Ciudadanía

En mi infancia y adolescencia, la situación política se vivía en Euskadi más en clave de franquismo-antifranquismo que en clave de reivindicación nacional. La que conocemos actualmente en el País Vasco empezó a fraguarse poco antes de la muerte del dictador Franco. En un principio era comprensible, habida cuenta de la represión a que había sido sometida España entera durante aquellos ominosos años. Poco a poco, después del estatuto de autonomía de 1979, el nacionalismo fue tomando cartas de nobleza y ocupando más y más espacio. Cuando realmente te das cuenta de que la atmósfera nacionalista ha cubierto gran parte del ámbito social es cuando ya lo ha cubierto todo, no antes; bueno, suele comportarse un poco como las religiones, ocupa todo el espacio social que le dejan ocupar, al fin y al cabo no deja de ser una creencia.

Las naciones existen en la medida en que nos las creamos, como los dioses. Euskadi es un invento, como lo es España, Cataluña o la Santísima Trinidad. Las naciones y los dioses tienen la misma función identitaria. El humano siempre ha sido y es muy aficionado a matarse por cuestiones religiosas, pero también por razones nacionales. La Gran Guerra tuvo mucho de eso. Concitó en Francia el acuerdo de prácticamente todas las tendencias políticas de la época, hasta la izquierda más radical, en contra de «la provocación» alemana. Y todo el mundo parecía creérselo. Los pocos que no, habían de tener buen cuidado en ocultarlo a sus conciudadanos porque era peligroso. Recuérdese el asesinato de Jean Jaurès en 1914 por intentar frenar lo que a él le parecía una guerra insensata que iba a ser muy mortífera. Y vaya si fue lo uno y lo otro.

Naturalmente, el nacionalismo —como la religión— es utilizado por los políticos a su conveniencia, según el momento. El Estado sí es una estructura que tiene control sobre una región concreta, se dota de unas leyes y de la capacidad de hacerlas cumplir. Pero la nación es un invento etéreo y cansino. Todas las acciones que emprendes cuando vives en una muy concienciada, como Euskadi o Cataluña, desde el periódico que compras cada mañana hasta las conversaciones que mantienes mientras tomas una cerveza, están impregnadas, saturadas diría yo, de esa creencia. Te señalan por exceso o por defecto: se ponen en valor los apellidos genuinamente «del país». Si, por ejemplo, un individuo se apellida Álvarez Ibarrondo, pasará a llamarse motu proprio A. Ibarrondo, intentando hacer valer así su condición de vasco viejo, como en el siglo XV se hacía valer la condición de cristiano viejo frente al converso. Como yo era maketo aunque había nacido en Bilbao, mi condición de recién llegado me acompañaba como al converso la suya. Eran categorías que siguen teniendo plena vigencia hoy. Es ese tipo de comportamiento que define a esos «tontos felices que nacieron en alguna parte», como decía la canción. Sí, el nacionalismo es un impulso primitivo y contagioso. Los localismos son retrógrados. Ya lo decía Einstein: «El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad».

A este patrón de comportamiento se adhería incondicionalmente el clero vasco; el nacionalismo en Euskadi siempre tuvo un rancio olor a sotana. Lo sé yo, que me eduqué en un colegio de curas nacionalistas y ya he hablado de este asunto al evocar la película 1980.

Además, en aquellos años, reivindicar el terruño tenía una connotación progresista. Por eso algún partido de ámbito estatal tuvo mucho que ver en aquel flujo de sangre nacionalista a las arterias sociales de Euskadi.

Me viene a la cabeza la disputa de los Capuletos con los Montescos de mi Shakespeare adorado. ¡Qué antiguo me resulta ese sentimiento de pertenencia a familias poderosas, a identidades patrióticas! Bueno, en realidad las tenemos ahora aposentadas en el salón de nuestra casa. Me da igual que sean de sangre, de etnia, de antipatías o simpatías familiares o nacionales. Nos hace falta más Europa: ser más iguales, crear desde la diferencia y de forma natural realidades más convincentes. ¿Hay algo más concluyente que coincidir en un espacio común?

Si bien se mira, creo que el nacionalismo se sigue considerando en España como algo progresista, todavía se respetan mucho las llamadas identidades nacionales y los proyectos de referéndum locales sin tener en cuenta el carácter retrógrado de las ideologías patrióticas. Porque el nacionalismo da una preferencia al elemento diferenciador sobre el elemento aglutinador, a los derechos colectivos frente a los derechos individuales, cuando los primeros deben ser subsidiarios de los segundos. Para mí, los derechos colectivos, el derecho cultural, el derecho a una nación desde el ámbito cultural no pueden estar por encima del derecho del ser humano a manifestarse individualmente.

Una de las armas utilizadas por los nacionalistas contra los que no lo somos es hacernos el reproche de serlo sin darnos cuenta. Ese rizo del rizo es un mantra que todos repiten incansablemente. Comentando la entrevista que me hizo Rosa Montero en 2006, Iñaki Anasagasti, político del PNV, publicó un artículo en el diario Deia —he hecho una breve alusión a él en el capítulo dedicado a la militancia gay— en el que se muestra extrañado de que para huir del nacionalismo vasco nos viniéramos a vivir a Madrid, «el mayor exponente del nacionalismo español», porque en Madrid todo es nacional, dice, los museos, la biblioteca, la Audiencia, el Auditorio. Los argumentos que yo exponía sobre la asfixia que nos echó de allí le parecían bagatelas en un País (el Vasco) donde reina la tolerancia (¿étnica?), donde no existe la exclusión por razones de discrepancia, donde los no nacionalistas son respetados sin el más mínimo asomo de duda. Habla del «lodazal antinacionalista» en el que chapotea la entrevistadora. Todo pura fina ironía euskalduna.

Es verdad que el nacionalismo español estaba y está fuertemente lastrado por sus evidentes conexiones con el franquismo, que se apropió de todos sus símbolos durante muchísimo tiempo. A las élites locales catalana y vasca siempre les ha convenido el sentimiento nacionalista, reciamente ligado en el caso catalán a la lengua. Sin embargo, yo creo que la apuesta que han hecho por el independentismo se les ha ido de las manos y es absolutamente inviable.

En el País Vasco la situación es diferente, está cambiando: el sentimiento nacional allí queda actualmente por debajo del 25 %, es decir, que el independentismo retrocede en 11 puntos, lo cual no es novedoso porque desde los años ochenta el acuerdo con la independencia estuvo casi siempre entre un 25 y un 30 % de la población. Si llama ahora la atención es por su diferencia con Cataluña, donde el sentimiento nacionalista es del 50 %.

Una vez desaparecido el terrorismo en Euskadi, la ciudadanía ha perdido el miedo a participar en política y a hablar. De cada diez ciudadanos vascos, seis entienden que es compatible ser vasco y ser español. Y eso incluso entre los votantes del PNV. Ya no hace falta la independencia para alcanzar «el nivel de autogobierno que garantice la pervivencia de una identidad en peligro», según definición de Gellner. Los ciudadanos ya no pueden echar mano de pertenecer a una etnia concreta, o religión, o cultura. Se tienen derechos como ciudadano y la misma obligación de respetar las mismas leyes que los demás, sea vasco, catalán, gallego o croata. Ese es mi credo desde siempre. Los valores que pretendo defender son universales, incompatibles con los localismos rancios.

No hay que fiarse de que las cosas vayan a estar para siembre así en el País Vasco. El nacionalismo y el independentismo sufren siempre variaciones significativas en su intensidad según el momento histórico. Pero es innegable que esa áspera manera de entender la nación vasca que se daba antes ya no se da. Los resultados de algunas elecciones recientes así lo muestran: los nuevos partidos le ganan la partida a los independentistas, que se ven obligados a revisar toda su estrategia política para recuperar el terreno perdido. Una salida independentista a la catalana es absolutamente inviable actualmente en el País Vasco.

Gorka y yo abandonamos Bilbao en 2003, cansados, pues, de la presión del nacionalismo rocoso e inevitable que se vivía allí. Debo decir que a mí me resultaba y me resulta tan agobiante el ambiente nacionalista como el mismísimo terrorismo, que ya es decir. Este último es más expeditivo, es verdad, pero no es la desesperante gota malaya del patriotismo diario.

Últimamente íbamos cada vez menos a pesar de la avanzada edad de mi madre, que reclamaba más presencia por mi parte; ahora ella ya no está, pero Bilbao es una ciudad maravillosa de la que nos sentimos muy orgullosos. Se vive muy bien allí; incluso cuando era una ciudad macroindustrial y siderúrgica, se vivía bien. A algunos les parecía fea. Para nosotros tenía esa belleza de las urbes del norte de Inglaterra, de Dickens. Me gustaban las refinerías, las chimeneas, las grúas. Era una estética diferente y muy atractiva. Ahora ha perdido esa suciedad marrón de entonces, todo está hecho con raciocinio, con jardines, con arbolado, todo está limpio, se nota el buen gusto y la dedicación de aquel alcalde estupendo que ya murió y al que tuve el honor de conocer, Iñaki Azkuna. Para él, por encima de la política estaban la ciudad y los ciudadanos. Estaba rodeado de buenos asesores y de gestores no corruptos y transparentes como no ha habido otros en esa ciudad, probablemente en ninguna otra ciudad de España: cuentas saneadas, gastos ajustados, nada de deudas innecesarias. En Bilbao me parece todo maravilloso, todo va a mejor, los cambios se notan para bien, pero yo sé lo que hay debajo de todo ese confort urbano, me acuerdo de la falta de libertad, recuerdo las discusiones ásperas, los roces frecuentes. Persiste esa sensación de ahogo que nos hizo abandonarla hace ya tantos años. Y cuando vuelves de vez en cuando para ver a la familia, a los amigos, hagas lo que hagas no te sientes allí todo lo a gusto que quisieras.

Otras circunstancias cooperaron también a la hora de tomar la decisión de abandonar Bilbao: en el año 2000 yo había estado en el punto de mira de la banda terrorista ETA y aunque el miedo nunca formó parte de mi equipaje, tuve que vivir con escolta y eso me resultaba incomodísimo —de hecho, renuncié a ella al poco tiempo—; además, en 2001 fue asesinado el juez José María Lidón; por si fuera poco yo había sufrido el alejamiento familiar al que ya me he referido; y luego la tragedia de mi marido, que sufrió la dolorosísima pérdida de tres miembros de su familia en muy poco tiempo.

Algunos nos aconsejaban el cambio a Barcelona, que era una ciudad, decían, más interesante, más cosmopolita, más moderna que Madrid. Y además con mar. Nos pareció que desembarcar en Barcelona iba a suponer volver a las andadas en la cuestión nacionalista y eso no lo queríamos de ninguna manera, Guatemala y Guatepeor; además, en Madrid teníamos más conocidos y la ciudad nos resultaba más atractiva.

De modo que decidimos dar el paso a la búsqueda de un ambiente menos agobiante, por más que cambiar de vida y de ciudad a nuestra edad de entonces y con la vida totalmente resuelta fuera una empresa realmente ardua y compleja: trámites profesionales (Gorka, que es profesor, tuvo que opositar de nuevo para conseguir plaza en Madrid), puesta en venta de la casa de Bilbao, búsqueda de domicilio en Madrid, tiempo de adaptación tanto laboral como social, etc.

Estuve un año en los juzgados de plaza de Castilla como titular del Juzgado de Instrucción n.° 36. Fue una etapa muy placentera, conocí allí a gente estupenda. En 2004 pasé a la Audiencia Nacional en comisión de servicios para cubrir la suspensión de uno de sus magistrados y posteriormente en sustitución de Baltasar Garzón, que pidió un año sabático y se trasladó a Estados Unidos; más adelante obtuve la plaza en propiedad, Juzgado Central de Instrucción n.° 3, en febrero de 2007, y desde abril de 2012 ocupo la plaza de presidente de la Sala de lo Penal. Me casé con Gorka estando ya en la Audiencia.

Ese episodio de traslado a Madrid resultó costoso pero mereció la pena. Nuestra nación, si es que tenemos una, se llama Europa, de la cual España forma parte contribuyendo en la medida de sus posibilidades.

La integración europea es un acontecimiento único en la historia y está en las antípodas de lo que acabo de describir al hablar de «la patria». En su inicio tiene muchos fines y la idea es antigua. Uno de los más importantes era traer paz a distintos países después de más de sesenta años de guerras. Y eso sin contar las que se produjeron tras la muerte de Carlomagno, cuando sus hijos se repartieron el imperio hace mil y pico años... Eugenio d’Ors decía que cualquier guerra europea es una guerra civil. Era un poco todos contra todos, unas veces aliados unos contra terceros; otras, terceros contra unos. Las más recientes y más mortíferas habían sido las dos mundiales, que sobrepasaron en crueldad y horror, cada una con sus peculiaridades, todo el espanto imaginable, Y más recientemente la guerra de Bosnia. La única medicina aplicable para ese mal era la unión entre los países del continente; pero, claro, en determinadas condiciones.

No obstante, la integración está lejos de haberse completado. Esta precariedad se manifiesta sobre todo en la incapacidad de la UE y sus instituciones para luchar con eficacia contra el paro, por ejemplo, con tasas dramáticamente elevadas entre los jóvenes. Porque Europa existe, pero tiene problemas. Todas y cada una de las naciones que forman parte de ella han sido golpeadas por una grave crisis económica que sus instituciones no han sabido prever ni evitar. Esas instituciones actúan ante la crisis con una lentitud permanente y un análisis de los hechos a menudo inexacto, sobre todo en asuntos monetarios. La tasa de paro es del 12 %, la más elevada del mundo industrial, lo que contribuye a la desafección de la opinión pública, desilusionada por el funcionamiento complicado e ineficaz de las instituciones. Asistimos asimismo a una escalada de reivindicaciones relacionadas con las identidades nacionales, irritadas por la insistencia con la que se explica en el curso de las campañas electorales que todas las dificultades proceden de Europa, cuando son productos de la incompetencia y fallos de los gobiernos nacionales.

Otro aspecto de esta ambiciosa realidad es acabar con ese mundo pequeñito y ramplón representado por el nacionalismo al que me he referido más arriba. Europa tiene miras más altas, entre otras integrar a todas sus regiones en un país común, eliminando fronteras en vez de crear otras nuevas, considerando como propios de igual modo a Grieg y a Granados, a Ibsen y a Beethoven, a Bach y a Lorca o a Verlaine, o a Chillida o a Ausiàs March.

¿Hay algo más español que Cervantes, más inglés que Shakespeare, más francés que Voltaire o Montaigne, que Descartes o que Pascal... y hay algo más universal que todos ellos? (André Gide).

Quien dice frontera, dice ligadura. Cortad la ligadura, borrad la frontera, quitad al soldado, en otras palabras, sed libres; la paz viene después [...] ¿A quién le interesan las fronteras? A los reyes. Dividir para reinar. Una frontera implica una garita, una garita implica un soldado. [...] De esa frontera, de esa garita, de ese soldado salen todas las calamidades humanas (Victor Hugo, 1869).

Todo debe ser para todos. Europa sólo puede unirse sobre el deseo de corazón y la expresión vehemente de la inmensa mayoría de todos los pueblos, de todos los partidos en todos los países amigos de la libertad, sea cual sea su sistema electoral y sus costumbres (Churchill en 1948).

Existen docenas de autores con cuyas palabras me gustaría ilustrar el talante europeísta que debería impregnar el modo de ser de los que vivimos en este continente. Sirvan de ejemplo los tres precedentes, que resumen muy bien, creo yo, ese espíritu.

España tuvo que pasar una travesía del desierto bastante considerable antes de entrar a formar parte del club, entre otras muchas razones porque el túnel del franquismo duró mucho más de los cuarenta años que sabemos. Duró cuatrocientos; en el año 1939 volvimos a las cavernas medievales en numerosos aspectos, sobre todo sociales, y la adaptación no fue fácil, ya lo hemos visto.

Uno de los factores que complicaron el trayecto hacia la modernidad y la democracia en España fue el giro que tomó el Estado de las autonomías, que de alguna manera exacerbó sentimientos nacionales que parecían pasados de moda. ¡Qué error! Nadie previó por aquellos años que las cosas fueran a ir por esos derroteros. Es verdad que el centralismo dictatorial no tenía nada que ver con el centralismo bonapartista de Francia, por ejemplo, y que hacían falta leyes que reconocieran particularidades territoriales y lenguas vernáculas, pero, como he apuntado antes, a una tendencia verdaderamente progresista en un momento dado, le siguió una corriente del nacionalismo más reaccionario que empezó a preconizar la formación de fronteras en lugar de su supresión, que es lo que el buen sentido parece que pedía, una vez que la existencia de un país de países se había puesto en marcha haciendo buenos los deseos de tantos pensadores del europeísmo, desde Sully, primer ministro de Enrique IV de Francia en el siglo XVI y principios del XVII, hasta Robert Schumann y Jean Monnet en el siglo XX: Europa, esa nación de naciones nuestra, que tantos vituperan hoy y que tantos, cautelosamente, celebramos como la mejor medicina para acabar con las horribles enfermedades a las que he hecho referencia; que nos llevará, ya lo verán, a conseguir una igualdad social que nos haga más humanos a los que compartimos principios vitales básicos. Y ello respetando la idiosincrasia de cada quien. Lástima que algunos países, manipulados por intereses cicateros de parte de sus políticos, no lo entiendan así. Ya lo he comentado en el prólogo, no quiero ser reiterativo, pero el caso del Reino Unido está haciendo mucho daño a la Unión. Esperemos que el Brexit funcione como una vacuna y enseñe a los 27 que no se puede experimentar con algo tan delicado como la solidaridad y los compromisos comunes.

El europeísmo en España, allá por los años ochenta, antes de la integración en 1985, no suscitaba demasiado entusiasmo entre los estudiantes, ni siquiera entre los que estábamos cursando Derecho. Y después tampoco, la verdad. La prueba es que cuando yo hacía tercero de carrera, que coincidió con el momento de nuestra incorporación a la Unión, existía una asignatura optativa denominada Derecho Comunitario en la que estábamos matriculados poco más del 5 % de los alumnos posibles. Poco a poco, sin embargo, fueron calando entre los estudiantes las oportunidades que se abrían en el campo del funcionariado europeo. En mi caso surgió la idea de conseguir, como ya he contado, una beca para seguir estudios de Derecho Comunitario en Brujas. Era una salida que me ilusionaba. Además, mi inglés era bueno gracias a los veranos irlandeses, aunque tenía que aprender francés. Aquella idea se vio frustrada cuando me denegaron la beca que solicité.

La esencia, el espíritu de Europa representa para mí el imperio de la razón, de donde proviene todo lo demás: derechos individuales, justicia, libertad, igualdad, solidaridad... Esos valores, nada menos, que derivan de la Ilustración, del Siglo de las Luces, son los que protegen a los que hemos decidido vivir juntos sin aniquilarnos unos a otros. ¿Qué diferencia hay entre un individuo de Cáceres o de Gerona o de Burdeos o de Berlín?

Pero en estos momentos, nuestro país de países pasa por un momento delicado. Inspirándome en la opinión de ese gran europeísta que es Valéry Giscard d’Estaing, estos son los indicios de ese estado de cosas actual:

El desarrollo de las últimas elecciones europeas de 2014, que han tenido una participación del 43 %, nos dice que uno de cada cinco electores ha emitido un voto eurófobo. Esta actitud no expresa un «rechazo» a Europa, sino un profundo malestar relativo al funcionamiento de sus instituciones y a la ausencia de resultados después de cinco años de crisis.

El mito europeo ha desaparecido. Presentado al final de la guerra como un himno de paz, ha estado ausente en los discursos de la última campaña. Un análisis de la participación de la juventud francesa, por ejemplo, señala que la tasa de abstención de los menores de 35 años ha sido del ¡73 %! Sin mito y con un desempleo elevado, el proyecto europeo corre el riesgo de ser abandonado por la juventud.

Muchos creen erróneamente que la integración europea despojará al ciudadano de lo que constituye su identidad nacional. Los nacionalismos europeos temen que su idiosincrasia pierda fuerza al añadírsele la europea. Otra vez el gusano del nacionalismo en la manzana del europeísmo.

Por lo que hace referencia a las resoluciones judiciales europeas, nunca he puesto en duda las de los jueces del ámbito de la Unión Europea, siempre las he respetado, exactamente como si hubieran sido dictadas por un juez español, porque entiendo que están basadas en los mismos principios, en los mismos valores.

Poco a poco nuestros respectivos ordenamientos jurídicos se van aunando, se van homologando, tenemos una Carta de Derechos. Esto que estoy exponiendo parece evidente, y no siempre lo es tanto. En ocasiones, hace no mucho tiempo ha ocurrido con Bélgica, se ha denegado la entrega solicitada por España de una presa etarra alegando peligro de malos tratos o torturas. Y eso a pesar del Principio de Reconocimiento Mutuo, que consiste en no poner en tela de juicio ni analizar la resolución de un juez de otro país de la Unión. La única razón por la que se puede denegar la ejecución de una resolución proveniente de otro país es por cuestiones formales: que no hay procedimiento abierto, que no ha sido dictado por un juez competente, etc. Me crea cierto desasosiego la desconfianza de determinados países al envío de detenidos simplemente porque en ocasiones no se ha demostrado que haya habido una investigación exhaustiva relativa a denuncias de malos tratos o torturas. A España se le exigieron garantías y de hecho no entró a formar parte de la Unión hasta siete años después de la aprobación de la Constitución de 1978. Garantías que igualmente se le exigieron a Grecia y Portugal.

Claro, en estos momentos la UE está compuesta por 28 países, algunos de los cuales provienen de situaciones pasadas muy duras. A pesar de todo se entiende que comparten los valores esenciales de la cultura europea. Me pregunto si eso es verdad. Pero lo que es seguro es que, como ocurre en el caso de Turquía, al conjunto de Estados que apuesten por la integración en la UE, se les exigen las garantías suficientes de respeto de los derechos humanos y del Estado de derecho, que no pueden relativizarse por razones pretendidamente geopolíticas; no podemos bajar la guardia en la vigilancia de estas cuestiones centrales. Y eso que lo que ha ocurrido recientemente con Turquía en el terreno de la acogida a refugiados sirios hace suponer que su integración en la Unión se acelerará, cosa que veo con muy buenos ojos porque ese país podría convertirse en cabeza de puente entre Europa y el mundo islámico, lo cual, si diera resultado y ese país asumiera los valores en que se sustenta la Unión reflejados en los artículos 2, 3 y 6 del Tratado de Lisboa, sería de gran interés para Europa y para los países árabes de cara a los acontecimientos políticos y sociales que se están produciendo en Oriente Medio.

El punto 5 del artículo 2 es un buen ejemplo de las bondades que podrían derivarse de esa integración:

En sus relaciones con el resto del mundo, la Unión afirmará y promoverá sus valores e intereses y contribuirá a la protección de sus ciudadanos. Contribuirá a la paz, la seguridad, el desarrollo sostenible del planeta, la solidaridad y el respeto mutuo entre los pueblos, el comercio libre y justo, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos, especialmente los derechos del niño, así como al estricto respeto y al desarrollo del Derecho internacional, en particular el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas.

Y el punto 2 del artículo 6, otro:

La Unión se adherirá al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Esta adhesión no modificará las competencias de la Unión que se definen en los Tratados.

Europa ya es un fenómeno político irreversible. Crucemos los dedos... porque a la hora de escribir estas líneas seguimos en España con discusiones relativas a proyectos secesionistas, con posturas enfrentadas, cuando sería mucho más constructivo girar nuestros ojos y ocupar nuestras energías en lo que entiendo más noble, incluso más solidario, y que no es otra cosa que más Europa. Por eso, permitiéndome una pequeña licencia, siempre me he preguntado por qué cuando los partidos catalanistas reivindican la independencia de Cataluña, no incluyen en igualdad de condiciones, en los mismos plazos y con la misma vehemencia el Rosellón francés, y los que lo hacen en Euskadi no exigen la anexión del territorio de Iparralde con el mismo ahínco que el del País Vasco español. Misterio.

Y en buena parte de los países de la Unión, partidos populistas —cuando no de extrema derecha— se están apoderando de parcelas de poder que hacen temer seriamente por la buena marcha de los principios a los que he hecho alusión más arriba. Quiero creer que es un fenómeno pasajero: Europa es un experimento interesantísimo porque está poniendo en pie una superestructura supraestatal y supranacional. Pero a la vista están las dificultades que atraviesa: en el momento en que se presenta una crisis grave, como puede ser la de los refugiados provenientes de Siria, entonces la gente se repliega a sus antiguos nacionalismos. Claro, vivir en Europa es muy cómodo: no hay fronteras y tenemos una moneda común. Pero esas circunstancias que en condiciones normales sólo tienen ventajas, complican mucho la vida del Estado-nación cuando se trata de gestionar problemas como el terrorismo yihadista o el flujo incesante de inmigrantes que vienen huyendo de las atrocidades de la guerra o de la miseria de sus países de origen.

Creo que la solución a todos estos problemas pasa por el reforzamiento del Parlamento Europeo para que sea verdaderamente no lo que es actualmente, una estructura burocrática sin control, sino la expresión de la soberanía europea, aun cuando debamos reconocer que tras el Tratado de Lisboa sus competencias se han visto incrementadas, pero no en la medida de las nacionales.

Ojalá que el mundo agitado que nos ha tocado vivir salga bien parado de esta crisis global y que —porque los cambios sociales son siempre muy lentos— Europa acabe siendo un sosegado y sereno país de países para cuya consolidación «nos apresuraremos despacio», como dice Boileau en su Arte poética.

Confiemos en ello. Y entretanto entonemos con fervor y sin apasionamiento esa Marsellesa de la Humanidad que, a decir de Héctor Berlioz, es la Novena sinfonía de Beethoven, cuyo último movimiento es, por cierto, el himno de nuestra querida Unión.