Para Lucía Cunning
EN LO más crudo de la temporada de invierno, el Luna Park debió encontrarse desierto. Pero no era así. El palacio de fantasía destinado al espectáculo The War of the Worlds (La Guerra de los Mundos) se hallaba colmado por una multitud de adultos y niños que había hecho colas desde las primeras horas pese al intenso frío reinante; el termómetro marcaba 24 grados Fahrenheit (-4 Celsius). En el escenario destinado al aterrizaje de las naves marcianas se levantaba ahora un patíbulo.
La bombilla incandescente con un filamento de hilo de coser carbonizado inventada por Thomas Alba Edison había visto su triunfo en Luna Park, abierto en Coney Island en 1895. Un cuarto de millón de esas bombillas adornaba el perfil de los palacios de fantasía, y derramaban su resplandor formando figuras de jardines, pérgolas, torres, cascadas y molinetes. Todo aún más sensacional, si se piensa que las bondades de la iluminación eléctrica sólo alcanzaban entonces pequeñas porciones del territorio de los Estados Unidos.
La entrada por el lado de Surf Avenue estaba flanqueada por dos torres de cúpulas bizantinas con medias lunas de latón en la cúspide, mientras en sus bases se abrían las taquillas atendidas en temporada por mexican señoritas (señoritas mexicanas) ataviadas con sombreros de charro, chalecos rojos bordados de lentejuelas y sarapes. Era la única que se había abierto este día.
No lejos de allí, hacia la West 12th street, en una calleja lateral, se encontraba el establo de los elefantes, todo un rebaño utilizado para pasear por las calles del parque a los visitantes que se acomodaban en monturas de seis asientos cada una, uncidas al lomo de los animales. Cada elefante acarreaba un promedio de nueve mil personas a la semana, y el paseo costaba diez centavos para los adultos y cinco centavos para los niños.
Entre las atracciones famosas del parque se hallaba The Museum of Incredible Beings (El museo de los seres increíbles), montado bajo una carpa por el empresario de variedades Phineas Taylor Barnum, que se visitaba mediante el pago de un boleto de veinticinco centavos. Allí podía admirarse la momia de una sirena capturada junto con otras de su especie en 1739 por la tripulación hambrienta de un barco ballenero en el mar del norte, la única en salvarse del cuchillo del cocinero gracias a ser la más vieja de todas, y a la que el contramaestre del barco, Joshua Griffin, había tomado luego por esposa. Gimieron con gran sentimiento al ser presas en la red, y su carne cocida sabía a ternera, según el relato del contramaestre al periódico The Scots Magazine, que los visitantes podían leer en una pizarra.
Además de la sirena, sentada en lo alto de un peñasco marino de cartón piedra, en el museo, por lo demás compuesto por seres vivientes, figuraba el diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto, recibido en audiencia en su día por la reina Victoria Isabel de España, por el emperador Luis Felipe de Francia, y luego de su boda en 1863 con Lavinia Warren, una enana de su misma estatura a la que doblaba en años, por el presidente Lincoln; los siameses Chang y Eng, provenientes de la corte del rey de Siam, casados luego en Carolina del Norte con dos hermanas, y que llegaron a procrear con sus respectivas esposas doce hijos el primero, y diez el segundo, ambos ahora ya viudos; Joice Het, la esclava de ciento sesenta años de edad que había sido niñera de George Washington, y media docena de bellezas circasianas llevadas al mercado de esclavos de Constantinopla como consecuencia de la conquista del Cáucaso por Rusia.
La lista de atracciones era interminable. Se podía navegar en los botes Babling Brooks a través de un río artificial para ver desde la borda praderas irlandesas con vacas mecánicas que pastaban distraídas, aldeas alemanas con tabernas desbordadas de bebedores de cerveza, y tribus de esquimales cazando focas en los hielos del Ártico, todo por quince centavos.
También se pagaba quince centavos por entrar al Monkey Music Hall, donde tocaba sin cesar una orquesta completa de monos de Borneo, o al Paraíso de los Cormoranes Amaestrados que cogían los peces del agua y los entregaban palpitantes en la mano a los espectadores. Por el mismo precio se podía entrar al Palacio de Oriente para recorrer las calles de Bagdad y entrar al zoco a lomo de un manso camello para mezclarse con una multitud de vendedores callejeros, alfareros, plateros, aguadores, mendigos, prostitutas, faquires, encantadores de cobras, tragadores de fuego, derviches voladores, danzarinas del vientre y acróbatas.
En un teatro vecino a la ciudad de Bagdad se representaba The Tornado of the Century. Era un día de sol en un pueblo del estado de Kansas. Los comercios se hallaban abiertos y la gente caminaba tranquila por las calles, cuando de pronto el cielo se ennegrecía y soplaban los vientos con silbido infernal. La ropa era arrebatada de los tendederos, y a medida que la tromba se acercaba, los árboles y los techos iban siendo arrancados de cuajo y las carretas y los caballos de tiro volaban por los aires lo mismo que los habitantes.
En el espectáculo llamado The Crack of Doom (La grieta fatal), un torrente de montaña caía sobre un apacible pueblo minero. Hombres, mujeres y niños eran arrastrados en medio de los restos de las casas destruidas por la fuerza del agua, un millón de galones derramados y luego reciclados en un tanque subterráneo de doscientos cincuenta mil pies cúbicos.
En The Battle of the Century (La batalla del siglo) se podía ser testigo de la caída de la ciudad otomana de Adrianápolis, representada con sus palacios de cúpulas azules y doradas, mezquitas de altos minaretes, soberbios jardines y una fortaleza. Un ejército de invasores búlgaros, servios, montenegrinos y griegos bombardeaba la ciudad y asaltaba la fortaleza hasta que la guarnición turca se rendía. En el espectáculo llamado The House that Jack Built (La casita que el gato construyó), una jaula se alzaba en el tope de un gran poste pintado de listones, y allá arriba la mujer barbuda rasuraba a los espectadores que querían subir, por sólo diez centavos.
También estaba el espectáculo bíblico llamado Light and Shadows (Luces y sombras). Se admitía para cada sesión a una audiencia de ciento veinticinco personas que pasaban por la experiencia de vagar por la laguna Estigia en la barca conducida por Caronte, como si estuvieran muertas; podían asomarse al fuego del infierno que ardía dentro de las cavernas en las lúgubres riberas, y escuchar los alaridos de los condenados sujetos al tormento eterno, hasta que la barca salía a plena luz y los viajeros recibían a través de magnavoces el aviso de que habían resucitado en la gloria de Dios.
Una atracción singular era The Man Hunt (La cacería humana). Trescientos jinetes, hombres y mujeres, aparecían al galope por la pradera persiguiendo entre disparos de armas de fuego y gritos de muerte a un greaser (mexicano), que huía desesperado por delante de la cabalgata, dando traspiés. Por fin le daban caza lazándolo, lo arrastraban hasta una pila de leña, lo amarraban a un poste y lo hacían arder en la hoguera.
Aquella mañana de enero, al acercarse la hora señalada, una puerta lateral del teatro de La Guerra de los Mundos se abrió, y un murmullo vino a alzarse entre la multitud a la vista del cortejo de guardas que entraba conduciendo a Topsy, la elefanta de Bihar de seis toneladas de peso, diez pies de altura y veinte pies de largo.
Topsy había llegado a Estados Unidos tres décadas atrás con el Adam Forepaugh Circus, y su número de entonces consistía en girar por la pista, montada sobre patines de ruedas, a los compases del vals El Danubio azul. Luego le tocó trabajar con el Incomparable Albini, el maestro ilusionista, que la hacía pasar al otro lado de la luna de un espejo donde quedaba prisionera, en la apariencia de haber sido congelada en un témpano de hielo.
Ahora, además de pasear en su lomo por las calles cubiertas de gravilla a los visitantes de Luna Park, era parte de la cuadrilla de “elefantes acuáticos” que ejecutaban caídas en el tobogán de agua, deslizándose hasta la piscina desde una altura de cincuenta metros. Muchos de los que habían llegado desde temprano para buscar lugar en el palacio de La Guerra de los Mundos la conocían por su nombre, y tanto adultos como menores de edad le habían dado de comer maní y otras golosinas de sus propias manos.
Para esos días se libraba una enconada lucha entre Edison, inventor de la corriente eléctrica directa, y Westinghouse, inventor de la corriente alterna, ambos empeñados en demostrar que una era más segura y eficaz que la otra. Edison, en alarde de mofa, había recomendado al estado de Nueva York utilizar el sistema de corriente alterna para la silla eléctrica; él iluminaría los lugares públicos, los parques de atracciones, las calles y los hogares, y dejaría a Westinghouse la ejecución de los delincuentes.
Edison ya había realizado en su laboratorio de Menlo Park una demostración de la eficacia del invento de Westinghouse para matar, electrocutando con una descarga de corriente alterna a una docena de animales, entre ellos un gato y un gallo, colocados sobre una plancha de metal conectada a electrodos. Luego, para demostrar lo contrario, otros animales recibieron corriente directa, la suya, y aunque quedaron chamuscados, no murieron.
Un año antes, un empleado del parque, un tal Frederick Whitey Ault, había subido a los lomos de Topsy en estado de ebriedad para obligarla a dar un borrascoso paseo a lo largo de Surf Avenue. El paseo terminó cuando el espantado animal se desbocó hacia el cuartel de policía en medio de aterradores bramidos, haciendo que los oficiales corrieran a encerrarse en las celdas en busca de refugio.
Pero luego ocurrió algo peor. Uno de sus conductores, llamado Mack Scooby Murphy, quiso darle de comer, uno tras otro, cigarrillos encendidos. Enfurecida, la elefanta agarró al hombre con la trompa y lo estrelló contra el suelo, matándolo al instante. Su suerte quedó sellada. Ese mismo día se decidió su ejecución.
La primera idea fue ahorcarla. Existía el precedente del caso 2 112, “el estado de Tennessee contra Big Mary la elefanta”. Mary había matado a su domador, Walter Red Eldridge el 12 de septiembre de 1901 y la ciudadanía de East Tennessee reclamó su cabeza. Los intentos de acabarla a tiros fallaron, y se decidió entonces colgarla de una grúa de ferrocarril. Cinco mil personas se congregaron para presenciar la ejecución, que fue exitosa. Un mes después la silla eléctrica fue introducida en Tennessee, muy tarde para Big Mary, y el primero en ser sentado en ella fue un convicto por violación llamado Julius Morgan.
La dificultad de trasladar una grúa de ferrocarril a Luna Park obligó a buscar otro método, que fue el de envenenamiento. Topsy recibió cuatrocientos sesenta gramos de cianuro de potasio en lo que se suponía iba a ser su última comida, que consistió enteramente de zanahorias crudas. Pero resistió la embestida del veneno, y salió airosa. Entonces se recibió una carta de Edison ofreciéndose él mismo para encargarse de “westinghausizar” a Topsy con una descarga de corriente alterna. La propuesta fue aceptada por los empresarios del parque, a pesar de las airadas protestas de Westinghouse.
Los guardianes hacen ahora subir a Topsy al escenario donde se alza el patíbulo, una plataforma de dos metros de alto que facilita la visión del público, gran parte del cual permanece de pie, tan atestado se halla el lugar. Todos visten abrigos, generalmente oscuros y grises, y llevan gorros de lana y astracán, y sombreros de fieltro, porque el teatro no dispone de calefacción, y sobre las abundantes cabezas se alza una nube formada por el vapor de los alientos. Si podemos presenciar la secuencia es porque Edison la filmó él mismo, y la película que dura dos minutos ha sido restaurada digitalmente. Esa película fue exhibida luego en todo Estados Unidos por el mismo Edison, para acabar de demostrar la peligrosidad de la corriente alterna.
Ya vimos el ingreso de Topsy por la puerta lateral, conducida por el cortejo de guardianes, ya la vimos subir al escenario. Ahora asciende al patíbulo D. P. Sharley, un empleado de la Edison Company, que inicia la tarea de colocar en el cuerpo de la elefanta una red de alambres de cobre conectados a electrodos. El que parece ser el alambre principal, dado el grosor, es puesto alrededor de su cuello; uno de sus extremos va a dar a un motor montado sobre ruedas de fierro, y el otro a un poste. Por último, las patas le son calzadas sobre unas sandalias de madera recubiertas de cobre, muy parecidas a los patines que años atrás usó en su número del vals.
He aquí lo que en la película, de acentuados contrastes grises y negros, se ve ahora. Un operador activa la cuchilla de un switch atornillado al poste, y la corriente alterna de seis mil voltios pasa por el cuerpo de la elefanta, que es sacudida por la descarga. Se torna rígida, eleva la trompa en el aire como si fuera a emitir un alarido, y luego se la ve envuelta por completo en el humo de los electrodos que arden. La corriente es suspendida, y se desploma muerta al suelo. Todo esto toma apenas diez segundos.
Como puede verse por algunos de los espectáculos ofrecidos en Luna Park, que se han puesto de ejemplo, las catástrofes fascinaban al público; naufragios de buques, huracanes y tornados, bólidos celestes, torrentes, terremotos, además de guerras, persecuciones y linchamientos. Pero la fascinación mayor era con los incendios. En este sentido, uno de los espectáculos de mayor éxito era The Great Fire Show (El gran espectáculo de fuego).
En el escenario del teatro real se representaba la sala de otro teatro lleno de espectadores vestidos de gala, donde estaba a punto de empezar una función. Los músicos terminaban de afinar en el foso de la orquesta. Los murmullos cesaban poco a poco. De pronto, en lugar de abrirse, las cortinas del otro proscenio estallaban en violentas llamaradas, el otro escenario se llenaba de humo, y el público comenzaba a huir en pánico, unos aplastando a otros en la carrera, mientras el teatro fingido colapsaba hasta convertirse en un esqueleto de brasas encendidas. Esta pirotecnia llamada de “fuego frío” resultaba sumamente costosa y el espectáculo terminó por ser desechado.
En el momento en que el veterinario forense certificaba la defunción de Topsy, empezó en el palacio de La Guerra de los Mundos un incendio verdadero cuando las chispas que todavía aventaban los electrodos prendieron en el telón de fondo ilustrado con una estación espacial marciana. Las llamas se pasaron fácilmente a los decorados y tramoyas, y no tardaron en propagarse hacia las estructuras de madera del edificio.
El público que recién había presenciado la ejecución se atropellaba para escapar y, como es natural en estos casos, no pocos murieron aplastados por la avalancha humana. Las llamas, atizadas por el viento invernal, volaron hacia los palacios vecinos. El agua de las lagunas artificiales empezó a hervir. La torre de ciento veinticinco pies con el emblema de la Coca Cola, que imitaba una botella del naciente refresco, se derrumbó. Un total de doscientos sesenta y cuatro edificios resultaron destruidos en el parque, a un costo total de un millón doscientos mil dólares, o al menos es la suma total reconocida y pagada por las compañías de seguros. No sería el único incendio que arrasaría con Luna Park. El último de ellos ocurrió el 12 de mayo de 1947, pero siempre volvió a levantarse de sus cenizas.