Fuertes. Iguales

A mí me educaron en la igualdad de género. Ya he contado que éramos cinco en la familia: mi madre, mi padre, mis dos hermanas y yo. La línea ideológica, por así decir, del hogar era cosa de ella, de mi madre, porque mi padre estaba en otra longitud de onda y apenas tenía voz en la organización doméstica. Mi madre trabajaba, tenía sus propios ingresos, instaba a mis hermanas a estudiar y a ser independientes y a mí se me exigía como la cosa más natural del mundo compartir las tareas caseras: hacer mi cama cada día antes del colegio, poner y quitar la mesa, llenar y vaciar el friegaplatos, participar en la limpieza los fines de semana. Nunca me entusiasmó hacer estas cosas, supongo que como a mis hermanas o a mi propia madre; pensaba que había cosas mucho más interesantes en las que ocuparse que aquellas tareas aburridísimas, pero no se me hubiera ocurrido poder decirlo. Ya una vez en que hice un comentario en la mesa a propósito de la vulgaridad que había detectado no recuerdo bien dónde, mi madre me espetó: «Pero, niño, ¿tú quién te has creído que eres?».

O sea que desde muy pequeño no hubo en mi cabeza una repartición de quehaceres por sexos, así es que no percibí cerca de mí actitudes ni gestos machistas de distribución de roles hombre/mujer. Tuve la suerte de no tener que plantearme esa cuestión gracias a que mi madre fue una mujer enérgica y con las ideas muy claras en casi todo. Recuerdo una viñeta militante reciente en un periódico, en donde se condensaba lo contrario de lo que estoy comentando: un niño y una niña cambian impresiones al día siguiente de la festividad de los Reyes Magos a propósito de lo que le han dejado a cada uno. Dice el niño: «A mí me han traído la bici, ¿y a ti?». Responde la niña: «A mí, la Nancyprepara a los niños–prepara el desayuno–llévalos al colehaz la casa–haz la compra–haz la comida–pon la lavadorapon la mesa–recoge la mesa–plancha–recoge a los niños del cole–hazles los deberes...». Añade el niño: «... Esa es la Nancy–mi madre». Y termina la niña «¡Y la mía!».

Eso es justamente el machismo maldito que tanto daño hace a nuestra convivencia: una ideología que sostiene la discriminación por razón de sexo y que mantiene más o menos sojuzgada a la mitad de la población mundial y limitado su desarrollo; que provoca anomalías de una enorme gravedad como son la violencia en el ámbito familiar, violencia de género en forma de agresiones sexuales, trata de seres humanos, matrimonios forzados, mutilación genital. El machismo es la marmita que contiene todos los ingredientes con los que se cocina la injusticia de la desigualdad entre hombres y mujeres que la humanidad arrastra desde siempre y que es extraordinariamente difícil de erradicar en todas partes, también en los países desarrollados. La lucha contra esa lacra es una cuestión de principios y de derechos humanos. No es que yo esté especialmente sensibilizado en esta cuestión, sino que la considero algo tan elemental como pueda ser saber leer y escribir o no empujar al vecino cuando ambos vamos a cruzar una puerta. El machismo no es algo anecdótico ni folclórico. No es una lacra del pasado. No es algo ajeno a nuestras costumbres.

Este es, en general, el panorama que soportan las mujeres aún ahora en nuestra sociedad: tienen salarios más bajos que los hombres a igual trabajo; a igual cualificación ocupan puestos de menos relevancia en empresas y en la Administración. Se calcula que al ritmo que vamos habrá que esperar hasta 2056 para conseguir que el 40 % de los cargos directivos sean ocupados por mujeres; les resulta más difícil compatibilizar la vida familiar con la laboral: las excedencias por cuidado de los hijos se solicitan en un 94 % por mujeres; sufren discriminaciones varias por razón de sexo en lo que se ha dado en llamar escenarios de micromachismo, pequeñas y casi irrelevantes situaciones que se producen cada día entre nosotros sin que a nadie le llame la atención, incluso entre gentes poco sospechosas de actitudes machistas. Un ejemplo: una persona cercana con la que voy a nadar casi a diario desde hace años me comentaba el otro día que a los nadadores no les suele gustar que otros más rápidos que ellos los adelanten, «sobre todo a las chicas», añadía mi amigo. Le hice notar jocosamente que eso era un comentario machista y así lo reconoció sonrojado. La vida de las mujeres en nuestro entorno social está plagada de situaciones como esa. En descargo del amigo nadador debo decir que una vez presenció, sin entenderlo hasta después, un atraco a una chica en un cajero automático y desde entonces cada vez que ve a una mujer sola operando en uno de ellos vigila sin que ella se dé cuenta para salir en su defensa en caso de apuro. Es discriminación positiva. Nunca viene mal. Hace pocos meses, un conductor de la EMT de Madrid fue agredido por tres hombres jóvenes porque paró el vehículo en plena calle y les conminó a que dejaran de acosar a dos pasajeras que viajaban en el mismo autobús. Suma y sigue.

Hay un paso entre las actitudes machistas y la violencia de género. Desde el punto y hora en que se considera que los roles sociales deben estar marcados por la condición sexual, la mujer es automáticamente cosificada y todo está permitido; 353 denuncias diarias de malos tratos, 129.000 al año... Estas son las cifras que salen a la luz, pero todos sabemos que hay muchos casos más y, sobre todo, detrás de cada denuncia hay un drama personal en el que nosotros, como jueces, nos vemos obligados a intervenir.

Esa violencia se da con mucha frecuencia en el ámbito de las relaciones familiares. La agresión o el delito sexual que se produce en la familia es a menudo el más oculto e indetectable, especialmente en los casos de abuso de menores en los que a veces ni las propias madres se dan cuenta de lo que está sucediendo. Y es más frecuente de lo que creemos. Las familias suelen evitar su difusión por discreción, vergüenza o ambas cosas a la vez. La propia ley establece que estos juicios orales sean a puerta cerrada para proteger el derecho a la intimidad del menor, entre otras razones.

Juzgué un caso que, a pesar de los años transcurridos, continúa ahí presente en mi memoria y creo que merece la pena mencionarlo para mostrar hasta qué punto pueden ser opresivos, injustos y atroces el abuso y los malos tratos en el contexto familiar.

Corrían los años noventa del pasado siglo, yo estaba destinado en Bilbao. En este caso en concreto, si bien no participé en la sentencia, sí fui instructor e investigador.

El individuo procesado era un hombre casado y con tres hijas y un hijo, aunque el niño no aparece en la sentencia. La familia compartía vivienda, además, con una cuñada y la hija de ésta. Teníamos la duda bastante razonable de si la hija de la cuñada era también hija del procesado, pero no llegaron a hacerse pruebas de ADN para comprobarlo. Vivía también en la casa la suegra del abusador: siete mujeres en el domicilio y un solo varón, aparte del niño. Un auténtico harén. Era el prototipo del despotismo masculino llevado a sus últimas consecuencias.

El sujeto en cuestión, un tipo alto, físicamente poderoso, ejercía un control absoluto sobre todo lo que se movía en la familia. Fiscalizaba tanto todo, que mantuvo a las niñas sin escolarizar hasta que fue obligado a hacerlo tras una intervención de los servicios sociales, y aun así impuso que lo fueran todas juntas en la misma clase, la misma aula para las tres a pesar de las diferencias de edad, a fin de que no tuvieran el más mínimo contacto con las otras alumnas. Las llevaba al colegio y las recogía personalmente y no permitía que realizaran ninguna actividad extraescolar para evitar la relación con cualquier persona ajena. Ejercía una dominación absoluta sobre todas ellas. Y se ve que el entorno social se lo consentía. Es algo que sigo sin entender hoy por hoy.

Desde los ocho o nueve años hasta los diecisiete o dieciocho, en algún caso, abusó de dos de sus hijas y sobre todo de su sobrina —la que suponíamos que podía ser también su hija— en un «ambiente impuesto por el procesado de absoluto dominio, tiranía, terror y aislamiento social producido por las palizas, gritos y amenazas que realizaba el acusado contra las menores y por la prohibición a estas de relacionarse con otras personas, manteniéndolas sin escolarizar hasta el curso escolar 92/93», dice textualmente la sentencia.

Se daba la circunstancia, además, de que el procesado mantenía encuentros con policías a menudo en la propia vivienda familiar, como manifestaron varios de ellos durante el proceso, porque supuestamente era confidente de la Ertzaintza, lo cual le otorgaba de cara a las mujeres de la casa un plus de autoridad e impunidad de la que él hacía gala presumiendo de esos contactos policiales ante todas ellas con fines intimidatorios.

Los abusos eran perpetrados, bien en el domicilio familiar, bien en una vivienda que poseía y a la que conducía personalmente a la víctima en coche cuando decidía hacer uso de ella. La más mínima protesta de la niña era castigada con palizas, amenazas y gritos, que por cierto los vecinos oían desde sus casas, como así lo declararon durante el proceso, sin mover un dedo para denunciarlo. Tampoco lo entiendo. En uno de los encuentros sexuales que mantuvo con una de las chicas en el domicilio que no era el familiar, la niña se armó de valor, encerró con llave al agresor en un descuido de este y corrió a denunciar. ¿Por qué lo hizo esa vez teniendo en cuenta la presión a la que estaba sometida siempre? ¿Por qué no lo hizo antes? ¿Habían pactado las hermanas proteger a la hermana pequeña que aún no había sido agredida y sospechaban que lo sería en breve? ¿O es que lo había sido ya? Sí, seguramente la chica valiente lo hizo por proteger a la pequeña.

Era terrorífico ver a aquellas criaturas totalmente perturbadas por años de brutalidad, incuria y desprotección. La situación tenía mucho que ver con aquel caso del austríaco que durante varias décadas mantuvo encerrada a una hija sometiéndola durante todo ese tiempo a abusos y violaciones, y que de alguna manera sirvió de inspiración a la película La habitación, de Lenny Abrahamson.

Hubo estudios de todo tipo en los que participaron diferentes especialistas: psicólogos, médicos forenses, etc. Ni que decir tiene que las agredidas sufrieron secuelas psicológicas por las que fue preciso tratamiento durante un tiempo de entre tres y cuatro meses. Poco me parece para el calvario que debieron de padecer. Estoy seguro de que necesitarán algún tipo de terapia durante el resto de sus vidas.

¿Y las otras tres adultas que estaban al corriente de todo lo que sucedía en la vivienda? No se actuó contra la madre porque padecía algún tipo de deficiencia.

Pero ¿los servicios sociales no sospecharon lo que estaba sucediendo en esa casa durante tantos años cuando fueron alertados de que las niñas no estaban escolarizadas a esas edades? Pero ¿por qué el colegio permitió la peculiar escolarización demandada por el padre desalmado sin chistar? ¿Son los padres los que deciden ahora cómo y dónde ha de ser escolarizado su hijo sin que el colegio pida explicaciones ni tenga la última palabra al respecto? ¿Cómo se explica semejante cúmulo de fallos?

Es difícil prevenir este tipo de conductas de ámbito familiar, sobre todo si la agresión llega hasta el punto de prohibir la escolarización a fin de mantener la impunidad y los servicios sociales y el colegio hacen oídos sordos a lo que es clamoroso. Lo normal es que la escuela sea el lugar más idóneo para detectar lo que puede estar ocurriendo en los domicilios, por poco que el profesorado esté formado y atento a estas cuestiones. La marca de un golpe, un cardenal, un estado de ánimo extraño por parte de un alumno son síntomas a veces inequívocos de que se está produciendo una agresión en la familia y, si bien el profesor no debe precipitarse a la hora de denunciar, sí puede poner en marcha un protocolo para comprobar la verosimilitud de sus sospechas.

En el caso que nos ocupa, el culpable fue condenado a una pena de diecisiete años de prisión. La ley cambió mientras se encontraba cumpliendo condena y se modificó a principios del año 2000. Era culpable de un delito continuado de violación, de un delito continuado de agresión sexual y de dos delitos de agresión sexual con la agravante mixta de parentesco.

En mi particular camino de Damasco sobre estas cuestiones, otro caso que me ayudó a sensibilizarme con el problema del maltrato se dio una noche en Bilbao en el año 1990, estando de guardia. Se presentó en el juzgado una señora atemorizada acompañada de sus dos hijos pequeños. Evidentemente venía demandando protección porque había sido agredida por el marido. Al no existir por entonces una cultura de judicialización del maltrato ni una legislación específica para ese tipo de situaciones, ni policía especializada ni conceptos como lesiones psicológicas, tuve que improvisar un protocolo que consistió en desalojar al marido del domicilio familiar, entregar la vivienda a la mujer y a los niños y prohibirle que se acercara a ellos. Me siento especialmente orgulloso de las decisiones que tomé aquella noche porque contribuyeron a los cambios que se produjeron más tarde, pero, increíblemente, había en ellas una buena parte de improvisación, y eso no debe ser así.

También instruí una causa de violación en la que estaba involucrado un policía. Se trataba de una chica brasileña sin papeles que estuvo detenida y denunció, tras ser puesta en libertad, que había sido violada por un funcionario mientras se encontraba en dependencias policiales. Me tocó a mí tramitar esa querella. La denuncia se produjo a los quince días de ocurridos los hechos. La chica debía de tener contactos con alguna persona influyente de Bilbao que probablemente le aconsejó no dejar pasar una agresión así. En la declaración que le tomé, ella mantenía que podía reconocer al agresor y que no lo había denunciado en el hospital al que fue llevada tras ser detenida porque había policías rondando entre los médicos que la reconocían. ¡Yo no podía creer que semejante tropelía pudiera darse en una comisaría de Bilbao en el año 1995! Me parecía una denuncia falsa, pero tampoco podía archivarla sin más; se trataba nada menos que de una violación en comisaría. Le di curso en la idea de que aquello quedaría en absolutamente nada.

En este caso se daban muchas circunstancias que lo hacían especialmente sangrante: persona privada de libertad, agresión machista, absoluta indefensión.

Empezamos a hacer ruedas de reconocimiento con algunos de los funcionarios allí destinados. La chica se mostraba fría, no especialmente emocionada, distante. No reconocía al agresor, pero dio con alguno de los que recordaba de aquel infausto día: el que estaba en la puerta, por ejemplo, que era efectivamente el que ocupaba ese lugar el día en que fue violentada. Entonces decidimos que todos los funcionarios adscritos a aquella comisaría pasaran por la rueda de reconocimiento vestidos de uniforme, y un día, en una de esas ruedas, cambió su frialdad de repente, se levantó como un rayo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica y se precipitó al cristal gritando: «¡Ese es, ese es el hijo de puta, cabrón, hijo de puta!». Ordené otra rueda con traje de civil esta vez y volvió a reconocerlo. Decreté, ¡cómo no!, el ingreso en prisión de aquel desalmado.

Diversas circunstancias y vericuetos legales obstaculizaron mi instrucción —de hecho el Tribunal Supremo criticó estas maniobras—, y aunque aquel sujeto acabó siendo procesado, al final fue absuelto y el Supremo confirmó su absolución, no porque no se diera crédito a la víctima sobre el hecho de haber sido violada, sino porque el Tribunal tuvo dudas de que el acusado hubiera sido el verdadero autor. Todo ello me produjo una gran frustración, por la víctima sobre todo. Sin embargo, estoy convencido de que el caso significó un punto de inflexión y un cambio de actitud en el medio judicial y policial.

Una vez más, como en todas las cuestiones que vengo abordando en este libro, los programas educativos son la clave para la erradicación de esta tara social de la que estamos hablando. Entre otras cosas porque se vuelven a repetir, incluso han aumentado, los casos de violencia de género entre adolescentes. Aunque parezca increíble, hay un repunte entre los muy jóvenes por el cual el chico controla los movimientos de su chica. Y nuevamente a ellas les parece una marca de amor y lo dan por bueno. De eso a los malos tratos no hay más que un paso.

Los datos del Observatorio contra la Violencia de Género y Doméstica confirman que el número de denuncias ha aumentado en un 1,9 % de 2014 a 2015. Es preocupante, sin embargo, que haya un número nada desdeñable de jóvenes inculpados en este tipo de delitos y que las familias no se impliquen lo suficiente a la hora de denunciar casos. Según los datos que tenemos en el Poder Judicial, 162 menores fueron juzgados en 2015 por delitos de este tipo, 31 más que en el año anterior. No podemos consentir que eso siga ocurriendo. Como se ve, hay que estar muy atentos porque lo que tanto trabajo cuesta conseguir, puede evaporarse en poco tiempo.

La única manera de apropiarse de actitudes no machistas es irlas percibiendo como normales en casa y en el colegio desde muy pequeños, como me ocurrió a mí. Pero si en casa el clima es menos favorable, al menos que la escuela lleve a cabo la labor que le es propia. ¿Cuidan los libros de texto que de sus contenidos y de sus ilustraciones se hayan eliminado el sexismo o la discriminación? Resulta curioso que la nueva ley de educación, la célebre LOMCE, no haga mención alguna del fomento de la igualdad entre mujeres y hombres, incumpliendo así varias de las recomendaciones que ya le hizo en su día a España el comité de la CEDAW (Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer). Peor aún, dicha ley justifica que no es discriminatorio segregar por sexos en los centros escolares financiados con dinero público. La educación para la igualdad sigue siendo la gran ausente entre las asignaturas que se enseñan en nuestros colegios e institutos.

El problema lo tenemos no solamente en el ámbito de la educación, sino también en los medios de comunicación, en la publicidad, en determinados programas de televisión. A ellos también les conciernen las exigencias y obligaciones que se describen en la misma ley de violencia de género. Muchos de los contenidos publicitarios y televisivos son absolutamente detestables desde el punto de vista de la igualdad. Esa ley fue un avance muy importante y es por ello reconocida a nivel internacional como uno de los modelos de lo que debe ser la legislación en materia de violencia de género, o sea, la necesidad de una ley integral que afronte el fenómeno en su totalidad, de forma transversal, desde la sensibilización, la prevención y la persecución. Pero ¿se cumple esta ley? Yo creo que los resultados son insuficientes. El número de asesinatos no se reduce de forma significativa y las denuncias por todo tipo de lesiones no disminuyen. Debería hacerse un estudio pormenorizado, pasados ya diez años de su promulgación, para ver cómo se han llevado a cabo las exigencias que imponía y cuál es hoy en día el estado de la cuestión. Es verdad que tenemos el Observatorio de la Violencia de Género, pero relacionado casi exclusivamente con la vertiente judicial. La realidad denuncia que algo importante está fallando. No se toma suficientemente en serio la necesidad de un análisis transversal de todos los espacios de actuación en la lucha contra este tipo de violencia.

No hay un verdadero seguimiento, un análisis juicioso de cómo se ha de tratar esta problemática en cada una de esas esferas (educación, medios de comunicación, sanidad, justicia, otras instituciones). Algo falla, sí, en la aplicación de ese buen instrumento que es esa ley integral para luchar contra la desigualdad.

Al mismo tiempo se sigue considerando entre nosotros anecdótico y sin importancia que vean la luz publicaciones como la que propone la editorial Nuevo Inicio, que en 2013 editó el libro que lleva por título Cásate y sé sumisa, escrito por doña Constanza Miriano. La obra obtuvo el beneplácito del arzobispado de Granada y el Vaticano la reconoció como «evangelizadora». Contiene afirmaciones como estas:

«La mujer está perdida cuando se olvida de quién es. La mujer es, principalmente, esposa y madre.»

«La mujer realizada ama ante todo. Escucha, consuela, anima, perdona, y les hace sitio a los demás. Construye al padre con su sumisión porque lo pone por encima de ella y le confiere autoridad.»

«La mujer lleva inscrita la obediencia en su interior. El hombre, en cambio, lleva la vocación de la libertad y de la guía.»

«Debes someterte a él. Cuando tengáis que elegir entre lo que te gusta a ti y lo que le gusta a él, elige a su favor.»

«El poder no está hecho para nosotras.»

«Todavía no eres una cocinera experimentada ni un ama de casa perfecta. ¿Qué problema hay si te lo dice? Dile que tiene razón, que es verdad, que aprenderás.»

«¿Tengo que darle la razón aun cuando no la tenga? Yo diría que sí.»

«Pregúntate qué otro podría soportarte. [...] Pregúntate qué otro podría soportar algunas de tus psicopatologías.»

«Cuando tu marido te dice algo, lo debes escuchar como si fuese Dios el que te habla.»

¿Es anticlericalismo radical denunciar aberraciones de este jaez? ¿Es laicismo agresivo escandalizarse de que la Iglesia católica avale semejantes declaraciones? ¿Cuál es la diferencia entre esta forma de entender el papel de la mujer en nuestra sociedad y el que sostiene la ley islámica, que considera que el rol de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad debe estar supeditado al del hombre?

Sin duda, doña Constanza Miriano tiene derecho a expresar esos pensamientos en razón de su derecho a la libertad de expresión, pero no deja de ser alarmante que haya gente que piense así en nuestros días y sobre todo que ese pensamiento esté respaldado por organismos tan influyentes socialmente como el Vaticano o el arzobispado de Granada. Porque la opinión de la Iglesia es determinante para algunas capas de la población mundial, desde luego de parte de la española también: Vox dei, vox populi, podríamos decir dando la vuelta al dicho latino. Esas opiniones son ley para muchísimas personas.

De esos polvos vienen estos lodos. El 31 de diciembre de 2015 se produjo un caso de violencia sexual inusitado contra un numeroso grupo de mujeres que festejaban el Año Nuevo en la explanada de la estación de ferrocarril de Colonia, en Alemania. Un grupo también numeroso de hombres, en su mayoría de origen magrebí —entre los 58 detenidos había 3 tunecinos, 21 marroquíes y 25 argelinos—, convirtió la plaza más céntrica de Colonia en un lugar sin ley y llegaron en varios casos a la violación. Hay en estos momentos no menos de mil denuncias de otras tantas mujeres que, en aquel caos organizado que se montó, ni siquiera pudieron ser defendidas por sus acompañantes ni por la policía, con lo que la humillación fue dirigida a las mujeres y también a los hombres que allí se encontraban. El origen de los agresores no era la ciudad de Colonia, sino que venían de Bélgica y del norte de Francia donde existe una importante comunidad islámica. El imán de la mezquita de esa ciudad justificaba así los hechos: «Iban perfumadas, casi desnudas...». Las sociedades musulmanas en su conjunto han sido hasta ahora incapaces de resolver su relación con las mujeres. No han sabido o no han querido solventar la relación del islam con la mujer en términos de igualdad, dignidad y no discriminación. Dadas las circunstancias, es particularmente meritorio que desde el interior de la sociedad musulmana se produzcan movimientos de oposición a este estado de cosas lamentable: el caso de Raif Badawi es particularmente encomiable y los escritos valientes de Ayaan Hirsi Ali o del citado filósofo Adonis, por ejemplo, ponen en evidencia una forma verdaderamente injusta de entender el mundo.

En el capítulo que dedico a las relaciones Iglesia-Estado hago ya referencia a una sentencia de un tribunal francés sobre la prohibición de que las musulmanas lleven velo integral en determinados ámbitos. Me tengo que referir a esa sentencia al hablar de la desigualdad, porque dice también que «[el uso del velo] es una práctica en las antípodas de los valores de la República expresados en la divisa “Libertad, igualdad, fraternidad”. Más que un atentado a la laicidad, el velo integral es una negación del principio de libertad porque es la manifestación de una opresión y, por su misma existencia, pisotea tanto el principio de igualdad entre sexos como de igual dignidad entre los seres humanos». Y en consecuencia, el tribunal adopta la medida que cree más oportuna para salvaguardar estos valores: el velo integral supone un ataque a la igualdad de género, a la libertad y a la fraternidad, derivando en un confinamiento de la mujer respecto del conjunto de la sociedad. No necesito decir que mi adhesión a la sentencia TEDH (Tribunal Europeo de Derechos Humanos) es absoluta porque ese tipo de medidas tan bien fundamentadas sí son la clave a la hora de acabar con la discriminación de la mujer.

Y ahora resulta que algunas marcas de prêt à porter francesas diseñan modelos para mujeres basados en la ocultación del cuerpo que propugna la tradición islámica. Menos mal que los colectivos feministas y los responsables políticos de ese país han reaccionado vigorosamente en contra de esa manera de entender la moda, porque les parece opresiva y machista y porque el velo islámico representa una negación de la persona y una negación de libertad.

Parece que he hecho especial hincapié en la discriminación en el mundo musulmán. Aporto un ejemplo más de lo que se cuece entre el clero católico en este sentido: en una homilía el 27 de diciembre de 2015, el arzobispo de Toledo afirmaba que la mayor parte de los casos de las mujeres asesinadas por violencia machista tienen lugar porque sus parejas y exparejas «las rechazan porque no aceptan tal vez sus imposiciones». Y afirmaba: «El problema serio radica en que en estas parejas no ha habido verdadero matrimonio. Y cuando digo verdadero matrimonio, no estoy pensando sólo en el matrimonio canónico; también en el civil. No pienso en otro tipo de uniones afectivas, donde casi lo único que les une es lo físico, lo genital y poco más».

Así que desgraciadamente se agolpan los casos de violencia de género: «Detenido un hombre por la muerte de su mujer en Valencia», «Arrestado por incitar en las redes a agredir sexualmente a su exnovia». No hay más que abrir el periódico cada día para encontrarse con casos parecidos. Y eso que cada vez las mujeres se deciden más a denunciar porque saben que sin denuncia nada puede hacerse desde los poderes públicos para defenderlas de sus verdugos. La sociedad tiene que pertrecharse de los mejores profesionales en el campo de la sanidad, en el de la detección, en el de la educación. Es necesario un ambiente social de rechazo absoluto de este tipo de conductas. Es necesario que deje de ser verdad entre nosotros aquel dibujo tremendo en el que se veía una pareja de espaldas contrayendo matrimonio en una iglesia. Delante de ellos, el clérigo que los casaba pronunciaba el final de la fórmula del matrimonio canónico de esta manera: «Yo os declaro marido y maltratada».

En 2015 fue espectacular el número de casos de violencia de género en España. Es una desgracia colectiva que no para; en febrero de 2016 hubo otro incremento grande de agresiones a mujeres. Se dio también un caso curioso: estuvo a punto de ingresar en prisión una mujer de 51 años, madre de una niña de 15, por haber incumplido el régimen de visitas decretado por un juez para que la niña estuviera con su padre. Ahora bien, la niña había expresado una y otra vez su negativa a encontrarse con su progenitor toda vez que éste había sido condenado años antes a 21 meses de cárcel por haber maltratado a la madre en presencia de la niña. Afortunadamente, la señora fue indultada por el Consejo de Ministros antes de cumplirse los plazos del ingreso.

Este último caso no estuvo sin embargo exento de polémica. Un diario publicó una entrevista con el supuesto maltratador, cuya verosimilitud no es este el momento de valorar, en la que este denunciaba falsedad y mala intención por parte de la supuesta víctima.

De todos modos, desde mi experiencia en esta materia debo decir que el asunto de las denuncias falsas es un mito que busca que algo falso se vea como verdadero con criterios supuestamente razonables. Hay estudios del CGPJ y del Observatorio para la Violencia de Género que señalan que del conjunto de acusaciones que se denuncian como falsas, sólo el 1 % resultan serlo. Menos aún que eso. Otro estudio reciente refuta que se acuda a los tribunales para perjudicar a la pareja y que únicamente el 0,4 % de las 500 denuncias por violencia machista estudiadas son falsas. Son datos que permiten, pues, desterrar el mito, como asegura Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género. De hecho, desde ese organismo se pide que se aplique al agresor la libertad vigilada desde el momento en que es denunciado. A menudo los agresores alegan que la denuncia es falsa como estrategia procesal. Los detalles de los informes en esta materia son estremecedores: cuatro de cada cinco mujeres asesinadas no habían denunciado. Hay que sensibilizar a la sociedad de que este es un asunto público, que la violencia de género trasciende la esfera de lo privado. Muchas veces se afirma que hay más denuncias falsas alegando el número de sentencias absolutorias, pero se olvida que la absolución, cuando se produce, implica que no se ha desvirtuado el principio de presunción de inocencia y no que los hechos no se hayan producido.

Recordemos el tropezón electoral del partido Ciudadanos que en 2015 tuvo que rectificar deprisa y corriendo cuando hablaba de «acabar con la asimetría penal por cuestiones de sexo». Estoy totalmente en desacuerdo con que tenemos una legislación que puede favorecer de forma indebida a las mujeres con vulneración del principio de igualdad. Tenemos leyes destinadas a paliar las situaciones estructurales de discriminación respecto de las mujeres, en concreto la LO 3/2007, y de igualdad efectiva entre mujeres y hombres.

Este capítulo está dedicado a los que padecen violencia por razón de su género o su diferencia, del tipo que sea. No puedo dejar sin comentar un problema que está también a la orden del día: el acoso escolar. No recuerdo haberlo padecido en propia carne de pequeño ni tampoco haberlo visto padecer a otros. Los curas de mi colegio tenían actitudes diferenciadoras con los alumnos más dotados y con los menos, había castigos, incluso físicos, pero el problema del acoso es otra cosa. Para que se considere acoso ha de producirse entre los propios compañeros.

En 2004 se produjo en Hondarribia (Guipúzcoa) un caso escalofriante de suicidio por acoso escolar. Jokin Ceberio se quitó la vida a los apenas 14 años a causa del acoso escolar y moral continuado por parte de sus compañeros. Sus padres procuraron por todos los medios denunciar y parar la situación que padecía, pero no fue posible evitar el suicidio. Aquella tortura se prolongó desde septiembre de 2003 hasta septiembre de 2004. No fue ni mucho menos el primer caso de acoso escolar en España, pero fue el primero que trascendió debido a su gran impacto emocional. Se imputó a los acosadores y a sus padres como responsables.

Recientemente me ha impresionado el hecho absolutamente horrible que se produjo en octubre de 2015 y que podría tener su origen en el acoso escolar, aunque no se sabe aún con certeza. Se trata del niño de once años, Diego González, que se suicidó lanzándose desde un quinto piso para evitar ir al colegio y dejó escrita esta desgarradora carta a su familia:

Papá, mamá, estos once años que llevo con vosotros han sido muy buenos y nunca los olvidaré como nunca os olvidaré a vosotros.

Papá, tú me has enseñado a ser buena persona y a cumplir las promesas; además, has jugado muchísimo conmigo.

Mamá, tú me has cuidado muchísimo y me has llevado a muchos sitios.

Los dos sois increíbles pero juntos sois los mejores padres del mundo.

Tata, tú has aguantado muchas cosas por mí y por papá, te estoy muy agradecido y te quiero mucho.

Abuelo, tú siempre has sido muy generoso conmigo y te has preocupado por mí. Te quiero mucho.

Lolo, tú me has ayudado mucho con mis deberes y me has tratado bien. Te deseo suerte para que puedas ver a Eli.

Os digo esto porque yo no aguanto ir al colegio y no hay otra manera para no ir. Por favor espero que algún día podáis odiarme un poquito menos.

Os pido que no os separéis papá y mamá, sólo viéndoos juntos y felices yo seré feliz.

Os echaré de menos y espero que un día podamos volver a vernos en el cielo. Bueno, me despido para siempre.

Firmado Diego.

Ah, una cosa, espero que encuentres trabajo muy pronto, Tata.

Diego González

¿Qué tiene que ocurrirle a un niño de esa edad, buen estudiante, inteligente, tierno y buena persona para tomar semejante decisión y llevarla a efecto con premeditación? ¿Qué tortura reiterada no habrá padecido ese niño hasta llegar a esa espantosa decisión y ponerla en práctica?

La causa había sido archivada en diciembre de ese año por el juzgado de Leganés (Madrid) porque en ese momento procesal no se habían encontrado pruebas que permitieran imputar un delito de homicidio imprudente a terceras personas. Afortunadamente, ese mismo juzgado reabrió el caso a petición de la familia, que tiene muchas sospechas de que Diego sufría acoso escolar. Parece que nuevamente se ha cerrado el caso por falta de pruebas, a pesar de lo cual no puedo impedirme un escalofrío de espanto imaginando los padecimientos de Diego, vaya usted a saber por qué motivo. En todo caso, no existe de momento indicio alguno que avale la tesis del bullying, todo son sospechas y perplejidades ante una tragedia que nadie alcanza a entender.

¿Cuántos casos de acoso están padeciendo en este mismo momento niños y niñas por su orientación sexual, por sus aficiones, por sus tendencias sociales, por no participar en determinadas aficiones, por ser de otra raza, de otro país, por ser gordos, por ser delgados?

Últimamente se están empezando a producir movimientos interesantes en lo que a protocolos de intervención se refiere. Concretamente he tenido acceso a una propuesta para casos de acoso entre compañeros que me gustaría comentar aquí. Los organismos competentes la introducen en los centros de enseñanza a fin de orientar sobre las medidas que pueden adoptarse para agilizar el procedimiento e intentar que sean eficaces, rápidas y confidenciales. En cuanto se detecta un posible caso, se procede a constituir un equipo de valoración que comunica por medio del director del centro al Servicio de Inspección y a la Unidad de Convivencia. Se valora la conveniencia o no de informar a las familias. En dicho modelo se tiene en cuenta la posibilidad de que la situación no se confirme o de que sí lo haga. En este caso, se establece qué actuaciones se han de llevar a cabo con la víctima, con el agresor o agresores, con los compañeros observadores, con el grupo, con las familias, con la comunidad educativa, etc. Se propone un procedimiento para el caso de que la denuncia se presente en el Servicio de Inspección educativa, otro por si se presenta en la Fiscalía de Menores, dependiendo de la trascendencia del asunto. Contiene guías con modelos de entrevista a los diferentes afectados. En fin, es un documento que parece probado y exhaustivo. Esperemos que se ponga en práctica de manera sistemática y sea eficaz. Seguramente la Administración Educativa se movilizó a partir de un caso de suicidio infantil en el distrito de Villaverde de Madrid que tuvo gran repercusión mediática.

No existe una ley específica contra el bullying, pero sí leyes de protección de la infancia y de la adolescencia que regulan las áreas idóneas para el desarrollo de los menores, entre las cuales se encuentran su integridad física y moral en el desarrollo de su personalidad, en el respeto a su dignidad, estableciendo obligaciones concretas para las administraciones públicas y los centros escolares. Una de las anomalías más graves que contemplan esas leyes es el acoso escolar. Se regulan los deberes de los menores, entre otros, el respeto a la diferencia de los compañeros, el no ejercicio de la violencia, el respeto al medio ambiente y a los animales. Lo que tendríamos que ver es si esos valores se trasladan suficientemente al ámbito educativo. Yo tengo la impresión de que no, de que la transmisión de estos preceptos no se produce con la suficiente claridad y firmeza. Si no existe un compromiso por parte de las leyes educativas, mal podemos exigir a los centros de enseñanza que se impliquen en este tipo de tareas más allá del voluntarismo muy loable de algunos profesionales y de algunos centros. Por eso nunca he dudado en asistir a los establecimientos que me lo han propuesto para participar en cursos o coloquios. Porque la desgracia y la infelicidad absoluta están más cerca de nosotros de lo que creemos y conviene decirlo muy alto y muy claro para que esta lacra social se detenga de una vez. Es capital que demos la batalla en la escuela por la normalización de la orientación sexual, de la igualdad y de la diferencia.

Creo, además, que los menores denuncian poco este tipo de conductas porque no existen protocolos reales ni seguimiento alguno de su cumplimiento efectivo. A ver si el expuesto más arriba tiene éxito; depende siempre también de la voluntad de los colegios en aplicarlo, porque de momento estoy seguro de que los alumnos no se sienten lo suficientemente amparados como para denunciar. Si los padres y los profesores están atentos, tal vez resuelvan situaciones de acoso antes de que vayan a más, pero de momento es cuestión de suerte y de voluntarismo, ya digo.

Estas son las recomendaciones de una persona que sufrió bullying y que aconseja a quien lo sufra: «Tengo 33 años y, lo confieso, he sufrido bullying. Antes no era conocido, no te hacían caso, ni siquiera los profesores [...]. Ahora las cosas han cambiado, no sé si para mejor o para peor, pero al menos empieza a existir conciencia de ello [...]. He salido de ahí. No te calles, no te lo tragues, no estás solo. La vida te está esperando» (El País, 09.04.2016).

Sé que el problema es complejo, sé que el profesorado hace lo que puede (no siempre, ya que a veces les viene bien tener en el aula a un chivo expiatorio con el que distraer a la clase y evitar así ser ellos mismos los destinatarios de la crueldad de los alumnos) y que en la mayoría de los casos es imposible estar al corriente de lo que ocurre en los patios de recreo de los centros en donde ejercen su actividad profesional. Sin embargo, algo se podrá hacer para atajar este espanto. Hace falta formación de todos los involucrados, que no se da, como hemos visto, y seguramente muchas veces se llega tarde y se producen horrores como el suicidio de Diego, el de Arancha, el de Alan... Conozco a un joven gay al que en el centro escolar donde cursó sus estudios de secundaria todos conocían como Rosita. Él dice que el acoso no era especialmente doloroso y su familia estaba más o menos al corriente de lo que ocurría, pero no hace falta una gran imaginación para suponer lo que pasaba por la cabeza de ese muchacho, un hombre ahora, día tras día durante las horas que pasaba en el instituto. En ese caso, la simple notificación al centro por parte de los padres una vez que él lo contó en casa puso fin al problema. Pero hay que tener mucho cuidado. Ninguno de estos casos es baladí. Ninguno.

Las nuevas tecnologías, lejos de ayudar a resolver el problema, vienen a empeorarlo porque lo prolongan fuera de la escuela las veinticuatro horas del día vía WhatsApp, por ejemplo. Así lo denuncia un informe de la fundación ANAR (Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo).

Por último, quiero hablar aquí del problema de la prostitución. El tráfico de personas, la trata, la cosificación tienen que ver con este clásico de la explotación humana.

Mi amiga Soco vive habitualmente en Palma de Mallorca, está jubilada y colabora con una ONG que se ocupa de instruir a prostitutas traídas de diferentes lugares —en particular, África subsahariana y Magreb— para que aprendan el idioma, sepan defenderse, puedan leer y escribir, conozcan sus derechos y en algún momento sean capaces de abandonar la esclavitud a la que están sometidas si así lo desean. Mantenemos ella y yo desde hace tiempo una polémica acerca de si la prestación de servicios sexuales ha de ser legalizada y, sobre todo, si ese oficio puede en determinadas condiciones considerarse una profesión digna que puede ser elegida entre otras ocupaciones.

Por mi parte, mantengo que la prostituta o el prostituto entrega demasiado de sí mismo, lo da todo cuando ejerce su oficio y, por tanto, este no es equiparable al de un cartero o una maestra de escuela. Creo que, tarde o temprano, la mujer que se dedica a esos menesteres acaba siendo cosificada y eso va en contra de los valores de dignidad de la persona que yo defiendo. Tal vez esta postura puede ser tachada de paternalista por algunos, pero me parece que la instrumentalización de las prostitutas forma parte del ADN de esa supuesta profesión. Me perturba esta cuestión, la verdad. Me voy a permitir reproducir aquí el punto 2 del manifiesto feminista a favor de los trabajadores sexuales —trabajadorxs sexuales se los llama en él— porque creo que incide de forma muy directa en lo que acabo de exponer.

Respetamos la decisión de lxs trabajadorxs sexuales para dedicarse al trabajo del sexo. Como feministas, rechazamos las sentencias machistas según las cuales lxs trabajadorxs sexuales «venden sus cuerpos» o «se venden a sí mismas». Sugerir que la sexualidad implica deshacerse o perder una parte de una misma es profundamente antifeminista. La sexualidad no empequeñece a las mujeres. Además, rechazamos cualquier análisis que sostenga que lxs trabajadorxs sexuales contribuyen a la cosificación de las mujeres, del sexo o de la intimidad. No consideramos a lxs trabajadorxs sexuales como culpables del mal hacia otras mujeres, sino en cambio al patriarcado y a otros sistemas de opresión.

Desde luego, Soco sabe que el setenta y tantos por ciento de las prostitutas han sufrido tráfico ilegal de personas y están en situación de trata por parte de mafias sin escrúpulos que les retienen el pasaporte, las explotan, las cosifican, las esclavizan. O sea, que es una población absolutamente marginal y explotada. Pero no hablamos de ese enorme tanto por ciento cuando discutimos sobre el asunto, sino del mínimo tanto por ciento que ha elegido comerciar con su cuerpo para fines sexuales porque, al fin y al cabo, todo el mundo en su profesión lo hace en una u otra medida y en ese oficio se gana mucho más dinero en mucho menos tiempo. ¿Qué diferencia hay —dice Soco— entre la mujer que realiza una prestación sexual remunerada y la cirujana que opera de cataratas a un paciente en el quirófano? En ambos casos se entregan, y está por ver por qué unas entregas son más legítimas que otras. El asunto no deja indiferente, desde luego, y tiene mucho que ver con los estereotipos y los prejuicios. Tengo que reconocer que a mí el problema me perturba por partida doble:

Me perturban todas esas chicas extranjeras, por un lado, tan expuestas, tan sin posibilidad de hacer otra cosa que lo que hacen ya sea en la Casa de Campo de Madrid o en los prostíbulos de carretera, imposibilitadas para denunciar su situación por desconocimiento del idioma, por el control que los mafiosos ejercen sobre ellas, por el terror a enfrentarse con el explotador, por la dificultad de acudir a la policía.

Me perturba la falta de sensibilidad social hacia este fenómeno terrible.

Y me perturba también el razonamiento, el concepto de la prostitución como una posibilidad de trabajo como cualquier otra. En alguna parte me trae a la memoria aquel texto de Voltaire, para nosotros ahora sobrecogedor, de las Cartas inglesas que habla de la vacunación contra la viruela que por entonces empezaba su andadura dificultosa de la mano de lady Wortley Montagu y que ilustra que la vacunación existía desde siglos atrás entre la población circasiana, entre otras razones porque la viruela dificultaba el «cultivo» de chicas de ese grupo étnico por parte de sus familias:

Los circasianos son pobres y sus hijas, hermosas; por ello es natural que comercien con ellas. Abastecen de bellezas los harenes del Gran Señor, del sofí de Persia y de los que son lo suficientemente ricos como para mantener una mercancía tan preciosa. Educan a sus hijas con gran esmero para el placer de los hombres; les enseñan danzas lánguidas y lascivas y los más voluptuosos artificios para despertar el deseo de los desdeñosos amos a que las destinan.

Las pobres criaturas repiten todos los días su lección con su madre, como nuestros niños repiten su catecismo, sin comprender nada.

Con frecuencia, después de tantos desvelos en la educación de sus hijas, los circasianos veían disiparse sus esperanzas. La viruela invadía una familia y una hija moría, otra perdía un ojo, una tercera quedaba con la nariz deformada; las pobres gentes aquellas quedaban arruinadas sin remisión. Cuando la viruela se convertía en epidémica, el comercio quedaba interrumpido por varios años, lo que suponía una disminución notable de los harenes de Persia y Turquía.

Una nación dedicada al comercio está siempre alerta por sus intereses y no descuida conocimiento alguno que pueda ser útil para su negocio.2

Con ese desparpajo despachaba Voltaire el problema. Con esa profesionalidad. Eran otros tiempos. Las mujeres tardarían todavía mucho en ser consideradas por los hombres como iguales. Voltaire no es sospechoso de carecer de sensibilidad hacia la condición humana, pero hay que reconocer que la carta sobrecoge por su ingenuidad narrativa. No hay un átomo de crítica en ella, incluso se defiende el tráfico de niñas como un bien comercial y, por tanto, económico. Y, por tanto, beneficioso. Piénsese que durante los años del terror después de la Revolución de 1789 se aconsejaba a las mujeres que asistían a los debates de la Convención que tejieran durante las sesiones. Acabaron convirtiéndose en una institución: las célebres tricoteuses, que entretenían su tiempo de espera entre ejecución y ejecución al pie de la guillotina haciendo punto. Han cambiado muchas cosas desde entonces, aunque todavía no tantas como necesitan las mujeres.