What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?
WILLIAM BLAKE
—GRACIAS por haber aceptado venir al estudio para esta comparecencia, capitán. Nuestro invitado es jefe de la estación número 28 de la policía de New York, en Central Harlem. Quisiera ir directamente al tema. ¿Me permite preguntarle cómo empezó todo?
—Recibimos el lunes una llamada de rutina. Vivimos llenos de llamadas de rutina. Un perro había mordido a una persona en un edificio público de viviendas al sur de la calle 125.
—El boulevard Martin Luther King.
—Sí, como se llama ahora. Un lugar caliente como hay pocos, nunca se le ocurra andar de noche por esos parajes.
—Tomaré su consejo.
—La patrulla regresó con el reporte de que habían encontrado a un tal Antoine Yates, de cincuenta y ocho años, de raza blanca, con heridas en el brazo y la pierna derechos. Según sus declaraciones, lo había atacado un perro pitbull, pero se negó a presentar cargos contra nadie, ni a decir nada más. Los patrulleros lo llevaron al hospital de Harlem, y fue dejado en la sala de emergencias.
—Un dato relevante. Un blanco en un barrio de afroamericanos.
—Sí, como se dice ahora, afroamericanos.
—Entiendo que luego recibieron otra llamada, esta vez anónima.
—El martes, eso fue el martes. Alguien que no quiso identificarse dijo que en algún lugar de Harlem se hallaba suelta una fiera salvaje, algo más que un perro, que estaba mordiendo a la gente. Una advertencia demasiado general, como puede ver. Pero luego hubo una nueva llamada.
—Más específica.
—Sí, era la misma voz. Volvió a llamar el jueves por la noche, informando que la fiera salvaje se hallaba en nuestras propias narices, que regresáramos al apartamento de la 125 donde había sido recogido el hombre blanco herido, que nos guiáramos por el olor a orines de tigre.
—Quedaba claro entonces que era un tigre.
—Todavía no. Decidí que era necesario volver al edificio, y yo mismo acompañé a los patrulleros. Un edificio asqueroso, usted sabe, de esos que se entregan
casi gratis a los beneficiarios bajo programas de asistencia social, y luego van deteriorándose. No funciona el ascensor, los tarros de basuras están siempre llenos, las paredes van cubriéndose de graffiti. En la entrada me encontré a una anciana que regresaba llevando sus compras en un cochecito de niño.
—La interrogó.
—Me propuse hacerle ciertas preguntas con cuidado. ¿No se asombraría usted si alguien se le acercara para preguntarle si acaso vive un tigre en su edificio? Ella, cuando intuyó de qué se trataba, no se asombró. El tigre vivía en uno de los apartamentos del sexto piso, dijo, pero a nadie incomodaba.
—Espere un minuto. ¿Le dijo que nadie se molestaba por tener un tigre viviendo allí?
—Para demostrármelo, se asomó al hueco de la escalera y llamó a alguien que vivía en el segundo piso. Un hombre en camisola, tan viejo como ella, y lo mismo de achacoso, bajó unos cuantos escalones. Hizo que la mujer le repitiera la pregunta, llevándose la mano al oído. “¿Cuál es el problema con Ming?”, dijo, “es una amable criatura”. Volvió a subir, y lo oí cerrar su puerta.
—Ming, para quienes no están familiarizados con la historia, es el nombre del tigre.
—Sí, Ming. Así lo había bautizado Antoine Yates.
—¿Sabe la policía de dónde sacó ese hombre su tigre?
—No está claro, pero sí sabemos que lo crio alimentándolo de su propia mano. Por al menos dos años, compartió el atestado apartamento con Yates y su familia. Antoine se sentaba con Ming en el sofá a ver los juegos de beisbol en la televisión, y también películas, La bella mafia, Carrie, El Padrino, El exorcista. Invitaba a los vecinos, tomaban cerveza, a veces le daban cerveza a Ming en el tarro en que bebía agua.
—Entonces todo mundo estaba de acuerdo en que el tigre no era ningún peligro. ¿Es lo que me quiere decir?
—Algunos no lo veían como un peligro, pero sí como una molestia. Cuando corrió la voz de que la policía se hallaba en el edificio, empezaron a asomar más cabezas por las escaleras, y algunos inquilinos vinieron hasta el vestíbulo. Llovieron las declaraciones. Alguien del quinto piso se quejó de que los orines de Ming se filtraban por el techo de su apartamento, no olvide que el tigre vivía en el sexto. Otro, vecino al lado, dijo que cuando la fiera tenía hambre, no lo dejaban dormir sus rugidos. Pero ninguno de ellos quiso hacer una denuncia formal.
—Entonces podemos concluir que los residentes, en lo general, toleraban al tigre.
—Déjeme decirle una cosa. Había una especie de orgullo de vivir al lado de un tigre, de compartir el mismo edificio con una fiera en sí misma temible y misteriosa. Un orgullo más fuerte que el miedo.
—¿Y qué había pasado mientras tanto con Yates, el dueño del tigre?
—No apareció. Había sido dado de alta el mismo día en el hospital, pero no regresó al apartamento. Tampoco pudo ser localizado en Filadelfia, adonde se había traslado su familia.
—¿Cuándo ocurrió eso de que su familia se trasladara a Filadelfia?
—En la medida en que el tigre crecía y andaba por el apartamento, la mujer de Yates no soportó más la situación. Lo encontraba copando el cuarto de baño sentado sobre el inodoro, o sobre el sofá de la pequeña sala esperando que encendieran el aparato de televisión, lo mismo merodeaba por la cocina. Entonces la mujer se fue con sus tres hijos para Filadelfia, a vivir al lado de su madre, llevándose a los otros animales, los inofensivos.
—¿Había más animales?
—Qué le diré, zarigüeyas, papagayos, iguanas, una boa.
—¿Una boa?
—Una boa adulta, de cuatro metros.
—¿Y usted llama inofensiva a una boa?
—En comparación con un tigre.
—Resulta que en ese apartamento lo que había era un verdadero zoológico.
—Podemos llamarlo así, un zoológico doméstico.
—Y el hombre se había quedado a vivir en solitario con el tigre.
—Por un tiempo, pero el tigre siguió creciendo, era ya un animal de cuatrocientas libras de peso, suficiente para disputar todo el espacio a su dueño. De modo que eso obligó a Antoine a moverse a otro apartamento del edificio y dejarle el campo a Ming.
—No me diga que al hombre le dieron otro apartamento y el tigre se quedó viviendo allí.
—Es algo anormal que un inquilino reciba dos apartamentos a su nombre, pero eso toca investigarlo a las autoridades de vivienda pública. Lo que sé decirle es que Antoine visitaba a Ming todos los días, y tras asegurarse del humor de la criatura, entraba para dejarle comida. Cambiaba el agua y entregaba al tigre su ración de pollo crudo y carne vacuna. Es lo que cuentan los vecinos.
—¿Cuál era el empleo de Antoine?
—No tenía ninguno, retiraba cada mes su cheque de desocupado.
—¿Y cómo financiaba los banquetes del tigre?
—Por medio de colectas entre los vecinos.
—Capitán, un punto. Diga lo que se diga de sus motivos, Antoine no era ningún tonto. Nadie puede ser un idiota y criar un tigre. Debe haber sabido que se hallaba metido en un lío, que algo podía ocurrir, y debió considerar la idea de trasladar al tigre a algún sitio donde pudiera disfrutar de libertad.
—Estamos hablando no de un tonto, sino de una persona irresponsable, que hoy enfrenta cargos de tenencia ilícita de animales salvajes y exposición criminal de personas al peligro.
—De acuerdo. Pero se hallaba en un lío. Necesitaba sacar a Ming de allí. ¿Pero cómo se saca a un tigre de un edificio de apartamentos? No podía simplemente meterlo en una bolsa y subir con ella al tren subterráneo. ¿Y adónde iba a llevarlo, además? No podía soltarlo en Central Park.
—Lo correcto hubiera sido llamar a la oficina de control de animales, dar parte a la policía. Nosotros hubiéramos sido comprensivos.
—Pero cualquiera puede imaginar que también rehusaba darse por vencido. Deshacerse del tigre era una derrota, y la idea de la derrota le creaba indecisiones. Cualquiera que alguna vez se haya sentido acorralado por las indecisiones sabrá de qué se trata. Uno siempre seguirá creyendo que se le va a presentar la oportunidad de salir del asunto, mientras pasa un día y otro. Sobre todo cuando se trata de una situación irracional.
—No capto muy bien su punto de vista.
—Echaba cada día carne cruda al tigre, y lo contemplaba desgarrar y tragar la comida. Se hallaba atrapado por la rutina. Tanto el hombre como el tigre se hallaban atrapados por la rutina.
—Alimentaba al tigre dos veces al día, como en los zoológicos.
—Ya ve, la situación era insostenible. Pero fue ocurriendo de manera gradual, una mala decisión tras otra. ¿Supo el tigre lo temible que se había vuelto? ¿Veía todavía Antoine en él al gatito al que daba el biberón, sentado en el sofá?
—Ese hombre no estaba en su sano juicio. Nadie en su sano juicio renuncia a su familia, la deja ir, por quedarse con una fiera salvaje que no tiene capacidad de amar.
—¿Dice usted que el tigre no tenía capacidad de amar debido a que un día atacó a su dueño y benefactor? ¿No se atacan también entre sí los seres humanos por celos, por envidias, por nimiedades, y luego se reconcilian?
—Lo siento, pero aquí sólo se trata del ataque de un animal que nunca pudo ser domesticado, porque sus instintos lo impiden, contra su dueño. Un animal que de pronto se convierte en lo que verdaderamente es, un tigre salvaje. Y peor, si es un tigre que vive inconforme, cautivo en la estrechez de un pequeño apartamento.
—¿No cree que si algo quería Antoine era crear una réplica del Jardín del Edén, una forma inocente de convivencia entre los seres humanos y las fieras? Aunque fuera dentro de las cuatro paredes de un estrecho apartamento. ¿Podemos culparlo por una utopía que casi le cuesta un brazo?
—Sus heridas no fueron así de graves, como para costarle un brazo, pero pudieron llegar a serlo como consecuencia de su imprudencia.
—Déjeme comparar el caso de Antoine con el del mago Roy, que también se recupera en Las Vegas del ataque de un tigre al que él mismo había criado. Roy imaginó también un mundo artificial en el que bestia y hombre pudieran vivir en paz y armonía. El Jardín Secreto.
—El mago sobrevivió para darse cuenta de que es algo imposible.
—Hay vigilias con velas encendidas para Roy en Las Vegas. Pienso que deberíamos ver a Antoine con la misma simpatía. Pero le ruego continuar, capitán.
—En base a la información recibida, decidí montar una operación para copar el apartamento y saber qué clase de animal había allí realmente.
—No uno, sino dos animales.
—Lo del lagarto lo supimos hasta después, no contaba en nuestros planes.
—¿Había tenido usted antes algún caso semejante en su carrera?
—Nunca. Pero en tales situaciones no hay tiempo que perder. Mi decisión inmediata fue abrir un boquete en la puerta, pero antes pedí apoyo a la Unidad Especial de Control de Animales Salvajes. Se presentó un equipo al mando del teniente Larry Wallach, y nos pusimos de inmediato a trabajar. El boquete fue abierto de manera circular, con una sierra eléctrica, lo suficientemente grande como para tener una visión del interior.
—Entonces pudieron ver por primera vez el panorama de adentro.
—Era un desorden increíble. Sillas y trastos volteados, muebles desfondados, paredes desgarradas, suciedad, y un olor rancio a animales de zoológico y a comida envejecida.
—¿Y el tigre?
—De pronto atravesó frente al hueco a paso firme y tranquilo, moviendo la cola. Luego fue a echarse junto a la ventana, al lado de la calefacción, y pasó un buen rato lamiéndose las pezuñas. Tornó a mirar hacia el hueco, seguramente nos vio, pero luego se desatendió de nosotros, se levantó, y se fue a otro lugar, fuera de nuestro campo de visión.
—¿Ya había concebido usted a esas alturas cuál sería el siguiente paso?
—Evalué la situación con el teniente Wallach, y decidimos que sería necesario disparar a la fiera un dardo tranquilizante, pero desde el hueco abierto en la puerta no era posible fijar el blanco, dado lo limitado del campo visual y el desorden de adentro. De modo que Wallach escogió a un hombre suyo para que bajara hasta la ventana del apartamento por la pared externa del edificio. Se descolgó desde el séptimo piso por medio de un cable sostenido por un arnés, armado con un fusil de dardos. El teniente Wallach y yo permanecimos frente al hueco de la puerta.
—¿Y qué hizo el agente una vez que alcanzó la ventana desde fuera?
—Cuando lo vi afianzado en el rellano, le di instrucciones por medio del walkie-talkie de golpear el vidrio de la ventana para llamar la atención del tigre. Lo hizo con uno de sus zapatos.
—¿Y cuál fue la actitud del tigre?
—Saltó como un bólido en dirección a la ventana, y de un zarpazo hizo añicos el vidrio. La cara del agente era lógicamente de terror. Había abandonado el rellano cuando vio saltar al tigre, perdió el fusil de dardos, que cayó a la acera, y ahora se mantenía agarrado del cable, colgando del aire, mientras el tigre insistía en alcanzarlo con las zarpas. Cuando al fin los de arriba consiguieron izar el cable, ya el tigre tenía medio cuerpo fuera de la ventana, y logró rasguñarle el pantalón.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Me fui a la calle, mientras Wallach se quedaba frente a la puerta. El tigre seguía asomado a la ventana, contemplándolo todo ahora con gran tranquilidad. Otro oficial había recogido el fusil y, en el momento en que yo llegaba, disparó un dardo hacia la ventana. Pero no era ningún experto, y el tiro falló. El tigre ni se dio por enterado.
—Una situación delicada.
—Di orden a los oficiales de guardia en la calle que tiraran a matar si el animal saltaba desde la ventana.
—Algo improbable, dada la altura.
—Improbable o no, no podía correr riesgos de tener un tigre salvaje suelto por las calles. Entonces, cuando me preparaba a entrar de nuevo al edificio, ocurrió lo increíble.
—Si no nos lo cuenta no vamos a poder saberlo.
—El tigre desapareció de la ventana y en su lugar se asomó el lagarto.
—¿Hasta entonces usted ignoraba la presencia del lagarto?
—Absolutamente, ya se lo dije. Contra todas las teorías que usted ha esgrimido, aquel hombre estaba loco, tenía a dos fieras peligrosas viviendo con él, mucha más razón para que su familia lo abandonara. Pero hubo algo más increíble aún.
—No veo qué otra cosa más increíble pueda haber ya.
—El lagarto parecía reírse, pelando los colmillos, mientras permanecía apoyado de manos en el alféizar de la ventana. Sus ojos verdes, déjeme decirle, despedían un destello de cinismo. Luego apareció a su lado el tigre. Se miraron, se aburrieron, y uno tras otro desaparecieron.
—Extraña situación, capitán, un tigre y un lagarto encerrados en un apartamento, que parecían burlarse de la policía.
—Teníamos que dar fin de inmediato a esa situación. Volví a subir, dispuesto a utilizar bombas lacrimógenas si era necesario, de no ser posible fijar los blancos.
—¿No pensó en desalojar el edificio?
—Con las opiniones de los inquilinos en contra de la medida, seguramente, y la conducta muchas veces violenta de esa gente, no quería agravar las cosas. Hubiera necesitado un gran contingente para ejecutar una operación como ésa, y ya tenía a muchos de los oficiales ocupados en acordonar la calle para impedir el paso de los transeúntes.
—¿En qué momento fue que lo llamó el alcalde Giuliani?
—Cuando ya subía, un agente se me acercó con el celular en la mano. Era el alcalde. Le informé del estado actual de la situación, y él me previno de que los periodistas se desbordarían en cualquier momento hacia el sitio. Pronto habría cámaras por todas partes, y hasta helicópteros de la televisión. El asunto debía estar cerrado cuando los periodistas llegaran.
—¿No le extrañó que el alcalde Giuliani se saltara todos los canales y lo llamara directamente a usted?
—Sinceramente, no tuve tiempo de detenerme a pensar en eso.
—El tiempo que le estaba dando era demasiado corto, en todo caso.
—Porque no quería que se volviera un asunto político todo eso del tigre suelto, me dijo. La imagen de la seguridad de los ciudadanos se hallaba en juego. Yo no le mencioné al lagarto, para no agobiarlo más, con el tigre había ya bastante para hacer rodar su cabeza.
—¿Se le había ocurrido algo nuevo para entonces, capitán, algún plan de emergencia?
—Con la ausencia de su dueño, tanto el tigre como el lagarto tenían muchas horas sin comer. Cuando nos encontramos arriba, frente a la puerta, pregunté a Wallach si era posible inyectar una dosis fuerte de narcóticos a la carne cruda. Su respuesta fue afirmativa. Entonces ordené a un oficial que fuera a buscar carne, toda la que pudiera hallar en las carnicerías cercanas. Pronto regresó trayendo dos grandes baldes de plástico llenos de filetes de res, chuletas de cordero, pollos enteros. Y de inmediato se procedió a inocular el narcótico a las piezas de carne.
—Y mientras tanto, ¿qué pasaba con los animales? ¿Se habían quedado tranquilos?
—Ojalá. Nos hallábamos empeñados en inyectar la carne, cuando de pronto escuchamos un rugido tremendo, y vimos la cabeza del tigre asomar por el hueco de la puerta, abriendo las fauces y mostrando los colmillos.
—Tremendo susto.
—No es vergonzoso lo que hicimos. Es el instinto de conservación.
—Nada puede ser vergonzoso en esas circunstancias. ¿Qué hicieron?
—Saltamos hacia atrás, y apoyándonos en las manos, nos arrastramos velozmente, lo más lejos posible del hueco, dejando los baldes y las jeringas regadas en el suelo. El tigre se ayudó con las zarpas para agarrar entre los colmillos uno de los mejores pedazos de carne, después otro, y cuando los hubo transpuesto metió de nuevo la cabeza.
—¿La carne que eligió estaba ya inoculada?
—El caso es que no.
—Astuto animal.
—Usted no creería si le digo que dentro percibí algo así como unas risas escondidas. Apenas un rumor. Pero no había tiempo de estar pensando en risas, afuera se oía ya batir las aspas de los helicópteros de los canales de televisión. Tiramos por el hueco la carne que ya estaba preparada. El efecto debía producirse en pocos minutos, según la fuerte cantidad de narcóticos que habíamos inyectado.
—¿Entonces?
—Mientras afuera los oficiales contenían a los periodistas, una escuadra de asalto se preparó para penetrar derribando la puerta. Esperaríamos tres minutos, contados reloj en mano, suficiente para que las bestias probaran algún bocado de la carne y cayeran bajo el efecto del narcótico. La escuadra iba armada de redes y cuerdas, para inmovilizarlas y de esta manera conducirlas al zoológico del Bronx.
—¿Y si aún estuvieran despiertas?
—Las instrucciones eran de lanzar granadas de gases, y luego tirar a matar a todo lo que se moviera.
—Se estaba usted exponiendo a un tiroteo a vista de toda la prensa.
—Ya era inevitable. A través del hueco se podía ver un helicóptero, en el que había dos o tres camarógrafos, que había bajado a la altura de la ventana.
—Entonces se produjo el asalto.
—Aún no. Lo que pasó entonces es que vimos cómo las presas de carne narcotizada eran devueltas, una a una, a través del hueco. No podíamos salir de nuestro asombro.
—¿Lo sintió usted como una nueva burla?
—Debo confesar que sí, trataban de humillarme. Mandé a sustituir los fusiles por ametralladoras de asalto, y a que se entregara a cada miembro de la escuadra una dotación de granadas de mano.
—Una guerra en toda regla.
—A mi señal, el oficial que iba a la cabeza de la escuadra rompió la puerta de una patada, y todos se abalanzaron dentro. Pero no hubo disparos.
—Relátenos esa parte, por favor.
—No hay mucho que relatar. Los cuerpos de las bestias estaban atravesados frente a la puerta, una al lado de la otra en medio de un charco de abundante sangre. Se habían atacado mutuamente.
—¿Muertos los dos?
—El tigre tenía un mordisco en la yugular y el caimán había recibido un zarpazo en la cabeza. Seguramente fue el último en atacar, porque la calidad de su herida se lo permitió. Aún estaba con vida, pero no tardó en expirar.
—¿Cuál es su juicio acerca de este hecho?
—Para ellos, lo que nosotros consideramos actos de locura, como atacarse de pronto mutuamente, es parte de su naturaleza.
—¿No ha pensado en que pudo tratarse de un suicidio pactado?
—¿A qué nos llevaría eso?
—Usted mismo nos ha contado que la conducta de los dos animales se volvió extraña, y que sus actos finales pueden interpretarse como de burla.
—Así lo vi.
—Entonces, es posible que se hubieran puesto de acuerdo para no entregarse con vida. Que no aceptaran ser trasladados a un zoológico público, que hubieran decidido no dejarse arrancar de lo que consideraban su verdadero hogar. Quizás Ming tuvo ya esa intuición frente a las intenciones de Antoine, y por eso lo atacó.
—En el campo de la especulación, todo es posible.
—El hecho de que sintiera que ellos se burlaban de usted no lo toma, sin embargo, como una especulación.
—Digamos que puedo tomarlo como un sentimiento personal. Una creencia.
—¿Podría entonces tomar como un sentimiento personal el hecho del suicidio mutuo? ¿Como una creencia?
—Es probable.
—Muchas gracias por su tiempo.
Bill Hemmer, de CNN, con el capitán Raymond L. Curtis,
comandante de la estación 28 de la policía de Nueva York