Altar. Trono. Pupitre

Mi amigo Francisco sostiene que los asuntos relacionados con la separación del Estado y la Iglesia no interesan demasiado, por no decir nada, a los españoles. ¿Será que la dan por perdida definitivamente? Si eso es verdad, sin duda hay que entenderlo como una caída de brazos desesperanzada ante lo mil veces intentado y nunca conseguido, o como una reivindicación que los ciudadanos ven inalcanzable porque el Estado no pone los medios para imponer la norma constitucional como debiera, convirtiéndose así en cómplice de una situación injusta.

Yo sí creo que el asunto interesa a la gente: piénsese en lo que ocurrió no hace mucho tiempo con el rechazo de algunos a una asignatura llamada «Educación para la ciudadanía», piénsese en las leyes de educación derivadas de los cambios de los gobiernos; piénsese en la oposición, que promete siempre derogar después esas leyes; piénsese en las reacciones a determinadas normas por parte de determinados colectivos, se llamen matrimonio homosexual o aborto; piénsese en las repercusiones de algunas actuaciones —de mujeres sobre todo— en contra de un estado de cosas no por antiguo menos escandaloso. Podría seguir.

Interese más o menos a los españoles, lo cierto es que a mí me parece una cuestión medular en la articulación de la sociedad porque tiene que ver con todos los aspectos de la misma, especialmente aquellos relacionados con la educación, ya digo, que como el lector habrá deducido a estas alturas a través de mis reflexiones precedentes, es un asunto que me parece especialmente relevante por distintos motivos. En España siguen vigentes los leoninos acuerdos con la Santa Sede de 1979 que nadie se ha atrevido todavía a revisar por miedo a la influencia enorme que todavía en nuestros días ejerce la Iglesia católica entre nosotros. Por eso entiendo que este asunto merece un capítulo en este libro.

Mi forma jacobina de entender la cosa pública me dicta que la Iglesia debe ir por un camino y la cosa pública por otro, siendo que la libertad de conciencia es un derecho fundamental y cada quien puede creer en lo que le venga en gana siempre y cuando no intente imponerlo a su vecino. La religión es un poco como el gas: en cuanto te descuidas, acaba ocupando todo el espacio disponible y organizando las relaciones entre los humanos y las de los humanos con el universo entero hasta donde se les permite en algunas sociedades. Y la organización social, como reza nuestra constitución de 1978, debe ser aconfesional.

Ha llovido mucho desde que Manuel Azaña declaró en 1931: «España ha dejado de ser católica», entendiendo que había que organizar el Estado de modo que resultara adecuado para una nueva fase de la historia del pueblo español. Bueno, pues en pleno siglo XXI, España sigue sin superar una asignatura que señala como atrasados a los países que la tienen pendiente frente a aquellos que la aprobaron siglos atrás.

Me contaba hace poco un amigo, profesor de francés, que cuando se incorporó a su nueva plaza después de un traslado a un instituto público del centro de Madrid hace siete u ocho años, comprobó con estupor que no solamente la religión católica invadía allí pasillos y tablones de anuncios por doquier con el desparpajo de quien viene haciéndolo desde el principio de los tiempos, sino que sus protestas al respecto se daban de bruces contra el muro de cemento armado constituido por sus compañeros del claustro de profesores y no digamos de la junta directiva del centro, cuya connivencia con el departamento de religión era algo más que una casualidad. Había allí anuncios de todo tipo de la especialidad de la asignatura que contiene todas las especialidades imaginables, desde convocatorias a manifestaciones antiabortistas hasta actos de protesta relacionados con proyectos de ley que no gustaban al Vaticano ni al arzobispado, pasando por consejos a los adolescentes, información sobre los tiempos litúrgicos, afirmaciones rotundas de creacionismo, etc.

Viendo la nula receptividad que sus discretas críticas recibían (era un recién llegado en ese lugar) para limitar aquello, decidió ascender un peldañito de la larga escalinata de sus justas reivindicaciones.

Coincidió que por entonces —al igual que en el Reino Unido, Alemania, Finlandia y algunos otros países—, la Asociación de Ateos y Librepensadores había puesto en marcha en Madrid y Barcelona una milagrosa (con perdón) campaña laica en unos pocos autobuses de la línea 3 de Madrid (Puerta de Toledo-Plaza de San Amaro), y en dos líneas de los de Barcelona en cuya parte de atrás se podía leer un lema que rezaba (con perdón):

Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida.

He dicho milagrosa porque no fue nada barata la campaña en cuestión. Se costeó a base de aportaciones de los socios.

Mi amigo imprimió en su ordenador unos cuantos papelitos con el citado lema, y fue pinchándolos él mismo en aquellos tablones de anuncios del instituto en los que veía alguna alusión a cuestiones religiosas, o sea, en numerosos tablones.

La respuesta a su tímida provocación fue fulminante e inmediata. Nadie se había atrevido nunca a nada semejante allí; todos los minipasquines fueron retirados inmediatamente al grito de escándalo y, como él insistió en su colocación al notar que eran retirados mientras daba sus clases, observó en una de esas operaciones que la profesora de religión, relativamente a escondidas para no ser descubierta, los iba despegando a medida que él los colocaba. Este juego del ratón y el gato duró hasta ese momento, su protesta fue sonora y lo convocó la directora del establecimiento.

Como no había defensa posible del centro para mantener ese estado de cosas, se apeló a «lo que se ha hecho toda la vida porque los alumnos son católicos en su mayoría, a nadie le molesta, y oponerse a ello es luchar contra corriente, y además el profesor no tiene el permiso de la dirección mientras que la profesora de religión sí, nunca ha protestado nadie porque son convocatorias de actos que tienen lugar en el instituto, y a ver si también vamos a tener que dejar de instalar el belén esta Navidad...».

No necesito decir que mi amigo el profesor estaba tan indignado como regocijado por la situación.

La argumentación de él venía a ser siempre la misma y machacona: vale que la asignatura de religión es de obligada oferta en la enseñanza pública en España por ley, vale que tenga su espacio reservado como lo tienen las demás asignaturas, vale que se la considere una materia normal, vale que todas las creencias son respetables, vale que se pueda abrir un grupo de religión con un solo alumno mientras que las demás asignaturas necesitan quince, pero tanta presencia es llamativa y desleal, las creencias laicas —como la de los cartelitos arrancados— son igualmente respetables y la enseñanza pública debería ser aconfesional en el ámbito público como lo deben ser todas las instancias públicas, porque así lo dice la Constitución Española de 1978.

Lo único que mi amigo sacó en limpio fue que le dijeran que lo que él pretendía, por muy constitucional que fuese, no lo verían sus ojos porque España no es un país aconfesional digan lo que digan las leyes, sino de mayoría católica. Todo ello muy afectuosamente, es cierto. Sus colegas de aquel centro eran, según cuenta, muy buena gente a su manera.

Soy un ferviente defensor de la separación Iglesia-Estado tal y como se entiende en los países cuya referencia nos interesa enarbolar para otras cuestiones, Francia por ejemplo. Allí, tras un largo y sinuoso camino desde 1794, se aprobó la célebre ley de 1905 promovida por el diputado socialista Aristide Briand, por la que se consagra una laicidad sin excesos. Esa ley sigue vigente hoy en día en ese país, que es un referente mundial en estas cuestiones. Allí se toleran todas las creencias pero lo público no es confesional. Es una larga tradición de respeto a los valores republicanos que casi todo el mundo acata. En Francia también existe la enseñanza concertada confesional, pero es minoritaria. A nadie en su sano juicio se le ocurre allí enviar a sus hijos a la enseñanza privada.

Las tres religiones monoteístas que tenemos cerca —cristianismo, islam y judaísmo— tienen características comunes: las tres consideran a los que no las profesan como infieles y la concepción de infiel supone necesariamente un alejamiento de la verdad que siempre es punible según los creyentes. Puede ocurrir también que dentro de la propia religión se produzcan desviaciones de la línea oficial, herejías que hay que combatir de manera encarnizada. El planteamiento esencialmente es así aunque se pueden añadir matizaciones.

La vocación, por tanto, de todas ellas es que sólo hay un dios, el suyo, y los demás son falsos, y hay que procurar que el verdadero haga desaparecer los falsos. Todo lo que no sea eso es blasfemia. Este planteamiento es simple; no tiene gran recorrido, pero ha causado y causa enormes daños a la humanidad. No sólo a los creyentes sino a la humanidad entera, que en buena ley debe asumir la verdad o ser combatida sin tregua.

El Renacimiento inició un lento camino que culminó en una relativa recolocación de las creencias religiosas, de modo que hubiera compatibilidad entre unas y otras, incluso que fuera posible creer en ningún dogma. Pero esa vía no avanzó a la misma velocidad en los distintos credos: algunos, a regañadientes, no tuvieron más remedio que civilizarse algo, mientras que otros permanecieron sumidos en el oscurantismo medieval. La vocación de las tres religiones es la misma, ya lo he dicho, y si las unas pudieran adoptar las maneras de las otras porque la sociedad en la que se hallan implantadas se lo permitiera, que nadie dude que lo harían. Recuérdense las Cruzadas cristianas, la Inquisición, la gloriosa cruzada de 1936.

En 1517, tras la Reforma, el Papa declaró proscrito a Lutero y que cualquiera que lo encontrara podía matarlo. En 1989, el Ayatolá Jomeini dictó una fatwa en Irán dirigida a todos los musulmanes con el fin de acabar con la vida de Salman Rushdie por haber escrito Los versos satánicos, libro presuntamente blasfemo a decir del citado Ayatolá. Véanse las similitudes, cuatrocientos años después, entre ambas fatwas, que creo que ilustran lo que acabo de explicar.

Sin duda, en nuestros tiempos, la religión que ha conservado modos más medievales y ocupa más espacio social es el islam. Se da la circunstancia de que muchos países del mundo árabe proporcionaron una buena cuota de la emigración que tenemos actualmente, en parte debido a los efectos de la colonización, en parte a la situación de depresión económica que estos países soportan. Dicha población ha intentado desde varias generaciones atrás mantener como sea unas costumbres que, en buena medida, chocan con los valores considerados democráticos por los países de acogida, Francia sobre todo.

Ahora bien, el islam está basado en la Revelación, es decir que el Corán es palabra dictada por Alá a Mahoma y es por lo tanto, intocable. El hombre por excelencia es, según Alá, el musulmán, que vive en la religión del islam. El no musulmán es, o bien infiel, y entonces debe ser rechazado o asesinado, o vive bajo el amparo del régimen islámico, y entonces paga tributo.

Pero el mayor enemigo del fundamentalismo de una religión no es otra religión distinta de la suya, nada de eso. El verdadero enemigo de esa manera de entender las creencias religiosas y la vida es la defensa de ninguna creencia, el laicismo, la aconfesionalidad, en definitiva, los valores democráticos de libertad, igualdad, solidaridad, seguridad, fraternidad. Valores todos ellos consagrados por la ética laica en la que creemos firmemente los que deseamos vivir en países modernos, seamos católicos, musulmanes, hinduistas o agnósticos. El fenómeno religioso es tremendamente importante a la hora de analizar los problemas de convivencia entre los seres humanos. Y sigo defendiendo que es trascendental que exista una separación entre el trono y el altar, como se decía en otros tiempos.

Uno de los problemas que surgieron cuando se empezó a hablar de estos asuntos en Francia fue el miedo de la Iglesia a perder sus tradicionales privilegios que, en definitiva, como casi siempre, se traducían en poder. La ley de separación preveía un inventario de los bienes mobiliarios e inmobiliarios de los establecimientos públicos de culto, previo a la entrega por parte del Estado de los bienes que se estimaran necesarios para las asociaciones de culto, siendo el resto expropiado. Las ceremonias religiosas se asimilaban a reuniones públicas y debían ser sometidas a declaración previa en las formas que estableciera la ley.

Ni que decir tiene que dicha norma de 1905 fue violentamente criticada por el papa del momento, Pío X, quien condenó la ruptura unilateral del concordato, protestó contra las incautaciones y se negó categóricamente a aceptar el estatus de asociaciones de culto de las ceremonias religiosas porque ello era incompatible con la organización jerárquica canónica católica y con las funciones ministeriales respectivas del obispo y del cura que de ellas se derivaban.

Este asunto puso al país al borde de la guerra civil, pero en estos momentos Francia es el modelo de compatibilidad trono-altar al que todos aspiramos y la bestia negra de todos aquellos que no se plantean ni por lo más remoto la pérdida de unos privilegios tan ancestrales como injustos.

Por si hubiera alguna duda en relación con lo anteriormente expuesto, he aquí algunos puntos esenciales de la Carta de la Laicidad que se entrega a los alumnos en la escuela pública francesa y a la que deben atenerse obligatoriamente.

1. Francia es una República indivisible, laica, democrática y social que respeta todas las creencias.

2. La República laica organiza la separación entre religión y Estado. No hay religión de Estado.

3. El laicismo garantiza la libertad de conciencia. Cada cual es libre de creer o de no creer.

4. El laicismo permite el ejercicio de la ciudadanía, conciliando la libertad de cada uno con la igualdad y la fraternidad.

5. La República garantiza el respeto a sus principios en las escuelas.

6. El laicismo en la escuela ofrece a los alumnos las condiciones para forjar su personalidad, los protege de todo proselitismo y toda presión que les impida hacer su libre elección.

9. Se garantiza el rechazo de las violencias y discriminaciones y la igualdad entre niñas y niños.

10. El personal escolar está obligado a transmitir a los alumnos el sentido y los valores del laicismo.

12. Los alumnos no pueden invocar una convicción religiosa para discutir una cuestión del programa.

13. Nadie puede rechazar las reglas de la escuela de la República invocando su pertenencia religiosa.

¿Quién podría ponerle peros a una declaración semejante? ¿Acaso habría algo que objetar a esos principios, cualquiera que sea la confesión que se profese?

Me remito de nuevo a la argumentación de mi amigo el profesor de francés, que he expuesto antes: el agnosticismo es tan respetable como las creencias religiosas, lo eclesiástico no debe invadir los espacios públicos, la religión no debería ser una asignatura evaluable y la enseñanza pública debería ser aconfesional como deben serlo todas las instancias públicas, porque así lo dice la Constitución de 1978.

El momento en que se realiza la entrega de esta declaración de principios es muy importante. Los valores fundamentales en los que se basa nuestra convivencia han de ser asimilados por la ciudadanía desde la escuela primaria, lo antes posible, por eso tuvo tan poco sentido que se suprimiera en España la asignatura antes citada de «Educación para la ciudadanía».

En este sentido es interesante señalar que a las manifestaciones reivindicativas de esos valores que tienen lugar en la calle con motivo de algún acontecimiento asisten muchísimos niños acompañados por sus padres. En las que se convocaron, por ejemplo, tras los atentados de París de enero y de noviembre de 2015, había multitud de ellos. Los valores de la ética laica son uno de los pilares de la República en Francia. Otro de ellos es, cómo no, la escuela pública. Me siento muy orgulloso de ostentar el título de Chevalier de la Légion d’Honneur que en su día me fue otorgada por la República Francesa. En cuestiones sociales, Francia viene siendo desde hace siglos un referente.

Allá por la década de 1930, los republicanos españoles querían no solamente separar a la Iglesia del Estado, sino también reducir su influencia, para lo cual propusieron prohibir a las congregaciones religiosas ejercer la enseñanza. Aquello fue contraproducente.

Ya no existe ese anticlericalismo visceral de entonces y podemos ver con más serenidad cuál es el estado de cosas actual; hablemos, pues, de enseñanza. Me precio de conocer bien este gremio porque yo fui educado en la enseñanza privada, tanto primaria y secundaria como universitaria, mi propio marido es del oficio y tengo amigos que me mantienen al día. Un juez tiene la obligación de estar perfectamente bien informado sobre las cuestiones sociales centrales, y esta desde luego lo es.

La defensa de la enseñanza pública frente a la privada debe ser una prioridad inexcusable en una sociedad avanzada como la nuestra presume de ser. Es verdad que el entorno social en el que nos desenvolvemos ha cambiado sustancialmente en estos cuarenta o cincuenta años; es verdad que la enseñanza pública necesita de la colaboración de la privada para dar cobertura a un alumnado que ha crecido de manera exponencial por razones diversas; pero esa colaboración ha de darse en condiciones de igualdad de oportunidades e impidiendo que la extracción social de los ciudadanos condicione primero su formación y luego su vida futura entera.

La forma de controlar la enseñanza en la España actual no deja nada al azar. Es bien sabido que tener las riendas de la educación de un país es asegurarse buena parte del control social. Veamos cómo se hace en España ante la indiferencia de todos:

La educación concertada es más barata que la pública porque sus profesores soportan condiciones de trabajo más precarias al no ser funcionarios, porque ganan menos y además porque, de manera encubierta, se obliga a las familias de los alumnos de los colegios concertados a financiar parte de las actividades escolares y, sobre todo, extraescolares.

Se tolera que dicha enseñanza utilice trucos para enviar a la pública a aquellos alumnos que por distintos motivos no le interesan: procuran que sus grupos de alumnos estén al completo desde principio de curso, es necesario uniforme para acudir al centro, las familias deben hacerse cargo de determinados gastos, etc.

La escuela pública, obligada como está a escolarizar a todo ese alumnado que le sobra a la concertada, baja su calidad y sus aulas se convierten a menudo en aparcamientos de alumnos problemáticos o con necesidades especiales o simplemente mal educados, a los que estudiar hasta los 16 años les resulta un deber insoportable.

Un ejemplo para que se entienda con facilidad:

Hay grupos étnicos que no desean ser socializados en absoluto y lo plantean de manera explícita. Pero la sociedad, naturalmente, tiene la obligación de escolarizar a esos grupos de ciudadanos y lo hace a través de los requisitos necesarios para poder percibir el RMI (remi, renta mínima de inserción). El requisito número 6 dice textualmente que para tener derecho a la prestación hay que «tener escolarizados a los menores que formen parte de la unidad de convivencia en edad de escolarización obligatoria».

Como ese tipo de alumnado no interesa para nada a la escuela concertada, se deriva a la pública con los subterfugios que he expuesto antes. La consecuencia es que todos ellos se juntan en grupos absolutamente homogéneos imposibles de gestionar académicamente.

Si estos grupos se mezclaran con otros más interesados en el aprendizaje, tanto en la propia escuela pública como en la escuela concertada, acabarían sin lugar a dudas siendo integrados socialmente. Pero como están constituidos en clasesgueto por las razones antes expuestas y no existe ningún tipo de penalización al mal comportamiento —vía, por ejemplo, económica—, los grupos en los que se encuentran se convierten en auténticos pandemóniums en los cuales lo que menos interesa es la docencia propiamente dicha y lo que más, mantener el equilibrio psicológico del profesor, que termina deshecho y a menudo en situación de baja laboral por depresión.

La enseñanza pública es más cara porque debe dar la impresión de que atiende bien hasta los 16 años a esa gran variedad de alumnado que la concertada no ha admitido: muchachos inmigrantes aún no integrados, chicos marginados, problemáticos, niños discapacitados, grupos como el que acabo de describir..., lo cual multiplica la variedad del profesorado especial que debe hacerse cargo de toda esa casuística. Sus profesores especialistas en materias llamémoslas tradicionales, en teoría mejor preparados por haber pasado por una oposición, ven sus capacidades profesionales sojuzgadas por este estado de cosas, y cuando no caen en la depresión, como ya he dicho, viven en un estado de permanente frustración profesional.

En tiempos de crisis como la que padecemos, esa educación pública con tanta diversidad se hace muy onerosa a las arcas públicas para unos resultados más que mediocres. Hay que recortar gastos en ella porque, a fin de cuentas, el rendimiento es muy bajo y no vale la pena sostener semejante sistema. La carne de cañón no debe hacer gastar demasiado dinero al Estado. Es en este punto donde caen las caretas. Todos tenemos los mismos derechos... según y cómo.

Este estado de cosas ahuyenta a los buenos alumnos que, si se lo pueden permitir, acaban en la concertada, de manera que incluso aquellos padres que creen en lo público y lo defienden con determinación militante, terminan sucumbiendo a la tentación y envían a ella a sus hijos haciéndose así cómplices de un statu quo perverso por el bien de sus vástagos.

Casualmente, el 80 % de esa enseñanza en España está gestionada por la Iglesia católica, que de este modo mantiene su influencia y su poder. Así fue siempre y así debe seguir siendo. Y encima, sin que se note demasiado. Casi todos somos cómplices: funcionarios docentes y no docentes, políticos de toda tendencia, periodistas, deportistas, príncipes y reyes. De esta breve lista tal vez el caso más sangrante sea el de los funcionarios docentes por su perfecto conocimiento de la anómala situación y su poco interés en remediarla.

La nueva ley de educación vigente, la célebre LOMCE, afirma, por ejemplo, que no es discriminatorio segregar a los alumnos por sexos, aun cuando este tipo de centros reciba financiación pública. ¡Qué despropósito!

Así de claro lo dice Antonio Muñoz Molina en su libro Todo lo que era sólido:

Con dinero público se subvenciona al cien por cien la enseñanza religiosa; las escuelas religiosas privadas se sostienen con los impuestos de todos, no con las contribuciones de los fieles de cada confesión que quieran educar en ella a sus hijos; en financiar el privilegio y la educación religiosa se van los fondos que por ser de todos deberían sostener la enseñanza pública.3

Creo sinceramente que es también mi deber denunciar esta situación y que los expertos en materia educativa deberían tener en cuenta estos extremos a la hora de elaborar sus informes sobre las competencias del profesorado.

Entiendo que la formación académica debe estar basada en el mérito, nunca en las posibilidades socioeconómicas de los ciudadanos. De no ser así, estaremos propiciando la injusticia prácticamente desde la cuna, lo cual socava uno de los principios en los que se basa nuestra organización común pactada por todos: el derecho a la educación en igualdad de condiciones, sea cual sea la procedencia de los alumnos, según los principios de justa igualdad de oportunidades de John Rawls.

La educación no debe tener como misión el control de los ciudadanos, sino que debe proveer de herramientas a las nuevas generaciones a fin de generar una sociedad cohesionada dentro de una sana diversidad.

Donde las iglesias deben trasladar sus valores es en el resto de sus actos en los que expresen opiniones respecto de los distintos asuntos públicos. No deben vertebrarlos en educación. El altar no puede modificar la escala de valores de la ética pública, que es la argamasa de la cohesión social.

Si la escuela pública en España no tiene capacidad para acoger a todos los alumnos que deben ser escolarizados, la concertada debe someterse a esos valores de manera leal admitiendo con honradez y solidaridad a los estudiantes que equitativamente les correspondan, sin subterfugios tolerados por la administración educativa, respetando que las creencias permanezcan en la esfera de lo privado e inculcando normas ciudadanas comunes a todos. Ello no es incompatible con su carácter confesional en otros terrenos (el famoso derecho de los padres a elegir centro, que ya hemos visto de hecho en qué consiste).

Ya se ve que es verdad que la sociedad española parece no haber pasado por el Siglo de las Luces. Bueno, en realidad es que no pasó por él, y así nos va en determinados aspectos. Es desalentador que una cuestión tan importante, de la que dependen tantas cosas desde el punto de vista ideológico y que es tan costosa para el erario público, no tenga excesiva relevancia en la redacción de los programas electorales de las distintas formaciones políticas.

Por todas las razones educativas y sociales arriba expuestas, se producen en España situaciones incomprensibles. Por ejemplo, en casi todos los ámbitos de la vida pública, la simbología católica se aplica por defecto, como la cosa más natural. Cuántas veces nos hemos visto confrontados en tanatorios, tomas de posesión, entierros y ceremonias de distinta índole social, con la necesidad de adoptar las maneras religiosas muy a nuestro pesar, porque así se ha hecho durante toda la vida. Recientemente asistí al velatorio de un conocido notoriamente ateo en un tanatorio de Madrid sobre cuyo féretro, sin previo aviso, se colocó un crucifijo. Se retiró al sugerirlo la familia, pero el primer impulso es adoptar esos símbolos sin más. Los símbolos laicos en ceremonias laicas también deberían aprenderse en la escuela, aunque sea como una posibilidad entre otras.

España necesita con urgencia transformaciones importantes relacionadas con la separación Iglesia católica-Estado.

Pero sé que hay otras formas de ser creyente y las aprecio en lo que valen. Un ejemplo: la piscina a la que yo acudo a nadar cada día forma parte de un vasto edificio que contiene desde un colegio profesional muy reputado hasta una iglesia, pasando por un centro de día para ancianos, una guardería infantil, un restaurante de postín, varias salas de exposiciones, un gimnasio y un parking.

Entre la gente que frecuenta (frecuentamos) ese lugar pintoresco del barrio de Chueca en Madrid, se encuentra un grupo de personas que acude a la iglesia cada día atraído por las prestaciones que allí se ofrecen de manera gratuita: café caliente para quien lo necesite, conexión wifi, atención espiritual (léase confesión) en directo o vía iPad, Santísimo Sacramento y misa diaria para creyentes, cepillo (si no tienes dinero puedes coger de él; si lo tienes, puedes depositar), máquinas expendedoras de alimentos ficticios (depositas una moneda y te cae del dispositivo una caja del alimento –vacía, claro–, es decir tú donas tal alimento al banco de alimentos local; las cajas vacías se amontonan en un cesto debajo), conexión directa vía internet con el Vaticano y con Covadonga mediante grandes pantallas de televisión distribuidas por la nave central de la iglesia. Se admiten animales domésticos. Abierto las 24 horas, siete días a la semana.

Para esa iglesia pintó Goya su maravilloso cuadro La última comunión de san José de Calasanz y allí se mantiene una espléndida copia del mismo (el original se encuentra en los Salesianos de la calle Gaztambide de Madrid).

En la Navidad del año 2015, los responsables del lugar montaron un peculiar belén que merecía ser visitado: el portal estaba ocupado por una pareja de refugiados representando a la Virgen y san José, a cuyos pies yacía el niño Aylan, muerto en una playa de Turquía, representando al recién nacido Jesús. A ambos lados del portal, vías de ferrocarril confluyendo en él, ocupadas por refugiados a pie. El impacto era brutal. Buscaba llamar la atención acerca del tremendo flujo de refugiados que estaban llegando por entonces a Europa, desde Siria sobre todo, y que constituía una tragedia de proporciones colosales que nadie sabe aún hoy cómo gestionar. Bueno, hay gente que sí, ya se ve.

Vaya por delante mi admiración por esas personas que dedican su tiempo a la desgracia ajena, los derechos humanos, los niños maltratados. Yo no quisiera que esa iglesia pereciera de éxito; cada vez veo más clientela (de donantes también) y me doy cuenta de que la logística de ese lugar no da para mucho más. Creo que ha habido una petición de ayuda al Ayuntamiento de Madrid que ha tenido buena acogida en el consistorio. Iniciativas de ese calibre deben ser apoyadas por los poderes públicos y por la ciudadanía en general para que no se conviertan en un caos ingobernable.

Otras veces me da por pensar que estos movimientos eclesiales solidarios no dejan de ser los mismos perros con distintos collares. No dudo de sus buenas intenciones, pero al final de lo que se trata es de controlar las almas.

En fin, el otro día me compré una lata de sardinas de las de allí y me supieron a gloria, la verdad.