Vallejo

A Sergio, María, Dorel,
por aquellos años juntos.

Las locas ilusiones me sacaron de mi tierra…
Vals criollo peruano

PARA aquellos días de mediados de la primavera de 1974 en que apareció Vallejo, el Tagesspiegel trajo, otra vez, una de esas breves notas de páginas interiores en que se hablaba de las ventanas iluminadas. Un nuevo caso había ocurrido, ahora en Wilmersdorf, mi barrio, en la Prinzregenstrasse, muy cerca de la Helmstedterstrasse, mi calle: ambas tenían por frontera, de un lado, la Prager Platz, doméstica y discreta —expendios de butifarras, carnicerías, panaderías, el consultorio de un dentista, un taller automotriz y la pizzería Taormina—, y del otro, la Berlinerstrasse, de elegancias ya perdidas —ópticas, boutiques, perfumerías, una tienda de música poco frecuentada que exhibía partituras en sus vitrinas—, pero que aún podía disfrutar de la vecindad del remanso arbolado del Volkspark hasta donde, al comienzo de mi estadía en Berlín, yo solía llegar algunas tardes para descifrar a Kafka, en el penoso ejercicio de lectura en alemán que me había impuesto.

No es que el Tagesspiegel le diera a las ventanas iluminadas categoría de casos, ni mucho menos. Era yo quien mentalmente iba construyendo aquella cauda de ventanas encendidas en la noche, marcándolas sobre los meandros del plano de Berlín: fuegos fatuos que se prendían entre los infinitos vericuetos, canales, avenidas, bulevares, ramales ferroviarios, anillos de circulación, y antes de perderse para siempre, retornando a la oscuridad, brillaban en callecitas como la mía, de nombres poco recordados. Hasta que, otra vez, el plano de tonos rosa, malva, magenta, amarillo, azul cian, entreverado de infinidad de nombres y señales, volvía a arder en algún punto, al aparecer la noticia, como al contacto de un cerillo.

De una manera para mí misteriosa, aquellos fogonazos brillaban en el plano —si quería encenderlos a la vez, para verlos arder todos juntos— como una constelación armónica de estrellas equidistantes, formando una especie de círculo de hogueras que se llamaban unas a otras con sus resplandores fúnebres: una en Spandau, otra en Charlottenburg, ahora se encendía la que faltaba en este punto del círculo, en Wilmersdorf; otra en Schöneberg, otra en Neukölln, otra subiendo a Kreuzberg: faltaba aún una hoguera, una señal, una ventana iluminada brillando en la noche, palideciendo al llegar la madrugada, en Wedding, el distrito que se extendía, detrás del Tiergarten, entre Moabit y el lago de Tegel.

Guardaba en mi mente una visión del plano de Berlín y además, tarea de experto, podía desplegarlo sin tropiezos y leerlo de arriba abajo, única forma que tenía de sobrevivir en aquella selva (ninguna novedad es llamar selva a una urbe, pero es lo más cierto como metáfora) un animal doméstico como yo cuya única experiencia extranjera había sido hasta entonces San José, una capital donde todavía era posible que al presidente de la república lo atropellara una bicicleta por no saber atender a tiempo el timbrazo del conductor, tal como le había ocurrido a don Otilio Ulate al atravesar la Avenida Central, en la esquina del Banco de Costa Rica, frente a la Plaza de Artillería.

Wilmersdorf había sido uno de los antiguos barrios de la burguesía judía hasta la segunda Guerra Mundial, y mi calle, la Helmstedterstrasse, una de esas calles berlinesas tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que ahora reverdecían relucientes de sol, un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento sin gracia, desnudos, adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el costado de unos de esos edificios podía verse todavía, desleído por soles, nieves y lluvias, un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel, no lo recuerdo; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

No lejos de mi calle pasaba la Bundesallee, un río turbulento de automóviles, autobuses y trenes subterráneos, afluente que iba a desembocar, más lejos, a otro río aún más bravo y caudaloso, la Kurfüsterdamm; mi calle cerca del caudal pero un arroyo calmo, seguro, tranquilo, gracias a esa magia urbana del Berlín bombardeado de los káiseres que, pese a la irrupción de las improvisaciones de la modernidad, aún era capaz de preservar el sentido provinciano de los barrios, islas protegidas del revuelto turbión de las avenidas y bulevares maestros que se oían hervir, desbocados, en la distancia: en aquel barrio (ya hablé de la Prager Platz y de la Berlinerstrasse) se tenía a mano la carnicería, la farmacia, la frutería (el frutero teutón, calvo y alegre que salía a la puerta de su tienda para saludarme a gritos como un napolitano cualquiera y decirme, alguna vez que yo regresaba de la ferretería llevando en la mano un martillo recién comprado, no sé para qué menester: ¡eso es; clave bien su puerta, enciérrese bien!), la papelería a la vuelta de la esquina (una de esas papelerías alemanas bien surtidas —Staedler, Pelikan, Adler— que se volvían para mí, entregado al oficio de escritor, lo que las jugueterías o las confiterías para los niños: mazos de papel de cualquier peso, textura y grosor, carpetas en tonos pastel, marcadores de trazo sutil en toda su gama de colores deseables, gomas para borrar sin huella, pegamentos que no embadurnan, plumas fuentes que no manchan y papel carbón como la seda, que aún se usaba entonces para sacar copias a máquina. El contacto con los objetos del oficio, la nemotecnia como sensualidad, ¿no lo decía ya Walter Benjamin?).

Un oficio que yo practicaba con la constancia de un mecanógrafo, en horarios estrictos que empezaban a las ocho de la mañana y se prolongaban invariablemente hasta el mediodía. A la misma hora que yo, al otro lado de la calle iniciaban también su labor, con igual disciplina, las costureras de un taller de modas. En las nocturnas mañanas de invierno, ellas encendían las luces de su taller y yo las de mi estudio, ambos a la altura del segundo piso, y en breves descansos de nuestras tareas nos asomábamos, ellas por turnos a su ventana iluminada, yo a la mía, para divisarnos de lejos como pasajeros de dos trenes con rumbos distintos que se cruzan en la noche.

Aquellos edificios grises de la judería berlinesa parecían haber sobrevivido, incólumes, a los bombardeos y a los incendios, ¿o es que las bombas habían llovido lejos de la isla que seguía siendo Wilmersdorf, los incendios se habían desatado, voraces, en otras partes, nunca calcinaron esos arroyos, sino los ríos, más distantes? O los lagos, si así queremos llamar a las plazas: arrasada la Postdamerplatz, tal como fue y aún podía vérsela en las fotografías expuestas en el inmenso baldío que antes ocupó al lado del muro, peleterías, cafés, bancos, joyerías, restaurantes, hoteles suntuosos, tráfago de tranvías, legiones de peatones; y la Alexanderplatz, la otra colmena bulliciosa, teatros, cines, cabarets, redacciones de revistas y periódicos, cervecerías, de la que tampoco quedó nada, salvo, claro está, la novela magistral escrita por Alfred Doblin en 1929, que se llama, precisamente, Berlin-Alexanderplatz. Allí se alzaba ahora la torre de televisión de “el otro Berlín”, como llamaba Vallejo al sector oriental de la ciudad.

Al pie de la alta puerta de cristales emplomados del número 27, el edificio donde yo vivía en la Helmstedterstrasse, podía verse aún en el umbral, incrustada en mosaicos, una estrella de David desgastada por la huella repetida de los pasos, una estrella ya apagándose, fría, negándose a sí misma, entrando en sí misma, en su propio olvido, como el rostro de la muchacha de cabello corto ya desteñido, cejas borrándose que fueron de trazo negro firme, su última mirada por encima del hombro desnudo ligeramente alzado, despidiéndose sonriente del mundo mientras desaparecía en la pared.

La familia judía que vivió en mi apartamento del segundo piso ¿habrá atravesado ese umbral, hollado esa misma estrella que entonces brillaba con resplandores de holocausto, pisadas temerosas de adultos, pisadas tímidas de niños, para ser llevados, al frescor de la medianoche, en otra primavera como ésta de 1974, custodiados por los agentes de la SS enfundados en gabanes negros de cuero, iguales a esos de las películas de nazis, hacia la terminal de carga de la estación ferroviaria del Zoologischer Garten, o la de Friedrichstrasse, hacia algún campo de concentración, Birkenau, Treblinka, Buchenwald, hacia la muerte, hacia el exterminio? (Tulita: en una de las calles vecinas, en uno de esos edificios iguales de grises a los de la Helmstedterstrasse, ¿había una placa que recordaba que allí había vivido Albert Einstein? Sí, en la Jenerstrasse.)

La primavera de ventanas encendidas. El caso es que a partir de abril, en un barrio, en otro, una ventana quedaba iluminada porque ya no había quien apagara la luz; tras varias noches, alguien hacía notar a la policía que esa luz en esa ventana seguía encendida y entonces encontraban el cadáver; otras veces era por el olor a carroña que empezaba a llenar escaleras y pasillos; pero generalmente era la luz en la ventana, la ventana ardiendo como un lejano fanal en la oscuridad, lo que terminaba por denunciar que alguien había muerto solo, olvidado, abandonado.

—Y no hay escándalo —le comenté a Vallejo (¿o me comentó él?) mientras esperábamos en el paso de Checkpoint Charlie, un domingo por la tarde, a que los policías de migración de “el otro Berlín”, separados tras el grueso vidrio con bocina de la ventanilla velada por una cortina, terminaran de revisar nuestros pasaportes: los cadáveres de los solitarios son bajados sin ruido, por las escaleras, hasta el sótano donde espera la ambulancia discretamente estacionada en la rampa; esos sótanos gélidos y oscuros donde se almacena la hulla que alimenta las calderas de la calefacción en el invierno, y cada vecino tiene su medidor de electricidad y su propio tacho de basura, marcado con su nombre.

Una de las cosas que como provinciano del trópico había descubierto en Berlín, le iba diciendo a Vallejo, le dije llegando ya a la Unter den Linden (esta vez estoy seguro que fui yo), es que en aquella selva se podía vivir, y había viejos, sobre todo viejos, que vivían así, en la soledad más perfecta, sin familiares (los hijos terminan por abandonar, por olvidar a los padres que se van a morir lejos de nietos y calor de hogar, solos), ni amigos (los viejos dejan de tener amigos ¿en qué momento de sus vidas?), ni vecinos (porque ese concepto bullanguero, confianzudo, abusivo, nuestro, de vecino, el que está al lado, no existe); que las puertas barnizadas, en la penumbra de los pasillos de los pisos, podían ser como tapas de ataúd, que cada vez que una de esas puertas se cerraba era como un golpe de martillo remachando otro clavo de ese ataúd (el anciano, la anciana, regresa con sus compras magras, poca comida para él/ella, comida para el gato, un portazo, tres vueltas a la cerradura; la soledad, único familiar cercano, madrastra de pechos secos y tristes, los ha vuelto rencorosos, hoscos, hostiles).

—¡Cuándo en el Perú, mi hermano! Uno no puede dar el alma si no está la recámara llena de gente, y viene gente que uno ni conoce, y lo llora sinceramente a uno —se condolía, se condolió, indignado, Vallejo.

Creo que mejor vamos a quedarlo llamando Vallejo porque es el nombre que le dimos desde su aparición. Era peruano del Cuzco y eso es todo lo que sé. Fue una mañana de mayo de 1974 cuando sus pasos resonaron por primera vez, huecos y enérgicos, en el cubo de la escalera que siempre permanecía en penumbra cualquiera que fuera la estación, y se detuvieron frente a mi puerta. Yo volví la cabeza, con la esperanza de que a través de la ranura que hacía las veces de buzón deslizaran algún panfleto de propaganda y que el panfleto cayera con golpe inofensivo en el piso de parquet, pero no; el timbrazo violento, aquel timbrazo de fin de recreo o intermedio teatral, reverberó en las estancias asoleadas, de ventanas abiertas por primera vez en muchos meses; las gasas de las cortinas aventaban, alocadas, hacia adentro.

Desconsolado, dejé mi asiento frente a la máquina de escribir y fui a ver quién era; desconsolado y ya con indicios de frustración y cólera, pues no pocas veces alguno de los estudiantes nicaragüenses en Berlín, porque desdeñaba las clases o ya había perdido el curso, no encontraba nada mejor que hacer que venirse a buscar plática conmigo. Precisamente en las mañanas, que era cuando yo escribía.

Era Vallejo, el cholo, quien me extendía la mano, sonriente. Lo recuerdo así: complexión de campeón de lucha libre retirado, cabello lacio, uno de esos cabellos de cerdas rebeldes sólo domeñadas ya en la edad adulta con libras de brillantina, o gorritas de media nylon talladas sobre la sorolpa durante la niñez, pero que de todas maneras siempre tienden a rebelarse con la fuerza de los rayos metálicos de un resplandor de santo cuzqueño. La piel del rostro cobriza, cetrina, restirada sobre las facciones incarcaicas (ojos achinados, nariz de gancho romo, boca abultada y grasosa) como el parche de un tambor de cuero crudo que conserva manchas y sombras indefinibles en su superficie. (¿Habrá tenido cincuenta años, Tulita? Poco más o menos.)

¿Qué se le ofrecía? Se le ofrecía que lo mandaban del DAAD (Deutscher Akademischer Austauschdienst, si alguien quiere el nombre completo), la institución que me pagaba el estipendio de escritor en Berlín. Había llegado a las oficinas del DAAD en la Steinplatz preguntando por algún escritor latino que quisiera escribir para él (que era maestro compositor, salido de la Accademia di Santa Cecilia, de Roma) un libreto para ballet sobre un tema indígena, y como yo era el único escritor latino becado ese año (los otros eran lituanos, noruegos, ucranianos, había un rumano: mi amigo el poeta Roman Sorescu), Bárbara, quien se ocupaba de nosotros los escritores, le había dado mi dirección.

Y mientras penetraba hasta la sala de alto techo color marfil guarnecido en las esquinas de racimos de uvas insinuadas en yeso (la sala donde el adorno más notable era una vieja caja de caudales, por supuesto vacía, que la dueña del inmueble, una ginecóloga de Schöneberg, se negaba a sacar porque la operación de bajarla por la ventana con una grúa era demasiado costosa), con un ademán de sus labios grasosos me hacía notar la falta de cortesía al no invitarlo a pasar que él, de todos modos, remediaba ahora arrellenándose a su gusto en uno de los sillones, tres o cuatro sillones forrados en tela marrón en la sala despoblada y luminosa de cortinas de gasa aventadas y que ahora lamían, indolentes, el techo.

Al tiempo que se frotaba con fruición las manos, me preguntó si no tenía un cafecito; y al volver de mala gana trayéndole el cafecito sin haberme preparado uno para mí como la mejor señal de que aquella entrevista, él sentado y yo de pie, no tenía porqué demorarse, con toda la suavidad y la cortesía del mundo le fui diciendo que de ballet yo no sabía nada, nunca en mi vida había presenciado una función de ballet y mi cultura en ese aspecto no pasaba de haber escuchado, una que otra vez, algunas suites de El cascanueces y el pas de troix de El lago de los cisnes.

Era cierto. Muchos años atrás, jugando con el dial en las tardes muertas de los sábados en mi pieza de estudiante en León, me detenía a veces en la Radio Centauro, una emisora de Managua dedicada nada más a transmitir música clásica, una rareza en un país de radios cumbancheras. Su propietario, don Salvador Cardenal, quien manejaba la tornamesa mientras acercaba la boca al micrófono porque se trataba de un radio muy pobre y casi doméstica, con los estudios instalados en un bajareque de su propia casa, daba a lo largo del día sus Pequeñas lecciones de música de un aficionado para aficionados. Tchaikovsky era frecuente en esas lecciones.

—Además, me repugna Tchaikovsky. Lo encuentro muy empalagoso —le advertí.

—Yo también —me respondió—. Tan empalagoso como las películas de Kent Russell que es el Dalí del cine. Lástima, cómo se desperdicia con él esa genial actriz que es Glenda Jackson. Y Dalí, ¡semejante franquista, semejante farsante! ¿Cómo puede llamarse arte a esos relojes desinflados que parecen pancakes de Aunt Gemima?

Pese a que aquella respuesta no variaba mi ánimo de salir lo más pronto posible de él, no dejó de seducirme; fue como una punzada de seducción. Vallejo no era ningún pendejo. Además, por lo que oía, Vallejo era de izquierda.

¿Y qué importaba mi ignorancia sobre el ballet dulcete y romanticón?, iba ahora de su sillón a la ventana, en derroche de entusiasmo: Stravinsky, El pájaro de fuego, de eso sí podíamos decir que me había privado, algo así debíamos lograr nosotros con el ballet indígena (el nosotros lo usaba ya con una seguridad tan confianzuda que podía llamar, por igual, a la ofensa, o a la risa); además, de todos modos, la parte musical iba a ser responsabilidad suya, él era el compositor, lo que necesitaba era que yo le escribiera el argumento, que nos pusiéramos de acuerdo en un tema que tuviera fuerza dramática, sacado de alguno de los mitos fundamentales de la cultura inca, chibcha, quechua (maya-quiché, azteca, agregué yo mentalmente, no te olvidés de nosotros: náhuatl, chorotega, de allí vengo yo); extraer de esa cosmogonía ritual los elementos de belleza plástica que pudieran plasmarse en la danza, siempre había un padre y una madre nutricios en el principio del mundo, desconcertados ante el poder de su propia obra, que era el caos, e incapaces, pese a su calidad divina, de elegir entre bien y mal; allí estaba el desafío humano: la lucha por el bien en contra de los dioses, o pese a los dioses, la lucha entre la tiranía, representada por los dioses padres, y la libertad, representada por los hombres hijos, que era, a la vez, la lucha entre la oscuridad y la luz: los dioses, arrepentidos de haber creado al hombre, queriendo volver el mundo a las tinieblas; y el hombre pugnando por hacer sobrevivir la luz. El triunfo de la luz era la liberación. ¿O tenía ya pensado yo algo mejor?

Lo que yo pensaba, impaciente, porque la mañana se me iba, era que nada nuevo ni original me estaba proponiendo Vallejo en aquella perorata indigenista y, además, que esa filosofía vernácula no me interesaba, yo estaba en otra cosa, la novela que estaba escribiendo, ¿Te dio miedo la sangre?, trataba sobre los años cincuenta, Nicaragua bajo los Somoza; nunca había leído ni siquiera el Popol-Vuh, para que él lo supiera de una vez, mentí.

¿Filosofía indigenista?, se asombró Vallejo. ¿Cómo podía expresarme así? Él tampoco había leído el Popol-Vuh, ¿de qué libro sagrado le estaba hablando?. Pero si yo quería, que usara también el Popol-Vuh, tenía tiempo de documentarme bien, nada de improvisaciones: él ya había estado en la biblioteca del Iberoamerikanisches-Institut, allí tenían montones de materiales indígenas clasificados en los ficheros, sólo era cosa de que yo fuera a darme una asomadita hoy mismo en la tarde; dejando en prenda el pasaporte, a uno le prestaban los libros y folletos para llevárselos a su casa. Vallejo se demoraba en soplar el café esponjando los carrillos y no se lo bebía; soplaba inútilmente, porque el café hace ratos debía estar ya frío.

Iban a ser las doce del día. Me había solicitado papel para pergeñar unos apuntes y esbozar unos dibujos (pergeñar, esbozar, eran términos muy suyos) y exponerme así su esquema escénico; y como yo me hice el desentendido fue él mismo a mi mesa de trabajo en la habitación contigua y trajo el papel.

Algunas veces sucede que uno se queda como entumido, ¿el piquete adormecedor de una tarántula, la embriaguez de modorra de un gas venenoso de efectos paralizantes, como esas nubes de color mostaza (¿gas de mostaza, se llama?) que avanzaban con lentitud mortal sobre las bocas de las trincheras sollamadas por el fuego durante la primera Guerra Mundial? Las hojas que Vallejo había tomado de mi mesa eran las tres que yo había alcanzado, nada más, a escribir esa mañana; pero él, no importa, les dio vuelta para usarlas de reverso.

Tulita reconoce de manera muy generosa que soy una persona calmada, pero también suele decir que hay ocasiones en que se me sale el Mercado, mi rama familiar de donde ella dice que heredé la parte agresiva de mi carácter, pero que yo llamaría, con más justicia, la parte defensiva: mis pobres mecanismos de respuesta cuando se agotan las posibilidades de la serenidad y la cordura, porque las circunstancias vuelven imposibles serenidad y cordura; en este sentido, la agresividad no es sino el instrumento último de la razón, su escudo y coraza final, me decía sentado allí frente al despreocupado Vallejo que ahora, queriendo manipular todo al mismo tiempo, con torpe movimiento había derramado el café sobre las hojas.

No importa. Y “salírseme el Mercado”, Mercado mi apellido por la rama materna, era lo mismo que salírseme el indio: de niño, mi pelo, indómito al peine, fue domado con una gorrita de nylon, hecha con una media ya descorrida de mi madre, en los años posteriores a la segunda Guerra Mundial en que aún escaseaban las medias de nylon en Nicaragua; y gorra de media en la cabeza, yo salía valientemente a la calle a enfrentarme al cardumen burlesco de pilletes puñeteros que querían arrebatármela mientras mi abuela Petrona corría a defenderme (pillete era una palabra muy de mi abuela Petrona, puñetero era otra, y esta última se la oí utilizar más tarde, y más de una vez, a Vallejo para referirse a la suerte: suerte puñetera, solía quejarse, moviendo doliente la cabeza).

Ya iba, pues, a estallar (estallar, lugar común del lenguaje cuando se refiere a un estado anímico; pero, ¿qué otra cosa poner si es ésa la verdad?), cuando en eso sonó otra vez el timbre, ruidosa encarnación del relámpago que se negaba a caer de los cielos para fulminar a Vallejo, y era Tulita que regresaba de sus clases de alemán en la Nollendorfplatz, poco después deberían regresar los niños de la escuela, el eco apresurado de su carrera de subida por la escalera primero, la urgencia infantil después haría sonar de nuevo el timbre de juicio final con clamores repetidos y los bultos escolares caerían como pesados fardos contra el parquet; hora entonces de colocar la funda sobre la máquina, hora de almorzar (las manos mágicas de Tulita preparando el almuerzo en cinco minutos contados reloj en mano), hora, pues, de sentarse a la mesa del comedor en la cocina frente a la ventana abierta por la que entraba el sol y se oía trinar, alegre y despierta, a la primavera, el sol tibio y radiante que empezaba a calentar las cacas de perro en la acera del supermercado Albrecht, sus vidrieras recubiertas con carteles de ofertas, visibles desde nuestra ventana, copiando en reflejos oscuros el verdor del follaje de los tilos de la vereda que volvían, otra vez, a la vida.

Si hubiera sido un día normal, pero no lo fue. Nada era normal en esos días. La aparición de Vallejo no confirmaba sino el viejo adagio de que los infortunios no se presentan solos, sino en pandilla. La beca de escritor, bajo las estrictas reglas prusianas, duraba un año, ni un día más, así mi novela se quedara a medio palo; y mi intención era permanecer otro año en Berlín. Peter Schutze-Kraft, mi ángel custodio, quien me había conseguido la beca del DAAD, siempre seguro de sí mismo, llamaba todas las noches desde Viena, donde trabajaba y sigue trabajando como funcionario de la Comisión Internacional de Energía Atómica de la ONU, para decirme que no había razón de preocuparse; Johannes Rau, ministro-presidente de Nordrhein-Westfalen, que a su vez era presidente de la Fundación Heinrich-Hertz, se estaba ocupando de que se me concediera otra beca.

Mi desconfianza crecía, porque aquella era una fundación científica —no en balde Hertz era el padre de las ondas hertzianas— para becar investigadores sobre cuestiones relacionadas con las frecuencias radioeléctricas, la longitud de ondas, el espectro electromagnético, etc. No importa, repetía Peter con su habitual terquedad, en Alemania la literatura es una ciencia, Literaturwissenschaft.

Pero importaba. En mi cuenta bancaria el DAAD ya no depositaría sino una mensualidad más y habíamos empezado a aplicar un plan de emergencia doméstica: comprar en bodegas productos sin etiqueta, suprimir las excursiones al Cine Arsenal, dejar embancado el Renault condal que habíamos comprado de medio uso (recién llegados a Berlín, sin saber una palabra de alemán, al revisar los papeles del Renault nos enteramos que su anterior propietario había sido un Konditor; un noble, pensamos, aunque resultó siendo un repostero; pero Konditor sonaba a título nobiliario). Y ahora para colmo, Vallejo.

Y para colmo, Tulita. Apenas entró y descubrió a Vallejo, recostado ahora a la caja de caudales mientras leía con aire reflexivo y preocupado lo escrito y dibujado en el reverso de las páginas de mi novela, el bolígrafo en los labios grasosos manchados de azul, corrió a saludarlo con la falta de premeditación que saluda, llena de alegría, a cualquier desconocido al que ve conmigo, asumiendo, sin detenerse a averiguarlo, que se trata de un íntimo amigo mío. Pero además, tras una sola mirada, lo adoptó.

—¿Se va a quedar a almorzar con nosotros, verdad?

—Claro que sí, encantado —dijo Vallejo, y fue por más papel al estudio.

Entre saludo entusiasta y adopción hay una diferencia que ella misma establece. No le cuesta comprobar, tras un breve juicio sumario, quizás pidiendo mi testimonio con una rápida mirada, que yo le doy con otra igual, que ese alguien al que ha mimado en un in promptu de euforia cordial no es un amigo íntimo mío, se ha equivocado, y punto. Pero amistad íntima confirmada no es prerrequisito para la adopción. La adopción goza en ella de su propio ámbito, tiene sus propias leyes y las defiende con encono: ¿qué no había visto bien a Vallejo, qué no me había fijado? Los zapatos raspados, un calcetín de un color, el otro de otro, la camisa descosida debajo de la axila, una de las mangas no tiene el botón del puño. Un examen minucioso, como todos los suyos, practicado en segundos.

Vallejo pergeñó otros cuadros sinópticos, dibujó más garabatos, entre ellos un proscenio con plataformas a dos niveles: abajo sería el infierno, el reino de la oscuridad; arriba, estarían los héroes terrenales, dispuestos a bajar al infierno para derrotar a los dioses de las tinieblas. Las luces, en haces, deberían ser rojas para alumbrar las simas (plataforma A = infierno); y blanco opalescente para alumbrar la tierra encima del infierno (plataforma B = mundo de los mortales), muy arriba de la plataforma A; las dos plataformas, conectadas por cuatro escaleras, muy empinadas, para dar la sensación de descenso tierra/averno, dos en c/u de los laterales izq./ y der./, cada escalera de un color diferente, siendo, así, cuatro los caminos/escaleras: rojo, el de la vida, a la izq. y negro el de la muerte a la der…y otros dos colores que ya veríamos; decorados, simples: telones de seda negro, rojo, blanco, amarillo (vea, pues: estos dos últimos serán también los colores que nos faltaban para terminar con las escaleras, blanco a la izq., amarillo a la der. y así ya salimos de ellas); y debe haber un árbol en el centro, abajo, en el infierno; algo así como el árbol del bien y el mal, el árbol de la muerte y de la vida…

Y cuando Tulita llamó al almuerzo, yo tenía ya ganas de preguntarle de dónde había sacado un escenario completo para una representación de ballet que no tenía ni argumento dramático; para qué iban a servir aquellas escaleras de distintos colores, tan empinadas; quién iba a bajar por ellas, bailando, con el riesgo de desquebrajarse, y si no le parecía que aquello del árbol del bien y el mal no estaba ya escrito en algún lado, a lo mejor en el Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento. Escrito, aunque aún no bailado, para hacerle alguna justicia a su inventiva.

Vallejo, plenamente satisfecho de los avances obtenidos, se dirigió al baño por el pasillo como si conociera de toda la vida el camino; oímos, tras largo rato, descargarse el retrete y luego se asomó a la puerta de la cocina pidiendo una toalla, no había toalla en el baño, la camisa remangada, manos y antebrazos chorreando agua, y así se quedó, en gesto de cirujano que aguarda en el quirófano a que le quiten los guantes de hule, concluida la operación, mientras María, la mayor de las dos mujercitas iba a buscarle una toalla (ya estaban allí los tres niños de regreso del colegio, Sergio, María, Dora, preguntando quién era Vallejo y oyendo a Tulita responderles: un amigo de tu papá, lo cual era falso pero en aquel momento no iba a ponerme a desmentirla).

A la mañana siguiente Vallejo llamó por teléfono para preguntar si no había dejado olvidados sus apuntes y esquemas escénicos, como de verdad los había dejado (anoto, desde ahora, que nadie conocía su domicilio, Bárbara en el DAAD no sabía nada de él, nunca le dio su dirección ni me la dio a mí; no tenía teléfono, solía llamar de algún bar, de cualquier cabina en la calle); de paso, quería decirme, me dijo, que quienes bajarían al reino inferior de las tinieblas por uno de esos cuatro caminos serían dos príncipes hermanos, pero deberían saber escoger el camino rojo, que era el de la vida; si seguían el negro, morían. Que fuera viendo; ¿y si una vez que seguían el camino correcto y lograban llegar al reino del mal, los sometíamos a otras pruebas, por ejemplo, cinco casas de tormento: la casa de los cuchillos, la casa de las llamaradas, la casa del hielo, la casa de los tigres, la casa de los murciélagos? Casas de susto, como en el parque de diversiones del Tiergarten.

Al otro día volvió a llamar de urgencia para notificarme que debía acompañarlo, esa misma tarde, a una entrevista que había logrado concertar con un asistente ejecutivo del director de la Deutsche Oper. Y que no me fuera a olvidar de llevar los sktechs de escenarios, los íbamos a necesitar.

—¿Vas a ir? —me preguntó Tulita, entre cautelosa y extrañada.

Si yo estaba jodido, aquel peruano lo estaba más, justicia es justicia, le dije con algo de inquina. ¿No era ella quien había notado que usaba calcetines que no se correspondían?

La entrevista, por invitación del asistente, tendría lugar en el café del Hotel Kempinski, uno de los sitios más refinados y caros de Berlín, en la Kurfürstendamm: la cosa va en serio, entonces, dijo Tulita. Sí. Con el asistente deberíamos discutir de manera preliminar el montaje del ballet, aún sin tema ni título, y por lo tanto sin música ni coreografía, pero ya con una idea de escenario doble, plataformas A y B, cuatro escaleras, un árbol del bien y el mal, y dos príncipes sometidos a más pruebas mortales de las que aguantaría un hosco y escéptico público alemán.

—Y ¿si dice que sí ese señor? —me preguntó Tulita, que no dejaba de entrever los últimos rescoldos de sorna ardiendo en el fondo de mis palabras. Pero ya no le respondí, y me encaminé a tomar el U-Bahn a la estación de Uhlanstrasse.

¿Y si uno de los príncipes, al equivocarse y escoger el camino negro era condenado a muerte por decapitación? Su cabeza es empalada, el palo florece, se vuelve árbol, la cabeza se convierte en un fruto entre otros frutos iguales, redondos, duros, como cabezas: el jícaro cubierto de jícaros, el árbol de las cabezas, ése sería el árbol del bien y el mal, el árbol de la muerte y de la vida. De pie, en el vagón atestado, mi propia cabeza empezaba a trabajar, pese a las prevenciones del buen juicio, en favor de Vallejo.

“Aquel señor” no dijo ni que sí, ni que no, porque simplemente no llegó a la entrevista, y esa entrevista nunca fue concertada, ni el asistente existe, Vallejo lo debe haber inventado, todo es una farsa y una mentira, le dije a Tulita apenas me abrió la puerta, sudoroso y jadeante porque habiendo quedado sin medio centavo, tuve que regresar a pie.

—¿Por qué iba a inventarlo? ¿Con qué intención iba a querer engañarte así? —intentó ella una última defensa.

—Ajá, ¿y la cuenta? —la reprendí, herido.

Lo único real de todo aquello había sido la cuenta carísima y tuve que pagarla yo, ni para el tiquete del U-Bahn me había sobrado; Vallejo se declaró insolvente de manera tácita, es decir, poniendo su peor cara desvalida cuando al final de la inútil espera el camarero envarado, de frac cola de pato, se acercó con la cuenta reflejada en el agua bruñida de una bandeja de plata.

—Raro, porque los alemanes, sobre todo los altos funcionarios de la ópera, son muy puntuales —dijo, mientras se aplicaba a los labios grasosos la imponente servilleta almidonada, de ribetes bordados, antes de ponerse de pie.

Nos despedimos en la vereda, de mi parte de muy mal modo, y fue quizás por eso que en los días siguientes no se atrevió a repetir sus visitas. Pero probó a llamarme por teléfono. Los niños habían sido instruidos para responderle que no estaba y Tulita no tuvo más remedio que negarme también si le tocaba atender; y si no había nadie más en el apartamento, yo dejaba sonar el aparato. ¿Cómo no iba a saber que era él?

Nadie me pregunte por qué, pero terminé por ponérmele. Y sin ningún preámbulo pasó a decirme, entusiasmado, que no nos habíamos acordado de la prima ballerina; debíamos crear entonces una princesa indígena. Que fuera pensando qué relación tendría con los dos héroes hermanos que bajan al reino de las tinieblas, ¿esposa, hermana, madre?

—Esta bien, voy a pensarlo —le contesté, por no mandarlo al carajo.

(La princesa oye hablar a los caminantes del árbol encantado lleno de cabezas que murmuran entre las hojas. Sale a escondidas de su casa en busca del prodigio hasta que encuentra el árbol de ramas sarmentosas donde cuelgan las calaveras, como frutos sombríos, a la luz caliza de una luna menguante. Se acerca danzando al árbol. La cabeza del príncipe decapitado le pide que extienda la mano para escupir en ella; obedece, y entonces recibe en la mano abierta el salivazo. El semen/saliva penetra por los poros de la piel de la mano de la princesa hasta sus entrañas, y así concibe a otros dos príncipes vengadores.)

Haberle respondido el teléfono fue la señal que recibió Vallejo para volver, pero esta vez midiendo cautelosamente sus pasos. No se presentó por la mañana, sino al atardecer, y traía colgando de la mano una bolsa plástica de supermercado que entregó a Tulita con la advertencia cordial de que le fuera preparando una sartén y una cacerola porque él mismo iba a cocinar. En la bolsa había un paquete de espaguetis, una lata de pomodoros italianos, un dispensador con queso parmesano rayado y, además, dos botellas de vino tinto húngaro (de una engañosa marca, Sangre de Toro, que yo solía comprar en tiempos malos, como los de ahora).

Esa vez no empezó hablando del libreto para ballet. Mientras yo, un tanto distante, lo veía manipular en la cocina los ingredientes, me contó cómo, para poder continuar sus estudios de música en Roma, había tenido que emplearse de pinche de cocina en trattorias de turistas del Trastebere después que el gobierno de Belaúnde Terry le había suspendido la beca: tarde había dado el golpe el general Velasco Alvarado, y más se ha tardado, a pesar de sus magníficas intenciones, en barrer con toda la canalla infesta del Perú, mi hermano, para no hablar del atraso que lleva en devolver a su sitial de honor a la cultura autóctona.

—¿Y por qué el gobierno popular no le ha restituido la beca? —le pregunté, con mal disimulada insidia—. ¿Es que no ha planteado la solicitud?

—Hace tiempo mandé los papeles —me respondió él, con sobrada candidez—. Pero el Perú, uuuhhh… es lento, todo se queda en trámites. La burocracia en Lima todavía es virreinal…

¿Por qué no regresaba al Perú?, quise acorralarlo; a ayudar a expandir la cultura autóctona. Acababa de ver en la televisión a los campesinos de Ayacucho reunidos en Lima en una asamblea agraria, con sus ponchos y chullos, ocupando los escaños del Congreso Nacional clausurado; y en una radiofoto de ayer mismo, en el periódico, el general Velasco Alvarado saludaba a la multitud de indios en un mitin en Pucallpa, desde el atrio de la iglesia, luciendo un penacho de plumas en la cabeza. ¿Qué esperaba Vallejo para emprender el regreso a la tierra prometida?

—Que me alfombren de flores la avenida La Colmena. Quiero recorrerla en coche descubierto, desde la Plaza Unión hasta la Plaza San Martín, abarrotadas de gente las veredas, las ventanas, y los balcones, a eso espero —dijo Vallejo—. Regreso hasta que haya brillado lo suficiente en Europa, compositor famoso, a poner en Lima el ballet que va a triunfar aquí. Si no, que se queden esperándome. A enseñar música en liceos de provincia, a enterrarme en vida, no voy.

Y sin mediar pausa, su conversación fue más allá de lo esperado:

—Yo sé que usted está molesto conmigo —me dijo mientras revolvía lentamente la cuchara en la salsa que comenzaba a borbotear.

¿Era aquella una manera de acabar de desarmarme? Lo fue. Sí, no lo niegue. Molesto porque cree que vengo a robarle el tiempo que dedica a escribir. Pero se equivoca, porque el libreto para ballet es importante, muy importante para su carrera de escritor; aunque reconozco que más importante para mí. Y sin usted, estoy perdido. Yo tengo las ideas musicales bien claras aquí, dijo, y se señaló la cabeza con la misma mano que empuñaba el cucharón; pero ninguna imaginación literaria. El argumento era sólo mío, de nadie más; y me iba a dar sobrada fama. Mío, salvo las ideas que él me había venido brindando y que estaba dispuesto a seguirme brindando siempre que yo estuviera de acuerdo, claro está.

Además, siguió, él no era ningún farsante, como a lo mejor yo podía creer; y como tenía las manos embadurnadas de salsa, señaló con un ademán de los labios grasientos hacia el bolsillo de su camisa donde guardaba una hoja de papel doblada en cuatro, y me pidió que la sacara, que la desdoblara, que la leyera: era una fotocopia, de ésas de entonces impresa en papel grisáceo, difícil al tacto y con olor a ácido, del original de un documento de diez años antes en que se hacía constar que Vallejo se encontraba matriculado en la Accademia di Santa Cecilia. Constancia de matrícula, no diploma, me cuidé de comentarle.

Pero él dijo: un músico nunca termina de aprender. Así como no hay poetas graduados, tampoco hay compositores graduados. Nadie se gradúa de Dios, y Dios es el que crea el universo, cualquier universo. ¿Ha leído el Doctor Fausto? No el de Goethe, que ése es el molde; el de Thomas Mann, que tomó por modelo de su Doctor Fausto a Schönberg, un genio único, aunque no sirve para nada porque a nadie le gusta; la música dodecafónica, estoy de acuerdo, es un soberano dolor de huevo. Pero a pesar de eso, Schönberg es el genio que descubre mundos ignorados. Y Thomas Mann, otro genio, desentraña a ese genio. Fíjese qué pareja de tarados.

Vallejo sabía hervir los espaguetis para darles esa textura precisa al dente, contrario a la ruina que eran aquellas masas informes que alguno de los estudiantes latinos en Berlín conseguía cuando yo era el invitado de honor de sus encuentros dominicales en el apartamento de cualquiera de ellos, espaguetis, o pizzas medio crudas o medio quemadas, algún remedo de comida criolla y siempre cerveza tibia entre discusiones interminables y generalmente a gritos sobre el destino de América Latina, Cuba sí yankis no, el Che Guevara uno, dos, tres, Vietnam es la consigna, Salvador Allende mucho más temprano que más tarde se abrirán las grandes avenidas… y la revolución autóctona del general Velasco Alvarado, que ya empezaba a cuartearse.

Pero no fue porque dejó de visitarme en las horas prohibidas y se acomodó a mi horario, ni porque me hubiera enseñado a preparar espaguetis (única especialidad culinaria de la que aún puedo vanagloriarme), ni porque fuera de izquierda y creyera en las revoluciones autóctonas, que empecé a convencerme de que escribiéndole su libreto para ballet yo no perdía nada, apenas un par de días, un fin de semana, las horas que dedicaba a mis cartas a los amigos; tampoco era, a esas alturas, para salir de él. No. Debía ayudarlo: ésa era mi convicción (¿era ésa?) solidaria, caritativa, benéfica, como quiera llamársele; Vallejo necesitaba el libreto, se moría de hambre, ¿de dónde sacaba Vallejo zapatos rotos, calcetines desconcertados, para sus compritas en el supermercado, porque ahora siempre se aparecía con alguna bolsa de plástico colgando de la mano?

Y ¿si era cierto, como él decía, que el famoso asistente del director de la Ópera, que había vuelto a aparecer, poco a poco, en sus conversaciones, le había puesto un plazo fatal para entregar el libreto? De otro modo, la representación no entraba en el programa de otoño del año siguiente. (¿Y el éxito? La fama, el triunfo.)

Ese domingo que he contado, cuando cruzamos el muro por Checkpoint Charlie, íbamos a una representación de Corolianus de Bertolt Brecht en la Volksbühne, con entradas de platea conseguidas por Carlos Rincón, que vivía de aquel lado y vino a invitarnos a Tulita y a mí (Vallejo, que estaba en el apartamento, se invitó solo, pero yo no me opuse; Tulita, que odiaba cruzar el muro, no quiso ir).

Actuaba Erich Maria Brandauer, el mejor actor de Europa, según Vallejo, y yo, de acuerdo, agrego: el mejor, mucho antes de que se le conociera por su papel en la película Mephisto; pero no se había filmado aún esa película y nunca la vimos juntos. Aunque al salir de la representación me comentó algo que pudo haberse aplicado a Brandauer: desde una butaca en el teatro, a lo mejor lejana, no era posible acercarse a la multiplicidad de expresiones de un rostro dotado y entrenado para la diversidad. Eso sólo lo permitía el close-up. Y si fuera necesario justificar la existencia del cine, aquella sería razón suficiente.

¿Había visto Las reglas del juego de Jean Renoir? (No la había visto; pero meses después de aquella conversación, poco antes de dejar Berlín, encontré que la daban en el Cine Arsenal, como parte de un ciclo de cine francés de entreguerras, y fui una noche a verla): pues cuando la vea fíjese bien en Marcel Dalio, ese payaso de carpa ambulante que Renoir buscó para interpretar el papel del marqués de la Cheyniest; hay una escena en que muestra a sus invitados una espléndida caja de música, su mejor adquisición, porque coleccionaba cajas de música por gusto de rico ocioso; y nadie, después de verlo, puede olvidar ya ese rostro que muestra orgullo y humildad a la vez, mientras la caja de música toca, ¿un vals de Strauss, algo de Monsigny?

—El cine no son sólo rostros —le dije yo—. Si fuera por eso, se podría representar el teatro tras una lupa, colocada delante del escenario, y se acabó el problema. El cine son imágenes. Ni siquiera palabras.

Se detuvo, y reflexionó largo rato, como si de la respuesta que fuera a darme dependiera su destino.

—Está bien. Pero el cine es un arte escénico, de todas maneras —respondió al fin—. Aunque estoy claro que el único arte escénico de verdad es el teatro. La ópera, pongamos por caso, es ridícula: los galanes y las heroínas son gordos a reventar, anchos de caja porque el pecho es su instrumento musical; tragan pastas antes de cada representación para acumular energía, como los corredores de distancia. Contrario todo a la vida, porque las parejas trágicas no son así. Los enamorados pasionales son esmirriados, puro hueso. Y tampoco la vida es cantada, mi hermano. Dónde se ha visto que una tísica, al borde de la muerte, como la Mimí de La Bohemia, o la Violeta de La Traviata, sea capaz de tensar las cuerdas vocales de semejante manera, y para colmo, acostada en una cama.

—Tampoco la vida es bailada —le dije yo—. ¿Para qué quiere componer, entonces, un ballet?

—Ah, ¡ésa es otra cosa! —protestó—. Ya le dije que el ballet de sílfides, cascanueces de dibujos animados de Walt Disney y bellas durmientes del bosque, con príncipes maricones, de pantaloncitos apretados para que se les note la talega de los huevos, lástima la dotación, no me interesa. Detesto ese ballet falso. La danza, para mí, es ritual. Tenemos que enseñarle a Europa cuál es el verdadero valor de la danza, la que crea el universo. Nuestra idea americana de universo. El bien contra el mal, las tinieblas contra la luz. La verdadera civilización.

—Eso es muy antiguo —le dije—. Facundo de Sarmiento, Ariel de Rodó. Pura polilla.

—No —protestó él—. Esos dos vejetes en lo que creían era en la civilización europea. Yo hablo de redimir a Calibán. Calibán es el héroe americano verdadero.

—¿El buen salvaje?

—No, no. Yo no le hablo de discusiones académicas, nada de buen salvaje, mal salvaje, o medio salvaje. Le hablo de una llamarada final que incendie el universo injusto y lo purifique. Fíjese bien: al final de su libreto, deje claro que las masas populares entran en el palacio de las tinieblas y lo toman por asalto. Allí empieza la verdadera civilización.

Iba a reírme, ya no me reí, y tampoco le respondí nada. Al fin y al cabo, aquel Vallejo, que era de izquierda, también era panfletario. Me cosquilleaba la lengua por preguntarle: ¿y esas masas indígenas, las metemos al palacio agitando centenares de banderas rojas?

De nuevo, ante su discurso, tan lúcido a veces, tan populachero otras, como ahora que me hablaba de las masas en escena, volvía a desconfiar de la calidad de su música, que yo no conocía. Nunca había oído nada suyo. ¿Qué clase de música compondría Vallejo? Pero él, como si me estuviera escuchando pensar, me respondió:

—Lo mejor que he escrito es un trío para piano, cello y quena. Pero una obra así, monumental, un ballet, nunca lo he intentado. Hasta ahora. Y a propósito de nuestro ballet, logré que me dejaran sacar el Popol-Vuh de la biblioteca del Instituto Iberoamericano. Mañana le llevo su mentado libro sagrado de los quichés, a ver qué ideas encuentra allí. No querían. Tuve que firmar un compromiso de devolverlo en una semana.

Lo que me llevó fue una edición en rústica preparada por Adrián Recinos y editada en Guatemala por el Ministerio de Educación en 1952, en tiempos del gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz, para ser regalada en las escuelas; aunque por la ceremonia y misterio con que me la entregaba, cualquiera hubiera dicho que era el manuscrito mismo de la traducción al castellano de fray Francisco Ximénez, cura doctrinero por el Real Patronato de Santo Tomás de Chuila, hecha en 1722 “para más comodidad de los ministros del Santo Evangelio” que no tenían, como él, la suerte de conocer la lengua quiché.

—Vea, mi hermano —me dijo esa misma vez—: yo sé que se las está viendo negras, y le tengo algo.

En retazos de conversación, y mientras se nos volvía cada vez más asiduo, Vallejo había captado que la crisis doméstica no se resolvía. La nueva beca no llegaba y de un plan de emergencia habíamos pasado a otro más extremo.

Aquel algo era una conferencia que me había conseguido en Siemensstadt, el gran imperio industrial de la Siemens AG, más allá de Charlotenburg, cerca del lago de Tegel, donde yo debería alternar el siguiente domingo, por la noche, con un conjunto musical chileno; iban a pagarme doscientos marcos por la conferencia: esa fábrica es mantenida con grandísimos subsidios para crear la ilusión de que Berlín sigue siendo un emporio industrial, mi hermano, una gran vitrina del milagro alemán de este lado del muro para hacer más pobre y triste el socialismo sin luminarias del otro lado. Fábricas subsidiadas, turistas subsidiados, ¿no se ha fijado en esos superpullman de lujo que recorren las calles como si fueran llenos de turistas? Pues no son turistas, son ancianos contratados en los asilos por el municipio; escritores, artistas extranjeros subsidiados, contratados también para que vengan a vivir aquí.

—Yo no soy ningún escritor subsidiado —salté yo, ofendido.

—Y qué, pues, mi hermano. Agarremos lo que podamos del occidente decadente. Ya quisiera yo un subsidio así, que me contraten para hacer bulto.

Cómo no iba a agradecerle a Vallejo, a pesar de sus impertinencias, aquel auxilio económico tan oportuno, conseguido gracias a sus entronques en Siemensstadt. ¿Nadie conocía a Vallejo en Berlín? El mito comenzaba deshacerse. Un hombre modesto, era cierto, pero tenía ciertas influencias, Tulita; si le hacía caso la Siemens, tan poderosa, ¿por qué no iban a hacerle caso en la Deutsche Oper?

Llegó a buscarme a la hora convenida, el Renault salió a la calle después de semanas, pasamos recogiendo a los músicos chilenos por la estación del Zoo y arribamos puntualmente al salón de actos de la Siemensstadt, pese a todos los atrasos para que nos permitieran ingresaran al complejo los guardias de seguridad, con los instrumentos a cuestas porque el Renault hubo que dejarlo, lejos, en el estacionamiento exterior.

En el salón de actos, un pequeño rincón del edificio de la biblioteca, que al fin encontramos tras corregir el rumbo muchas veces de una a otra vereda, se congregó un auditorio de trece personas formado por empleados jubilados de la Siemens (no olvido a la señora roja y robusta, como tubérculo recién hervido, sentada en primera fila, que nunca dejó de hacer calceta mientras el acto transcurría).

Leí en alemán apenas cuatro páginas sobre Miguel Ángel Asturias, después que me convencí de que escribir las diez planeadas originalmente era imposible, horas hasta el amanecer intentando frases para que Vallejo tuviera que volver a rehacerlas de nuevo, desde la raíz; Vallejo derrotado y sin segundo pantalón hablaba y escribía el alemán tan bien como el italiano.

Concluido el acto cultural, Vallejo se enzarzó en una discusión con el jovencito, oficial de relaciones públicas de la Siemens, que no quería pagarnos. Lo rodeaba con pasos violentos, más figura de luchador encrestado que nunca, las cerdas de su cabello rebelde aguzadas como las de un puercoespín, mientras el rubio lechoso mantenía en la mano, en actitud de duda hostil, los sobres con la paga.

Vallejo, ¡al fin!, volvió al lado nuestro, ya los sobres en su poder. En el mío había doscientos marcos en billetes nuevos, frescos y tostados, verdaderas obras maestras de las artes gráficas alemanas (¿era un aguafuerte con la efigie de Durero, o la de Schiller, la que estaba estampada en esos billetes?). Aunque él, por delicadeza, nada nos explicó sobre el motivo de la discusión, yo me quedé sospechando que el rubio lechoso cuestionaba la calidad de la presentación, una conferencia demasiado breve, en alemán tropical, y un conjunto musical que no afinaba muy bien porque en aquellos tiempos, casi todos los chilenos exiliados en Berlín escogían como primer oficio el de músicos vestidos de negro tipo Quilapayún, con tamborcitos, tamborones, vihuelas y quenas.

Después que se bajaron los músicos chilenos, otra vez en la estación del Zoo, donde también iba a quedarse Vallejo, antes de despedirnos le devolví la edición del Popol-Vuh, y luego le entregué el libreto, midiendo por adelantado la sorpresa que debía transfigurar su rostro, la alegría que no podría contener. Pero lo único que hizo fue poner de manera rotunda la mano encima del sobre de manila, casi un zarpazo, sin mirarlo, como si se tratara del dinero convenido a cambio de un paquete de droga.

—Ya sabía que usted era hombre de palabra —dijo—. Ahora, déjeme que estudie esto con calma, y mañana lo llamo. Seguramente habrá que introducir cambios —y tras suspirar, mirarme y sonreír, todo de manera condescendiente, bajó del Renault poniendo cuidado en cerrar con suavidad la puerta, y desapareció por la boca del U-Bahn.

Hoy es domingo 20 de diciembre en Managua. Un domingo tranquilo, atrapado ya en el remanso de las vacaciones de Navidad que no terminará sino el 4 de enero del año entrante (he leído esta mañana en El Nuevo Diario un cable de la EFE que comenta estas vacaciones: uno de los países más pobres de América Latina se da el lujo de tener el descanso de fin de año más largo de América Latina); un domingo en el que se puede escribir y buscar papeles; y antes de proseguir con esta historia comenzada hace una semana entre los muchos sobresaltos e interrupciones que me depara la política, he abierto la alacena de los viejos papeles, los que han andado conmigo de Nicaragua a Costa Rica, de Costa Rica a Alemania, de Alemania de vuelta a Costa Rica, de Costa Rica de vuelta a Nicaragua, de los exilios a la revolución, para buscar la copia al carbón de “el libreto para ballet”, que al fin encontré.

Quería leerlo antes de proseguir, lo leí y aún no decido si entrará al final, como un anexo, sin ningún cambio ni retoque, tal como lo escribí entonces, ¿pensando, realmente, salir de un compromiso?, ¿complacer a un amigo al que ya quería o seguía teniendo sólo lástima? ¿Probar suerte yo mismo? ¿El éxito? La gloria, la fama.

Ahora, al revisar el escrito, rectifico: he venido hablando de un libreto para ballet, y nunca llegó a tanto, quizás porque, de todos modos, como se lo advertí a Vallejo desde el principio, la empresa estaba fuera de mi alcance. Se trata de algo muy sucinto y que responde al subtítulo que entonces le puse, entre paréntesis: resumen de un argumento dramático para ballet.

Vallejo quería un tema de la cosmogonía indígena, y allí lo tenía: People’s book, Volksbuch, Popol-Vuh, libro del pueblo, libro popular, bromeé yo, bromeó él esa noche en el Renault al entregarle la edición de Recinos y el libreto; a lo mejor no descendíamos de los mongoles, sino de los germanos; nuestras lenguas madres aparentaban estar emparentadas.

Además, para que viera sus deseos cumplidos, al final del libreto se daba el asalto popular al palacio de las tinieblas. Luego de la liberación, los príncipes vengadores, Hunahpú e Ixbalanqué, se elevaban al cielo convertidos el uno en el sol, el otro en la luna; y los miles de asesinados por la tiranía, su cauda de estrellas, ascendían también con ellos. Él tendría que ponerle música a aquella victoria y consiguiente ascensión, concebir un crescendo final en que ninguno de los instrumentos de la orquesta sinfónica quedara ocioso.

Vallejo se presentó al día siguiente por la tarde, previo anuncio telefónico, y yo lo esperé esa vez con mucho gusto. La entrevista fue muy profesional; en un cuaderno cuadriculado traía anotadas todas las preguntas pertinentes, y con lápiz de grafito había marcado muy cuidadosamente sus observaciones en los márgenes de las páginas de mi libreto. Trabajamos hasta muy noche y en ningún momento elogió o criticó lo que yo había escrito, simplemente se dedicó a preguntar y anotar (algunas interrogaciones eran dudas escénicas que se planteaba a sí mismo): la princesa Ixquic debe ir acompañada de una comparsa de doncellas cuando se acerca al árbol de las cabezas; ¿el árbol de las cabezas puede estar animado, puede ser un bailarín? Cuando la cabeza lanza el salivazo en la mano de Ixquic y la deja preñada, puede iniciarse un ritmo acompasado que da paso a otro frenético (danza de la fecundación); los bailarines de la comparsa de felinos pueden llevar cabezas y pieles de tigre como máscaras y atuendos; a la comparsa de búhos mensajeros vamos a vestirla de gris, con máscaras en las que brillen los ojos amarillos; los señores de Xibalbá son los dioses del infierno: hay que buscar en los libros mayas estelas o vasijas donde se les represente, para copiar los atuendos demoniacos; tanto los hermanos Hun-Hunahpú y Vucub-Huhnapú, que sucumben al principio ante las artimañas de los señores de Xibalbá, como los hermanos Huhnahpú e Ixbalanqué, que son concebidos por Ixquic por obra del salivazo de Huhn-Hunahpú, deben bailar casi desnudos; aquí los cuerpos no deben ser estorbados en su poder de expresión.

—Bueno, ahora sólo falta la traducción —respiró hondo Vallejo.

Estábamos ya a comienzos de junio y el sol se volvía cada vez más frecuente en los brumosos cielos de Berlín. Los pasos huecos de Vallejo tardaban en sonar por la escalera, tardaba en llamar por teléfono, y yo me iba llenando de algo de inquietud; pugnaban en mí, tratando de tomar cada uno su parte, el amor propio herido: ¿sería que el propio Vallejo, o la gente de la Deutsche Oper no encontraban nada de valor en el texto?, y cierta esperanza oculta: lo que aquel trabajo podía significar en marcos. En la Ópera pagaban bien, me había advertido Vallejo; eran sumas que yo no podía ni imaginar, Von Karajan tenía una villa en los Alpes suizos, un castillo en Austria, su propio avión, a pesar de que la Philarmonie no era tan rica como la Ópera; en la Ópera era nada para ellos fletar un jumbo-jet y traerlo desde Bombay lleno de elefantes que sólo necesitaban una noche, para la representación de Aída.

La nueva beca seguía sin llegar. Una de esas noches fui con una partida de estudiantes latinos a un local cercano a la Kantstrasse regentado por un nicaragüense de apellido Arjona, que hacía tiempos había ya dejado de estudiar ingeniería eléctrica en la Technische Universität. Acepté la invitación porque Arjona conocía bien, me dijeron, la historia de dos estudiantes, nicaragüenses también, ocurrida en la década de los sesenta; ambos habían desaparecido mientras viajaban en automóvil de München a Berlín y cerca de un año después, sus cadáveres, casi sólo ya los esqueletos, habían sido descubiertos, medio enterrados, en un bosque de abedules al lado de la carretera, cerca de Magdeburg, en Alemania Oriental. La historia se repetía siempre entre los estudiantes latinos, con misterios de cuento de espionaje, lo cual, lógicamente, me seducía; y Arjona, amigo de los desaparecidos, la conocía de primera mano; uno de ellos, pelirrojo, había podido ser identificado por los restos de mechones cobrizos en el cráneo pelado.

Pero sólo agregué misterio al misterio esa noche, porque Arjona, tras un primer entusiasmo, empezó a retractarse, a ocultar datos, a olvidar, y a excusarse al final porque debía atender a los clientes, todo como si se arrepintiera de haberse ido de la lengua; o a lo mejor, fingía arrepentirse, como parte de su show, no sé y ya nunca pude averiguarlo porque ni volví a su local ni volví a verlo a él. Pero ya cerca de la medianoche, cuando los músicos del combo que esa vez actuaba allí se instalaban en el pequeño estrado de madera, descubrí en la media luz una figura que desde su silla se agachaba para sacar su instrumento del estuche que descansaba en la tarima, un clarinete, quizás una flauta; una figura de luchador retirado, el pelo de cerdas rebeldes, envaselinado, recortando su brillo contra la penumbra.

Yo me separé del grupo y me dirigí a la tarima pero cuando llegué la figura ya no estaba. El combo, formado por venezolanos y dominicanos, empezó su ejecución y no le faltaba ningún músico; en el primer descanso volví a acercarme y les pregunté si no tocaba ningún peruano con ellos. Se miraron entre sí, y luego contestaron que no, aunque igual que en Arjona, algo de misterio forzado me pareció advertir en sus respuestas, y aun en la broma con que uno de ellos celebró al final mi pregunta: la música tropical no llega tan lejos, me dijo; no había andino que supiera sonar las maracas, y la quena era muy triste para guarachas.

¿Estaban protegiendo de mí a Vallejo, por instrucciones o súplica suya, que no quería verse descubierto como músico cualquiera de un combo de tercera y había escogido huir esa noche del local, renunciando a la paga? La paga que le daba para llevar espaguetis de regalo a mi casa, queso parmesano, latas de pomodoros italianos.

Antes de las siete de la mañana del día siguiente, una hora inusitada, llamó Vallejo por teléfono. El grito de Tulita me llegó por todo el pasillo hasta el cuarto, donde terminaba de vestirme, y acudí a responder la llamada, sin prisa, pero con ansiedad. Cuando tomé el auricular escuché por un buen rato una tos ronca, desgarrada, que se sosegó al fin para decir aló y mil perdones, había estado enfermo, incluso lo habían internado por una semana en el hospital de Moabit (y todo me iba sonando a falso otra vez, la tos, una estafa, la historia del hospital, otra estafa, excusas para justificar su silencio. ¿Y por qué se me escondió anoche?, quise preguntarle, ¿cree que a mí me importa que usted se gane la vida como músico de un combo?); pero al regresar ayer, y se sentía tan bien otra vez que fue andando del hospital a su casa, se había encontrado la carta que quería leerme: el libreto, traducido al alemán por el propio Vallejo, era plenamente satisfactorio decía el propio director de la Deutsche Oper, y él (Vallejo) podía proceder, a su vez, a componer la partitura, (ya estaba trabajando en ella desde ayer mismo), previos los contratos que serían firmados tanto con el libretista (yo) como con el autor de la música (Vallejo), mientras se procedía a seleccionar al coreógrafo y al escenógrafo, etcétera.

En resumen, nos daban cita en el despacho del director de la Ópera para el día siguiente (cita que Vallejo se había apresurado a confirmar desde la tarde anterior, pues habían pasado demasiados días entre la carta y su regreso del hospital de Moabit); llamé anoche, pero usted no estaba, dijo Vallejo con voz agotada, al otro lado de la línea (y después Tulita me confirmó que era cierto, Vallejo había llamado, ¿cerca de la medianoche?, le pregunté a Tulita, todavía lleno de suspicacias. Sí, por nada la mata del susto, las llamadas a medianoche son siempre llamadas fatales).

—Usted sabe cómo son los alemanes de formales y a esta clase de citas hay que ir debidamente vestido —me advirtió al final de la conversación—. Es el director de la Deutsche Oper en persona.

La cita era a las cinco de la tarde. Un cuarto antes de la cinco Vallejo y yo debíamos encontrarnos en la escalinata de la Ópera.

—Voy, porque me encanta que me engañen —le dije a Tulita. Ella prefirió guardar silencio.

A las tres empecé mis preparativos, desde lustrar los zapatos, pasar por un corte de pelo a manos de Tulita, que además planchó el traje oscuro, ponerme corbata por primera vez en muchos meses. (Vallejo tenía sobrada razón al prevenirme de acudir formalmente vestido, ya me había pasado el año anterior cuando me tocó acompañar a Tito Monterroso a una cita en el Iberoamerikanisches-Institut, él muy bien trajeado y yo de pantalones de corduroy y suéter, el pelo largo, a la usanza del comienzo de los setenta; el director ofreció café a Tito, llevaron dos tazas de café en una bandeja, para Tito y para el director, hasta que Tito, que ya me había presentado, se las ingenió para recordar mi presencia diciendo esta vez: “el doctor Ramírez…” —título mágico en Alemania—, y trajeron, hasta entonces, una tercera taza de café.)

Un cuarto antes de las cinco de la tarde salía yo de la estación del U-Bahn de Bismarckstrasse, diez minutos antes de la cinco estaba en la escalinata de la Deutsche Oper. Pero, ¿adivinan qué? Vallejo nunca llegó. Tampoco me preocupé, ya pasadas las cinco (esté muy puntual mi hermano, en Alemania nadie se anda atrasando en las citas, se las cancelan, y punto), de averiguar con el portero si aquella cita estaba realmente anotada en el registro de ese día, y mejor concluí, otra vez, buscando paz y tranquilidad finales para sobreponerlas como una losa encima de rencor y frustración, que todo era mentira, que todo había sido mentira desde el principio; y me dije que ya no volvería a aceptar ninguna otra excusa de Vallejo cuando se apareciera, aunque fuera con más bolsas de supermercado, o volviera a llamar por teléfono, liberado ya para siempre de aquella inútil carga mientras pasaba de lejos, ahuyentado por la falta de plata para libros, frente a las vitrinas de la librería Marga Zehler donde deambulaban en silencio los clientes por los pasillos iluminados con suaves luces de santuario, y entraba en la boca del U-Bahn de la Bismarckstrasse, por donde había venido, metido en la marea de gente, empujado por la marea de gente hasta la otra playa, mi playa de la Helmstedterstrasse donde me esperaba la novela que debía terminar y donde no estaría ningún Vallejo esperándome no debería estar ya no más Vallejo nunca más.

Tulita y yo cerramos esa noche el capítulo Vallejo entre lejanas recriminaciones, como esas tormentas que se oyen en Nicaragua tronar muy lejos porque está lloviendo lejos, en otra parte, y sacándole ya a la historia sus aristas humorísticas que son las únicas que deberían sobrevivir de ella entre nosotros cuando la recordáramos años después.

Y sobre todo, porque el día siguiente la primavera amaneció más radiante que nunca: sobre el parquet, una carta express del Jefe del Departamento de Literatura Hispánica de la Universidad de Colonia, encargado de administrar la nueva beca que la Heinrich-Hertz-Stiftung me concedía por un año; debía viajar a Colonia a firmar los papeles, un viaje de un día, sólo era cosa de conseguir que algún amigo, y fue Carlos Rincón, me prestara el valor del pasaje aéreo, y ya a partir de junio en mi cuenta bancaria comenzaría a aparecer, de manera cumplida y rigurosa, el depósito mensual de la beca.

¿Cuánto tiempo pasó? Se alejaba ya la primavera y empezaban a extenderse hasta las primeras horas de la noche las tardes del verano. Los niños, desnudos, jugaban en los cajones de arena de los parques y las cacas de perro se cocinaban ya a pleno sol en la acera del Albrecht, la pizzería Taormina sacaba a las veredas sus mesas bajo los parasoles listados de rojo, blanco y verde en la Prager Platz. Mi novela recuperaba su avance, mis excursiones al Cine Arsenal se habían vuelto a reanudar y nos preparábamos para un viaje en el Renault, que sería en julio, hasta Hinterzarten, en la selva negra, invitados por Peter. Y ya para finales de junio apareció en el Tagesspiegel la que sería ya la última de las notas de esa temporada sobre las ventanas encendidas; con lo que parecía confirmarse que esa primavera de 1974 había llegado a su fin.

La señal luminosa, aquel fuego fatuo que la última vez, muy cerca de mi calle, en la Prinzregenstrasse, había quemado como al contacto de un cerillo los tonos pastel de mi plano mental de la ciudad en el sector de Wilmersdorf, se alejaba con su cauda errante y brillaba ahora en el distrito de Wedding, en otra calle sin lustre, la Thomassiusstrasse, la última hoguera que faltaba para cerrar aquella rueda misteriosa que yo podía ahora ver centellear completa, girando como una corona de ardientes estrellas.

Era una de las partes más sórdidas de Berlín, más allá de Helgoldufer, tras una de esas vueltas que daba el canal por donde circulaban barcazas que transportaban hulla y materiales de construcción, una breve calle de dos o tres cuadras atrapada entre los muros de ladrillo rojo de una usina eléctrica abandonada, que parecía más bien una iglesia luterana, con sus ventanales góticos de medio punto; y culatas de almacenes, también abandonados, al final de la cual se erguían dos o tres edificios de apartamentos, decrépitos y sucios de hollín y desde cuyos patios interiores parecía soplar un viento frío por las bocas de los portales oscuros, a pesar de los anuncios ya incontrastables de verano. Pasando el cruce de la Alt-Moabit, y donde la calle tomaba ya otro nombre, la pequeña iglesia de St. Johannis se escondía en la oscuridad, frente a los torreones de la prisión de Moabit; y un poco más lejos, en la Turmstrasse, se hallaba el hospital.

Recuerdo todo este panorama porque fui allí, en el Renault, una noche, en busca de poder divisar, de lejos, la ventana que en uno de aquellos dos o tres edificios de la calle patibularia había permanecido encendida por días; y creí encontrarla porque era la única que ahora, al revés, no fulguraba en esa hora en que las familias de empleados de supermercados, guardavías, oficinistas, conductores de autobuses, estarían cenando, o viendo el Tagesschau, el noticiero de la televisión; porque de las ventanas abiertas, mientras yo recorría a pie las veredas desoladas, bajaba un rumor de platos, cuchillos y voces; y desde alguna de esas ventanas, una mujer se asomaba al alféizar para llamar a gritos hacia una parvada de niños que jugaba en la esquina bajo el farol, kommt mal zu essen!

Un hueco oscuro, como un ojo tuerto, su brillo faltando a la perfección de la totalidad entre los cuadrados de grata luz familiar que se extendían por las paredes grises. Más tarde se apagarían, igualándose con la que ahora permanecía ciega pero que por días estuvo iluminada hasta el amanecer, fue desapercibida en el día y otra vez, en la noche, se emparejó a las que brillaban y al apagarse todas, se quedó ardiendo sola, hasta que algún vecino que salía a trabajar de madrugada telefoneó, al fin, a la policía, buscaron al conserje, no tenía copia de la llave, fue expedida una orden judicial para que un cerrajero del vecindario forzara la puerta. ¿Había apagado las luces del misérrimo apartamento alguno de los oficiales de policía, o lo había hecho el conserje antes de cerrar, cuando se fueron todos, el último golpe de martillo, el último clavo remachado en la tapa del ataúd mientras los camilleros bajaban las escaleras con su carga hasta el sótano en busca de la ambulancia discretamente estacionada en la rampa, el sótano donde se almacena el carbón y se alinean, ocultos, los tachos de basura?

Antes de aquella excursión nocturna, yo había buscado en la guía telefónica la dirección del Consulado del Perú. Encontré que estaba instalado en el Europacenter al final de la Kurfürstendamm, la gran torre de oficinas y galerías comerciales encima de la que se erguía, gigantesca, la estrella de la Mercedes-Benz. El Consulado del Perú no era más que una agencia comercial, o algo así, y el gerente ostentaba el título honorario de cónsul, así lo decía la placa de bronce reluciente al lado de la puerta del despacho; nadie hablaba español allí, nadie estaba para escuchar las preguntas de un nicaragüense que en mal alemán indagaba, ya sin sentido, sobre un peruano solitario de la Thomasiusstrasse en Wedding, una calle tan cercana al hospital de Moabit que un convaleciente bien podía hacer el trayecto a pie, nadie para escucharme hablar de una ventana encendida por días brillando en la oscuridad de las noches que eran ya estivales, un cuadrado de tenue fulgor amarillo empezando a destacarse en el lento crepúsculo tardío que caía sobre Berlín mientras en el cielo, aún con rastros de claridad, pulsaban lentas las estrellas, palideciendo la ventana al amanecer mientras la lámpara junto a la mesita de trabajo seguía ardiendo y quién iba a apagarla, la mano como una garra sobre la mecanografía de un libreto para ballet y las hojas de papel pautado alborotadas volando sin concierto por la estancia en alas del aire de la primavera que penetraba en soplos por la ventana abierta y quién iba a cerrarla:

EL ARBOL DE LAS CABEZAS

(Resumen de un argumento dramático para ballet)

I

Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú son dos príncipes hermanos, maestros en la poesía, la danza y el canto, flautistas sin mácula, hábiles tiradores de la cerbatana, joyeros consumados, y los más diestros jugadores de pelota, el juego sagrado de los quichés. (Desnudos, sólo llevan en la cintura un refajo colorido; adornan su cabeza con un penacho de plumas de quetzal.)

Hijos de la princesa Ixmucané (tiara, collar de pedrerías, brazaletes), desde su nacimiento gozan de la protección de Huracán, el dios del cielo, quien les ha entregado la pelota sagrada que los vuelve invencibles.

La morada donde los hermanos habitan está en un lugar llamado Carcach (plataforma superior A: casa sin fachada, visible su interior; lateral der. troje de maíz; al frente, campo de juego de pelota), encima del reino infernal de Xibalbá (plataforma inferior B: palacio sin fachada, con atrio, visible su interior; al frente, campo de juego de pelota; en el lateral izq. la casa de los tormentos), donde gobiernan unos señores déspotas, Huncamé y Vucub-Camé. (Vestidos de negro, como buitres.)

Estos señores de las tinieblas mantienen bajo férreo dominio a sus súbditos, auxiliados de una comparsa de felinos (desnudos de torso, se cubren la cabeza y espaldas con pieles de tigre), esbirros sanguinarios que roban y despedazan a los caminantes y consuman los sacrificios y tormentos.

Otra comparsa de servidores de los señores de Xibalbá es la de los búhos, los mensajeros de la noche, portadores de malas nuevas y sentencias de muerte. (Van vestidos de gris y en sus máscaras brillan, como joyas, sus ojos amarillos.)

Los señores de Xibalbá, también jugadores de pelota, se ofuscan por el alboroto que hacen los dos muchachos al jugar encima de sus cabezas. Y además, se resienten al escuchar las noticias de que no hay otros jugadores como aquellos sobre la tierra. Pero sobre todo, les entra la ambición de apoderarse de la pelota sagrada que aquellos poseen, y los hace invencibles.

“¿Qué están haciendo esos dos sobre la tierra? ¿Quiénes son esos que hacen temblar el techo de nuestro palacio y provocan tanto ruido? ¿Por qué se atreven a jugar encima de nuestras cabezas? ¡Que vayan a llamarlos! ¡Que vengan aquí a jugar la pelota donde los venceremos! ¡Ya no somos respetados por ellos! ¡Ya no tienen consideración ni miedo a nuestra categoría!” Así hablaron, así ordenaron Huncamé y Vucub-Camé, los señores de Xibalbá.

Y mandaron entonces a sus mensajeros nocturnos, los búhos, a invitarlos muy cortésmente a celebrar un desafío en Xibalbá, pero con el propósito secreto de asesinarlos y apoderarse de la pelota sagrada y los demás instrumentos del juego: guantes y rodelas, anillos, coronas y máscaras.

Los hermanos aceptan el reto, se despiden de su madre Ixmucané, y acompañados de la comparsa de búhos mensajeros, emprenden la marcha hacia el reino de Xibalbá, pero sin llevar consigo la pelota sagrada que dejan escondida en un hueco del tabanco de su casa, la troje donde se guarda el maíz (lado der. de la plataforma A). Sólo Ixmucané, su madre, conoce ese secreto.

Los mensajeros los conducen a un cruce de caminos —uno rojo, otro negro, otro blanco, otro amarillo— donde deberán escoger uno de los cuatro para descender al reino de Xibalbá. (Cuatro escaleras, dos a cada lado del escenario, que descienden desde los extremos der. e izq. de la plataforma inf. A, hacia la plataforma sup. B: rojo/blanco a la izq.; negro/amarillo a la der.)

Los príncipes hermanos se dejan engañar por el consejo de los búhos, y eligen el camino negro, que es el de su perdición, pues por él sólo se va a la muerte. Cuando por fin llegan al palacio de los señores de Xibalbá, ya están de antemano condenados.

Los señores de Xibalbá, Huncamé y Vucub-Camé, junto con sus secuaces, los felinos carniceros, permanecen ocultos de la presencia de los dos visitantes; en los tronos y asientos de honor han sentado en cambio a unos muñecos de palo, burdamente labrados. (Maniquíes.) Los príncipes hermanos, confundidos, saludan a los muñecos como a los verdaderos señores y cortesanos, que ríen desde sus escondites con ruidosas carcajadas.

Sosegadas sus risas, desde las sombras les ofrecen asiento, pero es un nuevo ardid, porque los bancos están hechos de pedernal ardiente, para que al sentarse, se quemen el trasero. Los hermanos brincan, asustados, entre las risas y burlas redobladas de sus enemigos.

El juego entre los visitantes y los señores de Xibalbá está preparado para el día siguiente al alba, pero antes, esa noche, los hermanos deben sufrir la prueba de la casa de los tormentos (lat. izq. plataforma B): el aposento oscuro, el aposento de hielo, el aposento de las víboras, el aposento de los murciélagos, el aposento de las navajas.

La comparsa de secuaces, los felinos carniceros, los conduce a la casa de los tormentos (ubicación ya indicada, aposentos montados sobre un torno), para empezar la primera de las cinco pruebas en el aposento oscuro. Les entregan, para alumbrarse, una antorcha de ocote que debe arder sin consumirse. Ésa es la prueba. Cuando regresan los felinos carniceros les reclaman de vuelta la antorcha intacta, pero la raja de ocote se ha quemado toda. Esto quiere decir que han sido derrotados y ya ni siquiera es necesario seguir con las pruebas restantes.

En castigo, la comparsa de felinos carniceros no tarda en despedazarlos. Una vez consumado el sacrificio, los señores de Xibalbá ordenan que sus despojos sean quemados para que no quede rastro del paso de los príncipes hermanos por la tierra, ni recuerdo de sus juegos ni de sus cantos. Pero como entre sus instrumentos de juego no encuentran la pelota sagrada, ordenan también cortar la cabeza de Hun-Hunahpú para empalarla a la vista de todos, en escarmiento por el engaño.

El palo, sembrado junto al campo de pelota de Xibalbá, donde ya no tuvo lugar el desafío, se transforma en un árbol que florece y va cubriéndose de frutos duros y redondos. (Conveniente juego de luces para disimular que el árbol sale por una trampa del escenario, gracias a un elevador.) La cabeza de Hun-Hunahpú se convierte entonces en otro fruto más del árbol del jícaro, creación de Huracán, el dios del cielo.

Los señores de Xibalbá, maravillados por el portento, convocan a todos sus súbditos y ordenan, bajo pena de muerte, que nadie se acerque a aquel árbol de las cabezas que queda bajo la custodia de la comparsa de felinos carniceros.

II

La historia del árbol de las cabezas llega a oídos de una princesa llamada Ixquic (malla que la haga aparecer como desnuda; diadema), quien la escucha referir a su padre Cuchumaquic, capitán de la comparsa de secuaces de los señores de Xibalbá, los felinos carniceros.

“¿Por qué no he de ir a ver ese árbol que cuentan? Ciertamente deben ser sabrosos los frutos de que oigo hablar”, dice. Y a escondidas de su padre se pone en camino, ella sola, logrando llegar al sitio donde el árbol alza sus ramas junto al campo de pelota. Los guardianes le cortan el paso cuando ella trata de acercarse al pie del árbol, pero luego, subyugados por su gracia y su belleza, le conceden admirar los frutos de cerca, con la condición de no tocarlos.

Ixquic contempla el árbol de jícaro, y aprovechando el descuido de los guardianes, alza sus manos para cortar uno de los frutos. Huracán guía la mano de la princesa a tomar la cabeza de Hun-Hunahpú, que cuelga de las ramas entre los demás frutos.

Hun-Hunahpú la detiene, preguntándole si realmente quiere el fruto: “¿Por ventura, lo deseas, así lo quiere tu alma?”, le pregunta. Ella se maravilla de escuchar aquella voz melodiosa que murmura entre las hojas, y afirma que sí, así lo quiere y desea su alma.

Hun-Hunahpú le pide entonces extender la mano derecha y le lanza un chirguetazo de saliva. Ella, asombrada, se mira la palma de la mano, siente arder la piel un instante, como al contacto de la lumbre, pero a poco la saliva ya no esta allí, se ha ido a través de los poros a sus entrañas.

Así engendra Hun-Hunahpú con su saliva a Hunahpú e Ixbalanqué que saldrán del vientre de Ixquic, gracias al milagro provocado por Huracán, sólo para vengar a los príncipes asesinados.

Al cumplirse seis meses de su embarazo, el estado de Ixquic es advertido por su padre Cuchumaquic, quien la interroga y amenaza; al insistir ella en su silencio, la conduce a presencia de los señores de Xibalbá. Como tampoco delante de ellos quiere confesar quién la ha poseído, es mandada sacrificar.

Cuchumaquic se muestra abatido al escuchar la sentencia, pero no puede evitar que se cumpla; y como capitán de la comparsa de secuaces, los felinos carniceros, él mismo debe darles la orden de matar a su hija. Así lo hace. Y además les dice que deben volver con el corazón de Ixquic dentro de una jícara para quemarlo frente al altar.

Camino del lugar de la ejecución, Ixquic revela a los guardianes el secreto de su preñez y les pide dejarla vivir para poder dar a luz a los dos nuevos príncipes, Hunahpú e Ixbalanqué. Los guardianes, otra vez subyugados, aceptan el ruego. La liberan, y depositan en la jícara, en lugar del corazón de la doncella, la savia colorada recogida después de herir la corteza del árbol de la sangre, que se llama palo de grana; y la savia se coagula dentro de la jícara en forma de corazón.

Los guardianes regresan a dar razón de su cometido. Cuchumaquic recibe la jícara e inicia, por orden de los señores de Xibalbá, el rito de quemar el supuesto corazón de su hija Ixquic. Luego, se queda muy pensativo viendo arder el corazón.

III

Ixquic, guiada por Huracán, el dios del cielo, asciende desde las oquedades del reino de las tinieblas por el camino rojo, que es el de la vida, y llega hasta la casa vacía donde en un hueco del tabanco del techo, Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú escondieron la pelota del juego sagrado antes de partir a Xibalbá. Ixmucané, la madre de los príncipes asesinados, ya muy anciana y ciega, que por años ha esperado en vano el regreso de sus hijos, la siente llegar y la nombra con su nombre, Ixquic.

Allí da a luz Ixquic a sus hijos anunciados, Hunahpú e Ixbalanqué. Y cuando alcanzan la edad de la adolescencia les entrega la pelota, cuyo escondite le ha revelado Ixmucané antes de morir, para que se ejerciten en el juego sagrado. (Atuendos iguales a los de los príncipes asesinados.)

Oyendo jugar arriba de sus cabezas a la nueva pareja de hermanos, los señores de Xibalbá, Huncamé y Vucub-Camé, vuelven a enfurecerse y envían a los búhos mensajeros a retar a los jugadores, en la esperanza de apoderarse de la pelota sagrada, esta vez para siempre.

Los hermanos aceptan el desafío, dispuestos a vengar a su padre asesinado. Ixquic, su madre, a la hora de la partida se debate entre dejarlos ir, o retenerlos, pero al fin permite la marcha. Guiados por los búhos descienden al reino de Xibalbá. Antes, cada uno entrega a su madre una caña florecida: si las cañas permanecen en flor, será señal de que sobreviven; si las flores se marchitan, será señal de que han perecido. La pelota sagrada, ahora sí, va con ellos, entre sus instrumentos de juego.

Así van ya de camino hacia el reino de Xibalbá. Al llegar a la encrucijada de los cuatro caminos rehúsan el consejo maligno de sus acompañantes, y eligen el camino rojo, que es el de la vida, para descender.

Al presentarse a la sala del consejo ignoran a los muñecos de palo. Buscan en sus escondites, entre las sombras, a los señores de Xibalbá, Huncamé y Vucub-Camé, y no tardan en descubrirlos, saludándolos por sus nombres. Cuando son invitados a sentarse en los asientos de pedernal ardiente, se niegan, y son ellos los que se burlan con ruidosas carcajadas de la trama de los señores.

Pasan por las pruebas de la casa de los tormentos, y sobreviven a todas: conservan sus luminarias de ocote siempre encendidas; no perecen en el hielo, no son heridos por las navajas, aplastan a las serpientes, espantan las bandadas de murciélagos (cada aposento irá mostrándose a la vuelta del torno).

Cuando llega el alba, los señores de Xibalbá no tienen otro remedio que enfrentarse a los jóvenes hermanos en el juego sagrado de pelota, en el que son derrotados; todos los tantos son anotados en el anillo de los señores de Xibalbá.

Llenos de ira, ordenan a sus secuaces lanzarse a traición sobre los hermanos para despedazarlos y luego apoderarse de la pelota. Los hermanos luchan y logran ponerse en huida, ilesos, pero pierden la pelota sagrada. Regresan a la casa donde los espera su madre, quien los recibe llena de alegría mostrándoles las cañas que han permanecido siempre florecidas.

IV

Un día llega a oídos de los señores de Xibalbá, Huncamé y Vucub-Camé, la noticia de que una pareja de hechiceros prodigiosos recorre sus dominios, encantando a su paso a todos los poblados con sus bailes y piruetas y sus actos de magia: son capaces de quemar casas y hacerlas reaparecer incólumes; degollar hombres y devolverlos a la vida; despedazarse a sí mismos, y resucitar.

Los señores de Xibalbá, intrigados y curiosos, mandan a buscarlos con sus búhos mensajeros para que lleguen a bailar y obrar sus prodigios en presencia de ellos, en su palacio. Los dos extranjeros envían a decir a los señores que les da vergüenza presentarse delante de ellos, sucios y harapientos como andan (disfraces de harapos, encima del atuendo de príncipes de Hunahpú e Ixbalanqué). Mas los señores dicen que no importa, que se presenten. Y que los recompensarán con magnífica paga.

Entonces, los dos magos vagabundos mandan a responder que no quieren ninguna paga. Que irán, a condición de que las puertas del palacio se abran y el pueblo entre a presenciar la gran representación. Los señores, que además son avaros, se ríen de aquella demanda. Aceptan, y la gente pobre de los caminos y las aldeas penetra en parvadas al palacio tras los bailarines. (Diversa representación de atuendos humildes para la gente del pueblo: jornaleros del campo, artesanos, alfareros, mendigos, etc. El pueblo llenará el campo de pelota y la sala del palacio, salvo el atrio, reservado para la representación de los actos de magia.)

La pareja de magos, avergonzada, pretende no querer empezar a dar las muestras de su arte, por humildad ante tan poderosos señores. Los señores de Xibalbá, que ya arden de ganas de verlos actuar, los instan de mil maneras y les ofrecen cualquier recompensa, honor o distinción que quieran elegir. Ellos, entonces piden una: la pelota sagrada.

Es tanto el afán de curiosidad de los señores, que tras un corto deliberar, acceden, y les entregan la pelota. Pero al mismo tiempo han decidido que una vez terminada la representación mandarán a asesinar a los vagabundos, para recuperarla.

Los dos se disponen entonces a ejecutar sus suertes de magia, pidiendo a los señores que les señalen cada prodigio que quieren ver consumado. (Los actos de magia se realizan en el atrio del palacio, según ya se ha indicado.)

Les ordenan clavarse ellos mismos cuchillos en las carnes. Obedecen y sus heridas se restañan sin cicatrices ni huellas.

Les ordenan coger a dos de sus secuaces, los más temidos entre la comparsa de los guardianes felinos, y despedazarlos. Así lo cumplen y luego los resucitan, juntando todos sus pedazos.

Les ordenan despedazarse a sí mismos, trabados en lucha mortal. Así lo cumplen, y vuelven sin embargo a la vida. (Con auxilio de las luces, pueden utilizarse maniquíes que simulen los cadáveres despedazados.)

Les ordenan prender un gran fuego para quemar el palacio. Así lo hacen, sin que nada perezca entre las llamas. (Efectos de luces y pirotecnia teatral.)

Les ordenan dar vida a los muñecos de palo que están sentados en los asientos de honor de la sala del consejo. Así lo hacen; los muñecos huyen, despavoridos de asombro, sin alcanzar a entender el misterio repentino de la vida. (Los muñecos ya no son en esta escena maniquíes, sino bailarines.)

En el éxtasis de la admiración, los señores de Xibalbá les ordenan tomarlos a ellos, cortarles las cabezas, y colocárselas otra vez sobre los hombros, con su magia. Después de muchos ruegos, así lo cumplen. Ruedan las cabezas de los señores de Xibalbá, Huncamé y Vucub-Camé (trucaje con auxilio de juego de luces) y los dos magos bailarines, en lugar de reponérselas sobre los hombros, las machacan con los pies.

Espantados ante el suceso, la comparsa de secuaces, los felinos carniceros, y la comparsa de anunciadores de muerte, los búhos mensajeros, quieren ponerse en fuga. Pero el pueblo, que llena el palacio, les copa todas las salidas, arrebatándoles sus lanzas y atravesándolos con ellas.

Hunahpú e Ixbalanqué se descubren de sus harapos y recuperan su imagen de príncipes. Ocupan los tronos y establecen en Xibalbá el reino de la justicia, apartando para siempre las tinieblas.

Luego, ambos se elevaron al cielo. Al uno le tocó ser el sol y al otro la luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la faz de la tierra. El sol que acalora los días, la luna que vela las noches. Y ellos moran desde entonces en el cielo. (Proyección de cine sobre telón de fondo.)

Subieron también con ellos los miles de asesinados por los señores de Xibalbá, los despedazados en los caminos, los sacrificados, los atormentados, los enterrados vivos, todos los desaparecidos. Y así se volvieron compañeros de aquellos Hunahpú e Ixbalanqué y se convirtieron en las innumerables estrellas del cielo. (Sigue y termina proyección de cine sobre telón de fondo.)

Todo esto se cuenta en el Popol-Vuh, el libro sagrado de los quichés. (Telón lento.)