Capítulo 10

 

Allegra contuvo el aliento y esperó a que el mundo se desmoronara a su alrededor. Al fin y al cabo, ¿quién iba a querer que una casi desconocida de una integridad dudosa le comunicara que iba a ser madre de su hijo dentro de poco más de siete meses?

Todavía no se había recuperado del todo del asombro de volver a ver a Rahim. Le había costado mantener la entereza en el escenario después de haberlo visto sentado delante de ella con un traje de tres piezas y una expresión de rabia a punto de reventar en la cara. Pronunciar el discurso, cuando sabía que al terminar la conferencia tendría que librar una batalla épica por la supervivencia que podía acabar con ella, había sido lo más difícil que había hecho en su vida. Al menos, eso había pensado…

Allegra levantó la mirada por ese silencio interminable que le helaba el alma.

–Di algo, por favor…

El rostro de Rahim estaba pálido e inmóvil. Solo movía los ojos, que la miraron a la cara antes de mirarle el abdomen durante un instante tenso.

–Estás embarazada –él volvió a mirarla a la cara y habló en un tono carente de toda emoción–. ¿Con mi hijo? ¿Con mi heredero?

–Sí…

Él se levantó de un salto y fue hasta el sofá que había enfrente. Se quitó la chaqueta del traje hecho a medida y la tiró encima. El chaleco y la corbata de rayas siguieron el mismo camino. Luego, volvió con una expresión de furia gélida en el rostro, se inclinó y puso las manos a los costados de ella.

–Engendramos una criatura hace dos meses, ¿cuándo pensabas decírmelo?

Sus ojos eran como dos ascuas negras y abrasadoras. Ella se pasó la lengua por el labio inferior.

–Había pensado ponerme en contacto después de la conferencia.

–¿Porque tu agenda estaba demasiado apretada durante esas ocho semanas como para darle la noticia al padre de tu hijo?

–No lo supe hasta hace un mes –replicó ella.

Él sacudió la cabeza con desprecio.

–No te escudes en las palabras. ¿Lo planeaste?

–¡No! –exclamó ella aterrada.

–Entonces, somos de ese uno por ciento de personas que sufren un fallo del anticonceptivo –él se incorporó y recuperó toda su estatura regia y amenazante–. En cualquier caso, Allegra, lo has sabido durante todo un mes.

–Y te aseguro que ha sido un mes infernal. No creas que ha sido fácil para mí, Rahim.

Él la miró con los ojos entrecerrados y penetrantes.

–Defíneme «infernal», por favor.

A pesar de que su situación era atroz, el pulso se le aceleró por la entonación… exótica que Rahim le había dado a sus palabras.

–¿Aparte de las náuseas que tenía las veinticuatro horas del día y de saber que en algún momento tendría que responderte por lo que había hecho? ¿De saber que mi hijo pagaría por cualquier error que cometa?

–Explícalo –insistió él–. Quiero entender por qué si no te ha ocurrido una catástrofe que te haya dejado sorda, muda y ciega, no me lo contaste en cuanto lo supiste.

–¿Qué te parece si te digo que me aterra ser una madre espantosa?

Esa preocupación que había acarreado dentro de ella salió a la superficie. Él se llevó las manos a las caderas sin dejar de fruncir el ceño.

–Es posible que me equivoque, pero, que yo sepa, ninguna mujer embarazada recibe un certificado de que puede ser una madre estupenda.

–No, pero, nos guste o no, nuestro pasado tiene una relación directa con nuestro futuro. Por eso nunca he querido tener hijos.

Su tez siempre radiante perdió todo el color.

–¿Quieres… deshacerte del… bebé? –susurró él entrecortadamente.

–¡No! –Allegra levantó una mano porque la mera idea de no tener ese bebé le parecía desoladora–. Eso era lo que creía que quería antes de que pasara esto. Ahora… lo deseo más que nada en el mundo. Créeme, por favor.

Rahim tomó aire y el pecho se le hundió cuando lo soltó.

–Me concederás que pretender que te crea sobre cualquier cosa es mucho pedir. ¿Cómo puedo saber que no cambiarás de opinión dentro de un par de semanas? –le preguntó él en un tono imperativo.

–¡No lo haré!

Se llevó una mano al abdomen con un gesto que no se correspondía con la ira que se adueñaba de ella.

–¿Y yo tengo que creérmelo después de que has reconocido que ni se te había pasado por la cabeza tener hijos?

Allegra buscó la manera de explicarle cómo se sentía sin tener que exponer sus muchos defectos.

–Eso fue porque no sabía… Creo que no seré una buena madre, Rahim. Algunas mujeres están hechas para ser madres, pero yo no soy una de ellas.

–¿Por qué? ¿Acaso te drogas habitualmente? ¿Recorres Nueva York desquiciada por la bebida y maltratas a todos los niños que te encuentras?

–¡Claro que no!

–¿Piensas hacerlo?

–No seas ridículo, Rahim –ella hizo una pausa y se serenó–. Había pensado contártelo, pero no sabía cómo te lo tomarías… si querrías tenerlo, sobre todo…

–¿Sobre todo…?

–Siendo yo su madre.

Él la miró durante todo un minuto y levantó la mandíbula con todo el cuerpo vibrándole por la rabia contenida.

–Soy un jeque, Allegra, y tú esperas al heredero de mi trono. Esta es la situación en la que nos encontramos. Es inútil desear que la realidad sea distinta.

Allegra, como una polilla que se acercaba a una llama mortal, quiso que él expresara con toda claridad lo que creía, que, si hubiese podido elegir, su heredero habría nacido de otra mujer, de una mujer adecuada. Sin embargo, se contuvo en el último momento porque todavía sentía demasiado miedo y dolor.

–Solo hay una manera de afrontarlo –siguió él–. Que yo me implique plenamente en la vida de nuestro hijo.

–Rahim…

–No hay nada más que decir del asunto. Si quieres de verdad este hijo, entonces, lo único que se puede hacer es seguir adelante –él la miró de arriba abajo–. ¿Has adelgazado por las náuseas de las mañanas?

–Supongo –contestó ella encogiéndose de hombros.

–¿Y no te planteaste cancelar la conferencia?

–Estoy embarazada, Rahim, no padezco una enfermedad que me debilite. Esta conferencia era importante. Es posible que lo sea incluso para Dar-Aman…

Él levantó la cabeza bruscamente como si lo hubiese ofendido.

–Observo que volvemos a las promesas vacías…

Ella se inclinó hacia delante y dejó el vaso en la mesa.

–No es una promesa vacía. He investigado un poco desde que volví y creo que puedo ayudar a Dar-Aman –Allegra pensó en lo que él estaba pidiendo e hizo una oferta arriesgada–. Si permitieras que mi abuelo se quedara la caja, yo te daría lo que…

–¡Me importa un rábano la maldita caja! Allegra, estás esperando un hijo mío, ¿crees esa menudencia me importa algo?

–No lo sé. ¿Lo sabes tú?

Ella no sabía qué sentía él hacia el bebé, aparte de esa declaración imperativa y posesiva que había hecho. Él dejó escapar un improperio en árabe y empezó a ir de un lado a otro. Allegra lo miró, con el corazón en la boca, mientras se soltaba el botón superior de la camisa. El pecho le subía y bajaba como si tuviese fiebre. Dio vueltas por delante de ella durante unos minutos interminables. Cuando creyó que iba a desgastar la moqueta, tomó la chaqueta del sofá.

–Tengo que salir de aquí.

–¿Qué? –exclamó ella ante la idea de que fuese a marcharse.

Él esbozó una sonrisa con los labios apretados.

–No te preocupes, volveré. Además, dejaré un guardaespaldas en la puerta de tu suite por si se te ocurre escabullirte. Por tu bien, espero que no intentes hacer una tontería.

Allegra abrió la boca, pero no salió ni una palabra. El torbellino de emociones de la última hora había afectado a su capacidad de hablar. En silencio, observó que metía los brazos por la mangas con el cuello de la chaqueta tapándole la nuca. Por primera vez desde que lo había conocido, Rahim Al-Hadi parecía desaliñado, pero, aun así, era tan peligrosamente sexy que se estremeció por dentro. Se le alteró la respiración y el pulso cuando le recorrió el cuerpo con la mirada hasta llegar a la boca. Cuando sus miradas se encontraron, Rahim se quedó petrificado y se le oscurecieron los ojos mientras el aire se cargaba de tensión sensual. Allegra se apartó el pelo de la cara y se pasó la lengua por el labio inferior con un anhelo casi insoportable.

–Rahim…

–Ten cuidado –gruñó él–. No estás en situación de hacer invitaciones con los ojos que no puedes cumplir con el cuerpo, habibi. Además, yo no estoy en situación de será amable contigo. Descansa. Si necesitas algo, Ahmed estará ahí fuera, o descuelga el teléfono y llama a mi mayordomo personal, pero no vas a salir de esta suite. ¿Entendido?

Su falta de consideración por lo que quería hacer ella le molestó y el deseo se sofocó un poco.

–No puedes retenerme prisionera, Rahim.

–¿Estás segura? –preguntó él arqueando las cejas.

Ella se quedó boquiabierta, pero él ya estaba dirigiéndose hacia la puerta y se había marchado antes de que ella pudiera parpadear. Se dejó caer en el mullido sofá. Estaba agotada y desalentada y la cabeza le daba vueltas. Él había dicho que lo único que se podía hacer era seguir y ella no tenía ni idea de lo que había querido decir, pero sí sabía que no se había alegrado lo más mínimo por su embarazo. Su asombro incrédulo había dado paso a la aceptación rígida, pero eso no había servido para mitigar el miedo por el papel que su corazón ya estaba dispuesto a representar, pero que, según la lógica le repetía una y otra vez, no conseguiría llevar a cabo. Los ojos se le empañaron con lágrimas de desesperanza. Ella sabía lo volátil e incierta que podía ser la vida. Iba a dar a luz a un hijo sin saber lo que sentía de verdad su padre ni lo que pensaba hacer con la bomba de relojería que había dejado a sus pies. Aparte de dejar claro que era el dueño de su hijo, Rahim había hecho poco más.

Además, todavía estaba el asunto de la caja de Fabergé robada. Gruñó y se estiró en el sofá. Estaba atrapada hasta que volviera Rahim. Podía regodearse en la desesperación o aprovechar el tiempo para planear el porvenir de su hijo. Una vez que Rahim ya sabía que tenía un hijo, quedaba el asunto, igual de peliagudo, de decírselo a su familia. Se lo diría en cuanto hubiese encontrado la manera de evitar que Rahim la mandara a la cárcel por ladrona.

 

 

Rahim sostenía la copa de whisky de malta en la mano y tenía la mirada perdida en el líquido color ámbar. Era la primera copa que bebía aunque llevaba seis horas en ese club privado para hombres que había en una exclusiva calle de Ginebra. Iba a ser padre. No le parecía tan catastrófico como se había imaginado, pero tampoco se había imaginado que una sola noche podía convertir su vida en una montaña rusa. Aun así, tenía que elaborar un plan distinto al único que se le pasaba por la cabeza. Siempre tenía algo previsto para las contingencias, pero esa vez no tenía nada. Allegra estaba esperando un hijo suyo. Un hijo que tenía una sangre que lo arrastraba al mismo destino que había tenido él. Un hijo cuya gestación y nacimiento tenían los mismos riesgos que había corrido su madre. Le tembló la mano con la copa de cristal, pero la agarró con fuerza y la vació.

Levantó la mirada después de horas y vio que el club se había llenado. Reconoció a algunas personas, pero no devolvió los saludos con la cabeza. Su ceño fruncido evitaba la condescendencia, pero dejaba claro que lo reconocían en cualquier parte del mundo. La gente lo había visto con Allegra tanto en Dar-Aman como en Ginebra. Además, él se había encargado de confirmar que no había salido con nadie durante los dos meses pasados. Cuando su embarazo se conociera, no haría falta ser un genio para deducir que él era el padre, ni iba a disimularlo.

Eso le hizo pensar en cómo se tomarían sus súbditos que tuviera un hijo fuera del matrimonio. Su pueblo ya había padecido mucho económica e incluso socialmente. ¿Qué jeque sería él si añadía otro escándalo a sus vidas cuando estaban sufriendo el legado que les había dejado su padre? Por no decir nada del perjuicio para su reputación personal, algo que podría tirar por tierra meses de negociaciones para mejorar el porvenir de su pueblo.

Sacudió la cabeza cuando su camarero personal se acercó con la botella de whisky en una bandeja de plata. La rechazó porque sabía que no iba a encontrar más alternativas en la bebida. Cuanto más miraba el fondo de la copa vacía, más le abrasaba la respuesta. Solo había una alternativa por su heredero, por su pueblo y por él mismo.

 

 

–Cásate conmigo.

El asombro hizo que Allegra se agarrara al almohadón que tenía debajo mientras intentaba incorporarse. La revista que había estado ojeando antes de quedarse dormida se cayó al suelo.

–¡Rahim, has vuelto!

–Cásate conmigo.

–¿Qué?

Rahim se quedó delante de ella. Todavía llevaba la chaqueta y tenía el pelo de punta como si se hubiese pasado los dedos muchas veces.

–Estás esperando un hijo mío.

–¿Y? –chilló ella.

Los ojos de Rahim se convirtieron en un bronce pulido que la miraron con un resplandor.

–Cásate conmigo.

Ella, aturdida, sacudió la cabeza mientras intentaba asimilar lo que le había pedido Rahim. Seguía sacudiendo la cabeza cuando él le tomó la cara entre las manos.

–Si tienes algún argumento, dímelo ahora.

Bullía de histeria por dentro, pero intentó recomponerse y decir las palabras que le devolverían la cordura.

–No puedo.

Él la agarró con más fuerza. Fue casi imperceptible, pero ella lo notó, como vio la frialdad de sus ojos antes de que la soltara. Se dio media vuelta y fue a servirse un poco de whisky. Se lo bebió de un sorbo y se pasó el borde de la copa por los labios antes de dejarla con un golpe. Volvió lentamente hacia ella, quien sintió una punzada de miedo en la espina dorsal.

–¿Estás dispuesta a perder todo lo que has construido durante toda tu vida sin pensártelo bien? –le preguntó él en un tono despreocupado aunque se metió los puños cerrados en los bolsillos.

–¿De qué hablas?

–Hablo de tu fundación y de tu libertad.

–¿De mi libertad? –preguntó ella con un miedo gélido atenazándole la garganta.

–Cuando se descubra que la caja ha desaparecido, puedes estar segura de que se presentarán cargos.

–Pero dijiste que la caja te importa un rábano –replicó ella con los labios congelados.

Una luz implacable brilló fugazmente en los ojos de Rahim.

–A mí me importa un rábano, pero a otros sí les importa. Lo que robaste no era una propiedad personal. Mi madre, antes de morir, expresó su deseo de que la colección se convirtiera en un tesoro nacional para que se expusiera en el Museo Nacional de Dar-Aman cuando hubiese muerto. Mi padre jamás reunió fuerzas para cumplir ese deseo –su rostro se tensó un segundo antes de relajarse otra vez–. La colección es ahora mía. En este momento, tengo muchos asuntos de Estado entre manos, pero pienso satisfacer el deseo de mi madre durante los próximos meses. El robo de un tesoro así está penado con mucho tiempo de cárcel.

–¿Y casarme contigo cambiaría ese destino? –preguntó ella dominada por el pánico.

–Bueno, si eres mi reina, no tendrás que dar explicaciones. La caja podría ser mi regalo de boda. Cásate conmigo y tu abuelo no tendrá que perder su preciado regalo. Tu fundación seguirá prosperando al no verse salpicada por un escándalo que podría convertir en polvo todo tu trabajo. Mi pueblo no tendrá que sufrir las consecuencias del escándalo de un heredero ilegítimo. Y lo más importante de todo, nuestro hijo no sufrirá la deshonra de que lo llamen ilegítimo. Él o ella será mi verdadero heredero y con todo el derecho del mundo.

Le forma premeditada de enumerar sus deseos le heló el alma. Por un lado, sabía que estaba ofreciéndole una tabla de salvación para ella y su hijo. Sin embargo, al mirarlo y no ver delicadeza en Rahim, el alma se le cayó a los pies. ¿Sería otro fracaso que engrosaría la lista interminable? Durante la horas que Rahim la había dejado sola, había intentando convencerse de que podía hacerlo sola, si tenía que hacerlo. Al fin y al cabo, millones de mujeres lo habían conseguido, ¿no? Sin embargo, en ese momento, Allegra se dio cuenta de que no se había creído a sí misma. Lo que había esperado era que Rahim emprendiera ese viaje con ella, no por sentido del deber, sino porque él también quería ese hijo, aunque fuese un poco. Al mirarlo en ese momento, las dudas volvieron a adueñarse de ella.

Sus padres le habían dado legitimidad y algunas muestras de un cariño retorcido, pero poco más. Ella sabía que el resplandor que la abrasaba por dentro cada vez que pensaba en la criatura que se gestaba en su vientre era un sentimiento distinto a lo que había sentido de niña. Incluso, era distinto a lo que sentía por sus hermanos. Era más profundo y mucho más intenso, era algo que protegería con su vida. Sin embargo, ¿crecería en un ambiente de reproches? ¿Ese amor se deformaría cuando aceptara un anillo de un hombre al que no conocía casi, como había pasado con sus padres? Un hombre que solo tenía un motivo para estar allí, el deber.

–Allegra…

Ella miró a Rahim.

–¿Por esto te marchaste? ¿Para elaborar este plan frío y premeditado?

Él endureció más el rostro y ella se estremeció.

–Nuestro matrimonio no tendrá nada de frío y premeditado, solo la planificación y la ejecución.

–¿Pretendes tranquilizarme con eso?

–Allegra, eres pragmática, como yo. Nos encontramos con una situación y tenemos que encontrar la mejor manera de seguir. Esta es la única manera de seguir.

Ni una sola mención al amor, a los corazones y las rosas, pero se dijo a sí misma que tampoco lo había esperado. No se engañaba a sí misma, no esperaba que Rahim sintiera por ella el mismo amor que sentía ella por la criatura que llevaba dentro.

Sin embargo, mientras ese dolor nuevo le oprimía el pecho, se recordó que era una desconocida para Rahim. Aun así, estaba dispuesto a unirse para toda la vida con una mujer con la que había tenido una aventura de una noche. Era un sacrificio inmenso aunque lo hiciera por su hijo, un sacrificio que no podía desdeñar sin más. Además, aunque fuese interesado, era preferible dividir por la mitad el riesgo de fracasar como madre si Rahim estaba a su lado. Él había tenido una infancia mejor que ella… Incluso, quizá pudiera encontrar cariño hacia su hijo cuando hubiese nacido…

Esa sucesión de pensamientos se paró en seco cuando él sacó las manos de los bolsillos y se acercó abruptamente a ella.

–Allegra, quieres tener el hijo, ¿verdad? No has cambiado de opinión, ¿verdad?

Soltó las preguntas como si fuesen balas al rojo vivo y Allegra tragó saliva al ver que la tensión aumentaba con cada segundo que pasaba. Si él tenía unos sentimientos tan fuertes y seguía preocupado por las decisiones que tomaría ella sobre ese hijo que no habían previsto, ¿era eso una buena manera de empezar?

–No he cambiado de opinión, Rahim. Quiero tener este bebé.

Tenía muy arraigada la creencia de que podía hacerlo sola. Él resopló y soltó poco a poco la tensión que almacenaba dentro.

–Perfecto –dijo él con los dientes apretados.

Aunque ella había aceptado racionalmente que no podía reprochárselo, una parte diminuta de su alma seguía crispándose por que hubiese decidido de esa forma tan desapasionada cómo sería el resto de sus vidas. Hacía mucho tiempo, cuando se dio cuenta de que no sería madre ni estaba hecha para ser esposa, había desterrado la idea de formar una familia. Sin embargo, de niña sí había soñado con un príncipe de cuentos de hadas. Rahim Al-Hadi era un príncipe como el que más, pero ella sabía que eso no podía parecerse menos a sus cuentos de hadas. Además, si bien le ofrecía la posibilidad de sacar provecho de una situación negativa, ¿qué suponía exactamente ser la esposa de un jeque?

–No dejaré mi trabajo en la Fundación Di Sione.

Eso era innegociable a pesar de que lo que había hecho había dejado en una situación precaria su trabajo y todo el bien que había pensado hacer en el futuro. El trabajo en la fundación había sido su tabla de salvación cuando todos los demás aspectos de su existencia habían sido un erial. En ese momento, podía pensar en su hijo, pero su trabajo era igual de importante.

–Naturalmente –él asintió con la cabeza–. He nombrado más mujeres ministras durante el último mes. Espero que trabajes con ellas para que las mujeres de Dar-Aman lleguen a tener los mismos derechos que los hombres.

–¿Ya has hecho eso? –le preguntó Allegra con los ojos como platos.

–El procedimiento ya había empezado antes de que visitaras mi reino –él se encogió de hombros–. Si no hubieses tenido tus propios… objetivos, quizá lo habrías averiguado por ti misma.

La vergüenza se adueñó de ella, pero él siguió antes de que pudiera encontrar las palabras para aplacarlo.

–Necesito que aceptes, Allegra –la miró a los ojos con una expresión implacable–. Que aceptes volver mañana por la mañana.

Ella se sonrojó por el recordatorio de que había desaparecido por la noche cuando había prometido que se quedaría. Quiso mirar hacia otro lado, pero eso indicaría debilidad y ella no podía ser débil cuando se trataba de una decisión tan importante. Tomó aliento y se pasó la mano por el abdomen.

–Acepto, Rahim, me casaré contigo.

Él la miró unos segundos, tomó aliento y lo soltó.

–No podemos retrasarnos. Ya habrá bastantes preguntas cuando des a luz a los siete meses.

–¿La gente sigue dando legitimidad a un embarazo de nueve meses dentro del matrimonio? –preguntó ella con cierta ironía.

Él esbozó una sonrisa muy leve.

–En muchos sentidos, yo soy tan occidental como tú, pero no puedo hablar por todo mi reino. Lo mejor será que no provoquemos muchas habladurías, Dar-Aman no puede permitirse otro escándalo en este momento.

Entonces, Allegra cayó en la cuenta de las muchas veces que Rahim había hablado de su pueblo mientras ella estaba en Dar-Aman. Sus prejuicios le habían impedido percibir al cariño de su voz cuando hablaba de sus súbditos. Sin embargo, había aprendido y, además, todo lo que ella hiciera en adelante también afectaría al pueblo de él. Tragó saliva y se levantó. Él la miró con cautela.

–No pasa nada –dijo ella precipitadamente cuando él fue a acercarse.

No quería tenerlo cerca. Hasta el momento, había conseguido mantener la racionalidad suficiente como para tomar decisiones vitales, pero no creía que pudiera seguir siendo igual de eficiente si podía tocarlo u olerlo. Bastante le había costado ya no devorarlo con la mirada. Le parecía que estaba más que sensacional con la túnica tradicional. Verlo con esa ropa que resaltaba su esbelto cuerpo era una debilidad que no podía permitirse cuando todavía sentía el efecto de esa mirada de deseo que se habían dirigido antes de que él se marchara a media tarde.

–Entonces, ¿qué pasará ahora? –preguntó ella volviendo al sentido pragmático que parecía haberla abandonado.

–Comunicaré mi intención al consejo y ellos se ocuparán a partir de entonces. Calculo que la fecha será dentro de una semana.

–¿Una semana?

Ella no se dio cuenta de que se tambaleaba hasta que él la tomó entre los brazos. Su contacto fue tan electrizante como lo había sido esa tarde. Sin embargo, esa vez, el instinto de conservación hizo que resistiera.

–¡Maldita sea! –él la agarró con más fuerza–. Deja de rebatirme y no me digas que estás embarazada, no enferma. Ahmed me ha dicho que no comiste nada de la bandeja que te trajo el mayordomo. Estás tan débil que casi no puedes mantenerte de pie. Voy a llamar a un médico.

Rahim dio un paso y la dejó en el sofá.

–Rahim…

Él la calló con un beso muy fugaz, pero no por eso menos estimulante.

–No. Eres una mujer moderna que puede trabajar mucho y hacer frente a cualquier cosa, lo sé, pero estás esperando un hijo mío, Allegra. Si crees que voy a quedarme de brazos cruzados cuando es evidente que estás mal, estás equivocada. Recibirás todas las atenciones de un equipo médico mientras estés embarazada. Eso es completamente innegociable.

La firmeza de su voz acalló cualquier protesta, pero lo que le llamó la atención fue el miedo que se reflejaba en su voz y que quería disimular casi demasiado. Eso hizo que no le llevara la contraria. Al fin y al cabo, la salud y seguridad del bebé eran igual de importantes para ella.

–De acuerdo –concedió ella.

Él tomó el teléfono y habló cinco minutos en francés.

–Los médicos está viniendo.

Ella también comprobó lo implicado que estaba Rahim con su hijo cuando un equipo de cuatro médicos y dos técnicos entraron en la suite una hora más tarde. Abrió los ojos como platos cuando metieron un aparato para hacer ecografías. Después de que la hubiesen interrogado sobre su historia médica, Rahim despidió a todos menos a un médico y un técnico, la tomó de la mano y la llevó al dormitorio principal. Habían dejado una bata médica en la cama y él la levantó con cierto nerviosismo.

–Esta noche vuelvo a Dar-Aman. Antes, me gustaría oír los latidos de mi hijo, si no te importa.

La petición le llegó al corazón y, por un segundo deslumbrante, Allegra soñó lo imposible, que ese hijo hubiera sido concebido mediante el amor de cuento de hadas con el que soñó una vez. Comprendió que era una tontería y lo dejó a un lado para recibir el regalo verdadero que estaban dándole.

–Me encantaría, Rahim.

La sonrisa de él fue resplandeciente. Asintió con la cabeza, le dio la bata y salió de la suite. Volvió unos minutos después con el médico y el técnico. Allegra se había imaginado que él se quedaría de pie, pero se tumbó a su lado en la cama. Su calidez y su olor la envolvieron. Cuando él le tomó la mano mientras le extendían el gel por el abdomen, ella evitó mirarlo a la cara. Le daba demasiado miedo que su propia cara la delatara. Contuvo el aliento y miró el monitor.

Después de unos minutos en silencio, se oyeron con toda claridad los latidos de un corazón y se vio una imagen un poco borrosa en el monitor. Allegra se quedó boquiabierta por la felicidad. Rahim dejó escapar un sonido ronco y ella lo miró. La decisión de no mirarlo quedó en papel mojado por la trascendencia de ese momento.

–¿Está todo bien? –preguntó él agarrándole la mano con todas sus fuerzas.

–Sí –contestó el médico–. Es un poco pronto para saber el sexo, pero todo está como tiene que estar, Alteza.

Allegra soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo y volvió a mirar a Rahim. Sus ojos dejaron escapar un destello cuando volvió a mirar a la máquina y pareció transformarse mientras miraba la imagen. El recelo que ella había vislumbrado desde que le comunicó su embarazo volvió una última vez a su rostro, hasta que adoptó una expresión de decisión pétrea. Ella percibió su alejamiento incluso antes de que le soltara la mano, se levantara de la cama y recibiera la copia de la ecografía

–Rahim…

Él no contestó, se limitó a mirar fijamente la imagen mientras una tensión nueva y más aterradora lo dominaba.

–Rahim, ¿te pasa algo? –preguntó ella levantando la voz por el miedo.

Él desvió la mirada hacia ella con los labios apretados.

–Todo saldrá bien si Dios quiere –contestó él guardándose la imagen en el bolsillo y saliendo de la habitación.

Esas palabras seguían retumbándole en la cabeza diez minutos más tarde, cuando ya se había vestido y salía del dormitorio. Algo la apremiaba a pedirle una explicación a Rahim por su desasosegante reacción, por el miedo que había visto en su rostro. Entró en la sala y abrió la boca para preguntárselo, pero volvió a cerrarla cuando unas voces y unos golpes llegaron de la puerta. Rahim y ella se miraron desconcertados antes de que él diera unas órdenes en árabe. Un guardaespaldas entró seguido por una Bianca muy enojada. Antes de que pudiera decir una palabra, su hermana salió desde detrás del corpulento hombre y la miró.

–Allegra, gracias a Dios. ¡He estado buscándote por todos lados! Zara me dijo que habías cancelado las citas de la tarde y que te habías marchado con un tipo. Eso fue hace casi ocho horas. Me preocupé cuando no contestaste el teléfono.

Rahim habló antes de que Allegra pudiera tranquilizarla.

–Su hermana ha estado ocupada con otras cosas y, como puede ver, no le ha pasado nada.

Bianca parpadeó por el tono firme y autoritario de Rahim. Ella lo miró detenidamente por primera vez y fue abriendo los ojos a medida que se daba cuenta de lo poderoso que era el hombre que tenía delante.

–¿Quién es usted y por qué retiene a mi hermana aquí? –preguntó Bianca aunque en un tono menos beligerante.

–Soy el jeque Rahim Al-Hadi de Dar-Aman, su futuro cuñado –contestó él en un tono férreo que indicaba una autoridad indiscutible.

Bianca se quedó boquiabierta, tragó saliva y sacudió la cabeza.

–Imposible –susurró ella.

–Es posible que quiera que se lo confirme su hermana y, después, podría ofrecerle su apoyo.

Bianca miró a su hermana con los ojos como platos y Allegra asintió con la cabeza–.

–Es verdad. Rahim y yo vamos a casarnos.

Se hizo el silencio y Allegra casi pudo ver las preguntas que daban vueltas en la cabeza de Bianca, pero su hermana no habría llegado a tener el éxito que tenía como relaciones públicas si no dominara el arte de la discreción. Volvió a mirar a Rahim y a Allegra.

–Tienes mi apoyo –murmuró Bianca sin salir todavía de su asombro–. Además, creo que también voy a salir a comprarme un vestido nuevo.