Capítulo 7

 

Rahim la miró fijamente y su belleza lo cegó un instante, no le permitió ver la realidad, que tenía que parar, que tenía que marcharse antes de las cosas se descontrolaran. Ya estaban a un año luz de cómo había esperado que salieran las cosas cuando entró en su dormitorio y la encontró allí.

Se había resignado a no volver a verla cuando se marchó del despacho y había nadado durante una hora en su piscina privada para sofocar la rabia por la falsedad de ella, pero también había sido una sorpresa verla tan poco vestida y aparentemente arrepentida. La sorpresa había dejado paso inmediatamente a la decepción, porque no era distinta a las mujeres que había conocido en su vida pasada y que siempre habían querido algo de él, y la rabia había renacido acto seguido. Porque él había interpretado tan mal los motivos de ella para ir a Dar-Aman. Porque ella estaba tan decidida a conseguir algo material que ni siquiera se planteaba ofrecerle esa ayuda vital que él necesitaba para su pueblo.

Sin embargo, mientras se debatía entre expulsarla de allí o llamar al servicio de seguridad, otras necesidades más apremiantes se habían apoderado de él. No le avergonzaba reconocer que esas necesidades lo dominaban todo después de ese beso que había estado a punto trastornarlo.

No obstante, sabía que el objetivo de ella no era tan altruista como fingía y por eso hizo un esfuerzo para ir más despacio, para darle a ella la ocasión de que se redimiera, aunque tenía los dedos clavados en su cintura y cada célula del cuerpo le pedía que aceptara lo que le ofrecía, que se saciara con el festín que ella le ponía a los pies.

–¿Estás segura?

Ella se rio, seguramente para seducirlo, pero el nerviosismo evidente de ese sonido hizo que la poca decisión que le quedaba quedara reducida a nada. Entonces, la mano que tenía entre su pelo bajó por la barba incipiente y cuando los dedos tembloroso le recorrieron el labio inferior, Rahim dejó escapar un gruñido bajo y profundo.

–Antes de que viniera aquí, era conocida porque decía lo que pensaba y pensaba lo que decía –ella volvió a reírse, aunque con más naturalidad y avidez que antes–. No lo he demostrado todo lo bien que debería, pero sí, estoy segura.

Susurró la última parte y sus ojos azules se oscurecieron cuando le miraron los labios. Rahim sintió la lava en las venas al darse cuenta de que ella deseaba que la besara, y mucho más. Tomó su dedo entre los labios y lo succionó con fuerza. Allegra abrió los ojos como platos y él se preguntó qué experiencia sexual tendría hasta que se dejó llevar por su expresión de asombro mientras miraba lo que estaba haciendo con su dedo. Le lamió la punta para ponerla a prueba y ella contuvo el aliento.

El deseo lo abrasó por dentro mientras sus sentidos se aguzaban por las mil maneras que se le ocurrían para poseerla. Tomó al chal que la ocultaba y se lo quitó. El camisón era de seda y encaje, tan delicado que podría rasgarlo con solo tirar un poco de él. Estuvo muy tentado de hacerlo, pero se contuvo. La rabia y la decepción ya no dominaban sus emociones, pero seguían enterradas bajo unas necesidades más apremiantes y carnales. Unas necesidades tan devoradoras que tuvo que hacer un esfuerzo para detenerse un segundo cuando los pechos que se vislumbraban bajo la seda consiguieron que una voracidad renovada se despertara dentro de él.

La agarró de las caderas y la llevó hasta la chimenea que había debajo de la cama. La tumbó sobre unas alfombras de cachemira, delante de las llamas que revoloteaban entre las ascuas, y se sentó en los talones. Las llamas se reflejaban sobre su piel, que era algo más clara que la de él, pero que mostraba su origen latino. Lentamente, le pasó los dedos por la delicada curva de su mentón hasta la palpitación de la garganta. Ella se estremeció con una inocencia seductora y lo miró. Él se quedó un rato inmóvil, arrebatado por ella.

–Por favor…

–Déjame que disfrute un poco mirándote, eres exquisita.

El contorno de sus pezones era irresistible y le tomó uno entre los dedos. Ella dejó escapar un grito que le retumbó por dentro. Le bajó los tirantes para verla desnuda.

–Exquisita –repitió Rahim.

Se apoyó en los codos y se metió uno de los aterciopelados pechos en la boca. El gemido de ella fue tan embriagador que hizo lo mismo con el otro.

–Rahim…

–¿Te gusta?

–Sí –susurró ella mientras tomaba aire con la respiración entrecortada.

–¿Quieres más? –le preguntó él deseoso de verla completamente entregada a él.

Ella asintió con avidez y él le lamió el pezón antes de tomárselo con los dientes. Ella le arañó los hombros y arqueó la espalda. Rahim se aferró al poco dominio de sí mismo que le quedaba y se recordó que eso solo era una forma de saciar el deseo, de tomar lo que ella le ofrecía y, quizá, de darle una lección de paso. Eso no tenía por qué ser nada más, nada que removiera un lugar que había enterrado hacía mucho tiempo, un lugar que apestaba a soledad y abandono, un lugar que le recordaba demasiado a su adolescencia. No estaba solo ni ansiaba la relación que había echado de menos durante tanto tiempo que ya ni se acordaba. Había aprendido a salir adelante sin ella. Había encontrado otras maneras, y más provechosas, de cicatrizar lo que lo había rehuido. Al ocupar el lugar que le correspondía en el trono, como habían hecho todos los Al-Hadi, y al jurar que se ocuparía de su pueblo, había cauterizado esa parte de sí mismo que quería cicatrizar.

No necesitaba cicatrices si quería llevar sobre los hombros el manto que le había puesto el destino, y, desde luego, no necesitaba la mujer cálida y vibrante que tenía debajo, ni siquiera una noche, como intentaban hacerle creer sus sentidos. Solo sería una fugaz cópula, aunque muy placentera, antes de que se deshiciera de ella. No sería nada más.

–Rahim…

Su voz cautivadora volvió a captar su atención y, encantando, se olvidó de sus desasosegantes pensamientos.

–¿Sí, habibi? Dime lo que quieres.

Ella arqueó más la espalda.

–Sigue, por favor.

Él tomó sus pechos perfectos con las manos y bajó la cabeza.

–Será un placer.

 

 

Allegra estuvo a punto de gritar por el alivio cuando volvió a sentir su boca. Por un instante, había temido que no seguiría. La desolación que le había velado los ojos le había dado un escalofrío y el dolor que había vislumbrado le había sofocado el deseo. Entonces, curiosamente, no había sentido una pérdida por su falta de atención. Al ver en su rostro unos sentimientos que reconocía en sí misma, había encontrado una afinidad sorprendente entre ellos. Una afinidad que había descartado inmediatamente porque sabía que a Rahim no le gustaría esa relación. El sexo y la lujuria eran más aceptables para él.

Además, cuando volvió a sentir sus labios, todo se desvaneció, todo menos las sensaciones que le derretían el cuerpo. Sobre todo, se desvaneció esa voz que le preguntaba qué estaba haciendo.

Estaba viviendo, estaba dándole sustento al alma, un sustento que no sabía que le faltaba hasta que había tocado a Rahim. Estaba segura de que eso solo ocurriría una vez y acalló la voz para entregarse plenamente al éxtasis que se adueñaba de ella. Clavó más las uñas en sus hombros, se arqueó más todavía y dejó escapar los gemidos. Él le agarró el camisón con unos movimientos más bruscos que un momento antes. Ella observó sus rasgos a la luz de la chimenea mientras se lo bajaba y lo tiraba al suelo. Las bragas fueron detrás acto seguido.

Se sintió cohibida al estar desnuda con un hombre por primera vez desde hacía mucho tiempo y la mirada de Rahim, que era como algo vivo sobre la piel, hizo que se abochornara más todavía. Involuntariamente, fue a taparse con los brazos, pero él se los agarró y se los sujetó a los costados de las caderas.

–No te avergüences, Allegra. Déjame que te mire y que me sacie.

La soltó, se alejó unos segundos y volvió con un preservativo. Se puso de rodillas y la acarició desde el cuello hasta los muslos sin dejar de devorarla con la mirada. Cuando le tomó las rodillas con las manos y le separó las piernas, ella ya se había olvidado de lo que era respirar. Cada caricia la elevaba a un plano superior de ese deseo devastador y podría desmayarse si hacía que esperara un minuto más. Él, como si hubiese captado su desesperación, tomó su boca con otro beso voraz y sus lenguas se encontraron hasta que se quitó la toalla con un gruñido, se puso el preservativo y se colocó entre sus muslos. Le levantó la cabeza con una mano entre el pelo.

–Mírame.

Rahim lo dijo con la voz ronca por el deseo, pero también había un rescoldo de rabia. Cuando ella levantó la mirada cargada de deseo y vio sus ojos, se encontró con un brillo despiadado. Aunque no lo bastante como para detenerla. Soltó el aire cuando sintió su miembro turgente sobre ella.

–Ábrete más.

Ella obedeció con un gemido de impotencia y susurró cuando él siguió titubeando.

–Rahim, por favor…

–Repíteme que esto es lo que quieres –le ordenó él con los pómulos sonrojados y unas gotas de sudor encima del labio superior.

Allegra contoneó las caderas para acercarse por todos los medios a lo único que podía redimirla.

–Sí, te deseo. Tómame, por favor… ¡Oh…!

Rahim entró con seguridad y firmeza, tan profundamente que la dejó sin aire en los pulmones. Acto seguido, después de poseerla implacablemente, sintió una oleada de placer tan deslumbrante que solo pudo mirarlo maravillada. Entonces, él se movió. Dejó escapar algunas palabras en árabe y se estremeció mientras volvía a entrar y se quedaba dentro.

–Santo cielo, es increíble –gruñó él cuando volvió a moverse.

Allegra no podía encontrar las palabras y se agarró con todas sus fuerzas mientras él aceleraba el ritmo y la tomaba con una maestría que subía el listón del placer con cada acometida. En algún momento, le soltó el pelo, la agarró de las caderas y se las levantó para entrar más profundamente todavía mientras decía unas palabras indescifrables. La belleza del acto le abrasó el alma y, cuando la presión llegó al punto máximo, los ojos se le empañaron de lágrimas.

–Rahim…

Allegra no sabía qué quería, solo sabía que lo que sentía por dentro era incontenible. Le tomó la cara con las manos y lo miró a los ojos mientras su mundo explotaba entre una oleada de éxtasis ardiente.

Él también explotó acto seguido y ella lo miró maravillada mientras dejaba escapar un gruñido ronco antes de que se estremeciera. Se derrumbó encima de ella y sus alientos se mezclaron mientras se les apaciguaban los corazones.

Pasaron unos minutos antes de que él se apoyara en un codo y le apartara el pelo de la cara. Aunque ella había cerrado los ojos, notó la intensidad de su mirada, pero no estaba preparada para oír las palabras como dardos.

–Si así es como subsanas las cosas, me parece estupendo.

Allegra se quedó rígida con el dolor atenazándole el corazón a pesar de que sabía que esa reacción se la había buscado ella. Abrió los ojos y se encontró con los ojos color avellana y brutales de él.

–Al menos, podrías haber esperado a que me vistiera para lanzar tus insultos.

–¿Insultos? Creía que eras partidaria de la sinceridad y de hablar con libertad. Yo he querido decir lo que he dicho. Si me dejas disfrutar otra vez de tu cuerpo, podrás dar por aceptadas tus disculpas y haremos borrón y cuenta nueva. Para eso habías venido, ¿no?

Él esbozó una sonrisa cínica, pero enseguida dejó paso a la admiración masculina cuando dejó de mirarle la cara y le miró el cuerpo antes de mirarle la cara otra vez. Ella bajó la mirada porque no podía soportar el brillo desafiante y receloso de sus ojos. La vergüenza la dominaba por dentro por lo bajo que había caído desde que puso un pie en Dar-Aman.

–Sí, pero todo tiene un límite.

Ella empezó a apartarse, pero él la agarró de un brazo.

–¿Adónde crees que vas?

–A mi cuarto, claro.

Él le puso un dedo debajo de la barbilla para que lo mirara. Sus ojos resplandecían con una avidez más desenfrenada que la de antes.

–Te dije que quería saciarme y no he hecho más que empezar, Allegra. No vas a irte a ninguna parte hasta que haya terminado.

Esa parte desvergonzada de sí misma que anhelaba lo que él le ofrecía se rindió con una velocidad que la dejó sin aliento. Él bajó la cara peligrosamente hacia ella, quien intentó encontrar una expresión mínimamente reflexiva.

–No pienso ser tu juguete, Rahim. Eso se lo dejo a las mujeres de tu harén.

Él se quedó sorprendido un instante, hasta que se rio en voz baja.

–Dejé de tener juguetes en cuanto llegué a la pubertad, habibi.

Él no negó que tuviese un harén y ella quiso zafarse para alejarse de él.

–En cualquier caso, me marcharé por la mañana.

–Y yo no pienso impedírtelo –replicó él con arrogancia, como si ella fuese uno de los muchos adornos del palacio que tomaba o dejaba a su antojo–. Sin embargo, quedan muchas horas hasta entonces y pienso ocuparlas.

Allegra se dijo que debería alegrarse de que Rahim le hubiese dado la razón en un sentido; era un playboy que se acostaba con mujeres y se deshacía de ellas con la misma frecuencia con la que se cambiaba la regia vestimenta. Se dijo que debería tener más dignidad, que debería marcharse antes de que esa sensación absurda de daño y rabia la asfixiara.

Sin embargo, entonces, él le acarició el abdomen hasta que llegó a ese lugar que todavía palpitaba por su penetración. Dejó escapar un gemido de impotencia antes de que pudiera contenerlo. Ese sonido de rendición fue suficiente, incluso para ella, para que se detuviera en seco. No volvería a ver a Rahim Al-Hadi. Era el ejemplo máximo de una aventura de una noche sin ataduras. Al día siguiente, a esa hora, él se habría olvidado de que ella existía.

Entonces, ¿por qué no podía hacer lo mismo? ¿Por qué no podía utilizarlo como él estaba utilizándole a ella? Porque ella no era así…

–Quédate conmigo, Allegra –le pidió él en un tomo áspero.

Todos sus pensamientos se desvanecieron cuando los dedos de él le acariciaron diestramente ese rincón ardiente. Ella intentó negar con la cabeza, pero solo consiguió aumentar el delicioso suplicio. Su cuerpo, que ya sabía los placeres que le esperaban, la traicionó completamente y se contoneó mientras el éxtasis se adueñaba de ella.

–Quédate conmigo –le pidió él otra vez en un tono más delicado.

Inclinó la cabeza, le tomó un pezón entre los dientes y le pasó la lengua antes de metérselo en la boca.

–Sí… –susurró ella con la voz ronca.

Entonces, la levantó y subió las escaleras para llevarla a la cama. Allegra miró alrededor y sus sentidos se dejaron llevar por la maravilla de flotar en una cama de ensueño.

Sin embargo, el ensueño se convirtió en pesadilla cuando se despertó sobresaltada al amanecer. Los pensamientos ambiguos que habían estado rondándole por la cabeza hicieron que empezara una búsqueda frenética. Encontró el preservativo con las manos temblorosas. El preservativo roto en el que no había vuelto a pensar cuando había agarrado a Rahim en un momento especialmente apasionado, pero que debía de habérsele quedado en el subconsciente.

Se levantó de la cama y se quedó con el corazón acelerado y una oleada gélida oprimiéndole el pecho. Las posibles consecuencias le martilleaban la cabeza y cada una era más aterradora que la anterior. Tomó una bocanada de aire para no dejarse llevar por el pánico. Tomaba la píldora y era una muy fiable. El miedo se aplacó un poco cuando comprobó que la dosis de la píldora era la correcta.

Tenía que serlo porque no estaba preparada, ni mucho menos, para asumir la descomunal responsabilidad de ocuparse de un hijo. Su historia le impedía plantearse siquiera ser madre. Además, ¿el destino iba a ser tan despiadado por haber buscado un momento de pasión?

Sin embargo, no había sido uno. Rahim había cumplido su palabra y no se había saciado hasta que los primeros rayos del amanecer entraron en la habitación. El cuerpo le dolía en lugares que eran completamente desconocidos para ella y sentía los restos de su posesión cada vez que respiraba.

Sabía que, si no hubiese sido porque su subconsciente le había recordado su disparate, estaría tan dormida como lo estaba Rahim en ese momento. Contuvo la respiración mientras lo miraba. Dormido, era un poco menos imponente, pero igual de magnífico. Tenía la sábana por encima de la cintura y un brazo sobre la cabeza, mostraba su cuerpo increíble y le recordó la voracidad que había sentido, la voracidad que sentía todavía. La fuerza de ese anhelo hizo que retrocediera un poco y contuvo el aliento cuando se topó con la barandilla fría. Estaba desnuda en el dormitorio de un hombre al que apenas conocía, un hombre que, en teoría, solo había sido un medio para llegar a un fin, un fin que ella estaba muy lejos de alcanzar.

Ella, lejos de ser la mujer que orgullosamente había creído ser después de que hubiese reconocido sus defectos, sentía la profunda humillación de la vergüenza mientras bajaba las escaleras para llegar al suelo de la habitación de Rahim. Cada bocanada de aire que tomaba le recordaba su estrepitoso fracaso.

Dejó a un lado todos esos pensamientos para lidiar con ellos cuando estuviese lejos de Dar-Aman. Si no, podría perder la cabeza como todo lo que había arrojado debajo de la apisonadora de su debilidad. Se puso el arrugado camisón y fue hasta donde Rahim había tirado su chal. Cuando se incorporó, su mirada se clavó en la caja de Fabergé.

«No me falles, ragazza mia».

Las palabras de su abuelo le retumbaron en la cabeza con la misma fuerza que si él estuviese a su lado. Sintió las lágrimas que le empañaban los ojos, pero contuvo el sollozo y se acercó a la vitrina. No podía, no lo haría. Sin embargo, ¿no había perdido esa noche todo lo que consideraba digno? Había ido al dormitorio de Rahim para encontrar la manera de hacerse con la caja. Cuando él la había pillado con las manos en la masa, había mentido y se había arrojado en sus brazos para ocultar su falsedad. Su integridad ya estaba hecha trizas, pero ¿justificaba eso que añadiera el robo a sus pecados? Negó con la cabeza mientras sofocaba otro sollozo.

Había fallado a su familia de muchas maneras. Añadir otro fracaso… Volver a ver a su abuelo con las manos vacías… La idea le desgarró el corazón.

Abrió la vitrina con las manos temblorosas y tomó la caja. Se quitó el chal, envolvió la caja y se dio la vuelta lentamente. Miró fugazmente hacia donde Rahim estaba dormido y salió en silencio por donde había entrado.

Sin embargo, mientras volvía a sus aposentos, hacía precipitadamente la maleta y le aseguraba a una perpleja Nura que prefería ir al aeropuerto en taxi a que la llevara un conductor del palacio, estaba segura de que nunca jamás se borraría esa mancha que llevaba en el alma.

La mancha se hizo más profunda mientras se despedía con un gesto de los medios de comunicación que habían cubierto ampliamente su visita a Rahim y mientras las autoridades del aeropuerto le comunicaban que, como invitada de su Alteza, no tenía que pasar la aduana. La vergüenza la atenazaba las entrañas mientras la acompañaban a su asiento en la primera clase de un vuelo comercial.

Aun así, tuvo la amante perdida de su abuelo en las manos durante todo el viaje porque no quería perderla de vista. No hizo ningún caso de la vocecita que burlaba de ella y le decía que lo hacía porque la caja también significaba lo único de Rahim que volvería a ver en toda su vida.