El buen juicio

Aprendí a ser juez observando y dejando pasar el tiempo, que todo lo asienta. Es verdad que la Justicia es un poder del Estado, pero en el día a día uno intenta hacer bien y dignamente su trabajo sin dejarse caer en la rutina ni en la burocracia, y siempre teniendo en cuenta que muchas veces el futuro de la persona que tiene enfrente depende en parte de lo que decida en un momento dado. Nuestro trabajo como jueces debe servir para que la vida de la gente sea más tranquila, más pacífica; lo que pasa es que la profesión de juez no siempre es fácil. Yo envidio a los médicos porque saben que su quehacer está generando un beneficio a alguien. En nuestro trabajo se confrontan dos pretensiones contradictorias y tienes que dar la razón a una de las dos. Nunca contentas a todo el mundo, una de las partes quedará insatisfecha. El médico, en cambio, sólo tiene que satisfacer a uno, el paciente.

Los jueces somos también un gremio muy codiciado por determinados grupos sociales poderosos por mil motivos, y eso nos obliga a ser especialmente cautelosos con los cantos de sirena que a veces se nos presentan. Hemos de evitar en lo posible cacerías —en mi caso por razones obvias relacionadas con el capítulo anterior— y actos varios en los que se requiere nuestra presencia, porque a la larga una excesiva exposición en según qué lugares puede comprometer nuestra imagen y nuestra independencia, esta última absolutamente esencial a la hora de ejercer nuestro oficio. Recuérdese lo que ocurrió hace no mucho cuando se destapó el escándalo de Ausbanc y se supo que jueces del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional habían cobrado de esa entidad por impartir charlas y conferencias y haber participado en distintos foros que la asociación en cuestión organizaba desde 2010. Era algo absolutamente legal y, sin embargo, varios de los que asistieron, en lugar de proporcionar a la asociación su número de cuenta corriente para el ingreso de la cantidad que fuera, decidieron dar el de una ONG para que le fuera ingresado a ella el dinero correspondiente. En alguna parte entendían que era más correcto así.

A veces el juez no tiene más remedio que intervenir en cuestiones de naturaleza más chusca, permítaseme el vocablo, en el transcurso de los juicios. Mis amigos y yo mismo recordamos con regocijo aquella ocasión, que todo el mundo pudo ver vía YouTube, en que tuve que reconvenir a unos acusados que en los recesos de la vista se dedicaban a fumar en los lavabos de la Audiencia. Y no solamente tabaco, por lo que se me hizo llegar. Yo presidía la sala en donde se juzgaba a un grupo de personas que había impedido de manera poco ortodoxa en Barcelona la entrada de los diputados en el Parlament de Cataluña. No tuve más remedio que dedicar el final de un receso a llamar la atención a los que presuntamente fumaban sustancias alucinógenas en los baños. Empecé mi discurso haciendo notar lo poquísimo que me agradaba tener que hacer ese tipo de reconvenciones. Y eso a unos muchachos que en su fuero interno debían de estar muriéndose de risa, en parte por la situación de la que yo no sabía cómo salir bien parado y en parte por lo que habrían fumado durante aquel descanso de la vista. En este oficio, a veces tiene uno la impresión de tener que estar cubriendo más frentes que los estrictamente profesionales. Vale uno igual para un roto que para un descosido, valga la expresión. Como aquella otra vez, esta muchísimo menos agradable, siendo juez en la Audiencia Nacional, en la que durante un interrogatorio a un etarra que negaba los graves hechos que se le imputaban, solicitó una botella de agua que dejó abandonada después en el despacho. Mandé que analizaran el ADN de la saliva de la botella, merced a lo cual se comprobó que efectivamente era él el responsable de lo que se le imputaba.

Como ya he dicho, mi carrera empezó en noviembre de 1988 y mi primer destino fue Santoña, en Cantabria. Tenía veintiséis años. Allí permanecí algo más de un año.

Nada más llegar tuve que enfrentarme al suicidio en el penal del Dueso de Rafi Escobedo, condenado, como algunos recordarán, por el asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo. Recordaré para los lectores más jóvenes que, el 1 de agosto de 1980, los marqueses aparecieron tiroteados en su residencia madrileña. Unos desconocidos habían entrado en el chalet de Somosaguas y les habían disparado a bocajarro mientras dormían. Desde el primer momento se descartó el suicidio y tomaba forma que el motivo del asesinato podía ser una venganza personal. Rápidamente se ponía en marcha la investigación policial de un crimen que se calificaba como caso inexplicable. La residencia contaba con vigilancia de seguridad y no se apreciaban indicios de robo. Sólo aparecía un cristal roto en la planta baja, por lo que todo parecía indicar que los asaltantes conocían la vivienda. Se condenó por aquel crimen a Rafi Escobedo a 53 años de prisión.

Mi antecesor en el cargo —José Antonio Alonso, que después fue ministro del Interior— hizo el levantamiento del cadáver y las primeras investigaciones. Así que, en mi primer día en el cargo, a mí me tocó encargarme de la diligencia para reconstruir los hechos según lo que podían aportar las personas que habían estado cerca. También es mala suerte. O buena, según se mire.

Se hizo la diligencia, se interrogó a los funcionarios y a algunos internos que estaban en el penal el día de autos con el fin de determinar si se había tratado de un suicidio o de un homicidio, es decir, si alguien había intervenido o ayudado en esa muerte. La coincidencia en la fecha, que me obligó a intervenir tan pronto en un caso tan mediático, me procuró una inesperada y rápida notoriedad. La primera entrevista que concedí a un medio de comunicación se produjo a raíz de esa intervención. Fue en mayo de 1989, para la revista Man, en cuya portada aparecía una despampanante Maribel Verdú, jovencísima y muy bella. La entrevista incorporaba una foto mía a toda página y otra más pequeña en la página siguiente, sosteniendo un marco tras el cual se aprecia una mujer ataviada como Justicia, ciega y vestida de rojo —ambas fotos se reproducen en el pliego de este libro—. Fue una entrevista desenfadada, ligera e ingenua que seguramente le produce a la periodista al releerla ahora el mismo tierno sonrojo que me produce a mí.

En ella conté sucintamente mi hasta entonces corta vida: mi intención frustrada al acabar la carrera de desplazarme a Bélgica a estudiar Derecho Comunitario, mi experiencia como árbitro ocasional de fútbol durante un año, mis aficiones literarias. Todo interesaba de aquel personaje recién salido del cascarón que era yo. Por entonces aún no se había acuñado el término juez estrella que tanto juego mediático daría y del que hablaré después.

Me permití allí una afirmación cándidamente arriesgada que en alguna medida ponía en solfa a mis compañeros jueces de más edad. A la sesuda pregunta de la periodista, «¿Cómo ves la justicia española?», yo respondía con un no menos sesudo: «Mira, yo la veo cada día mejor porque se está introduciendo más gente joven. No quiero decir con esto que los jueces más mayores estén fuera de la realidad, ni mucho menos. Todos sabemos lo que se cuece, pero no hay duda de que los jóvenes vivimos más de cerca otras situaciones».

Se hablaba después de las razones del interés de la gente por la justicia en los casos Rumasa, el Nani o el que yo llevaba, y sostuve entonces una opinión que mantengo tantos años después, que es bueno que la gente se preocupe por la justicia, aunque lamentablemente lo haga muchas veces más por puro cotilleo morboso que por verdadero interés en lo que representa socialmente. Me declaré favorable a la introducción en España del jurado popular «a la americana», argumentando que si bien la aplicación de la ley es cosa de los jueces, la declaración de culpabilidad o inocencia de una persona en base a unas pruebas es una cuestión de sentido común, de participación ciudadana y de corresponsabilidad social. Los delitos contra la propiedad eran por entonces los que me hacían ser más indulgente, siempre que fueran sin violencia, porque «hay que ver la circunstancia personal que a cada uno le lleva a hacerlo; no todos han tenido las mismas oportunidades». Los delitos más graves me parecían aquellos relacionados con la libertad sexual: violación y abusos.

A la vista de lo que me pasó después, me parece relevante lo que respondí a la obligada pregunta sobre la situación en el País Vasco por parte de un juez vasco que ha nacido y se ha criado allí: «[Percibo la situación] con pesimismo. Es mi tierra y quiero ejercer en ella, pero veo presiones y bastante incomprensión de la gente de fuera del País Vasco, y principalmente entre nosotros mismos. Hay muchas ideas preconcebidas y dogmatismos, sobre todo por parte de la izquierda más radical representada por HB». Reconocía también que, en aquel momento, para ejercer en Euskadi tenía que madurar «un poco todavía». Sobre si era o no valiente, decía yo que una cosa es ser valiente y otra muy diferente ser temerario, razón por la cual no me apetecía de momento ejercer mi oficio allí. Y no, para nada se ligaba más siendo juez, aunque tenías contacto con más gente. «Ya me gustaría...»

Qué enternecedor es releer a los cincuenta y tantos lo que uno decía públicamente a los veintipocos. Conservo ese número de la revista Man con mucho cariño. Se entenderá, supongo.

En estos tiempos, con la mochila de la vida personal y profesional mucho más llena, estoy en condiciones, creo, de hablar de todos esos asuntos con más conocimiento de causa. Adelante, pues.

El poder judicial se lleva a cabo ejerciendo lo que denominamos jurisdicción, es decir, resolviendo los asuntos que se plantean ante los órganos judiciales españoles competentes mediante la aplicación del marco normativo que corresponda. Cuando hablamos de Poder Judicial, de Administración de Justicia, de garantizar los derechos y libertades fundamentales, de generar seguridad jurídica, elemento imprescindible para conseguir lo que Habermas llama estabilización de los comportamientos, solemos fijarnos en los órganos más expuestos desde el punto de vista mediático.

A veces olvidamos que cada vez que se resuelve una petición sobre un desahucio, una reclamación económica, un recurso contra la actuación de la Administración —desde una multa de tráfico hasta un acuerdo del Consejo de Ministros—, un alzamiento ante una falta de pago de rentas, de préstamos; cada vez que se resuelven casos de crisis familiares, que se tutelan los derechos de los más desfavorecidos, entre ellos menores y discapacitados, que se resuelve sobre despidos laborales, que se dictamina si en determinados contratos de carácter financiero ha existido o no abuso de la parte en posición de privilegio, cada vez que se resuelven las pequeñas y grandes controversias que inciden en el normal desarrollo de la vida de todos los ciudadanos para tratar de conseguir que la situación de normalidad y de paz social se reponga, cada vez que se produce un caso así, digo, se ejerce el Poder Judicial.

Y este poder lo desempeñamos cada uno de los algo más de 5.000 jueces que estamos en activo en España y los distintos órganos judiciales a cuyo frente ellos están, sin olvidar a los letrados de la Administración de Justicia, hasta hace poco secretarios judiciales, y los funcionarios. La mayor parte de las veces no se refleja como noticia en los medios de comunicación. Los jueces conformamos un grupo de profesionales que se identifica con la sociedad actual, hay mayoría de mujeres y las sagas familiares cada vez son menos.

Ya sé que podrá decirse que digo estas cosas por quedar bien. Pero no, cualquier profesional del mundo del Derecho sabe bien que es verdad que están ejerciendo el poder judicial el juez del pueblo más occidental de España, el de Valverde del Hierro, cuando solventa un desahucio; la jueza de primera instancia de Madrid cuando dirime un concurso de acreedores o cualquiera de los que resuelven las denominadas preferentes, todos los que están investigando o enjuiciando uno de los mayores problemas actuales, la lacra de la corrupción. Y encima en condiciones no siempre envidiables. Un ejemplo: la ingente carga de trabajo en relación con el número de jueces y también su desigual distribución: a veces por encima de lo razonablemente exigible y otras con ratios muy bajas, lo cual debería llevarnos a reflexionar acerca de la aplicación de criterios de eficiencia para establecer reformas legales que permitan la razonable redistribución de tareas. Añádase a este pathos que los cauces procesales están anquilosados y son farragosos, sin que ello implique mayores garantías para las partes. Hay que entender que ya no estamos en el siglo XIX sino en el XXI.

Los medios personales y materiales son diferentes dependiendo de que las transferencias en materia de Administración de Justicia hayan tenido lugar o no: las inversiones y el ritmo de la aplicación de las reformas dependen de esa circunstancia.

Es cierto que se han realizado importantes esfuerzos, que se han actualizado las sedes judiciales, que se ha informatizado la Administración de Justicia, pero eso no significa que se hayan digitalizado los expedientes (papel cero). Se está en ello, pero queda mucho por hacer. En un primer momento, los sistemas informáticos de las distintas comunidades autónomas no son compatibles entre ellos con el barullo técnico que todo eso genera.

Y hay que abordar de una vez por todas la necesidad de un pacto de Estado por la Justicia. Sí, un pacto de Estado entre el conjunto de partidos políticos e instituciones afectadas: CGPJ, asociaciones judiciales, Fiscalía General del Estado, Colegio General de la Abogacía, procuradores, etc. Entre todos ellos y con los datos que se tienen —carga de trabajo sobre cada uno de los órganos judiciales, tiempo de respuesta, estudios sobre desfases de normas procesales, detección de disfunciones de cualquier tipo— se podría llegar no sólo al diagnóstico de las razones de los retrasos procesales, incluso de la falta de calidad en algunos casos, sino a fijar las posibilidades de actuación, a señalar las necesidades y su urgencia. Y ya fijadas, se podrían adoptar medidas precisas y de toda índole: reformas legales, medios personales, medios materiales, criterios de eficiencia en la distribución de la carga laboral, especialización, etc. Y luego, como en todo plan de estas características, se establecería un seguimiento no sólo sobre la culminación real de las medidas, sino igualmente sobre los resultados con el fin de poder corregirlo.

Lo anterior es necesario porque un Estado moderno y de derecho que pretenda garantizar la paz social y los derechos y libertades del conjunto de ciudadanos no puede apoyarse en el mayor o menor voluntarismo de los jueces: vaya por delante mi admiración por su esfuerzo, pero deben ponerse en funcionamiento las herramientas necesarias para lograr más eficacia.

En la medida en que los jueces estamos identificados con la sociedad en la que vivimos, en ocasiones se intenta presionarnos a través de los medios de comunicación, aunque para ello haya que retorcer la verdad de los hechos hasta dejarla sin respiración, tratando de que determinados sectores interesados tengan una versión a la medida de sus intereses. Eso ha ocurrido muchas veces sin que después se hayan pedido responsabilidades a nadie.

Uno de los casos más despiadados en donde se ejerció esta presión fue sobre el magistrado Juan del Olmo en el momento de su instrucción de los atentados del 11-M. Aquello estuvo en las antípodas de lo que debería ser la libertad de información de forma plural, veraz y honesta; se produjo una sobreactuación por parte de determinada prensa, hubo ataques al juez y a sus circunstancias personales, que en modo alguno podían incidir en su labor profesional; se dijo que había tenido un problema de vista en un momento dado, lo cual, además, de haber sido cierto, no le incapacitaba en absoluto para la instrucción que estaba llevando a cabo. Se utilizó aquello para burlarse de él y así presionarlo por más flancos. Yo viví aquello como una agresión no solamente contra Del Olmo sino contra el poder judicial en general. Se realizaron juicios mediáticos; no se informaba verazmente de lo que era la instrucción, se hizo como una especie de instrucción paralela para intentar desdibujar la verdadera, la judicial.

Si las partes no estaban de acuerdo con lo que estaba pasando en el juzgado, podían haber interpuesto recursos, que son la forma de controlar la instrucción, en lugar de recurrir a la metodología insidiosa de la prensa más deshonesta, prensa cuyo deber eventualmente puede y debe ser un medio de control social de la justicia, pero que no puede sustituir en ningún caso a la labor jurisdiccional. Es necesaria una labor de crítica y control, ya digo, pero nunca tratando de suplantar el papel del juez.

Los principios y valores principales —la imparcialidad, la independencia y la integridad— conforman, pues, nuestro ADN. Desde que decidimos emprender esta profesión somos conscientes de que esos son los pilares fundamentales sobre los que se asienta nuestro trabajo. Se nos podrá achacar ignorancia, se nos podrá tildar de poco diligentes. Y es posible que lo seamos y la evidencia en su caso será dolorosa. Pero poner en duda nuestra independencia e imparcialidad es como tratar de socavar los cimientos mismos de nuestro edificio. Aquí conviene precisar que la independencia de los jueces lo es en relación con el resto de los poderes e instituciones del Estado; la imparcialidad lo es respecto de las partes del procedimiento y también del asunto que se está tratando. La Justicia es independiente e imparcial o no es Justicia.

Reconozco que muchas veces no es fácil tratar de modificar las apreciaciones que pueda tener una parte de la sociedad acerca de las razones por las que actuamos los jueces y fiscales cuando intervenimos en asuntos que afectan a determinadas instituciones o políticos.

Y a pesar de todo, la Justicia, que por ejemplo en 2010 era la institución peor valorada de España, gracias a su comportamiento en los casos de corrupción y debido a la crisis económica, ha recuperado notoriamente el aprecio de los ciudadanos. La crisis supuso tal quebranto social con el aumento vertiginoso del paro y el hundimiento de tantas esperanzas en forma de desahucios o de pérdida de ahorros por parte de pequeños inversores, que los jueces tuvimos la oportunidad de mostrar nuestra cara más solidaria. Y creo que la aprovechamos, restableciendo buena parte de la confianza del pueblo.

En cuanto a la corrupción, si bien la sociedad tiene la percepción de que está extendida más allá de lo razonable en los partidos políticos —más en unos que en otros— y otras instituciones del Estado, nadie niega que la Fiscalía Anticorrupción haya tomado seriamente cartas en el asunto. Los escándalos se han multiplicado exponencialmente y en estos momentos el país entero está pendiente de un montón de juicios que afectan a una infanta de España, a exalcaldesas, exvicepresidentes, exmiembros de sindicatos, etc. Estas actuaciones de los jueces inciden muy directamente en la vida social y política del país, por lo que el prestigio social del Poder Judicial es directamente proporcional al poder que ostenta en esta materia.

Ahí están esas resoluciones judiciales que acordaban la entrada y registro de sedes de partidos políticos, entre ellos el del gobierno de la nación mientras ejercía el poder ejecutivo; las detenciones de antiguos vicepresidentes; las declaraciones en calidad de imputados de los dirigentes de importantes entidades financieras; el enjuiciamiento de una infanta de España y de su marido; el enjuiciamiento de parte de las cúpulas de distintos ministerios, y eso desde hace ya mucho tiempo: recuérdense los casos Gal y Roldán, el enjuiciamiento y condena de distintos representantes políticos y familiares de políticos, muchos de ellos actualmente cumpliendo condena; la trama Gürtel, que implica al Partido Popular; los ERE de Andalucía, que afectan al Partido Socialista; la trama Púnica, con Francisco Granados en prisión; el escándalo de las tarjetas black, los casos ACUAMED y Brugal, Jaume Matas, Fabra en Castellón, Munar, etc. Me viene a la memoria un chiste que vi hace poco en un periódico. Se ve a dos jueces sentados a una mesa rodeados de varios legajos y un micrófono. Uno de los jueces le dice al otro: «La historia de la España contemporánea la estamos escribiendo los jueces», a lo que el otro responde: «¡Menuda trabajera!».

El problema surge cuando la corrupción no solamente implica a políticos y financieros, sino que está adherida al tejido social desde hace demasiado tiempo y muchos ciudadanos la miran con gran tolerancia: los que están más o menos cerca de los foros económicos que pueden generar esos comportamientos intentan aprovecharse de la parte que creen que les corresponde.

Puedo imaginar sin pecar de fantasioso que las cosas funcionaban así en casi todas partes y que se consideraba que aprovechar las situaciones en las que se podía arañar algo de dinero era lo más normal del mundo y el que no lo hacía es que era tonto. La gente acaba pensando que es lo suyo, que el alcalde siempre ha metido la mano en la caja y que hoy por ti, mañana por mí. Y hay un desprecio implícito hacia aquel que no lo hace. Se le considera imbécil y se evita su contacto como se evita el contagio de un apestado, ya que no deja de ser un espejo en el que la mayoría no desea mirarse.

La llamada Transición española, que en su momento fue un ejemplo para el mundo entero por su aparente eficacia, serenidad y fluidez, tuvo una puerta de atrás siniestra porque el aparato de poder franquista no pudo ser desarticulado totalmente; el miedo a la involución hizo que fueran toleradas ciertas conductas endémicas de los que pensaban en España como en un cortijo en el que podían hacer y deshacer a su antojo como habían hecho siempre. Es sabido que los regímenes más dictatoriales son siempre los más corruptos. Los que la hicieron de buena fe pensaban que ese estado de cosas desaparecería con el tiempo y que poco a poco se establecerían casi automáticamente unas normas de conducta democráticas que harían un país moderno digno de formar parte de una Europa bien rodada funcionando al unísono.

Se hizo lo que se pudo, es verdad, pero en cierto modo, y para algunos, la propuesta de Lampedusa era demasiado tentadora, hacer que todo cambiara para que las cosas siguieran igual. Aquello tuvo algunas consecuencias desastrosas, me refiero a que tanto esfuerzo por modernizar el país se vio lastrado por ese statu quo y surgieron males antiguos que debían haber desaparecido desde hacía tiempo y para siempre: en tiempos del desarrollismo salvaje de las décadas de 1980 y 1990, en las que ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas decidían recalificaciones de terrenos y la configuración urbanística del país, muchos de los dirigentes locales se lanzaron a una loca espiral de aprovechamiento de la situación, yo me imagino que en la creencia acomodaticia de que todo el que podía funcionaba igual y todo eso acababa beneficiando al conjunto del país, creando puestos de trabajo, progreso y no sé cuántas cosas más.

Y así surgió un submundo genialmente descrito por Rafael Chirbes, cuyas novelas Crematorio y En la orilla constituyen un monumento a la lucidez y una denuncia inapelable al descaro con el que algunos corruptos normales se hicieron poderosos y los corruptos poderosos se hicieron mucho más poderosos.

Cuando hablamos de corrupción tenemos que hablar de la corrupción en el sector público, en el conjunto de la Administración y también en el ámbito privado, en las grandes empresas, porque tienen mucha importancia económica y jurídica. Pero lo que realmente perjudica los valores sociales es la que se produce en el sector público porque supone una deslealtad al estamento del que deriva la legitimidad de la autoridad de los jueces, por ejemplo. Qué mayor deslealtad que la prevaricación, dictar una resolución manifiestamente injusta a sabiendas. Y la malversación de caudales públicos, y el tráfico de influencias.

Lo que cuento ahora, si bien es sabido, no está de más recordarlo, porque solemos caer una y otra vez en el mismo error. La incorporación de España a la Unión Europea tuvo consecuencias económicas importantísimas. El flujo de ingentes cantidades de dinero provenientes de la UE para mejorar las infraestructuras desató la codicia de los ambiciosos con poder, que no eran pocos, y tuvo en muchos casos las consecuencias que ya sabemos.

Al mismo tiempo, la bonanza económica aparente provocó un aumento asombroso del crecimiento inmobiliario que creó millones de puestos de trabajo que se vinieron abajo cuando estalló la burbuja inmobiliaria. Los adolescentes abandonaban los institutos en masa y se convertían en trabajadores de la construcción. Un buen amigo, profesor de instituto, me contaba que uno de sus alumnos de aquellos años, de 4.° de la ESO, le hizo saber un día que abandonaba los estudios porque había conseguido un trabajo en la construcción. Ante el asombro de mi amigo, que le desaconsejó vivamente ese abandono, el alumno le respondió: «¡Pero si voy a ganar más que usted!»; y lo malo es que era cierto. Lo que ese muchacho ignoraba es que eso era pan para hoy y hambre para mañana. A saber qué habrá sido de él. Cuántos de esos muchachos se encontraron y se encuentran en un paro irreversible, sin una mínima formación académica que les permita un reciclaje laboral decente a medio plazo. Ese fue también un efecto colateral de la corrupción. Y eso por no hablar de la transformación asombrosa del paisaje en todo el país, especialmente en la costa, otro efecto desastroso del crecimiento desmedido e insensato.

Las conductas corruptas tienen mucho que ver con el terrorismo en el sentido de que socavan la realización de los valores constitucionales mediante el uso de la violencia y la amenaza para buscar que los ciudadanos piensen que el Estado de derecho se debilita, lo cual provoca a veces la tentación de la ilegalidad para combatirlo. El terrorismo y la corrupción son cargas explosivas en la línea de flotación del Estado.

Pues bien, una corrupción sistémica como la nuestra produce una desconfianza absoluta hacia quien se supone que tiene el deber de defender los derechos colectivos. La corrupción puede estar también en relación con organizaciones criminales. Cuando estas se inoculan en la Administración y generan corrupción, se crea un ambiente más pernicioso aún que el ejercicio de la violencia, como dice el magistrado del Tribunal Supremo de Italia Luigi Marini. Es decir, que la mafia consiguió hacerse más fuerte corrompiendo a autoridades y funcionarios —introduciéndose, pues, en el poder político— que ejerciendo directamente la violencia. Es realmente aterrador.

Es necesario atajar la corrupción desde la sanción, desde luego, pero sin olvidar la prevención posible de las conductas corruptas. ¿Cómo se puede prevenir semejante estado de cosas? Decía el filósofo y matemático belga Adolphe Quetelet que en toda sociedad se encuentran ya los virus de los delitos futuros. Todo lo que hemos padecido relacionado con la corrupción estaba ya en nuestra sociedad: banqueros que se enriquecían en un tiempo récord, empresarios que se hacían poderosos magnates, todos ellos eran modelos a imitar. Y aquí es donde la prevención habría sido necesaria. Para empezar, en la escuela, con una educación en los valores democráticos. Esto es absolutamente fundamental. Siempre llego a la misma conclusión se trate del tema que se trate. También hacen falta más jueces que se organicen para una mayor eficiencia a la hora de castigar ese tipo de delitos.

Pero además habría que exigir de los cargos públicos no sólo una declaración de bienes, sino la presentación de la declaración de la renta. Algunos lo hemos hecho sin que se nos demandara; otros no lo hacen so pretexto de que eso se presta al cotilleo, o por miedo. Es un argumento falaz.

Entendí exactamente lo que quería decir que la corrupción estaba adherida al tejido social como el asfalto al suelo cuando le pregunté a un amigo del gremio de la construcción de carreteras, o sea de la obra pública, cómo funcionaban las cosas ahí.

Mi amigo Roberto es geólogo y hablamos de los tiempos en que, tras la incorporación de España a la Unión Europea, como hemos visto antes, hubo un flujo importante de dinero que debía invertirse en infraestructuras viales y portuarias, entre otras, con el fin de modernizar una red de comunicaciones antigua y muy deteriorada. Mi amigo formaba parte de un equipo que, encabezado por un jefe de obra, construía tramos de carretera en el norte de España.

Su misión consistía en ir por delante de la obra acompañado de lo que podríamos llamar un relaciones públicas de la empresa que se iba a hacer cargo de los trabajos después.

El geólogo hacía sondeos para localizar el mejor material (áridos para hormigón, escolleras de protección, arenas y suelos) y descartar materiales nocivos (yesos, arcillas expansivas o aguas subterráneas), todo ello lo más cerca posible de la obra a fin de abaratar costes de producción y de transporte.

Cuando encontraba lo que buscaba, lo comunicaba, el terreno se le compraba a su propietario y se hacía uso de él. Debía de ser un asunto rentable para los dueños porque todos estaban interesados en que se hicieran sondeos en sus campos. Podía ocurrir que tras la prospección no se encontrara lo que se buscaba y ahí terminaba la historia, pero para eso lo primero que había que hacer era intentarlo, y todos estaban deseando que se intentase.

El relaciones públicas procuraba abrir caminos «sociales», por decirlo así, para que la recepción de los equipos que vendrían después fuera favorable a la empresa. Digamos que engrasaba lo que era preciso engrasar y compraba hasta donde podía las voluntades que hacía falta comprar.

En una ocasión, él estaba realizando pruebas en unos campos. Fue llamado por el jefe de obra para preguntarle cómo iban los trabajos e informarle de que uno de los propietarios de un terreno colindante, que casualmente era el alcalde del término municipal al que pertenecía el lugar donde iba a construirse ese tramo de carretera, estaba algo molesto porque en su finca no se había realizado prueba alguna. Le pedía que hiciera el favor de intervenir cerca del geólogo para que, ya que estaba deseando deshacerse del terreno en cuestión, se llevaran a cabo.

El geólogo le comunicó que ya tenía el asunto más o menos resuelto y que no tenía intención de hacer más prospecciones ni en ese ni en ningún otro terreno. El jefe de obra le pidió que, como en esas obras era bueno llevarse bien con todo el mundo del entorno, aunque la prueba no diera resultado y estuviera ya resuelta la cuestión, hiciera el favor de agujerear un poco las tierras del señor alcalde para dar la impresión de que se estaban buscando materiales en sus campos. Así lo acordaron y al final de aquella jornada laboral mi amigo el geólogo se fue al hotel en el que se alojaba, cerca de la obra en curso. Al entrar, el recepcionista le indicó, creo recordar que con cierta sorna, que había una persona que le esperaba en su habitación.

Y efectivamente, en ella le esperaba una señorita joven y muy bien parecida que le saludó y le hizo saber que estaba allí de parte de alguien cuya identidad no precisó, para tomar una copa con él y acompañarle en lo que gustara hacer en su compañía...

Mi amigo, estupefacto, dedujo que le estaban intentando sobornar con los servicios de una prostituta para hacer presión y conseguir las pruebas o algo parecido. Probablemente también para hacerle participar de un modus operandi que podría venirles bien en el futuro. Nadie por entonces lo conocía en la empresa. Era su primer trabajo con ellos.

Despidió amablemente a la señorita en cuestión con el pretexto de que tenía trabajo pendiente y que estaba cansado de la jornada, y ella quedó a su disposición para lo que él gustara mandar en los días siguientes.

Me contó otras anécdotas de presiones que me dejaron atónito, porque ese tipo de sobornos, en ese medio, eran imposibles de denunciar y convertían en clientelares las relaciones de todos los miembros de los equipos.

Creo que los ejemplos lamentablemente se amontonan. Erradicar un ambiente como el que ilustra el ejemplo anterior es largo y muy difícil. Pero como hemos visto, el Poder Judicial está poniendo los medios con prisa y sin pausa desde hace ya mucho tiempo. Creo que nadie en su sano juicio puede en estos momentos poner en cuestión la independencia del Poder Judicial cuando estos asuntos salen a la luz y son juzgados. Se podrá hablar de falta de medios, no digo que no. Es ese un asunto que puede influir en que la justicia no actúe con la debida diligencia y que entonces no sea tan justa. Pero ¿falta de independencia? En modo alguno. Quienes hablan de falta de independencia del Consejo General del Poder Judicial parecen desconocer el ámbito de sus competencias, y llegan incluso de forma temeraria a abogar por su desaparición. El Consejo tiene competencia en la formación de jueces, en la selección de los mismos, en la gestión de los órganos judiciales, en materia de inspección, en el ámbito disciplinario. ¿A qué institución u órgano de la Administración transferirían dichas competencias? Quizás al Ministerio de Justicia, como es el caso en otros países. ¿No estiman acaso que se trata de cuestiones lo suficientemente sensibles como para que esas competencias queden al margen del poder ejecutivo? A ver si va a ser que piensan como ese partido político que incluyó en su programa la constitución de una Oficina Anticorrupción integrada por policías, fiscales e incluso jueces, que sería dependiente del Ejecutivo. Aquí tenemos una nueva forma de entender la independencia judicial que para alguien de mi edad resulta difícil de comprender, tal vez porque la parte del cerebro necesaria para su correcto entendimiento es ya deficitaria, como diría Oliver Sacks. Cuando se hacen afirmaciones de tal calado en lo referente a calidad de la democracia hay que tentarse la ropa. No digo callar, pero sí tener el respaldo objetivo suficiente. Y es que se está poniendo en tela de juicio nada menos que la confianza de la sociedad en la Administración de Justicia, uno de los pilares principales en los que se sustenta la necesaria cohesión social.

Otros de los que argumentan sobre la falta de independencia del Poder Judicial y más en concreto de su Consejo, exponen la necesidad de que sus miembros judiciales sean elegidos no por el Parlamento sino por los propios jueces. ¿Miedo a la soberanía popular? Ya he señalado que creo que ninguno de los poderes del Estado debe estar al margen de la soberanía popular. Muchos de los que defienden esa posición, aun cuando en numerosas ocasiones hagan referencia al art. 1.2 de nuestra Carta Magna, parecen sufrir de amnesia —«la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»—. Todos los poderes del Estado, incluido el poder judicial, emanan de la soberanía popular. Los que defienden esa manera de elegir parecen olvidar lo que representan los órganos directivos de las asociaciones profesionales. Parecen desconocer cómo de los doce vocales judiciales, diez pertenecen a asociaciones judiciales. Yo no estoy asociado, pero reconozco que aquellas juegan un papel importante dentro de la actuación judicial, sobre todo en lo que se refiere a asegurar la independencia, prestando su apoyo, interviniendo y colaborando en aspectos como la formación y demás ámbitos de la organización judicial. Pero para nada entiendo que deban sustraerse, como el resto de los jueces de hecho, a la intervención de la soberanía popular en la elección de los vocales del Consejo. Tanto más cuanto que las asociaciones proponen a sus candidatos y, como vemos, gozan de una representatividad importante en el Consejo, sobre todo si no pasamos por alto el hecho de que la mitad de los que formamos la carrera judicial no estamos asociados.

Existen, sin embargo, en nuestros días cantidad de leyendas urbanas en las que se cuestiona no solamente la imparcialidad de los jueces por causa de su adscripción ideológica, como hemos visto, sino que también se denuncian intentos de politización de sus decisiones por razón de su acceso en determinadas condiciones a según qué puestos de la Administración de justicia.

Es sabido, por ejemplo, que el Congreso de los Diputados y el Senado tienen la potestad de elegir a los doce miembros judiciales del órgano de gobierno de los jueces, o sea el Consejo General del Poder Judicial, y ello en función de la representación parlamentaria de cada partido. Yo soy de los que defienden este sistema de elección frente a aquellos que mantienen que esos jueces deberían ser elegidos por los propios componentes de la carrera judicial. Quienes adoptan esta postura afirman que con su modelo se garantiza necesariamente la independencia. Yo creo que en esa opinión late lo que podríamos llamar intereses endogámicos. Nosotros entendemos, en cambio, que la intervención del Parlamento no sólo no pone en tela de juicio dicha independencia, sino que además tiene la gran ventaja de legitimar el gobierno de los jueces porque implica la intervención de la soberanía popular. Téngase en cuenta que el CGPJ realiza la política judicial con mayúscula y que los que somos elegidos vocales contamos necesariamente con el beneplácito de buena parte de nuestros compañeros de profesión.

Lo que sí me contraría en ocasiones es el procedimiento de elección de esos vocales por el Parlamento: tiene uno la impresión de que las listas de los candidatos llegan cerradas y de que la intervención de los parlamentarios se limita a apoyar el dedo en el botón correspondiente sin conocer al candidato más que por el nombre. Y a veces ni eso. Ni profundidad del perfil, ni carrera, ni desde luego ideas en materia de política judicial que puedan determinar su competencia profesional y personal. Los vocales de procedencia judicial ni siquiera tenemos que pasar por la comisión de nombramientos. ¿Cómo vamos a ser examinados por los representantes de la soberanía popular? Y tampoco es que el examen revista excesiva dificultad. Un amigo mío, también vocal, con una estima personal moderada, o sea nada soberbio, consciente de la complejidad de la comparecencia ante sus señorías —las parlamentarias esta vez—, al ser interpelado sobre si se encontraba algo nervioso, respondió: «No es la primera vez que me presento a un examen con la nota puesta». O sea que la comparecencia no era más que un paripé con el que no se decidía nada.

Quien debe elegir a los candidatos es el Parlamento, pero de este otro modo: los candidatos a vocales de extracción judicial deberían contar al menos con los avales que representen el 3 % de la carrera judicial y ninguno de nosotros debería poder avalar a más de un candidato.

Mi amigo habría acudido a su examen con los consabidos nervios si el Parlamento hubiera contado con un procedimiento serio de evaluación de méritos y capacidades del conjunto de los candidatos.

Se juzga también a los jueces en base a su real o supuesta ideología: este es un juez conservador, este es un juez progresista. ¡Y vaya si todos tenemos una ideología que nos acompaña en nuestra actividad profesional y personal! Ahora bien, lo que importa es que no nos determine a la hora de actuar en tal o cual resolución; y por si eso sucede, están legisladas las posibles responsabilidades derivadas de anomalías en las que el juez en cuestión pueda incurrir. Recuerde el lector al juez Pascual Estevill, sancionado en 2004 por pedir dinero a cambio de libertades, o al juez Francisco Javier de Urquía, juez de instrucción de Marbella (Málaga), condenado a diecisiete años de inhabilitación por dejar en libertad a tres imputados de la llamada Operación Hidalgo a cambio de un soborno recibido a través de un amigo. Afortunadamente no son muy frecuentes estas conductas, aunque las pocas que tenemos representan un enorme desprestigio para la imagen de la justicia en la sociedad. En 2007, por ejemplo, de un total de 1.843 denuncias de abogados y ciudadanos contra jueces por irregularidades de todo tipo, fueron sancionados sólo 27 por el CGPJ.

Debemos acostumbrarnos a que la ideología no tiene por qué ser un freno a la profesionalidad.

Cuando yo estaba en los juzgados centrales durante la tregua de ETA en 2005 se me tenía por un juez conservador porque las decisiones que tomaba respecto del aparato económico y político de la banda, el caso Otegi, etc., iban supuestamente en contra del denominado «proceso». Y ¿qué debía hacer yo? ¿No aplicar la ley en los términos necesarios? ¿Mancharme la toga con el polvo del camino, para servirme de la expresión de Conde-Pumpido cuando decía que el vuelo de las togas no eludiría el contacto con aquel polvo? Y en aquel momento yo no había sido propuesto a cargo por ningún partido. Simplemente mi comportamiento profesional de entonces no estaba al parecer en sintonía con las posiciones de otras instituciones del Estado de aquel momento. Y me quedé con la etiqueta de conservador. Por eso me subleva el asunto de la ideología no ya de los jueces, que es lógica y deseable, sino la supuesta atribución de ideología en sus actuaciones jurisdiccionales concretas. Todos los jueces practicamos la independencia judicial cada uno de los días y garantizamos los derechos del conjunto de la sociedad.

Los textos legales son elásticos. Bueno, hasta cierto punto; no tanto como afirman algunos que hablan de la inmensa libertad que tienen los jueces al juzgar porque la ley es un poco como el chicle. Yo diría más bien que la interpretación de la ley es necesaria, pero sujeta a ciertos parámetros concretos. Simplemente necesita maleabilidad para adaptarse a la realidad. Esa elasticidad es la necesaria para realizar la justicia correspondiente al caso, nunca para consentir la arbitrariedad. De todos modos para corregir esta existen los recursos a los tribunales superiores que enmiendan, en su caso, decisiones incorrectas, a la manera de los controles de los que hablaba antes para los jueces.

Hay un discurso precioso, una arenga más bien, que un juez francés, Oswald Baudot, dirigió en el año 1975 a los jueces jóvenes y por el que estuvo a punto de ser sancionado en su día por el ministro de Justicia Jean Lecanuet, que ilustra bien, creo yo, el espíritu que debe inspirar la justicia:

Sed parciales. Para mantener la ponderación entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, que no pesan lo mismo, haced que se incline más hacia un lado. Mantened un prejuicio favorable a favor de la mujer contra el hombre, a favor del deudor contra el acreedor, a favor del obrero contra el patrón, a favor del oprimido por la compañía de seguros contra el opresor, a favor del ladrón contra la policía, a favor del litigante contra la justicia. La ley se interpreta, dirá lo que vosotros queráis que diga. Entre el ladrón y el robado, no tengáis reparo en castigar al robado.

Tal vez Baudot va un poco demasiado lejos, pero hay que defender el espíritu de lo que dice en ese párrafo.

Me viene también a la memoria aquel decálogo de preceptos para el buen juez que don Alonso Quijano aconsejaba a su buen escudero Sancho Panza y de los que reproduzco aquí tres:

«Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico».

«Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama de juez riguroso que la de compasivo».

«Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones».

Permítaseme un ejemplo modesto de interpretación de la ley de mi propia experiencia del que me siento francamente orgulloso. En él, sin llegar a los extremos que aconseja el juez Baudot, intenté proteger a un menor de un futuro imprevisible respecto de su devenir financiero.

Se trataba de un niño de Bilbao que allá por los años noventa, tras un accidente escolar, quedó parapléjico. Nada puede paliar el daño moral que algo así provoca. Lo que solía hacerse en ocasiones como esa era que la compañía de seguros correspondiente indemnizara al accidentado con una cantidad importante de dinero que la familia se encargaba de administrar. El problema surgía cuando a veces, por distintas circunstancias, ese dinero se evaporaba y el muchacho podía verse totalmente desvalido en algún momento de su vida; imagínese qué calamidad para el accidentado. Estas situaciones eran por entonces objeto de reflexión en los ambientes judiciales a fin de corregir esa posible desgracia. En el caso que nos ocupa, decidí que la compañía aseguradora indemnizase al chico con una cantidad de dinero que aliviara el daño moral, y que además le proveyese de otra cantidad que se repartiera a lo largo de toda su vida en forma de mensualidad para que nunca se encontrara, pasara lo que pasase, en situación de desamparo. Caso de que el muchacho falleciese, esa cantidad de dinero revertiría en la compañía de seguros.

Terminó ya hace tiempo la animadversión secular que la sociedad sentía hacia el juez y cuya expresión más jocosa fue la canción El gorila del cantante francés Georges Brassens en la cual, debido a un malentendido por culpa del parecido de la toga con un vestido de mujer, un juez se ve confrontado a una situación más que comprometida a manos de un fogoso gorila, provocando que aquel gritase «¡Mamá!» y llorase mucho al final de la canción, «comme l’homme auquel le jour même il avait fait trancher le cou».4 «Gare au gorille!», «¡Cuidado con el gorila!», terminaba la susodicha canción para regocijo de todos.

Así las cosas, soy vocal del CGPJ propuesto por el Partido Popular y, aunque nombrado por una mayoría plural del Senado, sospechoso de favorecer los intereses del partido de la calle de Génova 13 de Madrid. Voy a proponer varios ejemplos de esta «puesta en la picota» mediática. Empezaré por el sobreseimiento del caso del Yak 42.

Algunos entendían que la única forma de hacer justicia después de esa tragedia era la vía penal y que debía afectar a los máximos representantes del Ministerio de Defensa. Sin duda había en lo que ocurrió varias irregularidades, pero ninguna de ellas tenía la entidad suficiente como para generar responsabilidades penales en responsables concretos del Ministerio. La respuesta penal obedece a las más graves violaciones de la ley. La magnitud de la tragedia no es lo que puede determinar el carácter de las responsabilidades.

Ilustraré lo anterior con un ejemplo un poco burdo: una persona ebria circula a 200 kilómetros por hora en sentido contrario en una autopista y simplemente arrolla a un peatón que por suerte sólo sufre heridas de carácter leve. En cambio, un conductor responsable, completamente sobrio, circulando a la velocidad permitida, tiene un mínimo despiste en una curva y la mala suerte hace que dos ciclistas pierdan el equilibrio, caigan y se desnuquen. ¿Podemos decir que lo que determina la responsabilidad es el resultado?

Lo que ocurrió con el caso del Yak 42 es que se percibió un trato de favor donde no lo había porque no debía ni podía haberlo, porque todos aquellos casos que se pueden politizar se politizan, y ese tenía muchos elementos aprovechables desde tal punto de vista. Pero eso no debía alterar el carácter o el tipo de responsabilidad en el siniestro del que fueron responsables los miembros de la tripulación —como se demostró, cuyo conocimiento del aeropuerto de Trabzon era más que deficiente— y las terribles condiciones meteorológicas en el momento del siniestro. El sobreseimiento fue confirmado en todas las instancias por jueces de todas las ideologías, porque los jueces en sus resoluciones deben apartar sus prejuicios ideológicos, que no su ideología. Sí hubo, sin embargo, una condena por delito de falsedad en relación con la identidad de los cadáveres: la identificación se hizo a toda prisa y sin el mínimo rigor.

En sentido bien distinto al caso anterior, conviene poner de relieve la reacción que provocó una actuación mía, que asumía el cumplimiento directo de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, anulando la denominada doctrina Parot en el caso «Inés del Río contra España», que supuso la puesta en libertad de distintos miembros de ETA condenados por los delitos más abyectos. En el capítulo «Infamia», consagrado al fenómeno terrorista, volveré con más detalle sobre este asunto. Aquella acción mía hubiera debido, según algunos, descartar definitivamente mi nombramiento como vocal del CGPJ, o que se reconociera que ese era el precio pagado por el nombramiento en cuestión.

Hay compañeros jueces que piensan que la Audiencia Nacional es una suerte de aparcamiento de los que esperan otros destinos a cargos de carácter gubernativo, caso del que desempeño yo ahora, vocal del CGPJ, con lo cual la Audiencia se habría convertido en una especie de puerta giratoria entre un destino de categoría política y otro de la misma condición.

Yo les respondería que la mayor parte de los que vamos a la Audiencia Nacional vamos a trabajar y a cumplir con nuestro cometido, como de hecho hacen nuestros compañeros en el resto de los órganos judiciales. Los asuntos que se llevan en la Audiencia son de una gran complejidad y exigen una enorme entrega tanto intelectual como de dedicación física. Por esa exigencia y también por salud penal, si bien los jueces somos inamovibles, sabemos que estamos en un destino provisional que dura unos pocos años y nada más. En esas condiciones es impensable que permanezcamos tanto tiempo en él como muchos de los que nos critican. Otro compañero dice también no haber perdido la esperanza de que algún día se pueda volver a perseguir a genocidas desde la Audiencia Nacional cuando esta se recupere del rumbo errante que amenaza con hacerla zozobrar ahora. Como acabo de hablar de ese asunto, simplemente le respondería que la Audiencia zozobrará como cualquier otro órgano judicial cuando deje de cumplir con las competencias que le son propias. Lo hará cuando dejemos de investigar y, en su caso, dejemos de enjuiciar los asuntos que nos son encomendados con seriedad, eficacia y eficiencia, garantizando los derechos del conjunto de las partes, resolviendo en tiempo, localizando los instrumentos y efectos del delito, sus beneficios y evitando que los condenados saquen provecho. Tenemos competencias de suma importancia como para hacer depender nuestro destino de que recobremos la competencia indiscriminada en materia de genocidio. Cuando digo indiscriminada quiero decir sin someterse a exigencias concretas, como nacionalidad de los autores, de las víctimas, de que los primeros se encuentren en España, etc.

Mientras hemos mantenido la competencia en esa materia, sin sujeción a ninguna exigencia, hemos investigado varias causas, los jueces centrales han viajado mucho por ese motivo, y al final únicamente se ha podido enjuiciar a un solo individuo, Scilingo, por los crímenes atroces de la ESNA (Argentina). Y eso porque vino a España para declarar como testigo y se le acabó reteniendo como imputado.

¿Qué quiero decir con esto? Que para estos supuestos se debe apostar, preferentemente, por Tribunales Internacionales, apoyados por un número importante de Estados. No podemos convertirnos en una especie de cátedra en la investigación de crímenes tan abyectos, pero cuya investigación se dirige necesariamente al fracaso en su enjuiciamiento por motivos técnicos.

De modo que la Audiencia Nacional, como el resto de órganos judiciales, se consolidará si cumple en parámetros de eficacia con sus competencias, ya de por sí relevantes e importantes, garantizando los derechos, investigando con eficacia, incautando efectos, instrumentos y beneficios del delito. Y todo en tiempos razonables a fin de generar confianza en la opinión pública. Y que todos los jueces mantengamos la necesaria energía e interés que con el paso de los años normalmente se van perdiendo. Aunque se pueden recuperar con nuevos aires, con un cambio de destino por ejemplo. Eso probablemente acabaría con los humos de más de un juez estrella.

Ese término se acuñó como un insulto a finales de los años ochenta a raíz de las actuaciones espectaculares de algunos jueces, que los convirtieron de la noche a la mañana en auténticas figuras mediáticas. Los medios de comunicación cercanos a determinados poderes fácticos colocaron ese sambenito a aquellos instructores que eran presentados ante la opinión pública como deseosos de adquirir notoriedad merced a los casos que instruían. Uno de los más relevantes fue el juez que se atrevió a retener durante meses al dictador chileno Augusto Pinochet en Londres.

Es verdad que parte de la acusación contra esos jueces era insidiosa, pero no es menos cierto que en algunos de ellos se daba el afán de celebridad que se les atribuía. Es indudable que se trata de un síndrome cuya gestión demanda del afectado una enorme presencia de ánimo si no quiere quedar irremediablemente atrapado en él. Desde el punto y hora en que un juez adquiere semejante resonancia mediática, la gente empieza a tener interés por conocerlo, por saber más cosas de él y, si no extrema las precauciones, puede caer en una especie de telaraña que modifica su conducta tanto en lo profesional como en lo personal: un asunto conocido, medios de comunicación pendientes del caso durante largo tiempo, imagen en las primeras páginas de los periódicos un día sí y otro también, se ve reconocido en los lugares públicos, curiosidad creciente. Hay que ser muy templado, tener la cabeza muy fría para no buscar cada día en el periódico lo relativo al caso que le ha dado celebridad. Ese juez adora que le inviten a diferentes instituciones, va gustoso a esos sitios —no tiene más remedio que ir—, aparecen nuevos amigos, todos ellos bien relacionados, hace manifestaciones de forma constante, se levanta cada día pendiente de la radio para ver qué dicen de él esa mañana, compra el periódico y busca en él su nombre, promueve que lo inviten a dar tal o cual conferencia y seguramente liga más...

El juez estrella permanece largo tiempo en un mismo destino, no quiere cambiar, no quiere desintoxicarse, está más allá del bien y del mal, pierde la conciencia de que puede tener que rendir cuentas un día, tiene sensación de invulnerabilidad. También cambia de actitud respecto del personal del juzgado, tal vez no de manera sustancial, pero cambia: ¿por qué no ausentarse de su puesto por la mañana para ir a dar una conferencia obligando así a los funcionarios que están a su servicio a permanecer en sus puestos de trabajo por la tarde? ¿Quién se atrevería a abrirle expediente disciplinario por ausentarse? ¿Por qué no hacer declaraciones a diestro y siniestro sin importar que puedan ser inoportunas aunque sean ajustadas?

Sé de qué hablo. A mí también me pidió el cuerpo en su día buscar en el periódico por si aparecía algo relacionado con mi trabajo, fui invitado a determinados sitios. Me di cuenta de los riesgos que eso representaba y creo que pude controlar tanto mi entorno cercano como mi manera de estar en la profesión. Puse barreras, no me consideré un superjuez, y estoy convencido de que es saludable que los destinos en general —y los de la Audiencia Nacional en particular— sean temporales.

Creo que el síndrome del juez estrella se puede superar con una forma adecuada de enfrentar el trabajo, sabiendo que, al primer síntoma que surja, hay que hacerle frente y acabar con ello. Hay que ponerse frenos, ser muy vigilante. La vanidad y el reconocimiento público son peligrosísimos para nosotros, aunque formen parte de la naturaleza humana. No hay que dejar que se convierta en una patología. Hace mucho daño a la institución y a uno mismo.

Detesto esas actitudes de esos compañeros. Nunca me atrevería a llamarles la atención ni a darles mi opinión; tampoco me la pedirían. La gestión del ego de cada quien es algo muy personal y muy libre, pero yo he peleado durante toda mi vida por no verme atrapado en esa dinámica tremenda y detestable, y espero haberlo hecho con éxito. Mis colegas no dudarán en crucificarme por estas declaraciones si no fuera así. Y harán muy bien.

Seguro que a pesar de las consideraciones hechas más arriba, algunos pensaran que yo formo parte del grupo de jueces que acabo de describir y rechazar. Es cierto que existe una proyección pública de mi persona en los distintos ámbitos de los que doy cuenta a lo largo de este libro: me presto a entrevistas, no siempre relacionadas con mi condición de juez, actuaciones, intervenciones en distintos casos de carácter social, etc. No voy a negar que todo ello supone una proyección pública. Lo que ocurre, y creo que eso es lo que me aparta a mí del grupo de los jueces estrella al que acaso pertenecí en algún momento de mi vida, es que nunca he tratado de buscar con ello beneficios personales. Bien al contrario. Cada uno puede actuar como le parezca, pero mi actitud en los distintos ámbitos sociales nunca ha sido interesada. No siempre me he sentido bien comprendido por algunas personas incluso de mi círculo más cercano. Siempre admitiré esas y otras críticas, como no podría ser de otra manera, pero debo decir que me siento orgulloso de determinadas actuaciones y comportamientos míos derivados de mi relevancia social que me han permitido sacar la cara y militar por causas que desde mi punto de vista lo merecían y lo necesitaban. Que no tenga el lector la más mínima duda de que lo seguiré haciendo.