Capítulo 2

 

Allegra, son las diez. Allegra subrayó con el rotulador otro párrafo del documento que estaba leyendo y levantó la mirada.

–¿Qué? –preguntó distraídamente.

Seguía concentrada en cómo conseguir que las autoridades de un diminuto país del Océano Pacífico ratificaran algunas leyes que concedieran más derechos a las mujeres. Había comprobado que la diplomacia podía llegar lejos, pero nunca lo bastante. Decidió que tenía que hablar con su hermano Alessandro para que dirigiera algunos contratos económicos hacia ese país y dar así otro empujón a sus esfuerzos. Había aprendido que la comunicación mejoraba con la promesa de una recompensa tangible. Había luchado mucho para conseguir que las mujeres de ese país tuvieran más derechos y no quería que todo se paralizara en el último obstáculo.

–El ayudante del jeque Rahim Al-Hadi aceptó concederte una conferencia de quince minutos, ¿te acuerdas? –Zara, su secretaria, la miró y sonrió–. Ya solo te quedan catorce.

Allegra dejó el rotulador con un gesto de fastidio y se preguntó con qué clase de hombre tendría que tratar. Había dedicado media hora a investigar sobre el reino de Dar-Aman y su jeque. Lo que había descubierto era espantoso y una ofensa a todo lo que ella apoyaba como defensora de los derechos de las mujeres. Sin embargo, tenía que cumplir una promesa.

Tecleó los números y resopló mientras la línea se conectaba.

–Soy Allegra di Sione y me gustaría hablar con el jeque Al-Hadi, por favor.

Intentó, sin conseguirlo, borrar las imágenes del jeque playboy y su forma de vida, las imágenes de sábanas bordadas en oro, de espejos tachonados con diamantes, de tesoros en todas las habitaciones… Mientras esperaba, tuvo que sujetar el teléfono con más fuerza solo de pensar que todos esos excesos los disfrutaba a expensas de los súbditos de su reino. Una sensual música árabe llenó el silencio. Era un sonido tan inesperadamente hermoso que contuvo el aliento. Se dejó caer sobre el respaldo de la silla de cuero y, a regañadientes, esbozó sonrisa mientras la hipnótica música eclipsaba provisionalmente toda preocupación. Cerró los ojos y se acordó de cuando los libros románticos eran su placer secreto, su vía de escape. Se vio transportada a las ardientes noches de los desiertos árabes, a los hombres altos con ondulantes túnicas blancas, a esos ojos marrones e inquietantes que…

–Hola…

Allegra dio un respingo avergonzada por haberse perdido la presentación.

–Umm… Jeque Al-Hadi, gracias por contestar mi llamada.

–Para agradecérmelo, puede decirme el motivo de esta llamada.

Su voz profunda y viril le produjo un escalofrío en la espina dorsal. Su entonación, su forma de acariciar las vocales de las palabras, la dejó muda un instante, un instante demasiado largo a juzgar por el resoplido que oyó al otro lado de la línea.

–Me llamo Allegra di Sione…

–Sé muy bien quién es. Lo que todavía me gustaría saber es por qué desea hablar conmigo.

Ella se mordió la lengua para no replicar con acritud. Como directora de la fundación familiar, estaba acostumbrada a ser diplomática incluso cuando menos quería serlo. Se recordó por qué estaba haciendo eso y se recompuso.

–Tenemos que hablar de una cosa una cosa muy importante y preferiría no tratarla por teléfono.

–Como usted y yo no nos conocemos, supongo que se trata de algo relacionado con la Fundación Di Sione…

Allegra frunció el ceño un poco aterrada por la reacción inesperada de su cuerpo a la voz de él. Titubeó por la idea de que su respuesta marcaría el rumbo de esa conversación. El asunto del que quería hablar era estrictamente personal. No estaba dispuesta a fracasar en su cometido, pero tampoco quería reconocer que su visita sería personal y que eso le impidiera llegar a él antes de que hubiera podido empezar a intentar recuperar la preciada caja de su abuelo. Además, una vez fallecido el jeque anterior, no estaba segura de que el jeque Rahim Al-Hadi conservara la caja de la que Giovanni hablaba con tanto aprecio.

–Efectivamente, le visitaré como directora de la fundación familiar –mintió ella haciendo un esfuerzo para no cruzar los dedos.

No creía en la suerte o en el destino, si no, sería insoportablemente desolador que… al cosmos le hubiera parecido bien dejar huérfanos a siete niños y que el único familiar al que quería se encontrara entre la vida y la muerte. La vida era lo que era. Había aceptado hacía mucho tiempo toda la felicidad y todo el dolor que suponía ser una Di Sione. Cuando llegara a Dar-Aman, ya le explicaría el verdadero motivo de su visita. Si llegaba…

–El jueves por la mañana me marcho de la capital. Quizá pueda organizarlo para verme cuando vuelva, dentro de un mes.

–No, necesito veros antes de que os marchéis.

Seguramente, a Europa o el Caribe. Al fin y al cabo, se rumoreaba que tenía casas en Mónaco, Saint Tropez y las Islas Maldivas. Ella siguió cuando él no dijo nada.

–Nuestro asunto no llevará más de unas horas, medio día como mucho.

–Muy bien. Mi avión privado está en estos momentos guardado en el aeropuerto de Teterboro. Va a volver dentro de dos días. Me ocuparé de que vaya en él.

–No hace falta –Allegra hizo una mueca–. Estaré encantada de tomar un vuelo comercial –añadió ella sin poder disimular el tono de censura.

–¿Saco yo mis propias conclusiones por su tono o prefiere explicarme por qué le ofende mi ofrecimiento? –preguntó él en un tono gélido.

–Es que me preocupa mi huella de carbono.

Era algo que ella defendía con fuerza, aunque fuera objeto de la burla de sus hermanos, quienes usaban sus aviones privados cuando querían.

–Muy bien. Dejaré que compruebe usted misma todos los vuelos que tiene que tomar para llegar a Dar-Aman desde Nueva York. También debería tener en cuenta que el tiempo de medio día que le concedo podría verse reducido a unos minutos si llega tarde. Si cambia de opinión sobre mi ofrecimiento, dígaselo a mi secretario. Ya ha consumido su tiempo y tengo que atender otros asuntos acuciantes. Adiós, señorita Di Sione.

–¡Esperad, Alteza!

–Sí…

Ella abrió la agenda y la repasó rápidamente. Lo antes que podría llegar a Dar-Aman si salía esa noche, algo que era imposible porque tenía una cena con un embajador en las Naciones Unidas, sería el jueves temprano después de haber tomado tres vuelos distintos. No llegaría en un estado aceptable como para mantener una conversación coherente con el jeque y mucho menos para intentar hacerle una oferta justa por la caja de Fabergé. La petición de su abuelo era demasiado importante como para llegar a Dar-Aman cansada y mal preparada.

–Yo… Yo acepto vuestro ofrecimiento.

–Una buena decisión, señorita Di Sione. Estoy deseando darle la bienvenida a Dar-Aman.

 

 

El jeque Rahim Al-Hadi estudió el informe que le había preparado Harun, su ayudante. Cerró la carpeta después de leerlo por segunda vez y se apartó un poco de la mesa grande y antigua que estaba hecha con uno de los robles que había plantado el primer hombre que puso un pie en Dar-Aman. Ese hombre había sido su antepasado directo, el primer jeque Al-Hadi. Rahim no pasaba por alto la responsabilidad que conllevaba esa mesa. Sentía su peso opresivo cada vez que se sentaba detrás de ella. El peso de esa responsabilidad frustrante lo oprimía cada vez que tomaba una decisión que hacía fruncir el ceño, o protestar enérgicamente, a un consejo anclado en el pasado.

Esbozó media sonrisa.

Hubo un tiempo en el que habría estado encantado de tirar la mesa a una hoguera. A ser posible, rodeada de tres docenas de aduladores. Se llevó la mano al lado izquierdo de la barbilla, donde tenía una cicatriz que le recordaba los viejos tiempos. Se la había hecho cuando descendía por un barranco en una temeridad ridícula.

Esa forma de vida cargada de adrenalina, que era como una ruleta rusa, había terminado bruscamente hacía seis meses, cuando murió su padre. Entonces, lo habían obligado a volver a su país, a afrontar el camino que había tomado su vida…

Cortó en seco el rumbo que habían tomado sus pensamientos y llamó por el interfono.

–Harun, que preparen los aposentos para invitados de Estado del ala este y retrasa mi viaje otros tres días.

–Pero… Alteza… ¿Estáis seguro? –le preguntó el hombre de mediana edad.

Rahim contuvo un suspiro. Estaba harto de que su ayudante jefe cuestionara siempre sus decisiones. Si no fuera una fuente de información fidedigna sobre todo lo que tenía que ver con Dar-Aman, lo habría despedido hacía mucho tiempo. No había necesitado espías palaciegos para saber que Harun no lo quería en Dar-Aman. Cuando el consejo le presentó la alternativa de que gobernara o abdicara, Harun habría preferido que abdicara para que su hijo, un primo lejano de Rahim, ocupara el trono. Sin embargo, cuando tuvo que tomar la decisión que había esperado no tener que tomar hasta que tuviera cuarenta o cincuenta años, él supo que solo tenía una alternativa. Dar-Aman era su patria. Sus antepasados habían luchado y se habían sacrificado para que fuera su patria. Él no iba a darle la espalda por unos sentimientos heridos o el sentimentalismo de la juventud. Si acaso, había visto claramente que el amor y los cuentos de hadas solo existían en la cabeza de los necios y los débiles.

Había prosperado sin esos sentimientos efímeros y, desde luego, ya no tenían cabida en el futuro de Dar-Aman. Como tampoco tenía cabida que Harun se considerara con algún derecho. Sin embargo, lo necesitaba por el momento porque tenía las manos atadas hasta que pudiera introducir los cambios que su reino necesitaba apremiantemente. Tenía las manos atadas de tantas maneras que había perdido la cuenta, era como si cada vez que desataba un nudo, otros aparecieran por todos lados.

–También quiero que se celebre un banquete el viernes por la noche. Ocúpate de que se invite a todos los ministros y dignatarios con sus esposas.

–Naturalmente, se hará como deseáis –replicó Harun a regañadientes–. ¿Deseáis algo más, Alteza?

–Ya te lo diré si lo deseo.

–Sí, Alteza.

Rahim fue hasta la ventana. La vista era la misma de siempre. Unos cuatrocientos metros de césped salpicados de majestuosas fuentes hechas con mosaicos y unos juegos de agua muy vistosos. Cada aspecto del paisaje se había creado pensando en el placer, como casi todo en el palacio real. Su padre lo había hecho todo para complacer a la esposa que amaba más que a nada y a nadie en el mundo. Su padre no había escatimado en gastos para que el palacio pareciera sacado del cuento de hadas más mágico y lujoso, para complacer a su madre.

Mientras ella había vivido, ese amor le había llegado a él y al pueblo de Dar-Aman. Su reino había sido un lugar dichoso. Hasta que ella murió con su hermano nonato y su mundo se oscureció.

Apretó los dientes cuando esas heridas, reprimidas desde hacía mucho tiempo, amenazaron con abrirse. Esas heridas se habían resistido al vendaje del tiempo desde que volvió al palacio, un lugar al que, cuando cumplió dieciocho años, había jurado que no volvería. Tenía grabada en la memoria la última, y vehemente, discusión que había tenido con su padre, así como las palabras hirientes que le había arrojado su padre aquel día. Entonces, le impresionó lo deprisa que unos recuerdos felices podían dejar paso al dolor y la desolación. Sin embargo, y por mucho que hubiese deseado lo contrario, la muerte de su madre lo había cambiado todo, entre otras cosas, el rumbo de su vida durante mucho tiempo. Ni siquiera su pueblo se había librado y Dar-Aman había sufrido mucho desde la muerte de su reina.

El asombro había superado a sus sentimientos cuando volvió a su patria hacia seis meses, y él era el único culpable. Desde que se había marchado de Dar-Aman, hacía quince años, había roto todo los lazos físicos y sentimentales con su patria. Las personas con las que se había rodeado podrían haber sabido que era el heredero, pero les habían advertido con toda claridad de que no hablaran nunca de su patria. No había sabido absolutamente nada sobre Dar-Aman.

En ese momento, miraba con tristeza y arrepentimiento el reino que se extendía debajo de él. Más allá del palacio de cuento de hadas, había kilómetros de obras en construcción, la prueba de un renacimiento doloroso donde debería haber habido un crecimiento orgulloso. Las infraestructuras de Dar-Aman habían quedado en manos de unos cuantos corruptos y codiciosos que habían arrasado la economía hasta que él había llegado y había acabado con el caos. El gobierno que llegó a ser considerado por la comunidad internacional como de pensamiento avanzado se había pervertido hasta el punto de ser casi arcaico.

Dejó de pensar en la tarea descomunal que tenía por delante y pensó en la inminente visita de Allegra di Sione. Aunque había conocido a los gemelos Di Sione durante su época juerguista de la universidad, no se había fijado gran cosa en el resto de la familia. Después de la universidad, había estado demasiado ocupado haciéndose una vida al margen de Dar-Aman, aunque siempre había sabido que tendría que ponerse el manto de jeque algún día. Había creado un fondo de inversión muy próspero que valía miles de millones y había vivido la vida a tope en todos los sentidos. Mientras tanto, su patria se había desmoronado entre la decadencia y la apatía. Si bien podía emplear su fortuna personal para que su reino volviera a ser respetable e influyente, también sabía que su imagen personal era más que problemática, que sus juergas del pasado habían provocado mucho escepticismo desde que volvió. Sus gamberradas de adolescente, antes de que se hubiese alejado de su padre, podrían haberse explicado como algo propio de la edad, pero sabía que su forma de vida, nada conservadora, era el motivo de que se hubiese encontrado con tanta resistencia desde que volvió a Dar-Aman.

Se dio la vuelta y volvió a la mesa. La visita de Allegra di Sione a Dar-Aman no podría haber llegado en mejor momento. La labor de su fundación a favor de los derechos de las mujeres, sobre todo en países asolados por la pobreza, era la plataforma de lanzamiento que necesitaba para su pueblo. Además, a él no le vendría mal rehacer su imagen de paso. El pueblo de Dar-Aman necesitaba creer que estaba implicado en su porvenir. Necesitaba creer que no era solo un playboy dispuesto a tirar dinero sobre un problema antes de volver a desaparecer. No podía hacer nada sobre todos los artículos que se habían escrito acerca de su vida repleta de excesos, pero sí podía demostrar que estaba allí para quedarse indefinidamente. Una vez que hubiese conseguido que confiaran en él, podría poner los cimientos del porvenir del reino… y Allegra era la clave de su plan.

 

 

Allegra se levantó y fue hasta la puerta del avión en cuanto se apagó la luz de los cinturones de seguridad. La rabia que le atenazaba las entrañas estaba a punto de asfixiarla… y le abochornaba que una parte estuviese dirigida contra sí misma. Se había subido al avión real de Dar-Aman con la intención de no soportar ni uno de los minutos de las catorce horas que duraba el vuelo. En cambio, se había hundido en el mullido butacón de cuero y, después de una breve resistencia, había aceptado todas las atenciones que le había dedicado la tripulación. Además, había sido un placer trabajar en esa paz y sosiego y la tecnología de última generación la había mantenido conectada con la oficina. Incluso, había comprendido, entre gruñidos, por qué sus hermanos valoraban tanto viajar en aviones privados. Con todas las empresas internacionales que dirigían, sería una bendición poder trabajar o descansar tranquilamente en los desplazamientos. Más aún, había llegado a alabar al jeque Rahim Al-Hadi cuando unos de los tripulantes había dejado caer que el avión también se empleaba para transportar ayuda alimentaria a los países árabes cuando hacía falta.

Sin embargo, todo eso había sido antes de que abriera la revista que Zara había metido entre la documentación que había reunido precipitadamente sobre las cosas que había que saber de Dar-Aman. El artículo había comparado la vida en la calle de un ciudadano normal y corriente con la vida del gobernante del reino que flotaba en petróleo. La comparación había sido asombrosa. Se había quedado pasmada mientras veía las imágenes de la opulencia casi nauseabunda del palacio real y las del abandono de los ciudadanos y de las insuficientes infraestructuras. Se había entristecido y enfurecido al ver los techos cubiertos de pan de oro y las cajas de Fabergé que había por las habitaciones de los invitados como si fuesen lo más normal del mundo. Hasta las columnas y los arcos de los pasillos estaban pintados con oro. Cuando llegó al final del artículo, se quedó atónita de verdad por la riqueza que se calculaba que contenía el palacio y por el presupuesto anual para su mantenimiento. Como Zara también había incluido en la documentación el producto interior bruto de Dar-Aman, tenía la comparación exacta. Había retorcido la revista hasta que oyó que se rasgaba.

Ese sonido todavía le retumbaba por dentro cuando salió al deslumbrante sol de la mañana, bajó a la alfombra roja y vio un convoy de todoterrenos negros que se dirigía hacia el avión. En medio de los resplandecientes coches con banderines de la casa real en los capós, había un Rolls Royce Phantom de la gama más alta. Como uno de sus hermanos había pensado comprarse uno las navidades pasadas, sabía el precio de ese coche. Apartó la mirada del coche blanco con perfiles dorados y se fijó en el hombre con una túnica blanca que se acercaba a ella. Contuvo la respiración al verlo moverse. A pesar de la inmaculada vestimenta que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos, la elegancia natural de sus pasos no pasaba inadvertida, ni la tensión animal que desprendía su esbelta figura. Elevó la mirada a su rostro cuando estuvo más cerca. La rabia se convirtió en algo distinto cuando se encontró con unos ojos color avellana dorada. En algo igual de intenso, pero mucho más peligroso. Esa mirada era directa y tan penetrante que titubeó y tuvo que pararse. Bochornosamente deslumbrada, se fijó en sus pómulos prominentes, en la barba incipiente y minuciosamente recortada sobre el mentón que parecía cincelado y en la aristocrática nariz que levantaba ligeramente mientras la inspeccionaba.

Había conocido suficientes jefes de Estado como para distinguir a los líderes por naturaleza de los que dependían de su posición para que se notara su poder. El magnetismo del hombre que solo había visto en la foto de una revista no necesitaba el oropel de la riqueza ni el turbante real que reposaba con naturalidad sobre su orgullosa cabeza para demostrar que era un macho alfa en todo el sentido de la palabra.

Todavía estaba intentando dominar la dirección que habían tomado sus pensamientos y los perturbadores sentimientos que se debatían en ella cuando él mostró los dientes con una sonrisa tan cautivadora que el corazón le dio un vuelco.

–Señorita Di Sione, me alegro de conocerla. Bienvenida a Dar-Aman. Soy el jeque Rahim Al-Hadi. Habría venido antes para recibirla, pero unos asuntos de palacio me han retrasado. Discúlpeme, por favor.

Allegra hizo un esfuerzo para no quedarse boquiabierta por la sensualidad y belleza del hombre que tenía delante e intentó recordar por qué estaba indignada con ese hombre y todo lo que representaba. Sin embargo, él estaba tendiéndole la mano y siendo demasiado cortés y ella, consciente de que estaba saludando al gobernante de un reino en presencia de algunos dignatarios de su Estado, no tuvo más remedio que estrechársela. Sintió una descarga eléctrica en el brazo. No pudo describirlo de otra manera y tuvo que mirar las manos para cerciorarse de que no estaba haciendo algo absurdo e infantil como sujetar un dispositivo eléctrico. Sabía que era posible porque Dante, el más disparatado de sus hermanos gemelos, se lo había hecho una vez. Sin embargo, no había ningún truco. Tenía la mano entre los dedos largos y firmes de él y todo el cuerpo con carne de gallina.

–No tiene ninguna importancia. No espero ningún trato especial, ni mucho menos –replicó ella cuando recuperó un poco el buen juicio.

Él le apretó un poco más la mano y se la soltó. Ella no supo si suspirar con alivio o si frotarse la mano en el muslo para sofocar al cosquilleo que sentía todavía.

–Es una invitada en Dar-Aman y eso significa que se merece un trato especial. Le presentaré a mi consejo y luego iremos al palacio.

Él se apartó y ella vio el pequeño grupo que los había rodeado. Un hombre de mediana edad fue el primero en dar un paso al frente. El brillo de censura de sus ojos la sorprendió por un instante.

–Le presento a Harun Saddiq, mi ayudante personal y consejero.

–Creo que hablamos por teléfono –comentó Allegra con una sonrisa–. Gracias por su ayuda para traerme aquí.

El hombre inclinó la cabeza y le estrechó la mano, pero no dijo nada. A ella le dio igual. Fuera cual fuese lo que tenía contra ella, no iba a quedarse suficiente tiempo como para que le importara. Saludó al resto de los hombres con su diplomacia habitual, pero, cuando se dio la vuelta, vio que el jeque Rahim la miraba con los ojos entrecerrados mientras la acompañaba hacia el lujoso coche. El conductor fue a acercarse, pero Rahim Al-Hadi lo detuvo con un gesto de la mano. Allegra, algo sorprendida por la ruptura del protocolo, levantó la mirada y se encontró con esos ojos color avellana clavados en ella.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó él.

Era una sensación absurda, pero no podía dejar de tener la sensación de que él veía más de lo que ella quería que viera, de que él sabía el efecto que producía en ella.

–Sí, naturalmente. ¿Por qué no iba a encontrarme bien?

Él arqueó una ceja.

–Sería muy normal que estuviese agotada y quizá algo irascible después de un vuelo tan largo.

–No soy irascible –ella hizo una pausa al arrepentirse del tono cortante y al recordar que estaba allí por su abuelo y por nada más–. Además, no hacía falta que vinierais a recibirme. Yo podría haber acudido por mis medios.

–Es posible que su visita tenga algún sentido para mí que usted desconoce.

Él sonrió de una forma tan sexy y peligrosa que el buen juicio de ella cayó en picado. Tomó el maletín, lo estrechó contra el pecho, apartó la mirada y se acordó de la fama de playboy que tenía el jeque Rahim. Seguramente, era un hombre que consideraba que todas las mujeres eran una posible conquista.

–Es una pena que no vaya a quedarme el tiempo suficiente para averiguar cuál es –replicó ella con una sonrisa forzada mientras se sentaba en el asiento trasero.

La puerta se cerró con un sonido casi sensual y ella, casi sin querer, lo observó mientras rodeaba el coche y se sentaba al lado de ella. Fuera, en el árido ambiente del desierto, solo había sido visualmente consciente de Rahim Al-Hadi, pero su olor se adueñó de ella cuando entró en el coche. Era un olor especiado, con un toque de sándalo, un olor intenso y abrumadoramente viril.

Había salido con hombres durante los años que estuvo en la universidad y después, pero ninguna de esas relaciones había pasado de la fase informal. Incluso, se había permitido algunas breves relaciones físicas cuando tuvo la curiosidad de comprobar lo que estaba perdiéndose y que su trabajo no satisfacía. Ninguno de los hombres que se habían cruzado en su camino había tenido el efecto que tenía Rahim Al-Hadi en ese momento. Tomó aire disimuladamente y esas sensaciones volvieron a explotar dentro de ella. Se aclaró la garganta mientras intentaba convencerse de que estaba sacando las cosas de quicio, seguramente, porque había dormido muy poco.

–Alteza, os agradezco que hayáis aceptado verme con tan poca antelación. Prometo que no os robaré mucho tiempo.

Él esbozó una sonrisa más devastadora todavía y ella supo que su deslumbramiento emocional no tenía nada que ver con la falta de sueño. Ese hombre era la personificación del carisma sexual. Si bien los hombres con los que había salido habían tenido atractivo, lo que ese hombre tenía en un dedo meñique los habría dejado a la altura del betún. Miró los dientes que resplandecían por la luz del sol.

–Le complacerá saber que he reorganizado mi agenda para adaptarla a su visita. Mientras esté aquí, mi personal y yo estamos a su servicio. Recibirá lo que desee, cualquier lujo, con solo pedirlo.

Allegra volvió bruscamente a la cruda realidad y se crispó con ese recordatorio de la inimaginable riqueza del Rahim Al-Hadi.

–Gracias, pero el único lujo que necesito después de haber hablado con vos sobre el motivo de mi visita es la cama de mi hotel y un café fuerte. He reservado un vuelo de vuelta para mañana y espero que no me consideréis insolente si insisto en que nos reunamos lo antes posible.

Esas cejas negras y rectas se juntaron en el ceño con un gesto adusto.

–¿Se marcha mañana?

El resplandor de sus dientes desapareció cuando apretó los sensuales labios.

–Alteza, dijisteis que solo podrías concederme un rato, ¿no es verdad?

–Rahim.

–¿Cómo decís?

–Puedes llamarme Rahim cuando estemos hablando solos –él volvió a sonreír, pero fue una sonrisa fría, casi como si ella hubiese hecho algo que lo había ofendido–. ¿Puedo llamarte Allegra?

Por un instante, ella se dejó llevar por la sensual entonación de su nombre. Si bien su acento era sobre todo americano, porque había pasado más de quince años en Estados Unidos, el acento de su dialecto local envolvía de vez en cuando algunas palabras y les daba un aire hipnótico.

–Yo… Sí, claro.

Allegra supo de una forma ambigua que debería alegrarse de que ese encuentro estuviese saliendo mejor de lo que había esperado.

–Allegra, confieso que no presté la atención que se merecía a nuestra conversación telefónica –otra sonrisa deslumbrante la alcanzó entre el pecho y la espalda–. He cambiado de opinión después de que hablásemos. Ya te he preparado unos aposentos en mi palacio. También he pospuesto mi viaje hasta el domingo y eso significa que te dedicaré todo mi tiempo hasta entonces. Esta noche, voy a celebrar un banquete en tu honor.

–¿Un… banquete? –preguntó ella boquiabierta–. Yo solo he venido para hablar de…

Él agitó una elegante mano para acallar su protesta.

–Hablaremos más tarde de ese asunto, después de que hayas podido descansar. Por el momento, permíteme que te enseñe un poco Shar-el-Aman, la preciosa capital de mi país.

Allegra tragó saliva por la sorpresa, pero conservó la sensación de que estaba pasando algo que ella no sabía.

–La verdad es que no esperaba que… te tomaras tantas molestias.

–Pero me lo concederás, ¿verdad?

Ella, que no supo cómo podía disuadirlo, asintió con la cabeza.

–Si lo deseas…

–Lo deseo.

La sonrisa de satisfacción hizo que ella le mirara la boca. Rahim Al-Hadi, como ejemplo de varón, había recibido una cantidad desproporcionada de belleza. No le extrañaba que lo hubiesen votado como el soltero más codiciado del mundo tantas veces que ella había perdido la cuenta. Probablemente, por eso él también creía que su sonrisa podía conseguir que cualquier hombre, mujer o niño pensaran lo que él quería. La había conquistado, ¿verdad? Borró de la cabeza ese irritante comentario y miró hacia donde señalaba su dedo, hacia unos edificios en lo alto de una colina.

–Es nuestra universidad pública. La Universidad de Dar-Aman presume de una enseñanza de categoría mundial y de instalaciones de última generación.

En diez minutos, él le había enseñado bastantes tesoros muy apreciados de Dar-Aman. Cuando le señaló otro monumento, destinado solo al placer superficial, ella ya no pudo callarse.

–Las fuentes y los monumentos conmemorativos con placas doradas son muy bonitos, estoy segura, pero la situación económica de Dar-Aman es algo más apremiante, ¿no crees? –preguntó ella sintiendo otra vez la rabia de antes.

El brazo que él había levantado para indicarle otra estatua bajó un poco.

–A mi madre le encantaban las cosas hermosas y mi padre no podía negárselas. En cuanto a la situación económica de mi país, la tengo bien encauzada, Allegra.

–¿De verdad? La opinión mundial no dice lo mismo –replicó ella antes de que pudiera contenerse.

Él se puso rígido y la miró con los ojos entrecerrados.

–¿Y tú te crees todo lo que lees en los periódicos? –preguntó él en un tono gélido.

Allegra se aclaró la garganta. Sabía que su secretaria había reunido precipitadamente la documentación que había leído en el avión.

–No quería ofenderte.

–Al contrario, creo que querías decir lo que has dicho. ¿Querrías explicar un poco lo que querías decir?

Se miraron fijamente durante un instante cargado de tensión. Allegra sacudió la cabeza como si quisiera aclarársela y para recular un poco antes de que las cosas se le fueran de las manos.

–No quería decirlo exactamente así. Créeme, suelo ser más diplomática. Si no, ya no estaría haciendo este trabajo.

Ella se rio levemente para intentar aliviar la tensión, pero él siguió mirándola impasible. Allegra no se atrevía casi ni a respirar por el miedo de que hubiese hecho un daño irreparable a la misión de recuperar el tesoro de su abuelo, pero siguió apresuradamente.

–Solo quería decir que sé que no todo es de color de rosa en el reino de Dar-Aman y que, por lo tanto, este recorrido no es necesario.

–Mira alrededor, Allegra –le pidió él con los labios apretados–. Mi país está renaciendo todavía, es verdad, pero la situación no es desesperada ni mucho menos. Este recorrido no pretendía darte una visión engañosa, solo quería brindar la hospitalidad que se le ofrece a todos los invitados. Salvo que las cosas hayan cambiado mucho en Estados Unidos desde que viví allí, vuestro presidente no pasea a los invitados oficiales por los barrios marginales mientras los lleva a la Casa Blanca, ¿verdad? Siempre intenta causar la mejor impresión, ¿no?

Allegra se sintió abochornada y maldijo el calor que sentía en las mejillas.

–No, no lo hace, pero no puedo dejar de lamentar que una vez fuese un reino singular y poderoso…

Tuvo que callarse cuando se dio cuenta de que estaba dejando que sus sentimientos personales empañaran lo que tenía que ser una transacción aséptica. Lo que Rahim Al-Hadi decidiera hacer con su fortuna y el sufrimiento de su pueblo no formaba parte de su visita.

–Sencillamente, no quería que perdieras el tiempo con toda esta… palabrería.

Ella se mordió el labio inferior cuando él arqueó las cejas con una expresión de cierta censura. Entonces, su expresión se tornó en pensativa y asintió con la cabeza. Pulsó el botón del intercomunicador que tenía al lado del codo y dijo algo en árabe.

–Iremos al palacio. Espero que, cuando hayas descansado, estarás más receptiva a todo lo que puede ofrecerte mi reino.

–No sé bien qué quieres decir –replicó ella con el ceño fruncido.

–Está claro que tienes ideas preconcebidas sobre mi reino y sobre mí.

–¿Me lo reprochas?

Él apretó fugazmente los dientes.

–No. Si bien es comprensible, también te aseguro que algunas situaciones, y personas, pueden corregirse si las cosas se hacen bien.

–Supongo que eso depende de quién las haga, ¿no crees?

Él, para sorpresa de ella, asintió con la cabeza inmediatamente.

–Desde luego. Prefiero pensar que este período es la oscuridad previa a que la luz vuelva a brillar para mi pueblo.

–Lo cambios de verdad no se consiguen con palabras, sino con actos.

–Entonces, estoy deseando enseñarte lo que quiero decir.

Él había vuelto a ser el anfitrión encantador con una sonrisa que le aceleraba el corazón, pero a ella no se le escapaba el brillo perspicaz y malicioso de sus ojos cada vez que la miraba ni que la había mirado de arriba abajo más veces de las que sus inestables sentidos podían soportar.

Cuando el séquito pasó por la entrada de columnas protegida por soldados armados, Allegra ya había entendido por qué las mujeres estaban completamente dispuestas a ser sus juguetes. Rahim Al-Hadi empleaba su voz, su cuerpo y su aguda inteligencia como un director de orquesta empleaba la batuta. Si ella no hubiese prometido hacía mucho tiempo que nunca tendría relaciones sentimentales, y menos las esporádicas que habían terminado con las vidas de sus padres cuando todavía eran jóvenes, estaba segura de que el atractivo magnético de Rahim la habría cautivado.

Sin embargo, llevaba mucho tiempo siendo inmune al atractivo de los hombres, desde que se había reconocido que no tenía lo que había que tener para hacer feliz a un hombre ni para formar un hogar. Después de haber visto que su madre fracasaba una y otra vez en sus intentos de cambiar a su padre y de formar un hogar donde sus hijos vivieran sanos y salvos, había llegado a creer que podría tomar un camino distinto y triunfar donde su madre había fracasado. Cuando vio que todos sus esfuerzos eran en vano y que sus hermanos se criaban separados, comprendió que era incapaz de formar un hogar y de conseguir que otra persona fuese feliz.

Casi había sido un alivio olvidarse de las relaciones sentimentales después de que fracasara la única que había intentado de verdad. Eso la había liberado para perseguir una causa que dominaba. Su trabajo era su vida. Estaba a salvo de esas bombas de relojería emocionales como Rahim Al-Hadi.

Una vez reforzada, dirigió su atención a todo lo que la rodeaba. Avanzaban por un camino de dos direcciones hecho con piedras blancas y flanqueado por palmeras. A izquierda y derecha, el Mar Arábigo resplandecía como un millón de joyas diminutas y delante de ellos, sobre una elevación, estaba el palacio real. Era una construcción blanca, con muchos adornos y tres cúpulas doradas que podrían haber copiado de las Mil y una noches. Supo, incluso desde fuera, que las fotos de la revista no le hacían justicia. Además, y a pesar de que se acordaba de lo que el gasto del palacio significaba para el pueblo de Dar-Aman, se encontró inclinándose hacia delante e intentando asimilar esa edificación impresionante mientras el Rolls–Royce frenaba y se paraba.

–¡Dios mío! ¡Es increíble!

–Sí. Es la joya de la corona. Espero que también te encuentres a gusto, durante un tiempo.