo muy furioso y descompuesto Filiberto el lechero.
—Ya ven —dijo muy sonriente el doctor Graham—. Así confiesa su delito.
Estela la niña se echó en eso a llorar con llanto de despreciada, muy alto y recurrente; miró a Filiberto el lechero, miró a la viuda Carlota, y fue a la viuda Carlota a la que bañó de orines vaciándole encima el bacín.
—¡No quiero escándalos en esta iglesia! —dijo el padre Cabistán al ver los orines que se derramaban por el piso desde la cabeza de la viuda Carlota cubierta con su chalina de encaje.
—¡Qué hora de decirlo! —dijo desde detrás de la puerta de la sacristía Tirso el sacristán—. Si nunca debió haber entrado ese bacín al templo.
La viuda Carlota huía hacia la puerta mayor bañada en orines y Estela la niña bañada en lágrimas dejaba caer el bacín ya vacío que rodaba con ruido de campana rota por las baldosas, para irse también gritando reclamos dolidos contra Filiberto el lechero que quiso alcanzarla pero luego aflojó el paso. Armodio el jardinero lo siguió.
—Ve quién fue a quitarle la viuda Carlota a usted, que tanto penaba por ella —le dijo con triste socarronería el padre Cabistán al doctor Graham, mientras los dos, llenos de gruesa envidia, miraban a Filiberto el lechero desaparecer en la resolana de la puerta mayor.
—Se la quitó a usted también —le dijo el doctor Graham dándose aire con el sombrero de cinta azul, porque allí dentro de la iglesia hacía ya un calor de fragua; y sus ojos azules, del mismo color de la cinta del sombrero, parecieron aguarse.
—Los dos son unos galanes de pantomima que no sirven ni para arrear vacas paridas —dijo Tirso el sacristán asomando primero su panza por la puerta de la sacristía.
—Ya callate y vení quitame todos estos ornamentos que me estoy ahogando de calor —le dijo el padre Cabistán. Desde la puerta mayor, la figura a contraluz del doctor Graham se volvía para despedirse con el sombrero de la cinta azul en alto.
—Caparte debía con estas tijeras por abusivo y atolondrado —le dijo Armodio el jardinero a Filiberto el lechero cuando ya iban de camino por la media calle bajo el solazo. Pero el otro no le contestó media palabra.
—¿Y está bella que valga la pena la viuda Carlota sin nada encima? —le dijo Armodio el jardinero al mismo tiempo que hacía tris tris con las tijeras de podar.
—¿Para qué querés saber? —le dijo Filiberto el lechero, y se detuvo.
—Sólo para saber —le dijo Armodio el jardinero, y su voz ya suplicaba—. Quiero saber cómo es ella desnuda.
—Siempre está oscuro ese aposento —le dijo Filiberto el lechero, y siguió andando.
—Pero antes de tocar, algo debés de ver —le dijo Armodio el jardinero.
—Claro que sí —le dijo Filiberto el lechero, inflado de vanidad.
—¿En qué momento? —le dijo Armodio el jardinero.
—Cuando enciende ella el quinqué eléctrico de la mesa de noche que tapa después poniéndole encima su blúmer de seda —dijo Filiberto el lechero.
—¿Y entonces? —dijo Armodio el jardinero.
—Entonces unas partes del cuerpo desnudo se le ven, y otras siempre quedan oscuras —dijo Filiberto el lechero.
—Dichosos tus ojos —le dijo entonces Armodio el jardinero. Y suspiró.