Las dos viejas habían venido insistiendo durante meses en dar una fiesta para el décimo aniversario de bodas. En ese lapso Olga había sufrido un ataque, estaba en silla de ruedas y con dificultades para hablar, lo que no le sacaba las ganas de opinar y entrometerse, tanto o más que su hermana. Como tantas veces en el pasado, Rosa tuvo que resignarse a hacerles el gusto. Rolf pensaba que la vieja guerra tocaba a su fin, que las ancianas estaban gastando sus últimos cartuchos, y de algún modo logró transmitirle a su esposa la idea de que después de este último capricho la senilidad se desplomaría sin atenuantes, quizás durante el transcurso mismo de la fiesta, y a partir de entonces quedarían confinadas a lo inofensivo e inaudible. «Dios te oiga», pensó Rosa. Se le ocurrió a su vez poner una condición: que fuera un baile de disfraces, y revelaran sus identidades sólo a la medianoche. Pensaron que Olga, por su impedimento, pondría objeciones, pero lejos de ello fue la más complaciente: dijo que iría disfrazada de Volkswagen, con la silla de ruedas disimulada bajo un canesú de papel plateado.
Resignada a lo inevitable, Rosa hizo los preparativos, ayudada por su marido… No veía qué había que festejar, pero, después de todo, estaba de acuerdo en que era una fecha. Y él también. A esa altura del matrimonio, sordera mediante, el diálogo conyugal se había vuelto puro pensamiento. Era un diálogo rico en sutilezas, pero lo que desaparecía era la energía para descifrar sus claves; el pensamiento se vaciaba sobre sí mismo, y daba la impresión de dejar en su lugar cuerpos huecos. Pero con los años, con la década, era tal la masa de sobrentendidos y malentendidos acumulada, que desbordaba del matrimonio y cubría el mundo. ¿Quién era Rolf? ¿Cuál de sus aspectos tomar por verdadero? Era un mundo de tormentas, eólico y volcánico; tormentas en una taza de té, pero todo se había puesto a escala. Cada palabra, no importaba si se la había entendido bien o no, quedaba instalada para siempre en las vitrinas de la vida.
La fecha caía el día que empezaba el invierno, el solsticio, el «nocsticio» habría que decir, porque era el día más corto del año, y el sol apenas si se adivinó, un rato, al otro lado de gruesas nubes. A las seis, ya de noche, vino el camión de la confitería con la comida y la bebida, y tres hombres, un cocinero y dos mozos. El servicio era completo: ellos se ocupaban de todo. El camión tenía hornos especiales para calentar la cena, de modo que no ensuciaban siquiera la cocina. Como la temperatura exterior era de varios grados bajo cero, estacionaron pegado a la casa para que las viandas no se enfriaran en el trayecto; estuvieron maniobrando el camión un rato en el parque hasta adosarlo a la puerta trasera.
Rosa había estado desde la mañana decorando los salones de la planta baja con guirnaldas, faroles chinos y flores de papel; buena parte de lo que hizo en el salón principal tuvo que rehacerlo a las tres de la tarde cuando vinieron sus concuñados con sus aparatos y pantallas; porque contribuirían a la fiesta exhibiendo sus trabajos más logrados, y eran muy quisquillosos sobre la colocación de las pantallas (la más grande cubriendo el cielo raso) y había que cuidar que nada interfiriera en el haz del proyector. A las cinco dejaron todo listo y fueron a sus casas a cambiarse. Habían elegido disfraces «serios», muy de acuerdo con sus personalidades adustas: Hitler y Stalin.
Una vez en su cuarto, rendida como estaba, Rosa se tiró en la cama y se durmió profundamente. Rolf tuvo que ir a despertarla cuando ya estaban por llegar los invitados. La sacudió tomándola por los hombros con las zarpas y acercándole la bestial jeta peluda… No se le ocurrió que podía asustarla porque se había puesto el disfraz (de Gorka) hacía un buen rato, y ya se había olvidado de que lo tenía, tan natural le iba. La pobre Rosa quedó como perdida en el espanto al abrir los ojos. Últimamente estaba tomando muchísima Proxidina, y vivía en un trance de estupor de nunca acabar. El «oso» se desplazaba por la habitación haciendo gestos incongruentes. Estaba diciendo banalidades prácticas, pero no había tomado en cuenta que la máscara le tapaba los labios y Rosa no podía leérselos. Tropezó con un pliegue de la alfombra y cayó como un mueble. Rosa lo miraba desde la cama sin mover un músculo, sin seguirlo siquiera con las pupilas. Lo más extraño era que todo tenía alguna explicación. Todo era verosímil, todo podía suceder. Dados los antecedentes adecuados, todo era posible. Claro que el sistema de antecedentes exigía algo análogo a la invención; y ésta podía darse tanto en la realidad como en el pensamiento. Se suponía que la Proxidina los acercaba…
Estaba cubierta de sudor. Rolf la ayudó a ponerse su disfraz sobre el cuerpo resbaloso de humedad; fue una operación trabajosa, porque él tomaba las prendas con la punta de los dedos a través del grueso fieltro de su disfraz, y las prendas eran tiras de un rompecabezas blando, que no se sabía dónde poner, cuál iba colgada de cuál. Rosa había decidido ir de Mendiga; el disfraz se lo había confeccionado Cristina, que era un hada de la aguja. Rolf se ponía nervioso, la cabezota feroz se balanceaba y parecía irritada. No se acostumbraba a la torpeza de su esposa. Antes no era así. Ella afirmaba, y debía de tener razón, que era fisiológico: un temblor lento, tan lento que se perdía el efecto de temblor y parecía una torpeza. ¿Pero por qué temblar? ¿Era miedo? No, decía Rosa: ya estoy más allá del miedo.
¡Listo! Sólo faltaba la careta, y la Mendiga fue a buscarla a la cómoda: la había elegido ella, era un collant de goma adherente, con pelo natural, una Cabeza de Monstruo, con deformaciones y cicatrices, pústulas, verrugas verdes, tonsura, costurones… Era incongruente con el disfraz, pero se justificaba como Mendiga enmascarada para dar lástima y estimular la caridad más allá del reconocimiento de que era una Mendiga, como sobresentido: encima de pobre, ¡monstrua! Rolf habría podido decirle que la belleza daba más lástima que la fealdad, pero había aprendido que su esposa tenía horror de todo lo que oliera a sutileza o paradoja. Otra incongruencia eran los tacos aguja. Por algún motivo, se pensaba que la Mendiga debía estar siempre lista para una fuga rápida, y esos zapatos sobre los que se vacilaba eran lo menos indicado… Menos aún que la máscara de Monstruo. Pero después de todo, era nada más que una fiesta; no valía la pena exacerbarse con el verosímil.
Cuando bajaron, aunque ya era la hora, tuvieron que esperar un rato, y Rosa se dormía de pie. Por supuesto, nadie quería ser el primero. Los mozos, impecables en sus fracs violeta, empezaron a circular en el vacío con bandejas de canapés y copas. El matrimonio no hablaba; la casa parecía latir en la espera. En un lapso de veinte minutos llegaron todos, Hitler del bracete del Volkswagen, Stalin con Cristina, que había venido de Judy Garland en El mago de Oz, con un importante tramo del «camino de ladrillos amarillos» adherido a la suela de los zapatos (en realidad los zapatitos con zoquetes y la plancha de «camino» le iban por la rodilla, y abajo seguían sus piernas reales, permitiéndole desplazarse, aunque con dificultades). El doctor Trevisan había adoptado él también el tradicional disfraz de Gorka, salvo que en su faz de ídolo de la fecundidad: este Gorka tenía colgando entre las piernas un bebé de goma rosa en posición de parto. El color de ese apéndice, y el modo en que se bamboleaba, sugerían algo bastante indecente, cosa que no debía preocupar al doctor, que era un extravagante. Su esposa estaba de japonesa, con careta de porcelana.
Estos cuatro matrimonios constituían el núcleo social de la reunión. De haber sido por ellos se habrían quedado inmóviles mirándose toda la noche. Por suerte habían invitado a cinco o seis matrimonios más, pacientes del doctor Trevisan, que le dieron un poco de animación a la velada. El pico fue la exhibición de las películas de vuelo, en las paredes y el techo, con sensación envolvente. En la oscuridad alguien tomó a Rosa por un brazo. Era un señor disfrazado de edificio, de rascacielos; los brazos eran las escaleras de emergencia, y dos ojos llameantes la miraban a través de las ventanas de los pisos superiores. Olía a alcohol, de la terraza al sótano; había bebido para darse valor. Se inclinaba hacia ella y le susurraba: Rosa, sé que sos vos…
¿Cómo lo sabe? ¿Quién se lo dijo? No abuse de mí por verme en este estado. Yo no bebo porque no puedo, no porque no quiera. Tomo un medicamento que me lo impide: una sola gota de alcohol y podría volverme loca.
El desconocido, con movimientos elegantes a pesar del disfraz, se desplazó unos metros en la sombra, cruzando todos los haces de proyección, y volvió con dos copas de champagne: Tomá, brindemos, le dijo a Rosa: por el pasado.
El espacio se precipitaba en las pantallas, con ruido de insecto amplificado y repetido.
En la reforma educacional hay un punto de la mayor importancia a tomar en cuenta: todo ciudadano debería aprender los rudimentos de la técnica fotográfica, para poder hacer la documentación visual de su experiencia. Y lo mismo con el uso del grabador magnetofónico, para la documentación sonora. La «teoría de la documentación» está por hacerse. El objetivo básico sería lograr que la sociedad pierda lo menos posible en tanto sociedad: ahorrar tiempo y esfuerzo, trabajar para el enriquecimiento, no para la entropía… Es evidente, empero, que aun con la fotografía y las grabaciones, todavía faltaría algo, el soporte general, y éste no podría ser otro que una escritura elegante y significativa.
Todo el mundo termina disfrazándose. No inmediatamente, sino en el infinito, donde se unen las paralelas. La escena en la casa, a medida que se acercaba el vértigo de la medianoche, ofrecía un panorama del infinito. Podía suceder cualquier cosa… Lejos, más allá de los acontecimientos, pero podía. Al fin de cuentas, ya estaban disfrazados: el requisito más difícil se había realizado, por casualidad.
Tengo que hablarte, Rosa… le decía el hombre rascacielos.
¡Hable!
Tengo que explicarte por qué estoy aquí.
Ella jamás habría podido decir qué había que explicar. La fiesta era un éxito, había mucho ruido, y a juzgar por el frenesí con que Olga y Cristina recorrían el salón, debía de acercarse la medianoche. Entre los miembros de la familia se sucedían los diálogos secretos. Rolf se precipitó hacia Rosa, haciendo a un lado el Volkswagen… ¡Rosa, todavía podemos tener un hijo! ¡No es demasiado tarde!
Y detrás de él, Cristina, chillando: ¡Alpiste! ¡Perdiste!
Y Rosa-Monstruo, llevándose las dos manos a la cabeza, gritaba: ¡No entiendo nada!
¡Avión! ¡Avión!
Sin esperar a que terminara la función, el otro Gorka se subía a una silla y empezaba a vociferar una conferencia sobre la fecundación asistida, lo que no impedía que los invitados siguieran bailando, ahora en el trencito-avión…
¡Hace treinta años logré lo imposible! ¡Acabo de enterarme! ¡Mi ciencia ha sido el secreto de las familias…!
Salgamos, Rosa, aquí no se puede hablar…
Se dejó arrastrar por el rascacielos misterioso, y en la prisa perdió uno de los zapatos, como la Cenicienta. Pero ya estaban afuera, bajo el aguacero helado. El parque se sacudía en la tormenta, sólo los relámpagos interrumpían la oscuridad. Vista desde afuera, la casa parecía muy pequeña. Por contaminación, el disfrazado junto a ella también parecía diminuto y frágil. Hay seres que se empequeñecen de noche. Es una política de la vida. Claro que un rascacielos… Le estaba diciendo:
Al cumplirse los diez años de matrimonio caduca el plazo de la descendencia para esta familia maldita. No deben de habértelo dicho, porque preparaban la sorpresa… Por eso me trajeron. ¿Sabías que mi vieja apareció al fin? Se divorciaron, y mi viejo volvió a casarse, pero Dios lo castigó, porque murió en un derrumbe, sin haber tenido hijos… Así que soy el último… Mi vieja también era Thiele, la tercera hermana. Yo soy el resultado de las maniobras de Trevisan, es lo que está anunciando ahora. Me quieren hacer instrumento de tu caída… Pero no saben de lo nuestro. Yo vine para salvarte. ¡Debemos huir ya mismo!
Con sus últimas palabras se había quitado los pisos superiores, los había echado atrás como la capucha de un monje: era un hombre apuesto, morocho, de bigote…
¿No me reconocés, Rosa? ¿No me reconocés? ¡Soy Orlandito!
Gritaba como un loco. Rosa sentía que su temblor había alcanzado su máxima lentitud: para que se produjera el próximo movimiento debería esperar un milenio. Era el «espasmo universal sin retorno».
Pero ya la lentitud había quedado atrás, lo mismo que la deliberación: era el momento de actuar. A través de las ventanas se veía, como en una escena muda, a los invitados aplaudiendo a rabiar a Trevisan, que había terminado su discurso, y acto seguido se quitaban las máscaras.
Vení, Rosa… No hay tiempo que perder…
Ella fue, rengueando, con un zapato sí y uno no… ¿Pero adónde iban? Ya no eran adolescentes dispuestos a todo, dispuestos a que el mundo les obedeciera. Frente a ellos se alzaba como una barrera la oscuridad turbulenta del parque, y más allá todo Brelín tenebroso y hostil. Orlandito vaciló apenas un instante:
No, por ahí no… ¡Al camión! Ya lo tengo todo pensado…
No era mala idea: robar el camión de la confitería, huir en él hasta salir de la tormenta, después abandonarlo en cualquier parte, en el buen clima, en la primavera… Se subieron a la cabina, él izó a la Mendiga, que no debía de pesar más de cuarenta kilos, después se metió del lado del volante; como lo había supuesto, las llaves estaban en el contacto. Puso en marcha el motor, sacudió la palanca de cambios con movimientos bruscos buscando la marcha atrás. El camión se estremeció… Pero no iba a ser tan fácil: para estacionarlo ahí habían tenido que hacer mucho zigzag entre los árboles, los parterres, las fuentes… Y era una masa enorme, la caja una cámara frigorífica de metal que impedía la visión… Tomó una resolución de apuro que le pareció la única practicable: le dijo a Rosa que bajara y le hiciera señas. Obediente, ella bajó, tomó unos pasos de distancia y empezó a gesticular con los dos brazos: Adelante… más… un poco más… ¡alto!… a la derecha… todo a la derecha… ¡Alto!… atrás… Así sí se podía. Orlandito hacía los cambios automáticamente, apretaba el embrague, el acelerador, el freno… con la vista clavada en el espejito a su izquierda… Y en el círculo del espejo, iluminada por los relámpagos, en un halo de lluvia atomizada, la Mendiga, los brazos como aspas, muy inclinada sobre el zapato de taco aguja y el otro pie descalzo, la cabeza fosforescente de Monstruo. No sabía que la estaba viendo por última vez en muchísimos años, por última vez…
Porque de pronto se abrió la ventanilla metálica detrás del asiento, y unas manos de acero empezaron a estrangularlo. Era el cocinero de la confitería, que al sentir el movimiento del camión se había alarmado, y al ver que pretendían robar el vehículo lo atacaba… A Orlandito se le saltaron los ojos por la presión en el cuello, el cerebro súbitamente mal irrigado dejó de obedecer órdenes: una mano en la palanca de cambios, otra en el volante, los pies zapateando con frenesí sobre los pedales, el camión, librado a los extremos de su propio movimiento, corrió hacia atrás hasta que lo detuvo con estruendo una encina… Ahí se revolvió sobre sí mismo en un giro de dinosaurio tratando de morderse la cola, y después se precipitó hacia adelante a toda velocidad, llevado por el aullido a dúo del estrangulador y su víctima… directo hacia la casa…
Nadie lo sabía, pero era un obús, un camión-bomba. La combinación de gases refrigerantes para las carnes, pescados, tortas de crema y bebidas, con los tubos de gas combustible para calentar las cenas, formaba una nitroglicerina inestable…
Rosa lo vio lanzarse como una flecha hacia la casa. Y por un instante vio la casa vuelta transparente, con todos los invitados sacándose las máscaras y soltando grandes carcajadas mudas… Quizás esa escena la vio cuando ya el camión había hecho saltar la pared del frente y se había introducido hasta la mitad de la sala, como el invitado sorpresa…Todavía alcanzaron a proyectarse en el gran catafalco cromado las últimas imágenes de vuelos, antes de que explotara.
¡BRRROOOODUUUMMMM…!
La casa entera se derrumbó, hacia adentro. No quedó un ladrillo en su lugar. Horrorizada, Rosa la Mendiga, la Monstrua, se dio vuelta para no ver, y el viento, la lluvia, la oscuridad, la llevaron hacia la calle, hacia una vida de desamparo…