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No sé si me vas siguiendo, Cecilia. Esta especie de comedia de enredos terminó resultando bastante complicada. Y quizás no te haya dejado satisfecha la explicación final. Pero en el fondo es fácil, o mejor dicho: tiene dos caras, una fácil y una difícil. La difícil se vuelve fácil si no te proponés entenderla; y viceversa. Pensá en las novelas de la tarde. Las pobres señoras ignorantes que las siguen no se hacen ningún problema porque todos los avatares del folletín, con ser muchos y muy inconexos, están puestos en la banda homogénea del tiempo, con horario fijo. No es sólo que se vayan desplegando en el tiempo, y así se hagan más envaselinados para el entendimiento, como el aprendizaje de un idioma o de un instrumento musical. Es más que eso: los argumentos se identifican plenamente con el tiempo, son el ritmo en el que transcurre. Si la operación está bien hecha, entonces no hay que preocuparse por el verosímil, por el realismo, por la congruencia psicológica: todo está permitido, todo, y todavía más de lo que habríamos creído que podía entrar en el campo de lo que se puede o no permitir… Pero volvamos a lo nuestro.

¿Adónde habíamos quedado?

En el «Vale todo».

Mmm… Sí, justamente. Muy bien, si todo estaba permitido, quería decir que les estaba permitido a todos, incluido el último personaje de este pequeño catálogo, Orlandito Piñeyro, el ahijado de Pepe Nieves. Él también tenía quince años, y se enamoró perdidamente de la pequeña Rosa. Los dos se enamoraron, uno del otro, exactamente con la misma pasión loca y violenta, porque esos sentimientos siempre son recíprocos. Se querían devorar, desangrar, quemarse juntos. Era una escalada irreversible. Lo que quería uno, lo quería el otro. Si Rosa quería ser linda para él, Orlandito quería ser lindo para ella, lindo como una niña si era necesario. Si a él lo torturaban los celos, a ella la torturaban los celos, hasta llegar a una inquietud compartida directamente insoportable. Cuando la abuela iba a sus reuniones de la Prevención de Accidentes, se acostaban en su cama, o en la de Orlandito cuando Pepe Nieves estaba ausente… Pero su lugar de encuentro favorito era el gran edificio industrial, en el piso, siempre en un cuarto distinto de los cientos entre los que podían elegir. Los adultos debieron de alentar sospechas, unos más, otros menos, pero no dijeron nada. Después de todo, es la ley de la vida. El amor le daba sentido a la vida. Así pasó un verano entero, uno de esos interminables veranos de Buenos Aires, tan caluroso y húmedo que la gente no aguantaba. Copulaban de día y de noche, bajo las estrellas en el patio de una casa o la otra, se escapaban por las ventanas, se colaban en el edificio industrial a la medianoche y se instalaban en la terraza, con vista a todo el barrio dormido alumbrado por la luna. O bien a la siesta, cuando todo estaba muerto, en un silencio de plomo. Cuando llegó el otoño, la pasión se desvaneció.

Orlandito había usado como pretexto su trabajo con los títeres para pedir una llave del edificio industrial, que su padre biológico no había tenido inconveniente en darle. Extinguida la pasión del amor, reanudó el trabajo que durante meses había dormido como excusa y justificación. Había descubierto el modo de hacer unas descomunales vacas de papel amarillo, en las que podían meterse personas. Le llevaba mucho tiempo, y no era tanto cuestión de inspiración como de trabajo, de habilidad, pericia, práctica. El tamaño dependía de una voluntad inconsciente y fluctuante. No eran ni chicas ni grandes, en tanto vacas. Eran dimensiones manuales; se iban haciendo frente a él, nubes crujientes, adragonadas. Tirando de la cola se plegaban sobre sus varillas y alambres, y quedaban reducidas al tamaño de valijas o maletines. En realidad eran piñatas, que se colgaban del techo patas arriba. Llegado el momento, el tensado hacía de molde para una delgada capa de yeso, una vez endurecida la cual se extraía el papel humedeciéndolo con té, y servía para la próxima (por el té tomaba su característico color amarillo). Como en los funerales balineses, donde un dispositivo semejante sirve para llevar al muerto a la pira, las vacas hacían su aparición en los concurridos corsos de la Avenida del Trabajo. También hizo pavos reales para jardín, pero la manía articulatoria que movía su estro terminó por provocar temores. Ese mismo otoño otros intereses, otras urgencias, lo alejaron de esa forma de arte, y el taller quedó a medias abandonado; lo visitaba los sábados a la tarde, los domingos (cuando no iba a la cancha), casi siempre en compañía de su noviecita secreta, con la que ocasionalmente hacía el amor, ya sin el fuego de antes.

¿Qué les había pasado? El amor se había reabsorbido, como sucede con los números; llegado a un número cualquiera, digamos el cien, todos los números que hay antes, los noventa y nueve, se reabsorben en él, se apagan, se ahogan; el cien, o cualquier otro, queda en la superficie con la serenidad de una cosa, inerte a la vista; aunque por dentro siguen vivos todos los números que fueron necesarios para llegar a él: si se contó de a uno, noventa y nueve; si se contó de a dos, cincuenta; si se contó de a tres, treinta y tres, etcétera. Si se contó de a treinta, sólo tres. De hecho, puede no haber ninguno, si se saltó directamente de cero a cien.

El problema del amor es que lo apuntamos a partes, a fragmentos, no al todo. A una persona, y no a la humanidad; a la humanidad, y no a la naturaleza; a la naturaleza, y no al complejo de lo externo y lo interno… Lo fragmentario y separado cae, se deteriora, se aparta de nosotros, invariablemente traiciona nuestro amor –que nosotros hemos traicionado antes fragmentando el objeto–. Sólo una totalidad flexible, mutable, elástica, es el objeto del verdadero amor, porque no es objeto, es el amor mismo…

Orlandito tenía que trabajar, que ganarse la vida, como todo joven de su clase. Al menos así decía él, poniendo una buena dosis de ficción en el asunto. Su padrino era proletario, de acuerdo, pero su padre era un hombre acaudalado. Y curiosamente Piñeyro habría querido para su hijo un destino de artista, liberado de las necesidades; el chico, por espíritu de oposición, insistía en la necesidad. Y como todo joven de cualquier clase, era inconstante. Las esculturas en el taller no tardaron en cubrirse de polvo. Ese tipo de labores en gran escala es difícil de recomenzar cuando se pierde el ritmo; a un gesto sigue otro, se clava una varilla, se la cubre de tragacanto, a continuación hay que pegar el papel… Pero si entre una cosa y la otra han pasado semanas, sería rarísimo que saliera bien.

Así como hay gente a la que le basta escuchar una nota de música para que las células de su cuerpo se pongan a bailar, hay gente a la que le basta ver un volumen cualquiera, así pase muy rápido ante su percepción, para que todas y cada una de las células de su cuerpo se pongan a hacer escultura. Lo mismo sucede con las demás artes, hasta con los títeres. Claro que en este último caso hay una diferencia: como las células ya son títeres, hay una autorreferencia.

Consiguió empleo en la fábrica Suchard, que por ese entonces estaba en el barrio, en la Avenida Carabobo, justo donde ahora pasa la autopista. Trabajaba en un anexo, en el plateado de papeles para el envoltorio interno de los chocolates. Aunque poético, y en cierto modo interesante, era un trabajo ingrato, que lo extenuaba. Orlandito era un chico, y lo deprimía pasar todo el día encerrado en un sótano, entre cubas de nitrato y prensadoras que hacían un ruido descomunal. Su carácter cambió, y con él su visión del mundo. Tomaba una ideología proletaria, combativa. Después de todo, era el único en la familia que trabajaba: Pepe Nieves era un músico, un bohemio, vivía a salto de mata, sableaba a la vieja Rosa, a Piñeyro… Este último se pasaba el día en los cafés, compraba o vendía una propiedad cada seis meses, atendía algún proceso en los tribunales con fantástica parsimonia…

El motivo por el que padre e hijo se habían separado era uno de esos dramas pasionales en sordina que pasan como relámpagos administrativos. Al nacer Orlandito, su madre abandonó al marido, se fue y nunca más la volvieron a ver. Piñeyro no quería saber nada con el chico; puso una mujer a cuidarlo, la mujer tuvo un asunto con Pepe Nieves, y cuando se marchó a su vez, Orlandito quedó gravitando en la órbita del acordeonista…

La noviecita le decía: Cuando aprendas a platear papeles, renunciá. ¡Como si fuera tan fácil! ¡Como si platear papeles sirviera para algo! ¿Querés que haga vacas cromadas? Tenía razón: el oficio no servía para nada, y aun así servía para algo: para vivir. La vida del trabajador, en la sociedad de consumo, sin dejar de ser tan triste y tan sacrificada como lo fue en la Edad Media, es muy rica temáticamente. Uno ve bajar del colectivo una fila de hombres todos iguales, y resulta que uno trabaja en una fábrica de champú, otro en el montaje de cámaras de video, otro en una imprenta de figuritas, otro instala aire acondicionado… A priori es imposible decirlo; a posteriori, da lo mismo. Nadie se hace rico trabajando de obrero.

La sociedad se da forma en la proliferación de los nombres. «Amor», es una marca de masitas. «Unión», la de una yerba. «Siempre», el nombre de un dancing. «Eternidad», una marca de calefones. Pretender aferrarse a las palabras, pretender a partir de ellas la eterna unión de los amantes, es vano, porque las palabras en el fondo no significan nada. Los jóvenes amantes se separan, como un par de gorriones en sus juegos locos entre la vereda y la rama de un árbol, saltan disparados por un resorte invisible, se extravían en los rayos de la luz…