Treblinka

DESEO explicar, en primer lugar, a quienes han tenido la bondad de asistir a esta conferencia en número que de todas maneras ya esperaba limitado, el porqué de mi presente dedicación y entrega a estudiar la situación social de esos seres que con no poco desprecio llamamos animales, y particularmente la situación de los pollos. Quizás algunos de ustedes recuerden que, como empresario avícola que fui hace años, se me llegó a conocer como “el Midas del pollo frito”, perverso reinado durante el cual las desgraciadas aves sufrieron por mi causa las inicuas maldades de que siguen siendo víctimas en el orbe terrestre.

Otros de entre ustedes podrán pensar que mi preocupación acerca de los constantes abusos a que son sometidos los pollos, tema de esta y otras futuras conferencias que pretendo dictar como parte de la cruzada que ahora emprendo, nace del estado de ociosidad que una edad como la mía impone; o acaso de la amargura provocada por el ruidoso fin de mi antiguo negocio, del que se ocuparon suficientemente los periódicos. Pues bien. Si el ocio sirve para consagrarse a una causa noble, bienvenido sea; y en cuanto a lo otro, aquel dramático final de mi conglomerado de empresas de crianza, destace y expendio de pollos, nunca me evoca amargura, sino paz de conciencia. Final que fue provocado deliberadamente por mí, tal como al final de mi exposición tendré el gusto de confesar.

Sepan por el momento que tuve de pronto la revelación de que era yo responsable de la comisión diaria de hechos de crueldad que terminaban en el crimen en masa. Si Saulo tuvo en el camino de Damasco una iluminación tan violenta que lo hizo caer del caballo, mi propia iluminación me hizo caer a mí del caballo llamado éxito. Y así me fue permitido ver que era yo ni más ni menos que el jefe de un campo de concentración donde a diario eran exterminados miles de seres.

Extrañarán acaso que dé el nombre de seres a los animales. Pero los animales, señoras, señores, saben de los sufrimientos que se les infligen, y son capaces de sentir dolor, y de afligirse ante ese dolor, no sólo ante la tortura física, sino también ante la tortura mental, así el sentimiento de la proximidad de la muerte, que tanto a ellos, como a nosotros, nos llena de espanto. Llamarlos brutos no es más que una manera de acallar nuestra conciencia. Mas no he venido, respetable auditorio, a filosofar esta noche, sino a exponer hechos.

No será una novedad para ustedes que considerable parte de los animales termina cada año como regalo de nuestras mesas después de haber recibido la muerte, las más de las veces de manera infame. El venir al mundo en forma de aves, reses o cerdos crea para ellos la desgracia de que su carne sea codiciada, y por eso se les niega la vida libre y natural a que tienen derecho. Su sino es el cautiverio, condenados primero a cadena perpetua y luego a la ejecución, aunque el mundo, con todas sus galas, fue hecho para su disfrute, igual que para nosotros.

Estos hermanos, sí, déjenme llamarles de una vez hermanos, padecen la extirpación de sus picos y el cercenamiento de sus patas en el caso de las aves; la castración a sangre fría en el caso de los cerdos y toros, y otra vez de las aves; el herraje con fierros candentes y la mutilación de cuernos en el caso de las reses, sólo porque sin ellos ocupan menos espacio en los establos, o en camiones y vagones al transportarlas.

La vida de los cautivos, reses y aves, transcurre dentro de minúsculos espacios de concreto, contenedores y jaulas metálicas, aterrados y en constante zozobra, sin saber qué va a ser de ellos el día de mañana. Y su temor y padecimiento culminan únicamente cuando se les traslada a los mataderos, y desde que entran en capilla ardiente no reciben ninguna clase de consuelo, ni agua ni alimento alguno, y más bien se les expone a condiciones extremas durante el proceso de su ejecución. ¿Saben ustedes que muchos se hallan aún en pleno uso de sus facultades cuando los cuelgan de los ganchos para abrirlos en canal, o para decapitarlos, y aún siguen vivos cuando les arrancan la piel o las plumas?

Quizás la rectitud de costumbres del selecto número de los presentes, y su respetable edad, resientan ciertos ejemplos que voy a citar, acerca de métodos utilizados por estrellas famosas para defender la causa de los animales, por lo cual pido excusas adelantadas.

La actriz del celuloide Pamela Anderson, por ejemplo, apareció no ha mucho cubierta apenas por hojas de lechuga en un anuncio de televisión que exhorta al consumo de vegetales frescos, frijoles, arroz y otros granos nutritivos, en lugar de carne. ¿Es edificante mostrar la desnudez en apoyo de una causa? Oigamos de los propios labios de ella la respuesta: “Nuestros prójimos los animales necesitan el apoyo de figuras célebres que capten la atención de los medios de comunicación y del público. Nos guste o no, la sociedad en la que nos ha tocado vivir funciona así. De alguna manera, estamos combatiendo al sistema desde dentro”.

Pero no sólo Pamela utiliza su desnudez como arma, distinguida audiencia. En una reciente exhibición de modas de la casa Versace en París, desfilaban las bellas y estilizadas modelos por la pasarela cuando, de pronto, todas ellas se despojaron de sus ropas, y exclamaron al unísono de cara al público: “¡Antes desnudas que con pieles! ¡alto al baño de sangre!” No es que yo apruebe semejante tipo de conducta, que debo reconocer libertina, pero no puede negarse que el gesto de estas estilizadas damitas sirvió para recordar que osos, zorros, tigres, cebras, y aun reptiles, son sacrificados por miles cada año para servir a la vanidad de aquellas que compran abrigos de pieles a precios escandalosos. Permítanme citar también a Paul McCartney, quien ha exclamado, con voz de profeta: “¡Llegará un día en que la carne desaparecerá de las vitrinas y de los mostradores de las carnicerías!” Así será. Nosotros, los seres humanos actuales, seremos vistos por generaciones futuras igual que ahora vemos a los sanguinarios hombres de las cavernas.

Si los animales hablaran, si llegaran a insurreccionarse alguna vez, el mundo conocería de propia voz de ellos la medida de tanta injusticia. Habría rebelión en las granjas, en los mataderos de reses, cerdos y aves de corral, en los ruedos de toros, en los hipódromos, en los canódromos, en los circos, en las perreras, en los zoológicos, en los laboratorios, en nuestros refrigeradores y en nuestras mesas. Sería un pavoroso coro universal de gritos, de alaridos y de aullidos de venganza que nos haría correr por nuestras propias vidas.

No nos damos cuenta hasta qué punto, el hecho de vestir un abrigo de piel, o de atracarnos de carne, de huevos o de leche, o de asistir a una corrida de toros, a una pelea de gallos, a una carrera de caballos o de perros, significa cavar cada vez más hondo nuestras propias tumbas. Los animales no nos pertenecen, ni son inferiores ni están en este mundo para servirnos. Son seres vivos, como nosotros, que sufren y padecen cuando los torturamos, los explotamos o los matamos vilmente, por pura codicia de nuestros sentidos, por nuestra gula y por divertirnos a costa de ellos.

¡Diversiones propias de bárbaros! Las corridas de toros, donde los animales, sin saber adónde se les ha llevado, encerrados en un chiquero oscuro son puestos de pronto en el ruedo, y deslumbrados por la intensa luz solar, no tienen más alternativa que embestir para defender su vida, de todos modos sacrificada al filo de un estoque clavado en su testuz. ¿Y las peleas de gallos? Navajas afiladas que se amarran a las patas de los contendientes, obligados a una conducta feroz en busca de sobrevivir. Tenemos también el caso fúnebre de los circos: chicos y grandes se solazan bajo la carpa a costa de los animales maltratados, explotados, confinados en jaulas, o que sirven de hazmerreír, humillando así su naturaleza, como ocurre a los monos. Si alguno de ellos, león, tigre o pantera, se toma alguna vez venganza agrediendo a los domadores, nadie se queje después.

En Estados Unidos, país rico como pocos, y cruel con los animales como pocos, con una dieta rica en carne y leche, cada ciudadano es cómplice y beneficiario a lo largo de su vida del abuso y sacrificio de un promedio de 2 450 animales, al comerse unos 2 287 pollos, 93 pavos, 35 cerdos y 15 vacas o terneras. ¿Cuál es el precio que paga, sin embargo? Obesidad, diabetes, colesterol, infartos, derrames cerebrales, apoplejía, atrofia del hígado, intoxicación de la sangre, cáncer gástrico, cáncer de la próstata. ¿No es ésta una venganza justa del reino animal?

Ahora, distinguida audiencia que me escucha, quiero pasar directamente al delicado tema de los pollos. Debo decir, de entrada, que estas aves son tan inquisitivas e inteligentes como los perros y los gatos. Cuando se hallan en su medio natural, forman hermandades y sociedades jerárquicas, se reconocen unos a otros, aman y protegen a sus polluelos, y disfrutan una vida plena, construyendo nidos y durmiendo en los árboles.

Pero los pollos de crianza industrial están privados de una vida pacífica semejante. Permanecen apretujados por cientos de miles en galeras malolientes; no pueden moverse, pues cada uno vive en el espacio equivalente a una hoja de papel. Estos seres son llevados a las cámaras de ejecución cuando apenas tienen dos meses de edad, siendo que su rango natural de vida es de diez a quince años, si se les dejara vivir.

Víctimas indemnes, padecen degradación y angustia durante sus cortas vidas. Sus instintos naturales y necesidades son ignorados. Desde los comederos al destace, se hallan sometidos a una interminable cadena de iniquidades. Sufren mutilaciones, hacinamiento, enfermedades, quemaduras con amoniaco, abuso de antibióticos, gordura forzada y extremo estrés. Las plumas, intestinos y aguas servidas, que se deberían descartar durante el proceso, son reciclados rutinariamente como alimento para estas criaturas; los expertos consideran que este canibalismo forzado está llevando a la galopante epidemia de salmonela en las granjas de pollos, y no sería raro que pronto apareciera la enfermedad de los “pollos locos”, pues es el canibalismo el causante de esa enfermedad, como ocurre con las “vacas locas”.

En las granjas de procesamiento, señoras y señores, se cometen asesinatos en masa en una escala difícil de comprender. La vida de los pollos es un eterno Treblinka. Las víctimas son primero colgadas de cabeza en los ganchos de metal de una banda transportadora. Después pasan por un aparato que las decapita con una zumbante navaja afilada, o se les sumerge en un tanque electrizado. Es horroroso que puedan ser testigos de su propia suerte y de la de sus congéneres a medida que se acercan al cadalso. Y cuando alguno de ellos, ya colocado en la banda transportadora, no llega a ser alcanzado por el filo del cuchillo, o por la descarga del tanque electrizado, gracias a algún defecto del proceso de producción, su muerte ocurre entonces de manera peor, en el tanque de agua hirviente donde las plumas se suavizan antes de ser arrancadas.

El trabajo de decapitar uno a uno a los pollos en incesante sucesión, cuando no lo hace la máquina, queda a cargo del hombre. Un operario, armado de una filosa navaja corva, espera que la banda transportadora haga pasar a cada condenado frente a su mano de verdugo, y de un solo tajo cercena sus cabezas. Casos se han conocido de personas que dedicadas a este trabajo por años, han terminado en estado de locura irreversible, y entrenados como criminales sicóticos, verdaderos asesinos en serie, han dispuesto en la misma forma de la vida de otras personas, degollándolas sin misericordia. ¡Oh venganza terrible de las víctimas, desde sus tumbas que son nuestros estómagos!

En las granjas dedicadas exclusivamente a producir huevos, los polluelos machos nacidos de gallinas ponedoras son liquidados en masa, por inútiles, a través de diversos métodos, entre ellos la asfixia, los gases venenosos, o su enterramiento, muchas veces aún vivos. ¿Me equivoco al evocar los campos de concentración? ¿Es errada la comparación con uno de los peores entre ellos, Treblinka? Pero no para allí. En el nombre de la “ciencia de crianza de pollos” son realizados horribles experimentos genéticos, sólo dignos de aquellos de los que se ufanaba Himmler en la Alemania nazi.

Ya dije que mi espíritu se transformó gracias a una revelación, y que gracias a esa relevación fui capaz de abandonar el camino que mi vida llevaba. Si no tienen inconveniente, me dispongo ahora a relatarles cómo ocurrió.

En el año de 1980 fui invitado a los Estados Unidos para asistir a los funerales del fundador de la célebre cadena de pollos fritos Kentucky, el coronel Harland Sanders, honor que recibí por ser yo concesionario local de la franquicia. Fue así que llegué por primera vez a su ciudad natal de Colvin, allí donde en 1939 había freído el primer pollo adobado con la receta de su inspiración, una mezcla de once hierbas y especias cuya fórmula nunca se ha revelado; no me había sido dado conocer al coronel en vida, y sólo ya muerto iba a tener la oportunidad de hacerlo.

Fui introducido a la capilla funeraria, y me acerqué a su cuerpo yacente para rendirle el último tributo. En el féretro descubierto, parecía que el coronel, vestido de blanco, con corbata de moño negro y barbita de chivo, como se le ve en los anuncios y emblemas, no tuviera ya nada más que decirme desde su féretro, si suficiente me había dicho ya con su vida; pues, como hombre salido de la nada, fue siempre mi modelo, ya que yo también me había alzado de la nada.

Él comenzó ofreciendo en un restaurante de pocas mesas al lado de una bomba de gasolina sus piezas de pollo frito empanizado; yo comencé vendiendo pollos congelados por libra en un tramo del mercado San Miguel en Managua. A él las autoridades lo forzaron a cerrar, porque sus fogones de gas eran inconvenientes en vecindad con un combustible tan volátil como la gasolina; a mí el incendio que se llevó el mercado tras el terremoto de 1972 me dejó en cenizas mi negocio. Él salió entonces con sus freidoras, cajas de hierbas y especias e implementos de cocina metidos en la parte trasera de su vieja camioneta de acarreo, a buscar donde establecerse otra vez; yo me dediqué entonces a vender los pollos crudos de puerta en puerta en una camioneta de segunda mano con altoparlantes. Él volvió a establecerse, y pronto tenía ya una pequeña cadena de restaurantes, mientras la fama de sus pollos volaba de una población a otra; yo de una camioneta pasé a tener cinco, y necesité agentes vendedores. Él inscribió una franquicia que amparó con su imagen y su nombre, y llegó a ser el rey mundial del pollo frito; yo llegué a ser en este país el Midas del pollo crudo.

Al contrario de lo que yo creía, sí tenía algo que decirme más allá de la vida. “¿Por qué los perseguimos?”, lo oí susurrar. Y yo, en aquel ambiente de flores que ya se marchitaban, pregunté a mi vez “¿A quiénes?” “Pues a los pollos”, respondió el coronel. Y me dio entonces la orden, que me dispuse de inmediato a cumplir: “No perseguirás más, no matarás”.

La noche misma en que regresé, del aeropuerto fui directo a mi planta de producción de pollos en las afueras de la ciudad, la más grande y moderna del país, capaz de abastecer nuestros puntos de venta en todo el territorio nacional, nuestros restaurantes bajo la franquicia del coronel Sanders, así como a mercados y supermercados, hospitales y cuarteles.

El aire aventaba ese olor que yo me había acostumbrado a sentir a lo largo de los años, un olor marino que emanaba del excremento de los pollos, alimentados con concentrados compuestos mayormente de harina de pescado. Bajo las frías luces del inmenso perímetro donde se alzaban las galeras destinadas a la cría y engorde, y las que servían como mataderos, y los frigoríficos, las bodegas, flotaban ingrávidas, en multitud, las plumas que siempre lograban escaparse de las tolvas succionadoras, y me pareció que por primera vez en mi vida entraba en un paisaje desolado y extraño.

Lo que cubría aquel paisaje no era el silencio propio de un domingo en que no se trabajaba en turnos nocturnos, sino un intenso rumor, como el de un coro de penitentes, producido por el cacareo incesante de los pollos que aguantaban la noche bajo la intensa luz de los focos que les impedía dormir. Era un coro sostenido que parecía extenderse sin límites. Unas almas en agonía respondiendo a otras sin darse descanso.

Ya sabía lo que tenía que hacer, de acuerdo a las instrucciones recibidas. Ordené a los vigilantes a que colaboraran conmigo en abrir las jaulas y luego los portones de las galeras, y aunque extrañados al principio, y si se quiere espantados, cumplieron con obedecerme, y fui yo quien les dio el ejemplo al proceder a abrir la primera de las jaulas.

Las miles de criaturas se lanzaron a carrera abierta hacia los portones, y entre cloqueos de alegría se atropellaban para saltar por encima de los cercos, atravesando en multitud la carretera y los caminos vecinales, y mientras iban perdiéndose de vista al amparo de la noche, aquel rumor se volvió lejano, hasta desaparecer. El coronel Sanders sonreía desde alguna parte, y yo podía entonces decirle: “Son libres al fin”.

En los periódicos se dijo que yo había enloquecido al ejecutar aquella liberación en masa, según algunos de ustedes, amigos amigas, deben recordar. Mis peores detractores fueron mis mismos familiares, coludidos con los ejecutivos de mi empresa. Pero no fueron solamente aquellas criaturas las liberadas. Yo también. Y ahora, tras años de silencio, me propongo llevar adelante esta cruzada, que ha empezado esta noche delante de ustedes.

Les agradezco haberme escuchado con tanta paciencia. Muchas gracias.