Rahim la miró fijamente desde su asiento en la primera fila. Tenía que concederle que no perdió su máscara de profesionalismo ni una vez a pesar de la tensión que se había apoderado de su cuerpo cuando sus miradas se encontraron. Él sintió una punzada de satisfacción por su reacción. Para todo el mundo, ella solo estaba esperando a que los aplausos se acallaran para empezar a hablar, pero él había visto que se había quedado ligeramente boquiabierta y que sus ojos azules se habían oscurecido antes de que recuperara la compostura. Si ella lo hubiese desdeñado con frialdad e insensibilidad, no estaba seguro de que hubiese podido quedarse sentado. Al margen de lo profunda que era su falsedad, que no hubiese podido dejar de pensar en ella había sido algo irritante al principio, pero se había convertido en un anhelo doloroso del que no podía librarse y no había podido entenderlo. Había tenido relaciones sexuales fantásticas con infinidad de mujeres, pero nunca se había despertado tan desconcertado sobre por qué la ausencia de una mujer en su cama podía alterarlo tanto como para que fuese un problema, y Allegra se había convertido en un problema. Además de llevarse algo que no era suyo, los comentarios crueles sobre la situación de su reino, y de las mujeres en concreto, le habían dolido hasta mucho después de que se hubiese escabullido de su cama como la escurridiza ladrona que era. Rahim intentó convencerse de que ese era el único motivo para que hubiese ido a Ginebra. La parte sexual del encuentro se desvanecería en cuanto hubiese borrado la infamia que había intentado arrojar sobre él.
Volvió a centrarse en su rostro y escuchó su vehemente discurso sobre la igualdad y los derechos de las mujeres. El sonido de su voz, ronco y con una cadencia preciosa, amenazó con abrirse paso entre la rabia gélida que llevaba en el pecho, como había pasado con demasiada frecuencia durante las semanas pasadas cuando recordaba sus peticiones apasionadas mientras la tenía debajo y ascendía a nuevas cotas de placer con ella. Él, como cada integrante del público, había quedado cautivado por ella, tanto que se planteó la posibilidad de alargar su encuentro, como hacía dos meses, como la noche que se había quedado dormido.
Incluso cuando se despertó y descubrió el robo, había estado dispuesto a que se quedara la caja si así la convencía para que se quedara un poco más tiempo en Dar-Aman. Al descubrir que se había marchado, y al sentir la dolorosa punzada de la decepción, tuvo una premonición heladora. El recuerdo de la debilidad de su padre en lo relativo a su madre y el paralelismo con lo que él estaba dispuesto a dejar pasar por una mujer habían bastado para que se alegrara de su marcha. Sin embargo, dejar de verla no había significado que dejara de pensar en ella.
Ella hizo una pausa para que el público asimilara su broma y, por un momento muy fugaz, lo miró a los ojos. El pasmo que no había conseguido disimular se le reflejó en los ojos y en el leve temblor de los labios, pero, además, él vio miedo de verdad. Un hombre más mezquino habría estado tentado de echarle en cara, tanto en público como en privado, lo que había hecho, de que pagara por haber invadido sus pensamientos noche y día y por haberlo carcomido por dentro como no había hecho otra mujer. Sin embargo, lo único que quería era estar a solas con ella, comprobar si esa atracción disparatada era tan real como su cuerpo y su mente le decían que era. Se daría por satisfecho con saber que podía olvidarse de Allegra di Sione. Luego, le enseñaría todos los progresos que había hecho en Dar-Aman durante los últimos dos meses. Era solo una cuestión de orgullo que ella no siguiera creyendo que él se conformaba con vivir en su opulento palacio mientras su pueblo sufría por el abandono de su padre.
Se levantó en cuanto terminó el discurso. Esperó con los puños cerrados mientras escuchaba la ovación cerrada y ella volvió a mirarlo con cautela antes de marcharse apresuradamente. Él observó su esbelta figura mientras volvía a su asiento y esperó con impaciencia a que el moderador diese por terminada la conferencia. Entonces, subió a la tarima, donde Allegra estaba haciéndose fotos con algunas primeras damas. Sin importarle los flashes, se abrió paso y se quedó delante de ella. Ella giró la cabeza para mirarlo y él supo en ese instante que no había exagerado la intensidad de la atracción entre ellos. La anhelaba con cada célula de su cuerpo y con una avidez visceral y cegadora.
–Allegra.
La opresión del pecho aumentó solo por haber dicho su nombre.
–Al… Ateza. No me han informado de que ibais a asistir a la conferencia, si no, habría buscado un momento para reunirme con vos…
El tratamiento protocolario, que salió de sus labios con rigidez, hizo que quisiera abrazarla y besarla sin compasión para avergonzarla por atreverse a mantenerlo a distancia.
–Búsquelo ahora –Rahim se encargó de que el tono transmitiera que no era una petición cortés–. Insisto.
Ella miró por encima del hombro de él y vio los dos guardaespaldas que tenía detrás.
–No puedo marcharme… sin más –balbució ella.
Rahim arqueó burlonamente una ceja.
–Creo que los dos sabemos que sí puede hacer precisamente eso.
Ella se quedó pálida como la cera, bajó la mirada y tomó aire antes de volver a mirarlo. Él, contra su voluntad, devoró sus preciosos rasgos y se maldijo a sí mismo por estar tan cautivado a pesar de todo lo que le había hecho. Contuvo la respiración cuando ella se acercó y se inclinó hacia él.
–No puedo hacerlo aquí, Rahim. Por favor… –susurró ella con la voz temblorosa.
Él captó el delicado olor de su perfume, notó la calidez que irradiaba su cuerpo y pudo reunir el suficiente dominio de sí mismo como para no estrecharla contra sí con todas sus fuerzas.
–Entonces, márchate conmigo. Vamos a hablar, Allegra. Tú decides si quieres que haya público o no. Eres una mujer inteligente, elige lo segundo.
Ella tragó saliva, miró a un lado y sonrió a una mujer más joven que se acercaba apresuradamente.
–Zara, por favor, cancela la cita para el almuerzo y preséntale mis disculpas a lady Sarafina.
Su secretaria intentó disimular la sorpresa, pero no lo consiguió.
–Yo… Sí, claro. ¿Cancelo también la rueda de prensa?
Allegra lo miró con miles de preguntas reflejadas en los ojos. Rahim la miró y contuvo un gruñido bárbaro que amenazaba de brotarle de dentro. Nunca había sido posesivo con ninguna de las mujeres que habían pasado por su vida, pero la idea de compartir a Allegra con alguien le disgustaba profundamente. Apretó los dientes al darse cuenta de que, además de todas las características desagradables que había tenido que reconocerse desde que había conocido a Allegra, era un cavernícola. Ella captó la mirada y asintió a Zara.
–Sí, posponla para mañana.
Rahim ni siquiera vio cuándo desapareció la secretaria. No veía nada que no fuese Allegra. La siguió cuando se dio la vuelta para abandonar el salón de actos.
Su elegante traje de chaqueta azul marino se le ceñía al cuerpo mientras caminaba a su lado. Él la observó sonreír a algunos conocidos. Sus movimientos tenían una elegancia regia de la que se enorgullecerían quienes lo habían convertido en rey. De repente, se preguntó qué habría pensado su madre de ella. ¿Habría aceptado a Allegra la reina que había vivido casi toda su vida como si fuese un cuento de hadas o habría tenido miedo por su hijo y por las emociones casi obsesivas que bullían dentro de él en ese momento? Cerró un velo sobre esos pensamientos estériles, cruzó el vestíbulo del hotel de cinco estrellas en introdujo la tarjeta de su ascensor privado.
–Umm… ¿Adónde vamos? –preguntó ella.
Él intentó no hacer caso de la cautela de su voz.
–A mi ático. Es el único sitio donde está garantizada la privacidad completa.
–Hay despachos reservados para la conferencia. Estoy segura de que podríamos encontrar alguno que no esté ocupado.
Él la miró mientras se abrían las puertas del ascensor.
–Allegra, ¿de repente te da miedo estar a solas conmigo? ¿Acaso temes por tu reputación? –se burló él.
Ella negó firmemente con la cabeza, pero el pulso acelerado que se le veía en la garganta decía lo contrario.
–No. Sencillamente, me parecía oportuno. Parece que tienes prisa.
–Sí, tengo mucha prisa. Ya no puedo esperar ni un minuto más el momento de averiguar cómo llegaste a creer que podías robarme algo cuando sabías que no puedes esconderte, que te encontraría.
Ella tomó una bocanada de aire y miró por encima del hombro. Sus guardaespaldas eran las únicas personas que podían oírlos. Rahim hizo un gesto con la mano para despedirlos y luego hizo lo que estaba deseando hacer desde que entró en el salón de actos hacía dos horas. La agarró de la muñeca. Ella se resistió una fracción de segundo antes de acompañarlo al ascensor.
Él pasó la tarjeta por el lector y vio que ella tragaba saliva mientras se cerraban las puertas. Se hizo el silencio y él subió la mano por el brazo y el hombro hasta que le puso un dedo debajo de la barbilla.
–Mírame, Allegra.
Sus increíbles ojos azules lo miraron.
–Te he hecho una pregunta, contéstame.
Ella abrió y cerró la boca antes de que pudiera hablar.
–Intenté pagarte lo que me llevé. Te mandé cinco cheques y me los devolvieron hechos mil pedazos.
Rahim esbozó una sonrisa muy leve y sin alegría.
–No solo me ofendiste profundamente al robarme, sino que, además, ¿creías que sabías lo que valían mis posesiones?
–No me inventé una cifra. Hice… Hice que tasaran la caja. Discretamente, claro.
Allegra se sonrojó cuando él se rio.
–Claro. Eres muy considerada.
Ella puso una expresión apenada, hasta que el miedo que él empezaba a detestar se adueñó de ella otra vez.
–Ya sé que lo que hice no tiene justificación…
–Ninguna –le interrumpió él mientras le pasaba el dedo por el mentón y se deleitaba con la suavidad de su piel.
–Hice una promesa a mi abuelo, Rahim. Una promesa que no podía incumplir.
–¿Y el gran Giovanni di Sione aprobó el robo?
–¡Claro que no! –exclamó ella boquiabierta–. No lo haría jamás.
–Entonces, no solo cometiste un delito conmigo, sino que te arriesgaste a deshonrar a tu familia.
–Siento lo que pasó, Rahim –insistió ella con un gesto de dolor–. Lo siento de verdad. Sin embargo, ya que mi visita empezó mal desde el principio, no me quedó más remedio que…
–¿Que seducirme con los encantos de tu cuerpo y robarme como una ladrona por la noche?
El recuerdo amargo le endureció la voz. Ella se quedó más pálida, aunque parecía imposible, y Rahim retrocedió un poco para mirarla con más detenimiento.
–¿Qué has hecho? Has adelgazado –él se fijó en la palidez de su piel, en las mejillas un poco hundidas y en las ojeras–. ¿Has estado enferma?
Las puertas se abrieron cuando llegaron a la suite imperial. Ella se alejó, tambaleándose y sacudiendo la cabeza, hasta el extremo más alejado de la sala.
–No exactamente.
Él sintió una punzada gélida en la espina dorsal, una punzada que se parecía demasiado a la que sintió cuando se llevaron precipitadamente a su madre embarazada al hospital.
–¿Qué respuesta es esa? Has estado enferma o no. No hay un intermedio. ¿Qué ha pasado?
Ella alargó las manos como si quisiera apaciguarlo.
–Serénate, por favor.
Allegra se llevó una mano a la frente y él se quedó asombrado al ver que estaba temblando de los pies a la cabeza. La idea de ser el causante de esa reacción le pareció desasosegante. Se acercó a ella y la agarró de los hombros.
–Dime qué pasa, Allegra. Ahora.
Ella lo miró con unos ojos que ya eran de color azul marino por el miedo y la preocupación, que estaban velados por lo que fuera que la atenazaba por dentro, y él observó, con una perplejidad en aumento, que parpadeaba para contener unas repentinas lágrimas.
–No puedo… No puedo ir a prisión –balbució ella.
–No recuerdo haberte amenazado con la cárcel –replicó él con el ceño fruncido.
–Te robé. No puede ser coincidencia que hayas aparecido en cuanto dejé de mandarte cheques. Quieres algún tipo de… compensación por lo que hice…
–Es posible que sí y es posible que no.
Rahim se negaba a reconocer que sentía cierto nerviosismo al comprobar su correo cuando Allegra había empezado a mandarle los ofensivos cheques. Ella había escrito una breve nota con cada uno para expresarle el remordimiento que sentía por lo que había hecho. Se había quedado algo desconcertado cuando dejaron de llegar, como si se hubiese cortado un ligero vínculo entre ellos.
–¿Por qué has venido, Rahim? –le preguntó ella con una voz más firme.
Fue como si se hubiese convencido a sí misma de que tenía que enfrentarse a él fueran cuales fuesen las consecuencias de lo que había hecho.
–He venido porque lo que hiciste exige una explicación.
Y porque no podía dejar de anhelarla. Él dejó caer los brazos como si fuesen de plomo cuando se reconoció eso que no dijo. Se había montado en su avión privado y había viajado miles de kilómetros cuando lo prioritario era su pueblo. Además, aunque el motivo para estar allí fuese su pueblo, no podía negar que ver a Allegra en carne y hueso era otro motivo casi igual de importante. Lo que hacía él se parecía mucho a lo que había hecho su padre, quien había dejado que Dar-Aman se arruinara porque su madre lo había absorbido. Retrocedió unos pasos, se dio media vuelta y fue al ventanal. No, el no era como su padre. Khalid Al-Hadi había permitido que lo que llamaban amor lo hubiese debilitado hasta el punto de ser incapaz de hacer nada cuando perdió el objeto de ese amor por complicaciones en el parto. Ni su reino ni su hijo vivo habían sido merecedores de que ascendiera de las profundidades de su desesperanza. Él había visto que su padre se convertía en un ser inerte a tal velocidad que podrían haberlo enterrado con su esposa y su hijo nonato. Había tardado unos años, largos e infernales, en aceptar que su padre no había tenido sitio en su corazón para su hijo vivo. Lo único que había sentido había sido ese dolor que lo consumía.
No, él no se parecía nada a su padre. Él nunca había deseado tanto a una mujer como para pensar en dejarlo todo por ella, y nunca lo haría.
–Rahim…
Él se dio media vuelta con los dedos entre el pelo mientras se resistía contra los tentáculos de la memoria.
–He venido para aclarar algunas cosas contigo. Creías que lo que pasó en Dar-Aman quedaría impune. Te equivocaste.
Allegra se llevó las manos al abdomen con una expresión en los ojos que contrastaba con su piel pálida.
–No, por favor…
Rahim, desde el extremo opuesto de la habitación, vio que ella se tambaleaba. Soltó un improperio, se abalanzó hacia delante y la agarró mientras se le doblaban las piernas. Entonces, se acordó de que ella no le había contestado cuando le preguntó si había estado enferma. La tomó en brazos y la tumbó en el sofá. Ella intentó incorporarse con un leve gemido, pero Rahim la mantuvo tumbada con la mano.
–Iré a buscarte un poco de agua y luego me contarás qué te pasa y qué haces pronunciando discursos y haciéndote fotos cuando deberías estar en la cama.
Allegra arrugó los labios como si fuese a rebelarse, pero acabó asintiendo con la cabeza. Él fue a servirle un vaso de agua y, cuando volvió, ella ya se había sentado. Tomó el vaso de agua y dio un sorbo en silencio mientras lo observaba sentarse en la sólida mesita que había delante de ella.
–Ahora, dime qué te pasa.
Se le había deshecho el moño mientras la llevaba al sofá y dos cascadas de pelo color chocolate le enmarcaron la cara cuando inclinó la cabeza. Él apretó los dientes por la ganas de apartárselo, de aliviar lo que la agobiaba, de explicarle que no iba a hacerle nada. Estaba tan concentrado en dominar sus apremios más elementales y en recordarse que tenía la razón de su parte que no oyó lo que había susurrado Allegra.
–¿Qué has dicho?
Ella tomó aire tan entrecortadamente que el vaso le tembló en la mano.
–He dicho que no estoy enferma, pero que no puedo ir a la cárcel porque estoy embarazada –entonces, ella levantó la cabeza y lo miró con unos ojos nublados por la desesperanza–. Estoy esperando un hijo tuyo, Rahim.