Para llegar al verdadero automatismo en el que debe culminar una vocación, es necesario haber agotado antes la experiencia, haberlo vivido todo… Y Rosa no había vivido nada. Con la inconsciencia de la niña que no había dejado de ser, se perdía sin equipaje en el país de los sueños, sin restos diurnos. Pero su aventura no tenía lugar en el vacío; muy por el contrario, estaba en la realidad del contexto. Vivía a la sombra de la amenaza siempre pendiente de no tener qué comer mañana… Y el mañana llegaba, y se iba, trayendo su propio mañana… Por lo pronto, estaba la familia, ese pequeño mundo (dentro de un pequeño mundo) con su carga de exigencias, de preocupaciones, traumática, a la larga imperceptible pero siempre generadora de irritaciones… Le pesaba tanto… Sobre todo que no hubiera catástrofes, que no sucediera nada a partir de lo cual se pudiera empezar algo nuevo, por ejemplo la vida. Lo que más le pesaba era la cadena, los eslabones de la cadena: la abuela, la madre, ella… Rosa, Rosa, Rosa… Cada uno de los pequeños clavos ardientes familiares que se clavaban en su psiquismo tenían como correlato algún juego de palabras, se verosimilizaban y legitimaban por el lenguaje, a veces con una ingeniosidad tan torpe, tan grosera, que daba vergüenza… Pero era así, no se lo podía negar, había que cerrar los ojos y arremeter… Estéticamente era un defecto, pero funcionaba. Las palabras eran explicaciones, y todo en el mundo tiene una explicación. Casi siempre parece demasiado simple, y quizás lo sea, quizás haya que buscar hasta dar con estructuras más satisfactorias desde el punto de vista artístico… Pero para qué. No hay tiempo. La televisión que nos envuelve obliga a la concentración, a decir las cosas una sola vez y dejarlas actuar… La redundancia es eso. Hay demasiada gente mirando, el común denominador también es un juego de palabras. Se avanza a fuerza de explicaciones. Explicado, el mundo se vuelve monogenético. Toda la diversidad se entiende como divergencias de una única creación. Si el mundo pudiera quedar sin explicación, entonces se podría hablar de creaciones separadas y paralelas…
La realidad… Asfixiante, hostil, inadecuada… Y sin embargo de ella venía todo, no podía esperarse nada de otra vía.
La única salida era el amor.
El mal carácter de la mocosa había llegado a tales extremos, tantos eran los disgustos que daba, lo mal que le iba en el colegio, lo inservible que resultaba en la casa, su falta de perspectivas… que la abuela tomó la decisión de casarla, y le arregló un matrimonio sin consultarla, a la antigua. A grandes males… El candidato no era otro que «Evito», lo que como castigo parecía insuperable. No lo era tanto en realidad, por algunas circunstancias atenuantes que fueron las que decidieron a la señora. Pese a su aspecto y sus manías de viejo, «Evito» era un hombre joven, de unos cuarenta y cinco años. Siempre había dependido mucho de los demás, en su carácter de anciano-niño, siempre había necesitado de alguien que le organizara la vida; ese rasgo de su personalidad era el que le había escamoteado la juventud, y con ella la virilidad convencional. Pero la virilidad no se agota en su faz convencional y visible. Además, ciertas características que podían parecer casi monstruosas no tenían de monstruoso más que su falta de oportunidad histórica; por ejemplo dejarse el pelo largo, y teñírselo de rubio, y peinárselo en un rodete… Con el tiempo el pelo largo se volvió algo corriente en los hombres, como lo había sido en otras épocas; y lo demás también podía darse o no, era cuestión de modas.
Con eso no habría bastado, por supuesto. El detonante fue que murió el padre de «Evito», y éste heredó una casa y una pensión en moneda extranjera que le aseguraba un buen pasar. No tenía más que mudarse… Pero justamente, eso significaba irse, muy lejos. Dadas sus características personales, no aceptaría irse solo, y si no se iba habría que vender la casa, lo que sería un mal negocio porque tendría que repartir el producto con dos hermanas casadas a las que no veía desde hacía décadas; la casa era usufructo vitalicio suyo, y las hermanas no tenían hijos y las dos estaban enfermas de cáncer. La vieja Rosa había examinado la cuestión cuidadosamente. Ávida y preocupada por el desamparo con el que fantaseaba siempre (y por las muchas desgracias familiares) se había propuesto no dejar pasar este golpe de suerte. El dinero que diera la venta de la casa eventualmente sería suyo, sólo habría que esperar a que reventaran las hermanas… En cuanto a la pensión… Era un asunto bastante extraño. La había concedido un Estado, a modo de compensación por la expropiación de extensos bosques transformados en reserva natural y coto de caza para uso de personalidades extranjeras invitadas. La cobrarían eternamente los descendientes directos del padre de «Evito»; por ahora había que dividirla en tres, pero después de la muerte de las dos hermanas… Y a «Evito» habría que asegurarle descendencia, mediante una joven fecunda, para que después de su muerte la prebenda no caducara. Como se ve, la vieja lo había pensado todo.
En realidad sus motivos iban más allá de la codicia mezquina de la clase media baja, de ese afán obsesivo de seguridad tan característico de gente que siempre ha sido pobre pero nunca lo ha sido demasiado… La situación familiar había empeorado sustancialmente. Su hija Rosa, al fin curada del alcoholismo, había sido dada de alta y se había ido a vivir a la misma calle, a la misma cuadra, donde vivían todos. La cadena, otra vez… Al menos las ceremonias cotidianas de visita al hospital habían cesado, pero no el simulacro de que todo estaba bien; eso era definitivo. La cura la había cambiado como no la había cambiado el alcohol; salvo que ambas cosas fueran lo mismo. Todas sus ilusiones habían caído, todos sus ensueños, si es que los había tenido. Era la mujer realidad. Y, como suele pasar, la vida le daba la oportunidad de hacer realidad sus sueños en el preciso momento en que no tenía sueños. Orlando Piñeyro, el padre del ahijado de Pepe Nieves, la había puesto de cuidadora en una propiedad suya en la cuadra; este señor era abogado y había venido tramitando lentamente, sin apuro, el divorcio de Rosa y su marido Pepe Nieves y la separación de bienes. De las muchas visitas que le había hecho por este motivo en el hospital, siempre aleccionado por la vieja de la cuestión del «Todo está bien», había nacido una especie de amistad. Sus negocios en realidad eran inmobiliarios; no tenía verdadera vocación por la abogacía, que seguía ejerciendo sólo con parientes y conocidos. Compraba y vendía propiedades, siempre en la zona del Bajo de Flores… Siempre estaba necesitando cuidadores para las ruinas que constituían su especialidad, y los reclutaba de sus procesos, donde siempre quedaba alguien suspendido en la nada, absuelto pero flotante o renacido, sin casa ni familia ni trabajo…
En este caso se trataba de un gran edificio industrial desactivado, que después de una venta judicial enfrentaba un destino incierto; en aquel entonces, a fines de los años cincuenta, no se usaba reciclar esa clase de estructuras para otros fines, y la industria se disponía a dar, en la década siguiente, un salto modernizador que haría necesaria una infraestructura distinta. Orlando Piñeyro no tenía apuro, su modalidad era la paciencia, la espera de las oportunidades. De algún modo sabía que ese armatoste era un capital, y si la imaginación no alcanzaba para ver cómo podía materializarse, ¿quién sabía lo que podía resultar de las vueltas y revueltas de la realidad? Eran casi cuatro mil metros cubiertos, en cuatro pisos, todo muy sólido y en bastante buen estado… Echarlo abajo no valía la pena, porque los materiales no cubrirían los gastos de la demolición, y el terreno en esa zona era barato, abundaban los baldíos; pero a pocas calles de distancia crecían las villas miseria, con familias apiñándose en diminutas casillas de cartón, y sobre la Avenida del Trabajo se levantaban monoblocs de departamentitos… Como el edificio estaba vacío, no había nada que robar; y todavía no se habían puesto de moda las «tomas» de inmuebles; por eso se limitó a poner de cuidadora a una mujer sola, y se olvidó del asunto.
La ex alcohólica se encontró viviendo en un desmantelado palacio de la industria, en una ciudad personal, toda para ella, con tantos salones, pasillos y escaleras, que podía usarlo como casa de la memoria o mnemotécnica: bastaba con asignar cada recuerdo o proyecto de su vida a un ambiente. Salvo que había rincones que no había llegado a recorrer, después de meses de vivir allí, tan grande era. Y nadie la interrumpía jamás en sus idas y venidas.
Pero mantenía un ojo vigilante sobre su hija, a la que reencontraba en una edad difícil. No quería que cometiera los mismos errores que ella. La niña, ya una muchacha, empezó a sentirse abrumada por la presión. Hubo la idea, cuando la madre ya estuvo instalada, de irse a vivir con ella y aliviar a la abuela de la responsabilidad que los extravíos de la madre le habían echado encima. Pero para la pequeña Rosa era una decisión difícil, y se contentó con mantener el statu quo, dejando abierta la posibilidad, que hizo valer como amenaza en las peleas con su abuela. Las peleas se multiplicaron consiguientemente.
Entre la casa de cuento de hadas de la abuela y el laberinto desmesurado de la madre, a mitad de camino entre una y otro justamente, estaba la casa de Pepe Nieves. El acordeonista convivía maritalmente con Iris Guastavino, y no bien el juez dictó el acta de divorcio, empezaron las tensiones por la cuestión del matrimonio de los concubinos. Nieves no vio mejor solución que darle largas apelando la sentencia. Según se comentó después en la familia, había buscado el motivo un poco al azar, con el asesoramiento de su abogado; de otro modo, jamás se habría atrevido a hacer una canallada semejante. Sucedía que todo el juicio se había hecho sobre el supuesto tácito de que se trataba de un matrimonio sin hijos. Cuando en la redacción de la sentencia, por una cuestión de fórmula, hubo que poner «sin hijos», salió a luz que había una hija, la pequeña Rosa, y el juez trató de enmendar el descuido con un acápite improvisado que hacía lugar a una tenencia compartida. Era irregular, pero no creía que, después de haberse olvidado de la existencia de la hija durante todo el proceso, los cónyuges fueran a hacer un planteo al respecto, sobre todo cuando lo demás quedaba zanjado a satisfacción de ambas partes. Habría sido así, si no hubiera mediado la necesidad de una de las partes de prolongar a cualquier costo los trámites. La postura de Nieves fue negar la paternidad. En una época en la que no existía la prueba genética, el acopio de pruebas y contrapruebas, los cargos y descargos, podían llevar años. El daño psicológico que esto causaba en la joven no fue tenido en cuenta.
En este episodio se manifestaba un contraste entre lo legal y lo real, que es muy común en las capas indigentes de la población, en los que son llevados por la escasez de recursos económicos al borde de la marginalidad. Se crea una especie de ficción, y bajo ella la vida continúa y toma la delantera, si no en la realidad propiamente dicha, sí en los relatos. Es que la ley no contempla los avatares extraños de la supervivencia de la especie en los pobres. La democratización repentina operada durante la década peronista había dejado como secuela entre el proletariado una sensación embriagante de que todo estaba permitido. En realidad siempre ha sido así entre los pobres, pero lo peculiar de nuestra situación nacional fue que esa realidad quedó prendida del mundo social, y tuvo expresión. En ese punto, como en tantos otros, la Argentina se adelantaba a su tiempo.
A Nieves el tiro le salió por la culata. Tanta indignación causó en la familia su movida, su falta de caballerosidad, que la abuela se decidió a transmitirle a Orlando Piñeyro (quien seguía siendo abogado de su hija en la instancia de apelación) un dato que él se encargaría de usar: al nacer sus hijas las gemelas, se había anotado en el Registro Nacional de las Personas a una sola: Rosa Iris Guastavino, y en lo sucesivo hubo documentación para una sola persona, documentación que las dos hermanas usaban alternativamente cuando la necesitaban. Como eran idénticas, no tenían problema. El abogado, aunque divertido e intrigado, no dejó de ver ahí un rico filón para contraatacar. Sin ir más lejos, la actual concubina de la parte actuante no era otra, a los efectos jurídicos, que su mismísima esposa legal, de la que acababa de divorciarse.
A la jovencita le ocultaban estos incidentes; pero no podían ocultárselos más que a medias, y el resultado de sus atisbos era un hastío profundo, una desazón… No quería seguir el rumbo de las mujeres de su familia… Mujeres perdidas dentro de sus identidades, girando enloquecidas alrededor del zángano… El zángano de Nieves… Las dos gemelas giraban cada vez más rápido, Iris y Rosa, más y más rápido, hasta desvanecerse en el vórtice cegador del acordeonista… Había algo misterioso en él.
Formaba parte de este centro la recuperación para el juego viril de «Evito», después de tantos años de hacer un papel asexuado o ambiguo… Aunque en los hechos este hombre (démosle su nombre, Rolf Thiele, porque el apodo fue cayendo en el olvido por esa época) había tenido una relación secreta con la madre de la niña, con Rosa, relación que fue el motivo principal del alcoholismo de la mujer. Los dos se internaron juntos en la pasión de la bebida, pero en él se reabsorbió, sin más efecto que dejarlo diez años en estado de estupidez.
El panorama no estaría completo si no dijéramos que Orlando Piñeyro el abogado se acostaba ocasionalmente con su clienta (y ahora empleada) en el edificio industrial. Una vez la niña los descubrió en una actitud sospechosa, al irrumpir de improviso. Lo que había visto no servía más que para alentar una sospecha, pero bastó para abrirle los ojos. El paso siguiente fue acceder a una revelación que se había venido negando a sí misma desde hacía tiempo: que su abuela mantenía relaciones con Pepe Nieves. La señora no era tan vieja, andaría por los sesenta, y era de buen ver, gorda, saludable, con el peinado banana que era la marca de las Guastavino. Ahora bien, esta relación planteaba perspectivas nuevas, obligaba a una nueva interpretación de los hechos, por ejemplo el partido que había tomado la abuela en favor de su hija en el proceso de divorcio y paternidad… ¿Una venganza de amantes? ¿Una maniobra de diversión? ¿Un chantaje? ¿Un truco pensado de a dos en la cama? La chica habría querido decírselo a alguien, pero le había quedado de su infancia el tabú de las malas noticias, y a su tía Iris la identificaba demasiado con su madre, además de que apenas si la conocía. Aun así, Iris se enteró, y para darle celos al acordeonista, para pagarle con la misma moneda, tuvo un escandaloso romance con «Evito», que de ese modo recuperaba su papel de hombre y quizás recomenzaba la travesía del alcoholismo. A la joven sus descubrimientos al menos le sirvieron para algo: para confirmarle que todos ellos estaban jugados, que no había nada a que no se atreviesen.
Estos cruces pueden parecer excesivos, casi truculentos, pero en el transcurrir de la realidad se simplificaban mucho; es el relato que se hace de ellos el que da la impresión de una combinatoria; en los hechos eran episodios corrientes, que no llamaban la atención, en parte porque algunos quedaban obliterados en el pasado, en parte por la circunstancia curiosa de que las dos mellizas funcionaban socialmente como una sola persona.