Mañana de domingo

A Jaime Incer y Germán Romero

LA BALLENA brotó de las aguas con un gemido y quedó flotando sin ánimo, como a la deriva. Luego escoró hacia estribor y con extraña quietud traspasó la rompiente después de lanzar al cielo un chorro muy alto que se deshizo en una brisa irisada, y fue a encallar cerca de la boca del estero. Eran las diez de la mañana, según la altura del sol que brillaba con la luz blanca de una barra de plomo al fundirse, y era domingo.

Tendida ahora en la arena, casi de costado, la piel gris parecía de hule, y el vientre del color del tocino crudo. La cabeza venía incrustada de parásitos de mar y de crustáceos, como flores de piedra. Olía mal, con un olor salino de descomposición en ciernes, y un ramaje de algas que había arrastrado consigo brotaba de la costura de su boca.

Sus ojos parpadeaban a veces, cuando también había un estremecimiento de sus enormes aletas pectorales. Parecía un barco castigado por la tormenta, con los palos del velamen descuajados y aventados lejos.

Del otro lado del estero la divisó llegar un muchacho que remendaba una red sentado en la mura de un bote. Cualquiera hubiera dicho que la red que iba pasando entre sus manos mientras daba las puntadas con una agujeta era un velo de novia, si no fuera por los plomos repartidos en sus bordes.

El bote se hallaba varado en la arena sobre unos troncos que servían de rodelas cuando era empujado hacia el oleaje para la faena. Doscientas brazas adentro, más allá de la rompiente, se pescaban pargos de buen peso y muchas veces corvinas si se salía con la aurora. Los colores en que estaba pintado, tal vez azul, tal vez verde, se habían desvaído de tanto sol y tanto salitre.

El muchacho, largo de piernas como una garza, no perdió tiempo y andando a zancadas fue a llamar al padre, y tras el padre se agruparon en la puerta del rancho forrado de latas y tablas dos mujeres y una niña. La niña tenía una nube en un ojo, el ojo izquierdo, y por eso al mirar parecía suplicar.

En una sarta sostenida por dos varas se secaban unos cuantos bagres abiertos en canal que también hedían, y tuvieron que agacharse debajo de la sarta para bajar hacia la costa, armados de machetes y cuchillos de destripar pescados. Una de las mujeres, a falta de otra cosa, traía un chuzo de apurar bueyes.

Progresaba el reflujo de la marea y atravesaron con los pies descalzos la corriente del estero que con un débil estremecimiento se abría paso en un tajo de la arena hacia la rompiente.

Contemplaron de cerca al animal como si fuera ya suyo, lo midieron luego con sus pasos, y por fin se sentaron en la saliente de una roca a esperar bajo la resolana a que la ballena acabara de morir, nerviosos sin embargo de que alguien más pudiera presentarse a disputarles la presa.

Tenían razón en su inquietud. Antes del mediodía la costa se fue llenando de un gentío silencioso que hervía sobre la arena y sobre los promontorios de las rocas como una procesión de cangrejos. Llegaban con más machetes, picas y hachas, y con baldes plásticos, bidones, sacos y canastos.

Algunos iban desnudos de la cintura para arriba, otros llevaban viejos pantalones cortados en hilachas a la altura de los muslos. Uno llevaba una chaqueta camuflada, abierta por toda la barriga, y otro unas botas militares, sin cordones, metidas en los pies desnudos. Había mujeres que traían gorras y camisetas de propaganda electoral, y toallas debajo de los sombreros de palma para mejor abrigarse del sol.

Los llegados de primero, el padre del muchacho y los demás del rancho, incluida la niña de la nube en el ojo, defendían sus lugares pero ya no contaban para nada. La mujer del chuzo lo clavó con decepción en la arena.

Sería la una cuando asomó por la costa un jeep que parecía reverberar en la distancia, y como si en lugar de avanzar se alejara hasta disolverse en la bruma. Atravesó por fin el estero levantando una cortina de agua y se estacionó a espaldas del gentío, que ahora era más grueso, quizás el doble.

Venía al volante un delegado del Marena, a su lado una periodista de televisión, y atrás el camarógrafo que no perdió tiempo en saltar con la cámara en el hombro para correr hacia la ballena. Hizo numerosas tomas y luego giró sobre sí mismo, sin quitar el ojo del visor, para enfocar a la multitud.

La periodista, morena y pequeña de estatura, con anteojos de miope, se llamaba Lucía. Ajustó el emblema del canal al micrófono, y acompañada del camarógrafo siguió al delegado del Marena que se había metido entre la gente. El delegado se llamaba Richard y era un pelirrojo de aire enérgico, con marcas de viruela en la cara. Llevaba lentes de sol, pantalones color caqui y el teléfono celular a la cintura.

De inmediato empezó a hacer preguntas: si alguien había visto llegar a la ballena, y en tal caso, qué rumbo traía y cómo había encallado. El único que lo sabía era el muchacho, pero su padre el pescador le hizo señales enérgicas de callarse. Los demás siguieron con la vista obstinada puesta en la ballena.

Richard alzó los hombros, como si no le importara, y mejor decidió acercarse a examinar la ballena mientras el camarógrafo lo filmaba. Fue un examen minucioso. Luego la recorrió a lo largo, y en una pequeña libreta que sacó del bolsillo de la camisa hizo las correspondientes anotaciones.

Lucía le pidió que se pusiera de espaldas a la ballena para entrevistarlo. La gente allí congregada no prestó la menor atención a la entrevista, y tampoco hubo curiosos que corrieran a situarse detrás para salir en el cuadro, ni siquiera los niños, que había no pocos niños entre la multitud.

Los ruidos de la rompiente llegaban sosegados al micrófono, y así mismo la música de una roconola que se acercaba a ratos desde las ramadas del balneario a un kilómetro de allí, hacia el sur, pero que lo mismo desaparecía como si fuera empujada hacia atrás por el viento.

Richard declaró frente a la cámara que entre los meses de junio y septiembre, estábamos en agosto, las ballenas pertenecientes a la especie de la aquí presente viajaban unos ocho mil kilómetros desde el Antártico rumbo a las aguas cálidas del Pacífico con el objeto de alumbrar o aparearse; pero no solían llegar sino hasta Bahía de Solano, en Colombia, por lo que resultaba raro que alguna de ellas se aventurara tan lejos, y sobre todo sin ninguna compañía, pues solían desplazarse en manadas.

Lucía quiso saber a qué clase de especie se refería. Richard respondió que se trataba de una ballena yubarta o ballena jorobada, llamada así porque arquea el lomo antes de sumergirse. Ella preguntó entonces: ¿Se puede saber cuánto mide y cuánto pesa este ejemplar? Mide unos quince metros de largo, Lucía, y puede ser que su peso sea no menor de cuarenta toneladas, o sea ochocientos quintales, respondió, pulsando su calculadora.

Lucía preguntaba ahora a qué atribuía que la ballena hubiera llegado hasta aquí sola, si acaso tenía eso que ver algo con el hueco de la capa de ozono que estaba calentando los mares. El delegado respondió que no podía descartarse. ¿Y con la corriente del Niño? Tampoco podía descartarse.

Luego ella preguntó: ¿Había encallado por accidente, o es que se hallaba enferma de algún mal? Era evidente que se trataba de una ballena moribunda. ¿De qué estará enferma? Habría que hacer los análisis correspondientes a la hora de practicar la autopsia, por lo tanto recomiendo a todas las personas presentes abstenerse en todo momento de tocar la carne de esta ballena, dijo, alzando intencionalmente la voz.

Los presentes no se inmutaron. Seguían vigilando, seguían en silencio, y su número seguía creciendo. Habría ya un millar. En ese momento, como inquietada por un mal sueño, la ballena sacudió la cola hendida, abierta en dos alas. Es la aleta caudal, que en esta especie alcanza grandes proporciones, declaró el delegado.

Venían llegando más camarógrafos, periodistas de radio, fotógrafos. Llegaban también curiosos, en motocicletas y más jeeps, y aun en carros que se atrevieron a bajar a la costa y atravesar la corriente del estero, a riesgo de quedar atollados en la arena. Muchos se acercaban desde las casas de descanso, en motos de playa, y a pie desde los restaurantes, cantinas y ramadas del balneario.

Los que esperaban no se mostraron para nada conformes con aquella invasión, y menos aún cuando se presentó a bordo de un camión de barandas un contingente de policías que saltaron de la plataforma armados de fusiles Aka y pecheras llenas de municiones. Venían al mando de un inspector que viajaba en la cabina. Los policías se referían a él como el inspector Quijano al solicitarle órdenes, y sus órdenes fueron las de aislar a la ballena por medio de una cinta amarilla, de las que se utilizan en el lugar de un crimen.

Los policías, en actitud diligente, se dispusieron a cumplir las instrucciones, pero entonces comenzó un forcejeo porque nadie quería retroceder. La mujer del chuzo lo blandió como una lanza para amenazar a unos de los policías, otras gritaron insultos, y el inspector Quijano les ordenó entonces retroceder porque las cámaras estaban filmando el incidente.

La ballena movió en ese momento las aletas pectorales, estrechándolas contra el cuerpo como si tuviera frío y quisiera cubrirse con ellas. Luego tuvo un vómito. Fue una copiosa bocanada de peces enteros, arenques, caballas y sardinas.

El gentío corrió a arrebatarse los peces sin hacer caso a las voces del delegado advirtiendo que era comida tóxica porque estaban muertos, y la trifulca se deshizo hasta que no quedó uno solo sobre la arena. El inspector Quijano se acercó a presenciar la escena a paso lento y movió con desconsuelo la cabeza, pero nada más.

Entre las personas venidas del balneario vecino, donde acababan de almorzar, se hallaban dos amigos de toda la vida, el doctor Incer, biólogo, geógrafo y astrónomo, y el doctor Romero, historiador y antropólogo. No parecían veraneantes ni nada por el estilo, y más bien daban la impresión de hallarse extraviados.

Lucía descubrió al doctor Incer, que observaba la ballena un tanto de lejos, valiéndose de sus habituales binoculares, y se acercó con su camarógrafo para entrevistarlo. Tras ella vinieron todos los demás periodistas y camarógrafos, y ya había cierta tensión provocada por la competencia, porque se empujaban entre ellos.

El doctor Incer empezó manifestando ante las cámaras su emoción al observar por primera vez un fenómeno de esta naturaleza, un cetáceo anclado en nuestras costas de aguas cálidas. Hablaba como el buen conferencista que era. Entre otras cosas informó que la ballena yubarta, o jorobada, debía su nombre científico de Megaptera novaeangliae, al sabio Fabricius, quien se lo había dado en 1780.

¿Qué quiere decir eso en español, doctor?, se oyó preguntar a Lucía. Significaba “Gran Aleta de Nueva Inglaterra”, por las formidables aletas pectorales de esta especie, avistada por primera vez en las cercanías de Nantucken, Nueva Inglaterra.

—Que es el puerto de donde salió el capitán Ahab para dar caza a Moby Dick, la ballena blanca —dijo el doctor Romero; pero ninguna de las cámaras, ni tampoco ninguno de los micrófonos se volvió hacia él.

El doctor Incer, por tanto, siguió declarando. Declaró que la especie yubarta es muy vocal y puede crear una amplia variedad de sonidos, hilados para formar frases repetidas en serie. Es lo que puede llamarse en términos técnicos una canción. Esas canciones pueden durar de cinco a treinta y cinco minutos y llegan a veces a repetirse sin interrupción por varias horas.

¿Se fijó que esta ballena vomitó una gran cantidad de pescados muertos?, preguntó Lucía. Es porque se alimentan a lo largo de su ruta de una amplia variedad de especies, y para eso tienen en la boca una especie de peine de pelos rígidos con el que filtran el agua de mar al tragar sus presas, respondió el doctor Incer.

Según el delegado del Marena pesa ochocientos quintales, dijo Lucía, y porque la empujaban desde atrás, parecía a punto de meter el micrófono en la boca del entrevistado. Puede ser, respondió el doctor Incer, aun hay ejemplares de peso mayor. ¿Rinde una buena cantidad de carne entonces? Los cetáceos tienen carne abundante y de buen sabor, aunque bastante grasosa.

¿Cuánto tiempo tardará en morir?, preguntó desde atrás otro de los periodistas. No se puede saber, pero pueden ser días, tal vez semanas, respondió el doctor Incer. De esta ballena puede comer toda una población de gente, como esa que está ahora rodeándola, afirmó el mismo periodista. Sería una crueldad matarla, y más bien las autoridades deben protegerla mientras puede ser remolcada por un barco especializado hasta la estación de biología marina más cercana, dijo el doctor Incer.

¿Y dónde hay una estación de ésas?, preguntó Lucía. En San Diego, California, yo la he visitado. Será tarea imposible, doctor, lo que es esta gente ya se la habrá comido antes de que logren remolcarla, dijo otro más. El doctor Incer calló y frunció el entrecejo. Es cierto que en ese momento lo ofendía el fulgor del sol de las tres de la tarde, pero tenía un tic nervioso, que era precisamente el de fruncir el entrecejo.

Además, según el delegado la ballena está enferma, dijo Lucía. Mayor razón para dejarla en paz, dijo el doctor Romero, pero tampoco ahora, ni ella ni ninguno de los otros periodistas le hizo caso. ¿Para qué sirve además un animal tan grande como éste si no es para dar carne?, preguntó otro de los periodistas que ahora se había adelantado y lograba apartar a Lucía.

Para los más diversos usos, se apresuró en responder el doctor Incer: su grasa para fabricar candelas y también para freír alimentos, sus huesos y cartílagos para corsés, hilo de sutura, látigos de cochero, varillas de paraguas y cuerdas de piano, su piel para parches de tambor, y el ámbar gris, que se encuentra en sus vísceras, como base de perfumes y cosméticos femeninos.

El ámbar gris ha servido siempre, desde la más remota antigüedad, como un potente afrodisiaco, dijo el doctor Romero. Seguía sin poder cautivar a la audiencia, pero siendo como era un hombre irónico, se reía para sí mismo.

Ahora muchos de esos materiales son sintéticos, dijo otro. En efecto, algunas invenciones modernas han sustituido esos productos, respondió el doctor Incer, como es el caso de las candelas, que ya no se fabrican de cebo animal sino de parafina, aunque otros continúan necesitándose, y por eso los barcos balleneros siguen persiguiéndolas como antaño por todos los mares de la tierra, y peor hoy día, porque cuentan con la ayuda de los satélites.

—Imagínense si en tiempos del capitán Ahab el Pequod hubiera estado equipado con rastreadores electrónicos —dijo el doctor Romero—; las ballenas no quedarían ni en el recuerdo.

El doctor Incer era objeto de entrevistas cada vez que se producía un huracán, una erupción o algún fenómeno famoso, como había ocurrido con la aparición del cometa Halley en 1986; en el caso de las lluvias de estrellas fugaces, como había sido con los meteoros Oriónidas dos años atrás; o cuando el planeta Marte se acercaba a la Tierra, como había sido el caso aquel mismo mes. En cambio, el doctor Romero, titulado en la Sorbona y merecedor de las Palmas Académicas de Francia, había escrito los más importantes libros sobre la historia de Nicaragua en el siglo XVIII, pero ninguno de los periodistas conocía esas obras.

Así que mientras seguían lloviendo las preguntas sobre la cabeza del doctor Incer, el doctor Romero abandonó su empeño de hacerse oír y se dedicó con mayor provecho a observar lo que seguía ocurriendo en la playa.

Por esa razón fue él quien presenció el momento cuando uno primero, y otros después, dos hombres subieron al lomo de la ballena desde el lado de la cola, y luego, como si fueran equilibristas, los brazos abiertos en cruz, avanzaron sobre la piel resbalosa hasta alcanzar la cabeza. El primero llevaba una barra de excavar pozos que usaba a manera de pértiga. El otro un balde de plástico rojo en una mano, y en la otra una pica de pedrero.

El doctor Romero se los señaló a los periodistas que al fin lo atendieron, y entonces corrieron en desorden hacia la playa, los camarógrafos adelante. El inspector, con la pistola de reglamento en alto, ordenaba a los dos que se habían subido al lomo de la ballena que bajaran inmediatamente. El delegado del Marena venía corriendo al encuentro de los periodistas, como en demanda de auxilio.

En lugar de obedecer, el hombre de la barra la alzó con fuerza para descargarla sobre la cabeza de la ballena, que al golpe se cobijó aún más estrechamente con las aletas pectorales. Y cantó. No había nada de armónico en aquel canto, era una especie de mugido, largo y profundo.

—Las ballenas siempre viajan en cortejo, y seguramente estará llamando a alguien de su especie —dijo el doctor Incer.

—Es una hembra —dijo el delegado, que había llegado junto a ellos—, y puede ser que esté preñada.

—Entonces está llamando a su macho —dijo el doctor Incer.

Había ahora más personas subidas al lomo de la ballena. Las mujeres se apretujaban a su alrededor, con los baldes en alto, para recibir los primeros tasajos de carne. El inspector terminó por enfundar su pistola.

Los policías avanzaban y retrocedían, confundidos en la marea humana, y sólo se veían sus gorras y el cañón de sus fusiles. Algunos lo que hacían era escapar del tumulto. Se veía, además, el chuzo de aquella mujer, la primera en llegar, enarbolado por encima de las cabezas con un trozo de carne ensartado en la punta.

La multitud trabajaba a golpes y desgarrones el lomo de la ballena, los costados, las aletas pectorales, la parte visible del vientre. Pronto le habían cercenado la cola hendida, y sólo quedaba en su lugar un muñón sangrante.

Al rato, los dos científicos y el delegado vieron pasar al pescador que ayudado por el muchacho flaco como una garza, su hijo, llevaba cargando un buen trozo de una de las aletas pectorales. Delante de ellos iba la niña de la nube en el ojo, que aunque sonreía feliz parecía mirar con angustia.

La mayoría de los curiosos había vuelto a sus vehículos para irse, y la multitud alrededor de la ballena disminuía, porque cada quien que llenaba sus baldes y sus sacos iba desapareciendo. Muchos se alejaban por la costa en parejas, seguidos de sus niños, los hombres con los sacos de carne al hombro y las mujeres con los baldes y canastos rebosantes en la cabeza. Iban despacio, conversando amenamente. Los policías subían al camión, algunos cargando algún tasajo dentro de las gorras, o amarrado con el fajín.

Contra el sol poniente lo que se veía ahora era el costillar de la ballena, como las cuadernas de un barco abandonado a la destrucción y al olvido. Algunos medraban todavía entre los despojos, recogiendo lo que aún podían, mientras la marea iba lavando la sangre extendida en un manto sobre la arena.

Ya nadie filmó esas últimas escenas, porque no quedaba ningún camarógrafo. Lucía se había ido, todos los periodistas se habían ido. El inspector Quijano se bajó de la cabina del camión y se acercó pedir un cigarrillo al delegado del Marena, que se lo encendió, defendiendo de la brisa la llama del chispero.

—Esa carne no es apta para el consumo humano —dijo el delegado al guardarse el chispero en el bolsillo.

—Todo esto es consecuencia del hambre que sufre nuestro pueblo —dijo el inspector Quijano, que había sido guerrillero.

—La ballena es como el país —dijo el doctor Romero con leve sonrisa—. Sólo quedan los despojos.

—Me pregunto cuánto habrá durado viva mientras la carneaban —dijo el doctor Incer.

En ese momento repicó el celular del delegado, que se apartó a contestar. Le estaban solicitando informes de lo sucedido, y él los estaba dando.