Thera (léase Zira) y otros animales

Tal vez a algún lector le parezca algo salvaje que empiece este capítulo que voy a dedicar a mi relación con los animales hablando de mis veleidades como padre adoptivo. No es ninguna boutade. Creo que las decisiones que se toman en la vida se basan a veces en razones peregrinas, ¿por qué no? No quiero decir con eso que mi interés por los animales esté originado por mi frustración por no haber podido ser padre adoptivo, padre sin más, pero lo cierto es que, seguramente, si hubiera podido adoptar humanos no habría adoptado animales, al menos no de la misma manera. El día tiene veinticuatro horas para todo el mundo y el empleo de esas horas muchas veces es excluyente: o me dedico a una cosa o me dedico a la otra. Por eso no me parece extraño empezar hablando de hijos.

Pues sí, al principio de nuestra relación le planteé a mi marido la posibilidad de adoptar un niño. Cuando lo conocí, yo estaba iniciando los trámites para hacerlo, tenía los documentos encima de la mesa, la documentación informativa para poner en marcha el expediente administrativo de adopción, el expediente de idoneidad, incluso me habían llamado ya de Bienestar Social.

El deseo de tener hijos responde tal vez a una necesidad de transmitir la propia experiencia vital, la propia forma de entender la vida. Pero en esto de los hijos no hay término medio: las parejas no pueden tener hijos a medias. O los tienen o no los tienen; por tanto, si hay discrepancia entre las dos partes, siempre hay una que gana completamente la partida y otra que la pierde. Tampoco pensé nunca en otra cosa que no fuera la adopción, la posibilidad de los vientres de alquiler no se me había ni pasado por la cabeza. La transmisión biológica me traía y me trae sin cuidado, no es ese tipo de cesión el que me interesa.

La respuesta de él fue tajante: no. Y no hubo más negociación porque, conociendo a la persona, yo sabía la trascendencia de una respuesta tan taxativa por su parte. Hay que tener en cuenta que nuestra relación se trabó muy deprisa, en alguna parte de este libro está contado, y, claro, hubo muchas cosas que poner en común en muy poco tiempo; sabíamos la diferencia entre un «ya lo hablaremos», un «vamos a ver más adelante, es un poco pronto», o un «deja que lo piense». Era un asunto del que sencillamente a él no le gustaba hablar ni en público ni en privado, no había entendimiento posible en ese territorio y lo dejé estar. Me interesaba más tener la estabilidad vital que Gorka representaba para mí por encima de cualquier otra consideración.

Desde luego, él tenía motivos nada desdeñables que justificaban esa negativa: por su profesión conoce mucho mejor que yo el mundo de la juventud, que no le merece especial consideración en los tiempos que corren; tampoco piensa que convenga traer hijos a un mundo tan poco seductor como el actual y, sobre todo, como el que parece que viene; prefiere vivir la vida sin asumir ese tipo de responsabilidad, desde luego muy opresiva por poco consecuente que se sea; también había miedo al eventual background del posible adoptado. No hacían falta muchas más explicaciones.

¿Me causó frustración el final de esta historia? Sin duda, pero no fue traumática, lo encajé bien. Estoy muy contento con mi vida actual. No concibo un cambio sustancial en ella.

El siamés es un gato de carácter fuerte, celoso y exigente, poco sociable con los extraños, nervioso y de fuerte personalidad. El macho es muy independiente, le gusta la intimidad. Si no se tiene cuidado, acabará por convertirse en dueño y señor de la casa: todos los miembros de la familia a su servicio.

Ursicio era el gato siamés de mi marido antes de que se convirtiera en mi marido: cuando nos fuimos a vivir juntos, él incorporó a Ursicio y a Isis (otro gato algo más civilizado que no intervino en la reyerta que voy a narrar a continuación).

Hasta entonces yo no había convivido con animales; en casa de mis padres habría sido demasiado complicado y no había tradición. De modo que yo no tenía ninguna experiencia en ese sentido y todo el trato que he tenido posteriormente con ellos me lo trasmitió Gorka.

Aquel día yo había decidido preparar un pollo para comer a mediodía y con ese fin salí a comprarlo y lo deposité, bien asadito, en un plato encima de la mesa de la cocina de casa. Estábamos solos Ursicio, Isis y yo, y aunque, dadas las características de su raza que he apuntado más arriba, no éramos precisamente uña y carne, teníamos firmado un pacto implícito de no agresión con el fin de no causarnos problemas mutuamente. Y no nos había ido mal hasta ese momento.

Imagínese entonces mi estupor cuando, en un descuido mío respecto del pollo, vi con horror que Ursicio se hacía de repente con él y se disponía a darse un festín bajo la cama de nuestro dormitorio. Aquello fue más de lo que yo podía soportar y, enarbolando una escoba a modo de Tizona, me dispuse a recuperar mi pollo, para lo cual tuve que azuzarlo con amenazas e insultos. Ursicio se me enfrentó y aquello fue Troya. Se trataba no sólo de recuperar el pollo, sino también de demostrar al gato quién era el que mandaba en aquella casa. En definitiva, que perdí los papeles, y Ursicio, el pollo, pero fue una victoria pírrica por mi parte porque cuando Gorka volvió a casa me encontró desquiciado de los nervios y sin comida que darle. Aquello parecía una escena de zoología familiar como las que describe Gerald Durrell con ese respeto divertido a los animales que destilan sus libros, su forma desenfadada de tratarse a sí mismo y a su familia como un grupo más de simpáticos bichos un poco extravagantes. Esta narración que estoy haciendo aquí no deja de ser una mala imitación de lo que describe ese autor.

En fin, el ultimátum fue inapelable: «¡Ursicio o yo! ¡Odio a ese gato!», dije con no poca aprensión, no fuera que el siamés, que había perdido la batalla del pollo, fuera a ganar la guerra del afecto de mi marido y tuviera que ser yo quien, humillado y ofendido, abandonara el domicilio familiar.

No fue así. ¡Uf! Pudo más el amor entre humanos: empezamos a buscar para Ursicio un hogar decente y lo encontramos en el de un amigo que aceptó hacerse cargo de él. Y no debió irles mal juntos: mi antiguo rival ha vivido un montón de años más.

A la vista del fracaso con el siamés, consideramos el cambio de género.

Como ya he dicho, yo nunca había tenido un animal, ni me lo había planteado siquiera. Nunca me animaron en casa, bien al contrario. Recuerdo que una vez entró uno y salió por la misma puerta ese mismo día. Mi madre razonó atinadamente que si el perro pasaba una noche en casa, se quedaba para siempre, y al final iba a ser ella la que tuviera que asumir la responsabilidad. Debió de pensar que ya tenía bastantes y no quería añadir ninguna otra de momento.

Ahora que recuerdo, hubo otro episodio animal en casa. Tuve de pequeño un conejo al que puse de nombre Goofy que permaneció en la terraza durante un tiempo. El día que desapareció sin que nadie me diera explicaciones, me apenó tanto que me escapé de casa llorando desconsoladamente. No sé qué fue de él, pero sí sé que desde ese momento tuve, y mantengo, fobia a la carne de conejo, aunque no creo que nadie se atreviera a cocinar a ese buen amigo.

Cuando terminé la carrera y ya estaba trabajando, pensé que una vez liquidada mi vida de estudiante podía permitirme la compañía reconfortante de un perro. Empecé a mirar cachorros y bien cerquita estuve de comprar uno, pero al final pudo más el miedo a asumir esa seria responsabilidad y me eché atrás. El paso siguiente en mi vida, por lo que hace a los animales, fue el encontronazo con Ursicio cuando me fui a vivir con Gorka.

Mi marido había querido también tener un animal antes, pero en su casa tampoco era fácil y no lo tuvo mientras vivió con sus padres. El tiempo que estuvo solo no se atrevió con los perros a pesar de que los prefería, porque requieren más atención que los gatos.

Pactamos el reparto de los paseos y el cuidado del animal y tuvimos un primer perrillo, mejor dicho perrilla, Thera; a Gorka le apetecía y yo lo acepté de buen grado.

El principio no fue del todo fácil: debo confesar aquí que nunca en mi vida me había sentido más miserable que el día en que perdí los nervios durante la época de adiestramiento de Thera y le pegué fuerte porque se meó en un lugar y en un momento que no eran los adecuados. El asunto venía de atrás. Habíamos intentado poco antes adoptar un foxterrier, pero no hubo manera de adaptarlo a unas normas de higiene mínimas, con lo cual aquello era un desastre tras otro. Debimos renunciar a tenerlo con nosotros. Aquello nos produjo cierto estado de desasosiego y frustración que tuvo como consecuencia, entre otras cosas, el incidente con Thera. Esa agresión fue un punto de inflexión. Tras la desgraciada y cobarde paliza que le propiné, nunca jamás volvió a hacerlo, pero esa agresión me hizo recapacitar durante mucho tiempo sobre lo que significa adoptar a un ser indefenso y la paciencia que se requiere en esos casos. Y no solamente me hizo recapacitar: me hizo sentir un canalla, me hizo cargar con la culpa de haber aprovechado mi superioridad física para imponer mi voluntad sobre mi perra inerme. Como dice Montaigne, «el peor estado del hombre es cuando pierde el conocimiento y el gobierno de sí mismo». Esa pérdida de control tuvo para mí un significado especial por causa de mi actividad profesional: un juez bajo ninguna circunstancia puede permitirse perder el control; para eso debemos estar entrenados también. ¡Qué sería de la justicia si los jueces que la ponemos en práctica nos dejáramos llevar por nuestros estados de ánimo durante el ejercicio de la profesión!

Durante años tuvimos un perro y un gato. Thera estaba muy bien educada (¡qué remedio, la pobre!) y era muy lista. Pero, claro, luego incorporamos una galga, y ya eran dos.

Siempre se trataba de animales adoptados en protectoras que los cuidan lo mejor que pueden entre tanto les llega la adopción, aunque, claro, no es lo mismo vivir en un orfanato que estar en una casa. Las protectoras hacen un trabajo importantísimo en materia de salud e higiene. Nosotros entramos en contacto con esas asociaciones a través de una amiga que acababa de adoptar y estaba muy concienciada en ese sentido. Ella dice que, sin animales, la vida sería media vida y el mundo estaría inmensamente vacío. Y qué gran verdad es eso de que la convivencia con ellos te da una conciencia superior de la empatía universal. Aunque no se sea vegano, que eso es otro cantar.

La primera galga que tuvimos, Martina, había sido recuperada moribunda de un pozo donde algún canalla la arrojó.

¿Qué representa la elección de vivir con animales adoptados exclusivamente? Significa que con frecuencia son seres maltratados por la vida, tocados física y psicológicamente (se puede decir así), a los que de alguna manera hay que ayudar a superar situaciones anteriores de gran crueldad. No es fácil hacerlo, se requiere habilidad, paciencia y cariño; es algo que hay que plantearse como una militancia, o sea, con arrojo y convencimiento. Y quitarse de la cabeza a veces el desánimo de lo inútil, como en aquella película magnífica de Luis Buñuel, Viridiana, en la cual el protagonista le compra un perro a un arriero que lo lleva permanentemente atado debajo de su carro, lo que obliga al perro a seguir en todo momento el movimiento del vehículo sin posibilidad de apartarse ni de descansar. Pocos fotogramas después, otro perro exactamente en la misma situación se cruza con el protagonista, pero esa vez este va distraído y no lo ve... Buñuel, siempre preocupado por la crueldad y la desgracia ajena en sus películas y por la dificultad —imposibilidad, más bien— de evitarla.

La adopción significa muchas veces la renuncia a la belleza fácil del animal bien cuidado y alimentado desde su nacimiento, que suele ser una de las razones de más peso a la hora de comprar o regalar, que no adoptar, un cachorro. El animal adoptado es un ser hermoso por su resistencia a la adversidad y tiene la belleza de lo que se va recuperando a base de cariño y esfuerzo. Estos animales están en las antípodas de los de exhibición, que, paradójicamente, son igualmente maltratados a menudo una vez acaba el período en que pueden ser lucidos con éxito asegurado.

Estos malos tratos tienen su origen en esa imagen tan popular en otros tiempos —bueno, desgraciadamente en estos también— del animal exclusivamente utilitario que vale mientras sirve y deja de tener interés cuando deja de ser útil, por lo que se lo puede someter a toda clase de sevicias: si el gato deja de matar ratones, el pointer de cazar, el galgo de correr o de cazar, el mastín de defender, sus propietarios se deshacen de ellos sin grandes contemplaciones, a menudo con una crueldad digna del infierno de Dante. Son tradiciones rurales intolerables. Hace poco, en la sede del Colegio Oficial de Veterinarios de Madrid (COVM) y organizado por la institución colegial y Galgos Sin Fronteras, algunos activistas de la causa animal, policías, Rosa Montero, Fernando Sarasola, junto con representantes de la Comunidad de Madrid, de organizaciones de defensa de animales y del mundo de la práctica veterinaria, reclamamos al próximo gobierno una ley estatal de protección animal que establezca unos mínimos de obligado cumplimiento en todo el territorio nacional y fije «castigos ejemplarizantes» para aquellos que maltraten animales.

Nuestra perra Thera enfermó y fue empeorando en condiciones muy penosas. Le salieron bultos por todo el cuerpo y no podía moverse. Apenas se podía sostener sobre sus patas, casi todo el tiempo yo la llevaba en brazos, que me dolían de pasearla, pero no me importaba porque era un ser muy querido para mí y sabía que iba a perderla muy pronto. Finalmente decidimos acabar con aquel horror y ponerle una inyección terminal. El fin de semana anterior a su final nos fuimos como siempre con ella al campo. Recuerdo el último paseo que le hice dar por el jardín subida en mis brazos, durante el cual yo le iba susurrando palabras afectuosas y le decía: «Este es tu último paseo, es la última vez que vas a ver todo esto». Se me saltaban las lágrimas y aún hoy me emociono al contarlo.

Murió en condiciones muy dolorosas, lo sentí muchísimo; durante largo tiempo la eché de menos. Me acordaba de aquel epitafio para un perro de lord Byron, que decía:

Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre sin ninguno de sus defectos.

Una vez sacrificada por la veterinaria, decidimos hacer la cremación al día siguiente y coincidía que yo tenía comprometida una comida con el embajador francés a la que asistía el ministro de Justicia —que por entonces era Alberto Ruiz Gallardón—, el presidente del Tribunal Supremo y otras personas. A pesar de la pena que sentía, creí que mi deber era asistir a aquel encuentro y así lo hice, pero en condiciones tan penosas que el ministro me preguntó qué me pasaba. Al contarle lo que había pasado con Thera y que a pesar de todo había decidido ir a la recepción y luego desplazarme a Sevilla la Nueva donde iba a tener lugar la cremación, Gallardón lo entendió y casi me obligó a marcharme de allí. Él sabe también lo que es tener afecto a los animales. Y es que aceptar querer a un perro representa aceptar querer a un ser que inevitablemente va a serte arrebatado más temprano que tarde.

Me encantan esas tumbas de humanos donde yace a menudo la estatua de piedra de un animal, generalmente un perro. Hay centenares en todos los cementerios del mundo. Son emocionantes algunas de los misteriosos cementerios de París. Hace poco descubrí una espectacular en el de Passy: un galgo acostado sobre las sábanas, a los pies del lecho vacío de su dueño. Yo tengo dispuesto que cuando muera y me incineren, mezclen mis cenizas con las de todos los perros que han pasado por mi vida. No creo en el más allá ni en nada, pero no imagino mejor compañía.

Un amigo me regaló por mi cumpleaños una perra parecida, Pepa, por la Constitución de 1812, que es miembro de la familia actualmente. La acepté, a pesar de no haber sido adoptada sino comprada, por tratarse de un regalo hecho con cariño y con muy buena intención.

Actualmente somos cinco en la familia: tres perros y nosotros. Es una barbaridad, nos condicionan totalmente la vida, pero el cariño y el sentido de la responsabilidad nos empujan a no deshacernos de ninguno de ellos. Hemos llegado a suspender vacaciones programadas de antemano por no estar seguros de las condiciones en las que íbamos a dejarlos. Tenemos la ventaja de tener una pequeña casa en el campo a la que nos desplazamos prácticamente todos los fines de semana los cinco, y allí los animales son más llevaderos. Porque, no nos engañemos, la vida gira en torno a ellos, sobre todo en la ciudad.

Hay gente que los acostumbra desde que son cachorros a quedarse en residencias caninas durante una semana o un fin de semana, lo cual permite a los dueños tener más libertad de movimientos. Nosotros no los hemos dejado nunca, no están acostumbrados a eso, y no lo hacemos porque lo pasan muy mal y nosotros también. No nos merece la pena intentarlo.

Los animales forman parte del día a día, llenan muchos espacios. Para nosotros plantearnos unas vacaciones, un viaje solos, es impensable. Muy de vez en cuando, abusando de la amistad de alguien muy cercano, salimos unos días de viaje, pero lo normal es que nuestra vida esté organizada en función de los perros. Es tu rutina diaria, te levantas por la mañana, sacas a los perros y te vas después a nadar a la piscina. Tres veces al día hay que sacarlos a la calle.

Los animales aportan sentido de la responsabilidad, de la lealtad, cariño. En estos momentos no me puedo imaginar lo que sería mi vida sin ellos. Son las pilas que me transmiten la energía cotidiana. Merece la pena compartir con ellos la vida, de verdad. Llenan muchos espacios de tu existencia.

Últimamente ha habido en España algunas modificaciones importantes de las conductas hacia los animales, aunque hacen falta muchas más, como hemos visto antes. Pero en fin, Metro de Madrid, por ejemplo, está a punto de autorizar la entrada de perros en la red en determinadas condiciones. Estos detalles que parecen insignificantes tienen un gran valor simbólico en el reconocimiento y buen trato de los animales entre nosotros. Existe una regulación respecto del tráfico de animales exóticos, todo ello con disposiciones en el código penal. Ahora es delito, por ejemplo, el abandono que pone en riesgo su integridad. Los animales deben ser amparados por una normativa administrativa en cada una de las comunidades autónomas que han asumido las competencias en materia de fauna, flora, etc. Se trata de unificar criterios en este sentido para evitar que se los cosifique, del mismo modo que está penado por la ley que se cosifique a las personas. Y eso debe ser común a todos los lugares del país.

Hay unos llamados Santuarios donde distintas ONG recogen todo tipo de animales viejos, maltrechos o simplemente abandonados y los mantienen en unas fincas grandes para que vivan el resto de su vida en condiciones dignas.

De todos modos, este asunto de las relaciones de los humanos con otras especies no deja de tener su complejidad.

Se dan en nuestros días tendencias filosóficas que indican que el hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas, que no es el único que tiene un estatuto ético porque hay otros seres, los animales, que también gozan de él y que merecen por lo tanto consideración moral. Se indica que es «un deber de justicia, no sólo de beneficencia, darles entrada en la comunidad moral y reconocerles derechos anteriores a la creación de la comunidad política». Hay que tener en cuenta que los humanos tenemos deberes aun con aquellos seres de quienes no vamos a obtener beneficio alguno; hace falta que la ética traspase los límites de la reciprocidad mediante la incorporación de otros socios a la comunidad moral, a saber, los seres capaces de sentir placer o sufrimiento.

Algunos van incluso más lejos demandando el igualitarismo frente a la discriminación: si se ha suprimido la esclavitud, el sexismo y el racismo, habrá que acabar igualmente con el prejuicio que favorece a nuestra especie e incorporar a otras a nuestra comunidad moral. El único límite sería la capacidad de sufrir. No es suficiente no hacer daño a los animales, hay que evitar que se agredan unos a otros y proveerlos de las condiciones para que tengan una buena vida, para lo cual es necesario reconocerles derechos.

Lo cierto es que el Tratado de Lisboa de la Unión Europea afirma que los animales son seres que sienten dolor, sufrimiento, alegría, apatía y son sensibles al maltrato físico y psíquico. Que el maltrato es injustificado, ilegal y delictivo.

No quisiera extenderme mucho más en estas consideraciones, que pueden ir mucho más lejos —quizás no estoy demasiado preparado para su discusión—, llegando incluso al abolicionismo del uso de animales en la ciencia. Quedémonos humildemente en la reflexión de Kant en el sentido de que quien daña a los animales se daña a sí mismo y a los demás hombres, que viene a ser como lo que afirmaba Schopenhauer de que el cariño a los animales está tan estrechamente unido a la bondad de carácter, que puede afirmarse con seguridad que todo aquel que es cruel para con los animales no puede ser un hombre bueno.

Existe un cortometraje del francés Georges Franju titulado Le sang des bêtes, de 1949, en el que se muestran en contrapunto escenas pacíficas de los suburbios de París y escenas del sacrificio y despiece de varios animales en un matadero de la misma ciudad. No hay en ella ningún tipo de dramatismo buscado, sólo la filmación descarnada del descuartizamiento de un caballo y de varios terneros y ovejas. Una escena absolutamente rutinaria en un lugar como ese. El horror que produce su visión lo hace casi insoportable, y eso que está filmado en blanco y negro adrede para evitar mayor repugnancia. Conozco a gente que durante meses fue incapaz de comer carne después de haber asistido a la proyección de ese film. Yo mismo padecí ese síndrome después de verlo. Tal vez ese horror se debe a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino.

Es verdad que no es lo mismo una corrida de toros, bien reglada, con sus suertes de capote, de picador, de banderillas y de muleta, que lanzar una cabra desde un campanario o lancear a un toro en el campo o ponerle teas ardiendo en los cuernos. En unos casos se lo cosifica simplemente para jugar con él, y en el caso de la corrida, no. ¿O son distintas formas de hacer lo mismo? Yo no me atrevo a emitir sobre este asunto un dictamen definitivo. Lo cierto es que en otros tiempos yo asistía a corridas de toros y de un tiempo a esta parte, el espectáculo taurino ha dejado de interesarme. No me veo yo en estos momentos eligiendo un tendido de sol o de sombra en la plaza de Las Ventas, la verdad.

Las ilustraciones artísticas de la fiesta tampoco me parece que justifiquen los resultados necesariamente. Los cuadros de toros de Goya o Picasso no tienen por qué tener la varita mágica que legitime la corrida, del mismo modo que la belleza del cuadro de Fragonard Le verrou (El cerrojo) no puede hacer buena la más que probable violación que tiene lugar a continuación, y ello reconociendo que las obras de Goya, de Picasso y de Fragonard son incontestablemente maravillosas.

En otro lugar de este libro he hecho alusión a la iglesia de San Antón del barrio de Chueca de Madrid a propósito de la acogida de grupos marginales. Tengo que decir también que en dicha iglesia, cada año, el 17 de enero tiene lugar la bendición de animales y la procesión de san Antón a la que están invitados todos aquellos que quieran no ya tener bendecido a su animal, sino lucirlo, sacarlo a pasear o simplemente que tenga contacto con muchos otros de su especie. Es un acto social seguido de la citada procesión por las calles del barrio de Justicia de Madrid. Naturalmente la fiesta, como todas las manifestaciones que tienen lugar en ese templo, tiene serias connotaciones religiosas, pero tengo que reconocer que en este caso me parece simpático y conmovedor el cariño que hacia los animales allí se respira. Y el postureo de muchos de ellos y de sus dueños en esa ocasión. Todos lucen sus mejores galas. Tiene su gracia, aunque considero insustancial el trato mimoso y cargante que algunos otorgan a sus mascotas: ropitas, cochecitos, comiditas, lacitos, etc. No lo comparto. Esos excesos estarían mejor empleados si el dinero que cuestan se invirtiera en el sostenimiento de ONG dedicadas a su protección, favorecimiento de la adopción, etc. Los perros deben ser tratados de acuerdo con su naturaleza: necesitan cariño, compañía, tiempo, lealtad y cuidados.

No me emociona tampoco el limbo anodino que representa tener a los animales encerrados en los zoos, aunque la simulación de sus condiciones de vida original sea modélica, aunque los niños adoren a los animales de esos parques y aunque para muchos de ellos sea la única posibilidad de saber cómo es una jirafa o un ornitorrinco. El zoológico es cautividad, tiene de natural lo que yo de astronauta y su justificación no se sostiene. Una foca en el zoo de Madrid en el mes de julio a una temperatura de 40 °C es una aberración de la naturaleza, se mire por donde se mire. Una vez visité uno. No he vuelto a sentir el deseo de volver, por mucha fama que le preceda.

Tampoco es esta la mejor época para los domadores de leones en los circos. Muchos consideramos que si el circo quiere sobrevivir en estos tiempos, debe prescindir del espectáculo lamentable de los animales haciendo piruetas completamente antinaturales y fuera de lugar. Últimamente han proliferado las campañas que buscan la prohibición de los animales en los espectáculos, hasta en las cabalgatas de los Reyes Magos de cada 5 de enero. En estas campañas siempre se tiende a cometer excesos, pero en fin, en estas cosas, como decía mi abuelo, vale más pasarse que no llegar.

Dicho todo lo cual debo reconocer que los animales son siempre un condicionante extraordinario a la hora de abordar cualquier actividad en la que ellos no puedan participar.

Los animales te hacen dimensionar la vida de otra manera, tal vez incluso más que los hijos, porque estos se van haciendo mayores y te permiten según a qué edades otras actividades, mientras que los animales no varían de estatus, no van a cumpleaños de amiguitos, no los llevas a la guardería ni al cole, los abuelos no se ocupan de ellos, hay que sacarlos a la calle todos los días, todos, tres veces, y no van a viajes de estudio. De modo que la vida que hacemos es casi la que ellos nos consienten. Un vecino al que me encuentro cada día paseando a su enorme perra, José Antonio Campos, me hace notar divertido cada vez que nos vemos que es la perra la que lo saca a pasear a él, no al revés.

No sé qué pensar de esta sentencia de Michel de Montaigne, con quien tanto me gusta tener que ver. Bueno, sí sé que pensar. Él cita a Plutarco, no expresa lo que cree: Montaigne admira verdaderamente a los animales porque le interesa el instinto que les impulsa a estar sólo pendientes del momento presente, carecen de imaginación y no pueden prevenir el futuro.

Plutarco dice a propósito de los que aman a los monos y a los perritos que la parte amorosa que hay en nosotros, a falta de un objetivo legítimo, antes que permanecer inútil, se forja así uno falso y frívolo.

Es como si quisiera tomarse a sí mismo el pelo y tomárnoslo a los que nos sentimos animalistas.