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Olga y Cristina, las dos hermanas de Rolf, después de un lapso prudencial empezaron a entrometerse. Lamentablemente, las dos vivían muy cerca, y no tenían nada que hacer. Sin hijos, casadas con sendos ingenieros aeronáuticos ya retirados, encontraron en su joven cuñada un objeto de interés absorbente, lo que provocó en Rosa una incómoda perplejidad que con el tiempo fue volviéndose desasosiego y paranoia. Las dos tenían edad para ser sus madres, y más aún; de hecho, tenían casi edad de ser madres de Rolf, y habían sido figuras maternas para él en su infancia. Volvían a la casa con la insistencia de antiguas dueñas, se mostraban maravilladas de que a pesar del tiempo y los cambios la entrada les siguiera estando permitida… como si se hubiera producido una coincidencia increíble: su juventud les era devuelta por un golpe de suerte… Al principio iban una vez por semana, en visitas de tipo formal, y se quedaban en la sala, sentadas y con las carteras colgando del brazo, haciendo comentarios sobre el empapelado. Después descubrieron que podían ir cada una por su lado, lo que les permitía duplicar el tiempo de visitas. Ah, tenemos «visitas», decía Rolf al entrar, fijando la mirada en la caja de masitas «Visitas» que sus hermanas nunca dejaban de traer. Una vez al mes por lo menos se organizaba una cena familiar, en alguna de las tres casas, con la presencia de los ingenieros, que eran mayores todavía que sus esposas, directamente viejos, de otra generación y otro medio social, trajeados, con relojes de oro, parcos… Cuando le tocaba hacer de anfitriona, Rosa se veía en apuros; y justamente fueron esas ocasiones las que aprovecharon las arpías para introducir una cuña, que las llevó hasta la cocina, hasta la heladera… y eso fue definitivo. Una vez que se metieron, fue imposible sacarlas.

De pronto, la guerra estaba declarada. Pero una guerra que no era guerra, una guerra de buenos modales… Las maniobras se hacían sinuosas, sobre todo porque el campo de batalla lo ocupaban sólo las mujeres. Los hombres se eclipsaban. Rolf tenía sus intereses fuera de casa; justamente empezó a tenerlos en esta época. El exquisito cuidado con que había tratado hasta entonces a su joven esposa encontraba aquí su límite. Como les ha pasado a tantos maridos, se rendía y daba un paso atrás ante la incompatibilidad de su esposa y las mujeres de su propia familia. No podía tomar partido, no habría sabido por dónde empezar, porque lo que se ponía en juego era una diferencia de estilos; y a los estilos hay que tomarlos en bloque, o renunciar. Rosa ni siquiera lo culpaba: entendía su posición, y sólo lamentaba estar tan sola. Con sus dos concuñados habría podido tener más diálogo que con las mujeres. Retirados de su profesión, con pensiones generosas que les permitían seguir sus inclinaciones ya casi seniles, los ingenieros, que eran inseparables, vivían entregados a una especie de arte de su invención, derivado del cine. Habían hecho una colección muy peculiar de filmaciones «desde el aire», películas tomadas por aficionados en aviones (nadie había notado antes que ellos qué atractivo tenía este tipo de tomas entre los cineastas caseros con inclinación por lo pintoresco).Tenían un garaje lleno de bobinas cinematográficas, reunidas a lo largo de décadas, que iban desde viejas cintas de nitrato a rollos modernos en dieciséis milímetros y súper ocho, las más recientes en color. La colección se ceñía a filmaciones hechas desde el aire, y debía de haber pocas iguales en el mundo, si es que había alguna. Su actividad profesional los había puesto en contacto con toda clase de «locos del aire», y no habían dejado escapar a ninguno que hubiera registrado alguna vez sus experiencias. Pero su hobby iba más allá del coleccionismo, y hasta lo desmentía, pues lejos de mostrar el típico respeto fetichista de los coleccionistas por sus tesoros, los utilizaban sin contemplaciones. Recortaban y montaban todo el material que caía en sus manos, para confeccionar unos filmes collages de su invención, con sonido agregado. Esto último era en realidad lo que más les interesaba, y a lo que dedicaban más esfuerzo. Usaban sonidos ya hechos, en realidad música, aunque después de sus manipulaciones ya no sonaba como música, al menos como ninguna música conocida. Sin saberlo (y sin que lo supiera nadie, porque hacían sus películas para su placer personal y no se las mostraban a nadie) habían revolucionado el arte del documental. Como fuente sonora usaban viejos discos de 78 revoluciones, de todos los géneros musicales; disponían de una provisión inagotable. Con la aparición del long-play de vinilo, los viejos discos de pasta se vendían por kilo, y ellos los habían comprado de a toneladas, sin fijarse en títulos o intérpretes. Con medios artesanales los habían pasado a cinta, pero no a cinta magnetofónica sino a la de cine, sobre engrama de celuloide. Trabajaban con el dibujo sonoro, cuadrito por cuadrito, con tijera y cola. Lo que perseguían era un simulador de vuelo audiovisual que tomara en cuenta las emociones de la humanidad al abandonar la superficie del planeta. La idea era que el «cadáver exquisito» de la conjunción de imagen y sonido en movimiento reprodujera el azar místico de la fantasía de vuelo. A veces se ilusionaban con el potencial educativo de su trabajo, que era esencialmente gratuito: quizás una próxima guerra la ganara una camada de jóvenes pilotos formada en esas visiones. Rosa habría querido decirles que ella venía de una familia de músicos, que había estudiado algo de Teoría, que la invención de técnicas artísticas aplicadas al sistema nervioso no le era del todo ajena… Y se lo habría dicho si ellos alguna vez le hubieran dirigido la palabra, o la hubieran mirado, o al menos hubieran registrado su existencia.

Lo peor con las cuñadas era no saber qué se proponían, qué objetivos lejanos perseguían. Alguno debían de tener, si no las había contagiado la manía aleatoria de sus maridos; porque nadie hace las cosas porque sí. Rosa tenía algún motivo para sospechar que en el fondo estaba la cuestión de la herencia, que vista de cerca, in situ, era muy compleja. Aunque ya parecía estar decidida, y era difícil pensar cómo podía modificarse: la casa, el enmohecido título señorial, y la pensión, eran de Rolf, y después de su muerte serían de sus hijos varones, y de los hijos de éstos, por toda la eternidad. ¿Qué podían pretender las viejas? Había cláusulas de reversión, pero estaban perdidas en papeles que Rosa nunca había visto y cuya mera existencia tenía algo de fabuloso. Ellas eran viejas, no tenían apuros materiales, y por cierto que ya no tendrían hijos, ni varones ni mujeres… Claro que estaba la adopción… Y la codicia. ¿Sería eso? ¿O lo harían por pura maldad?

Lo cierto es que habían desplegado una red de hábitos extraños alrededor de ella. En cierto modo, la tenían a su merced. Parecían esperar algo de la casa, que era grandísima, laberíntica, y ellas la «interpretaban» como virtuosas.

Rosa, medular producto del peronismo, era un ser racional, pragmático, directo. Trasplantada tan de repente de su medio, había llevado consigo el más extravagante de los hábitos: la Razón Práctica. Para ella, toda persona debía ganarse personalmente la vida y un lugar en la sociedad; es decir, debía hacerlo trabajando. En la nueva galaxia donde la habían puesto a girar, nadie hablaba de trabajo. Comprendió que no haría pie en tanto no tuviera una actividad productiva. ¿Pero qué sabía hacer? Lo estuvo pensando un tiempo, y llegó a la conclusión de que podía dar clases de piano. En la casa había un Bechstein, en el que se propuso practicar hasta recuperar sus pocos conocimientos. Habría preferido poner una academia de baile clásico para niñas, pero ese proyecto era demasiado ambicioso por el momento, pues necesitaría un espacio, espejos, barras. El piano podía ser un modo de empezar, de darse a conocer, de hacer una clientela y ganar algo. Pero, aunque se ocupó de diseñar unos volantes publicitarios, la idea quedó en la nada por un motivo inesperado. Y fue que no bien volvió a sentarse en el taburete, no bien puso las manos sobre el teclado, no bien sus dedos oprimieron unos acordes y se deslizaron sobre unas escalas, se descompuso. Le subía del estómago a la cabeza una náusea tan violenta que se mareaba, veía doble, sentía olor a podrido… Se alejaba del piano, los síntomas desaparecían. Volvía a sentarse, los sentía otra vez. Probó a distintas horas del día, y hasta de noche, en ayunas, después de comer… Era siempre lo mismo. El piano en sí le producía náuseas. Si intentaba resistirlas, vencerlas por insistencia, no conseguía más que empeorar: empezaba a tener alucinaciones, el piano se desarmaba ante sus ojos, de horizontal se ponía vertical, se desnudaba, se transformaba en arpa, los dedos le dolían como si las teclas le cortaran las yemas una por una con un cuchillo… Y la náusea se hacía cósmica, la dejaba de cama.

Increíblemente, fue esta curiosa circunstancia la que lanzó a sus cuñadas por el camino de la victoria final. Empezaron sugiriendo, con risitas hipócritas, que debía de estar encinta… Después de todo, las náuseas eran un síntoma infalible… No era así, pero les sirvió para plantear el tema, que ya no abandonaron; al contrario, se derramaron sobre él. Resultaba, en retrospectiva, que todo lo anterior, todas las intromisiones sobre hábitos alimenticios, horarios, ahorros, compras, decoración, higiene, uso del espacio… todo había apuntado a ese tema. Las dos habían tenido la desgracia de ser estériles. No tuvieron el pudor de ocultarle a Rosa cuál había sido el problema: sus ovarios «no hacían espejo», falla congénita de la que había antecedentes en la familia, cuyos varones obviamente no la sufrían. No obstante la sombra enorme que proyectaban sobre la tranquilidad de Rosa, eran dos mujeres de tamaño reducido; quizás habían sido más corpulentas de jóvenes; dentro de esas dimensiones, una era más grande, la otra más pequeña. Su discurso sobre la descendencia tenía alternancias. Si se ponían filosóficas, decían: Para qué tener hijos, los hijos heredan lo malo de los padres, siempre es así, por eso la humanidad está como está. ¿Y ustedes, nacieron por generación espontánea?, pensaba Rosa. Y como si le leyeran el pensamiento, ellas seguían: Los que tenemos algo de bueno, por ejemplo la decencia, lo hemos debido crear con nuestro esfuerzo, viviendo, remontando la corriente… Pero lo más común era que se extasiaran en la dicha de la maternidad… ¡Qué no habrían hecho ellas por ser madres! ¡Qué no habían hecho! Todo, todo lo que la medicina de su época había puesto a su alcance, que lamentablemente no había sido mucho, apenas lo necesario para hacer un diagnóstico de esterilidad sin apelación. Y ni siquiera hoy… La recolocación en espejo de los ovarios exigía una operación dificilísima, dar vuelta, por así decirlo, todo el interior de una mujer, una verdadera carnicería, pero de precisión, tenía que ser una obra maestra o no servía de nada. No había nacido el cirujano capaz de realizarla. Pero, en fin… se habían resignado… A quien Dios no le da hijos, un ángel le da sobrinos… Y miraban a Rosa con una sonrisa boba, de viejas inofensivas… ¿o de serpientes? Todo va a a cambiar, decían, las responsabilidades… pero también las alegrías… la primera sonrisa, el primer paso, la primera palabra… «papá», «mamá», «tía»…

Pasaban los meses, y Rosa empezaba a perseguirse. Olga y Cristina vertían su ponzoña ambigua en los oídos de Rolf. De pronto, por algún motivo, el tiempo estaba corriendo más rápido. Se habían hecho a la idea de tener que sobrellevar el suspenso, hasta el día del parto, en la espera del varón que asegurara los pagos perpetuos del Estado… pero esto era otra cosa. Si encima había que sumarle el suspenso del embarazo liso y llano, era casi demasiado. Hubo una reunión familiar, y después otra… Al final cada visita era un concilio, se barajaban soluciones desesperadas… una adopción clandestina… Todo sin la menor necesidad, llevados por una especie de locura que alentaban las dos hermanas… Rolf oponía una cerrada negativa a esos planes, y un día le confesó a Rosa, a solas, que desconfiaba de las intenciones de sus hermanas. Si él desaparecía antes de haber engendrado un hijo, Rosa quedaría en la calle, de eso estaba seguro. Rosa se sublevaba: ella podía trabajar, podía ganarse la vida, no necesitaba de nadie… Él la interrumpía diciéndole que había cosas que ella ignoraba, secretos de familia… y de ahí no salía.

Se decidió al fin que la joven consultara a un especialista. No tuvo más remedio que ir a ver al doctor Trevisan, una vetusta eminencia que había tratado a Olga y Cristina treinta años atrás. En aquel entonces los problemas de fecundidad se trataban con una mezcla de empiria supersticiosa y psicología de la Fe. Además, fue unilateral: sólo se trató Rosa. Su marido se mantuvo al margen: temía por su vida. Para Rosa, fue el comienzo de una nueva etapa. Cuando volvía de la clínica, por las tardes (dos veces por semana) el cielo sobre Brelín se le ofrecía como una placa gris bistre, en la que sólo una vista muy aguda lograba percibir ondulaciones, relieves plateados… Las copas de los árboles se sacudían con violencia, inspiradas siempre por vientos que apartaban sus ramas…Y dejaban ver los techos rojos, las paredes blancas de las casas, envueltas en nieblas… Le daban miedo los perros, y la lluvia casi siempre inminente, la tormenta, que parecía lejana pero estaba cerca… Al agitarse, todos los árboles de una calle se comunicaban, se metían ramas por todas partes, como una fila de peleles karatecas, del primero al último, y el viento salía del último gritando algún proverbio dilatado…

También estaba la posibilidad de mentir, de hacerles creer que estaba embarazada, de embarcarlas en una ficción… Pero ¿y después? Después, podía pasar cualquier cosa… Todos podían volverse locos, entrar en lo impensado, en lo impensable… Mentir sobre un secreto era parte del secreto… Y como la situación era tan ambigua… Rosa sabía que ellas la estaban vigilando sólo para asegurarse de que no quedara embarazada; si quedaba, debían de tener planes para hacerla abortar con un susto. De modo que ellas mismas se habían puesto en la posición justa para ser engañadas, para engañarse a sí mismas. Quizás ya estaban pensando que Rosa estaba encinta y se lo ocultaba.

Pero ella lo único que ocultaba eran sus dudas y temores. No podía actuar, sólo podía darles vueltas a sus pensamientos. Y llegaba a la conclusión miserable de que su vida era un pensamiento. Una vez había salido de ella, como un estornudo, un grito de pasión: ¡Vivir!

Y la vida, una reina extranjera abriendo una puerta a la medianoche, le había respondido: Pensar…

¡Vivir es pensar! Hasta los pájaros bombardeados por el viento lo sabían… ¡Vivir es pensar!