Ni pena ni miedo

El título de este libro es un lema de resistencia. Proviene de un viaje de Rosa Montero por el desierto de Atacama, Chile, donde supo de la existencia de un geoglifo con ese verso pegado al suelo, del poeta chileno Raúl Zurita, que estuvo preso y fue torturado en uno de los campos de concentración de Pinochet durante la dictadura. Tenía, pues, todos los ingredientes de una declaración de intenciones y ella pensó que podía constituir la divisa del grupo de amigos Salamandra. Lo formó Rosa Montero y le dio el nombre de su animal fetiche por su capacidad de regeneración. Somos personas afines y queridas que nos vemos con frecuencia, nos refugiamos unos en otros, viajamos juntos, hacemos tertulias, comemos. Son uno de los pilares fundamentales de mi vida en estos momentos. Me considero un afortunado por tenerlos. Ese es uno de los indicios de mi buena suerte.

El caso es que el lema de Zurita lo adoptamos como estilo de vida. Ninguno de nosotros sentía ya por entonces pena ni tenía miedo de nada, pero nos pareció que hacerlo explícito de esa manera era una buena cosa. Algunos nos lo hicimos tatuar en la muñeca derecha. Es nuestra manera de decir alto y claro que no tenemos grandes arrepentimientos en relación con decisiones, no siempre fáciles, acciones u omisiones del pasado: fueron adoptadas con plena conciencia de que era lo que correspondía hacer, aunque no se entendieran y aunque hubiera que pagar un precio alto por haberlas tomado. Que aquello que hemos tenido que padecer por su causa, por injusto que haya sido, no nos paraliza ni nos sume en la impotencia. El pasado está ahí y no debe frenarnos en la lucha por ser quienes somos.

Como tampoco tenemos miedo del porvenir. Es la misma reflexión de antes referida al futuro: que los miramientos por lo que otros puedan pensar, que las posibles consecuencias, sean del tipo que sean, no condicionen nuestro comportamiento, nuestra manera de afrontar la felicidad, nuestra forma de entender la vida. Que el pasado no te frene, que el miedo al futuro no te paralice.

Siempre he pensado que yo era un hombre con suerte.

Pero ¿qué es eso de la suerte?

Pues supongo que es que las cosas salgan bien, como tú quieres, en circunstancias en las que suele cumplirse la ley aquella según la cual todo lo que puede salir mal, sale mal.

Y la suerte, ¿depende del azar o del buen hacer? Yo estaría tentado de responder que del azar, porque lo otro es lo más lógico, aunque a veces, haciendo las cosas bien, el resultado es malo.

He sido un hombre con suerte, creo. Bueno, según... Si se entiende que no es buena suerte la incomprensión total del entorno familiar más próximo a la hora de desvelar mi identidad sexual, entonces no. Yo no llamaría a eso buena suerte. Si se refiere al hecho de que, al no conseguir una beca para seguir estudios de Derecho Comunitario en Brujas, tuviera la oportunidad de emprender una carrera interesantísima en mi propio país, entonces sí. Si se considera una suerte aprobar a la primera unas oposiciones durísimas, entonces sí. Y si se piensa que tener una madre cuya preocupación mayor fue la formación académica de sus hijos, pues entonces sí, claro.

En definitiva, creo que de lo que se trata en la vida es de aprovechar como oportunidades las que no lo son forzosamente y validar como buenas las francamente buenas. Debe de ser eso la buena suerte. La propuesta de este libro es, con toda seguridad, otra señal de mi buena suerte.

Sin embargo, dos dudas me asaltaron cuando acepté escribirlo. La primera fue: ¿tiene algo que ver la vanidad en la toma de mi decisión? ¿Alimenta mi ego aceptar una propuesta como esta? La vanidad es un defecto tan humano como feo —recuérdese ese personaje detestable de El pequeño príncipe que adora que le aplaudan por lo que sea— y yo no lo quiero para mí ni de lejos. Les pedí opinión a algunos amigos y ellos me ayudaron a resolver la duda de este modo: «Si a través de tu proyección pública ayudas a defender causas que benefician a determinados colectivos necesitados de apoyo; si lo que cuentas en este libro pone su granito de arena para que el mundo en el que vivimos pueda llegar a ser algo más justo, algo más razonable, su redacción merecerá la pena». Yo mismo lo había formulado así en una entrevista en el diario El País hablando con Rosa Montero acerca de mi condición de homosexual: «Porque yo no me siento modelo de nadie, pero hay muchos chavales que viven en pequeños pueblos y que lo tienen muy difícil. Y con esto puede que se digan, mira, ese tío del que hablan tanto los periódicos también es así, entonces lo mío no será tan raro, no será tan malo. Y no es que al día siguiente lo vayan a tener más fácil, pero creo que por lo menos se van a sentir un poquito mejor». ¿Qué tiene esto que ver con la vanidad? Yo creo que tiene mucho más que ver con la necesidad de responderme a mí mismo determinadas preguntas y tratar de ir entendiendo mi vida.

La segunda fue aún más peliaguda: ¿qué busco haciendo esto? ¿Qué causas quiero defender? ¿Qué arriesgo defendiéndolas? ¿Qué hacer para que su defensa a través de mis reflexiones sea eficaz? ¿Escribo todo esto sólo para defender causas? ¿Es este un libro «militante» de esto o de aquello?

Mi condición de juez en momentos complicados de la historia reciente de España me lleva a defender ese bien tan frágil que son la democracia y los principios democráticos en un país en el que ese beneficio tan elemental ha sido secularmente tan escaso.

Mi condición de vasco residente en Bilbao en los terribles días de los asesinatos de ETA y de la lucha contra el terrorismo me llevó y me lleva a rechazar rotundamente la violencia para defender causas nacionales o de índole política y a perseguir a aquellos que la ejercen. Considero los nacionalismos un concepto trasnochado en una época en la que ha de tenderse, creo yo, a suprimir fronteras antes que a crear otras nuevas. Soy ciudadano europeo y mis conciudadanos son igualmente europeos, ya se trate de escoceses, franceses, gallegos, italianos, bretones, vascos o alemanes.

Mi condición de gay casado me empuja a dar la cara por ese colectivo, que sigue teniendo una vida difícil en ciertos ambientes y países; esa condición me causó serios problemas en el ámbito familiar a la hora de descubrirla.

Mi conocimiento de las dificultades que encuentra la justicia para perseguir determinadas conductas que minan los principios en los que creemos los demócratas y en los que está basada nuestra civilización, se llamen maltrato de género o tráfico de personas con distintos fines delictivos, me conduce a militar por una justicia no burocratizada y centrada en la defensa de la víctima.

Mi cariño por los animales y el mucho trato que tengo con ellos me empuja a salir en su defensa en un país en el que todavía resultan naturales conductas crueles más propias de la época medieval que del siglo XXI. Creo que era Gandhi quien afirmaba que la grandeza y el progreso moral de una nación se miden por el trato que otorga a los animales.

Soy ciudadano europeo y creo en el porvenir de la Unión que veintisiete países hemos emprendido juntos. Todas las cuestiones de las que va a tratar este libro estarán así impregnadas de europeísmo esperanzado, por más que no corran buenos tiempos para esa causa. Asistimos asombrados al decepcionante espectáculo ofrecido por el Reino Unido, que choca con nuestras más íntimas convicciones europeístas: el día 22 de junio de 2016, tras una campaña mentirosa e insolidaria en favor del llamado Brexit, el 52 % de los británicos decidió en referéndum abandonar la Unión Europea por razones tan ridículas como retrógradas: freno a la inmigración y a la acogida de refugiados, bajada de los impuestos, cierre del grifo de la aportación de dinero a la Unión y mejora de la sanidad local en consecuencia, promesas ajenas al valor de solidaridad que debe regir todos nuestros comportamientos.

Una vez votado el Brexit todos se dieron cuenta no sólo de la imposibilidad de poner en práctica tales anuncios populistas sino también de la falsedad de los argumentos esgrimidos. Hubo una fuerte sensación de arrepentimiento en muchos de los partidarios de la secesión que, sin embargo, no tiene vuelta atrás. Ninguno de los políticos implicados en la campaña quería hacerse cargo de una situación imposible de gestionar. La tibieza de algunos de ellos a la hora de defender la permanencia en el club europeo les pasó abultada factura, como no podía ser de otra manera, pero el mal estaba hecho ya.

Se da incluso la curiosa circunstancia de que Escocia, que forma parte del Reino Unido, había decidido también en referéndum en septiembre de 2014 permanecer en él porque abandonarlo suponía su expulsión inmediata de la Unión Europea. Se encuentra ahora fuera de esa Unión y dentro del Reino Unido, es decir, exactamente lo contrario de lo que parece que deseaba una parte importante de su población. Ironía de dos intencionalidades claramente secesionistas y, desde mi punto de vista, absurdas. ¡Qué confusión de los unos por causa de la insensatez de los otros! Así que no, no corren buenos tiempos para la causa europea. Pero precisamente por esa razón, los que estamos convencidos de las bondades de ese sistema común debemos reforzarlo, explicarlo a nuestros conciudadanos y defenderlo sin fisuras y sin vacilaciones.

Las conductas delictivas derivadas de la corrupción, mal endémico de las democracias en general y de la española en particular —las dictaduras son siempre corruptas—, me hacen sentir indignación y la necesidad de intentar contribuir a la erradicación de un mal que causa tanto desaliento y desafección en la ciudadanía. No todo lo público está corrompido, no, pero hay demasiados ejemplos de ello y son cada vez más intolerables.

Los principios religiosos no han representado nunca para mí un problema a nivel personal y no cabe ninguna duda de que la formación religiosa, incluso para el ciudadano no creyente que soy, ha conformado mi carácter, mi sentido de la estética, mis referencias culturales y, en definitiva, mi manera de entender el mundo. Buena parte de los valores que yo defiendo se han configurado al amparo de esos principios. Dicho lo cual, pienso que en España la institución religiosa, entiéndase católica, tiene un peso específico excesivo en un país que se define constitucionalmente como aconfesional y en donde, por lo tanto, la religión debería estar circunscrita al ámbito privado. Creo que en ese terreno hay cosas fundamentales que deben cambiar si queremos conseguir que España acabe siendo un país definitivamente moderno.

Estos son algunos de los asuntos sobre los que me propongo reflexionar aquí, y cuya justicia cualquier ciudadano con un mínimo de conciencia colectiva no puede soslayar hoy en día.

Abordaré estas cuestiones al tiempo que hago un repaso, aunque sea de forma somera, de cuál ha sido mi peripecia personal desde la infancia —en los últimos tiempos de la ominosa dictadura de Franco— hasta la época actual, pasando por la instauración de la democracia, la Transición, la Constitución del 78, los años de plomo del terrorismo etarra, los años del desarrollismo fatuo que todos creíamos que era la admiración del mundo, la crisis de 2008 y la situación en el presente.

Yo he pagado peajes muy altos por causa de mi trabajo como juez y por mi condición sexual. Muchas personas los pagan por distintas circunstancias, principalmente por querer ser ellos mismos y disentir honradamente de la mayoría. No soy un héroe, pero mis circunstancias personales y profesionales me han hecho conocer de primera mano situaciones de gran impacto, tanto en el terreno de lo personal como en el de lo profesional. No puedo ni debo sustraerme a la posibilidad de ayudar en la resolución de determinados conflictos porque mi posición social me procura una relevancia que podría dar visibilidad a colectivos, problemas e injusticias que necesitan de la colaboración de todos. Soy consciente de que en ocasiones me veré obligado a posicionamientos ideológicos o morales tal vez incómodos para mí o para otros; no obstante, debo defender lo que siento que debo defender, siempre que no perjudique la necesaria confianza hacia mi trabajo como juez.

Las causas pendientes de nuestro amparo unas veces nos afectan directamente como ciudadanos y otras veces afectan a colectivos más alejados de nosotros. Las trataré en la medida en que sean conocidas por mí, siempre que considere que merece la pena dar la cara por ellas.

Terminaré con un capítulo dedicado a mi manera de sentir la vida: mis aficiones, mis fobias, mis filias, mi intimidad, mi sentido de la amistad, mi música, mis libros, etc., todo ello inspirado en el capítulo «A favor y en contra» de ese libro admirable de Luis Buñuel titulado Mi último suspiro.

Por poco que mi contribución en estos temas pueda ser beneficiosa, daré por buenos los riesgos que sin duda comporta la exposición pública de distintos aspectos de mi vida personal y profesional. Quizá hay poco cálculo en esto que emprendo, pero, como dice Gide, nuestros actos más sinceros son también los menos calculados y la explicación que buscamos después es vana.

Espero que mi gesto sea tan oportuno como es espontáneo.