Cuando su abuela la puso en autos de su plan, la pequeña Rosa sintió un escalofrío de horror, en cuyo reverso creía sentir también la atmósfera de un cuento de hadas exótico. ¡Casada! ¡Ella…! ¡Casada por la fuerza con un monstruito doméstico! Ni siquiera era como una pesadilla, porque tenía demasiada coherencia. Y la abuela… Eso era lo máximo, que la idea hubiera salido justamente de su propia abuela, de la Rosa original. Para ella su abuela era una anciana, un ser que había vivido una eternidad, que lo había visto todo, que ya había perdido expresividad de tanto que había vivido, un ídolo de madera, más allá del bien y del mal… Y ahora resultaba que no era así. Hasta de esa dignidad se despojaba, porque detrás de su exterior impasible y apergaminado se revelaban vulgares cálculos de dinero e interés… Quizás la culpa no era de la pobre vieja, sino de la sociedad, de la Argentina, de un Estado que no se ocupaba de darles a los ancianos un ingreso acorde con sus ambiciones y los volvía seres dobles: por fuera el nirvana de la reconciliación con el destino, por dentro las viejas preocupaciones, las miserias habituales.
La reacción de la joven fue explosiva. Gritó hasta causar un pequeño escándalo barrial. La abuela lloraba, tomándose la cabeza con las dos manos… y gritaba ella también… pedía compasión por sus años, sus canas, sus sacrificios… Las vulgaridades que se lanzaban eran brutales, sin medida. Todos los diques se habían roto, por el momento. Se trataban mutuamente de «putas», pero al mismo tiempo ponían como argumento la necesidad ineludible de prostituirse que tendrían si la otra no cedía. Antes preferían suicidarse, y lo decían con tanta vehemencia que ése parecía el resultado fatal de la contienda: dos putas muertas. Nadie diría que eran una abuela y su nieta dirimiendo un asunto de familia. La pelea no duró un rato, como podría pensarse: duró un mes. Y un mes, en el estado de exaltación en que se encontraban, es mucho tiempo. En un mes pasan muchas cosas… Inclusive pueden pasar grandes revoluciones culturales que lo cambian todo. Y después de cada una de esas revoluciones la nueva juventud que asoma a la vida está invariablemente más enterada que sus padres de lo que pasa en el mundo. Claro que saber de política internacional no les hace comprender mejor lo que pasa en su casa, en su barrio.
Qué podía saber una niña semisalvaje, una flor silvestre de la Argentina feliz… Sólo sabía lo que quería saber, lo que inventaba, y por supuesto lo que le convenía. Y sin embargo sabía muchas cosas… Porque el barrio de la flor, la esquina de la Argentina feliz, estaba hecha de luz de sol y cielo azul lleno de cosas, de hechos, de realidades hermosas y vivientes y espantosas… Rosa había aprendido mucho de su propia infancia. Su infancia fue su única maestra. Todo lo que sabía lo olvidó con su primer amor. Y entonces quedó a merced de las sonoridades huecas de los lemas revolucionarios…
¡Las Grandes Ideas! Junto a las grandes ideas, como su sombra, están las pequeñas ideas. Gracias a ellas Rosa supo dejar una puerta abierta en su negativa. Porque sabía apreciar algunos argumentos de la abuela: el dinero, la seguridad… Y había otro argumento, quizás más fuerte que todos los demás juntos: que el matrimonio le permitiría escapar de la familia, de la asfixia de los condicionamientos, empezar una nueva vida, lejos…
Sus nociones de geografía eran vacilantes. Lo único que tenía claro era que si se casaba y se iba a la lejana propiedad heredada por su marido, no volvería a ver a su barrio, a su familia, a su noviecito, durante mucho, mucho tiempo… quizás nunca más. Eso le producía temor, a la vez que esperanzas. Era lo que tanto había anhelado, un corte, una distancia… De lo que se olvidó por completo en ese momento de excitación fue de sus vocaciones, de su «dispersión». ¿Qué sería ahora? ¿Escultora, neuróloga, pianista, bailarina? ¿O esposa? Ama de casa. La señora de Thiele. En una gran casa de un sitio desconocido… ¿Ahí terminarían todas las vocaciones? Orlandito trabajando en una fábrica, con sus títeres cubiertos de polvo; Pepe Nieves abandonándose al tiempo, con el acordeón en el estuche… El arte en realidad no tiene una necesidad interna, importa tanto como le importa al que lo practica…
Había un punto sólido: no amaba a Rolf. No podía amar a «Evito», el ayo astroso que la llevaba a la escuela cuando era chica… Aunque Rolf no era exactamente «Evito». Había cambiado, había dejado de ser aquel personaje ridículo… Cuando tuvo la calma suficiente para preguntarle algo racional a su abuela, le preguntó si él estaba de acuerdo. Lo estaba. Más que eso, había sido idea de él, mintió a medias la abuela. Los futuros cónyuges tuvieron largas conversaciones a solas. Él le decía: No tengas miedo, yo tengo mucho que enseñarte, la diferencia de edades no es lo importante en estos casos. Yo siempre supe que serías mi esposa, lo sabía cuando eras una niñita y te llevaba de la mano a la escuela, al hospital a ver a tu mamá, te acordás, a la plaza… Es el sueño más profundo del amor, llegar a casarse con la niña-madre cuya percepción hemos creado. Es como casarse con el mundo.
Sí, muy lindo, muy filosófico, pensaba Rosa, ¡pero no lo amo! Ella amaba a Orlandito… Es decir, ya había dejado de amarlo como al principio, pero él seguía siendo su objeto de amor, el particular, el único. En la particularidad había algo que ella, por instinto, apreciaba sobremanera, al punto que sentía depender su vida de su capacidad de mantener la diferencia que la hacía única. Era como una combinación peculiar de números en uno de esos sintonizadores modernos de las redes de cable. Si uno pulsa el botón del 5, aparece en la pantalla el canal 5; si aprieta el 8, el 8; el 2, el 2… Pero si combina, y marca el 317968, entonces también va a ver un canal determinado, salvo que quizás él sea el único telespectador. Los canales no se terminan nunca, la red es una heterología infinita, porque lo que surge de la combinatoria puede ser un canal de noticias, de películas, de deporte, de música, de cultura, de lo que sea. Siempre habrá un rubro más en el que especializarse, como siempre hay alguien más a quien amar.
Las gemelas, Iris y Rosa, se lo tomaron con la mayor naturalidad; o no entendían las estrategias financieras de la vieja, o tenían las suyas propias, o ni una cosa ni la otra. Quizás habían aceptado que la niña había crecido, que llegaba la hora de separarse… En una de las pocas oportunidades en que madre e hija tocaron el tema, la primera centró su interés en lo básico del trabajo de la mujer después del matrimonio: tener limpia y ordenada la casa. Ese caserón… decía pensativa, dando por sentado que, si valía la pena casarse y mudarse tan lejos por la casa, debía de ser muy grande. Cómo tenerlo limpio… se preguntaba, como si fuera un arcano. Y se daba a sí misma, y a su hija, una respuesta que debía de habérsele ocurrido paseando por su vacío castillo personal: se podía no limpiar, dejar que se fuera ensuciando poco a poco (porque es un proceso muy gradual, de avance casi imperceptible, salvo que pase algo muy especial) y morirse antes de que se hiciera absolutamente necesario pasar el plumero o lavar los vidrios. Por extraño que parezca, sus palabras fueron un gran consuelo para la pequeña Rosa.
Miraba a su madre, a su tía, a su abuela, como si las viera por primera vez. Ella se les parecía tanto, tanto… Era un milagro de la genética, una línea única de parecido que había corrido por el tiempo como una historia. Le venía a la mente un proverbio: Es tan fácil separarse, tan difícil reunirse… Y no le importaba lo segundo, sino lo primero, la maravillosa facilidad de separarse… Hay tan pocas cosas realmente fáciles en el mundo.
Al fin dio su consentimiento. Hizo la valija, un jueves se casaron por el civil, y al día siguiente la pareja emprendía el viaje hacia su nueva morada. La última tarde, tuvo una larga reunión con Orlandito en su taller de escultor, en el último piso del edificio industrial. Su pequeño Orlandito, su dios viviente, su juguete favorito, estaba ceñudo, triste, inquieto. No la miraba a los ojos; ella casi habría podido jurar que no la miraba en absoluto. Por las grandes vidrieras entraba a raudales la luz de la tarde de primavera. Los dragones desarmados se apilaban hasta el techo, en un desorden que ya no parecía que fuera a tener remedio. Los movimientos de los dos jóvenes al entrar habían levantado un fino polvillo que ahora flotaba en el aire. Cada punto dorado en el aire era un bibelot de la primavera. Junto con la luz entraba una clase peculiar de silencio, que era el silencio de la calle a cierta hora del día; un silencio que rara vez o nunca entraba a las casas.
La sonrisa idiota con la que Rosa había subido las escaleras se había transfigurado en una mueca de llanto, y de sus ojos salía una marca de lágrimas. De pronto asomaba en ella una comprobación horrenda: no era como en esas representaciones teatrales donde a los jóvenes amantes, por ejemplo Romeo y Julieta, los representan dos viejos actores, a veces a la doncella un viejo gordo travestido, al chico una matrona ajamonada… No, eran ellos mismos, ellos mismos al extremo… Coincidían exactamente con sus papeles del momento, en cuerpo y alma…
¡Yo no quería…! ¡No yo…! ¡Yo no…! «Yo» y «no», palabras ya de por sí parecidas, en su lengua llanto se hacían intercambiables.
¡Pero estás casada!, dijo él rompiendo su silencio.
¿Casada, yo? ¿Yo no? ¿Quién te lo dijo?
Orlandito se encogió de hombros. ¡Qué importaba eso! Si todo terminaba sabiéndose, en el pequeño mundo en el que vivían.
Todo estaba pasando ahí, en esa escena. No importaban las vidas. No importaba nada que hubiera pasado antes o en otra parte.
Vos te creés cualquier cosa que te digan…
Los animales fantásticos se movieron suavemente, como reacomodándose; debía de haber un leve temblor de tierra, de otro modo no se explicaba. A través de las lágrimas, el interior ondulaba.
Voy a tirar todo esto…
¡No! ¡No, Orlandito! No abandones la escultura. Vos tenés talento.
De qué me sirve el talento, si no tengo plata.
¡Sos un pelotudo! Te gastás todo lo que ganás, no ahorrás… El llanto le impidió seguir haciéndole reproches. Además, no ponía el alma en lo que decía, hablaba por hablar. Orlandito se puso a bailar solo un tango que nadie más que él oía. Era muy delgado, muy móvil, pero rígido. Sus pies, dentro de unas zapatillas Pampero tres o cuatro números más grandes de lo que calzaba, tomaban vida propia, mientras el cuerpo se bamboleaba, duro como un palo de escoba. En los giros, parecía como si enroscara sartas de lágrimas. Al final se tiró sobre la camita de sus siestas, y se puso a hojear un Patoruzú.
Tengo tanto miedo… dijo Rosa por decir algo. Sintió que sus palabras caían en el vacío y agregó: Nadie me quiere.
Orlandito soltó una carcajada, seguramente por algo chistoso que pasaba en la revista. Tras lo cual la cerró y la dejó caer: Vos no pensás más que en vos misma.
¿Eh?
¿No me oíste?
No… Perdón. Estaba pensando…
Escucháme, Rosa… Escucháme bien, no te distraigas. Minas como vos hay a montones.
¡Vos cogés con la de Pérez!
¿Con cuál?
La de la esquina donde está el kiosquito. La cuñada de Pérez.
¿La rubia? No es la cuñada, es la hija, creo. ¡Pero si ésa no me saluda siquiera!
Por esta vía la conversación tomó un rumbo más normal, pero por un rato nada más. No bien Orlandito sentía que una situación se hacía habitual, se ponía a trabajar. En esta ocasión fue un neumático que estaba recauchutando. El ambiente se llenó con un horrible olor a goma derretida. A Rosa la angustia le cerraba la garganta, y además no encontraba nada que decir. Cuando él se puso de pie, tenía las dos manos completamente negras; de una patada lanzó el neumático rodando y no lo miró circular por entre los cachivaches. Una de sus viejas ideas era la de los títeres sobre rieles; una idea no realizada, como tantas suyas y como tantas de todos. Las ideas caen allí donde se las tiene, y si uno quiere aprovecharlas tiene que volver a los sitios donde pensó, lo que casi siempre implica agotadores viajes de regreso. Y como uno siempre prefiere ir para adelante, le sacaría jugo a sus ideas sólo si las llevara encima. Pero todavía no se ha inventado un formato realmente portátil para las ideas. Distraído, tendió su par de manos negras hacia Rosa. En un manipulador de muñecos ese gesto es parte de su hábito general; llega a creer que sus manos siempre van a ser invisibles. Todos estos automatismos volvieron a darle su atmósfera extraña a la entrevista. Rosa miraba las manos tendidas hacia ella y trataba de entender lo que decían, sentía como si en su negro profundo fuera a abrirse un par de boquitas rosadas hablando una lengua desconocida, con voz de cacatúa. Pero no, todo lo que hacían era convidarle a un cigarrillo. Encendieron cada uno el suyo, con el soplete, y lanzaron nubes de humo que bailotearon entre los vahos del caucho quemado.
Creo que a pesar de todo te va a ir bien, Orlandito. Vos tenés un dios aparte. Con lo desordenado e inconstante que sos, siempre te las arreglás para caer parado, siempre están apareciendo cosas nuevas en tu vida, y no sé si porque son nuevas, o simplemente porque existen, te salen bien… Yo lo puedo apreciar porque a mí me pasa exactamente lo contrario. En cada vuelta de mi vida deplorable aparece algo, y es algo repetido, es lo mismo… casi parece una burla… como si quisiera decirme: A ver si esta vez acertás, tarada… A vos en cambio… no te reconozco. Nunca te reconozco. ¡Sos tan poco comunicativo!
Orlandito no la escuchaba. Tenía preocupaciones profundas y absorbentes.
Sentada en un banquito azul descascarado, muy bajo, Rosa veía por los ventanales sólo el cielo, en el que pasaban las nubes a toda velocidad; al fondo, un celeste blanquecino. El humo de las fábricas se pegaba al borde de las nubes y les daba contornos muy marcados. Las formas eran reconocibles; una larga experiencia infantil le había enseñado a encontrarlas casi sin esfuerzo, sin atención, porque sí nomás. Eran cerebros desnudos, manos… El sombreado en los bordes acentuaba los parecidos, pero la velocidad exagerada anulaba el distanciamiento habitual, y de pronto Rosa vio las manos apuntando a las ventanas, lanzándose hacia ella…
¡Salváme, Orlandito!, gritó poniéndose de pie y escudándose en él. ¡Las manos…! ¡Las manos me quieren agarrar y llevarme…!
El chico se volvió hacia las ventanas y la tranquilizó… Eran sólo nubes… Tracatraca, tracatraca… La tomó en sus brazos rígidos y le dio un beso. Se excitaron de inmediato y se acostaron en la camita a hacer el amor.
Los grandes titerones seguían moviéndose todo el tiempo, reacomodándose sutilmente, como si en ninguna posición estuvieran realmente a gusto. Eso ya no podía explicarse por un temblor; más bien debía corresponder al campo subjetivo, a la ilusión óptica o al fenómeno del acostumbramiento. Quizás muchas de las cosas malas que nos suceden (no es la primera vez que alguien lo sugiere) se deben a la mala posición que adoptamos con el cuerpo.
Semidesnuda, en un adorable negligé, y tranquilizada respecto de las nubes malas, Rosa fue a la ventana. Era la última hora de la tarde. Un sol muy blanco y muy lejano llenaba el mundo de luz. No todo el mundo, sólo la mitad. Orlandito vino a ponerse a su lado y los dos miraron, arrobados… Todo el Bajo de Flores se extendía ante ellos, inmenso y complicado dentro de su simplicidad de barrio pobretón. Era el fin del día, y aunque un día es poca cosa bastaba para darle una atmósfera de fin a todo, aun a lo que estaba en la mitad de su proceso o apenas lo iniciaba. Después de todo, si se avecinaba la noche en el barrio, ¿por qué no se iba a avecinar también en un estilo de vida, en un modo de pensar, de representar, de sentir? Hay un momento en que sólo se siente el final.
De pronto no se veía a nadie. ¿Dónde se habían metido todos? Y sin embargo estaban, bastaba con prestar atención para verlos. Aquí y allá, en el gran plano visual…
Orlandito, que parecía olvidado de todos sus problemas, le planteó a Rosa el siguiente problema: ¿Cuánta gente hay en el mundo, incluidos nosotros dos? Ella no lo sabía; suponía que debía de ser una cifra enorme, de muchos millones. Cientos, miles de millones… Hacía poco se había hecho un censo y había dado veintidós millones nada más que en la Argentina. Sumando todos los países… Él negaba con la cabeza: esas sumas nunca podían dar una cifra confiable, porque no todos los países hacían censos al mismo tiempo, y por otros muchos motivos. El único modo de saberlo con seguridad, dijo, era reunir a todos los habitantes del mundo en un lugar con espacio suficiente, y contarlos. Ahí venía el verdadero problema. ¿Cómo contarlos? ¿Poner a alguien que los fuera señalando con el dedo y diciendo «uno, dos, tres…»? ¡Absurdo! No sólo por el tiempo que llevaría, sino por otros mil inconvenientes, por ejemplo ¿adónde poner a los ya contados, si en ese espacio, por grande que fuera, estarían todos formando una masa compacta? Había una solución: la autonumeración. Cada cual decía el número que le correspondía, y el número más alto era el del total; eso podía hacerse en un minuto (todos decían su número al mismo tiempo) y no había posibilidad de error porque no había cuenta sucesiva, cada cual tenía que pronunciar un solo número…
Interrumpió la explicación para señalar un punto del panorama:
¿Sabés quién es esa mujer?
Por una calle iba caminando una mujercita que a esa distancia se veía de dos centímetros de alto. Se respondió a sí mismo:
Es mi vieja.
¡¿Qué?! Yo creía que te había abandonado cuando naciste y que nunca la volvieron a ver.
Así es. Pero es ésa.
¿Cómo lo sabés?, le preguntó Rosa mirando a esa figura diminuta que caminaba con el ritmo más regular por una calle sin fin.
Porque hace unos días me paró en la calle y me lo dijo. Me dijo además que volvió hace un tiempo al barrio, que me encontraba muy grande… y eso fue todo.
Qué extraño. ¿Se lo dijiste a tu papá?
Orlandito le echó una mirada de reojo y no contestó. Como ella presentía algún misterio insistió y él terminó contándole lo que pasaba: su padre estaba buscando desde hacía meses a la que todavía seguía siendo legalmente su esposa para hacerle firmar los papeles del divorcio… Rosa fue hilvanando la información… Si este divorcio se formalizaba, el padre iba a rehacer su vida, con un segundo matrimonio vía Paraguay, y tendría hijos… Con lo que la herencia disminuiría proporcionalmente… La herencia de Piñeyro era bastante conjetural, pero al menos era algo, algo como para salir de obrero…
Rosa se sintió vagamente deprimida por el incidente. No apartó la vista de la mujer, ya microscópica, hasta que la vio entrar en una casa. En todas partes se cuecen habas. Aun este joven vigoroso y hábil albergaba codicias realmente mezquinas. Ahora estaba preocupado por la posibilidad de que sus padres se encontraran casualmente en la calle, se reconocieran… ¿y cómo no iban a reconocerse, aun al pasar, aun de lejos? ¿No lo había reconocido a él su madre, sin haberlo visto nunca desde el día en que nació? Era más bien ella, Rosa, la que no lo reconocía. Pero no reconocía a nadie. No reconocía a su prototipo, el de una juventud sana, trabajadora, optimista.