El dueño de la tienda de usado es un viejo. Una vez le compramos un refrigerador usado, y Carlos le vendió una caja de revistas por un dólar. La tienda es chica, sólo tiene una ventana sucia para la luz. El no enciende la luz a menos que traigas dinero para comprarle, así que Nenny y yo vemos toda clase de cachivaches en la oscuridad. Mesas con las patas para arriba, y filas y filas de refrigeradores con esquinas redondas, y sillones que hacen girar el polvo en el aire cuando les pegas y cien televisores que tal vez no sirven. Todo está encimado, así que toda la tienda es de pasillitos muy angostos para caminarla y puedes perderte bien fácil.
El dueño, él es un negro que no habla mucho y si no conoces bien puedes estar allí mucho tiempo antes de que tus ojos descubran unos anteojos de oro flotando en la oscuridad. Nenny, que se cree muy lista y platica con cualquier viejo, le hace montones de preguntas. Yo a él nunca le dije nada, nada más cuando le compré la Estatua de la Libertad por un dime.
Pero a Nenny, la oigo preguntarle qué es esto, y el hombre dice: Esto, esto es una caja de música, y yo me volteo rápido pensando que él quiere decir una preciosa caja que tiene flores pintadas y una bailarina adentro. Pero no hay nada de eso en lo que el viejo señala; sólo una caja de madera que es vieja y tiene un enorme disco de latón con agujeros. Entonces él la echa a andar y empiezan a suceder muchas cosas, como si de repente soltara un millón de polillas sobre los muebles polvosos y en las sombras como cuello de cisne y en nuestros huesos. Es como gotas de agua. O como marimbas, pero con un curioso sonidito punteado, como si recorrieras tus dedos sobre los dientes de un peine metálico.
Y entonces no sé por qué, tengo que voltearme y fingir que la caja no me importa para que Nenny no pueda ver qué estúpida soy. Pero Nenny, que es más estúpida, ya está preguntando cuánto vale y veo sus dedos buscando las monedas en los bolsillos de sus pantalones.
Esto, dice el viejo cerrando la tapa, esto no se vende.