Los niños especiales, los que llevan llaves colgadas del cuello, comen en el refectorio. ¡El refectorio! Hasta el nombre suena importante. Y esos niños van allí a la hora del lonche porque sus madres no están en casa o porque su casa está demasiado lejos.
Mi casa no está muy lejos pero tampoco muy cerca, y de algún modo se me metió un día en la cabeza pedirle a mi mamá que me hiciera un sándwich y le escribiera una nota a la directora para que yo también pudiera comer en el refectorio.
Ay no, dice ella apuntando hacia mí el cuchillo de la mantequilla como si yo fuera a empezar a dar la lata, no señor. Lo siguiente es que todos aquí van a querer una bolsa de lonche. Voy a estar toda la noche cortando triangulitos de pan: éste con mayonesa, éste con mostaza, el mío sin pepinillos pero con mostaza por un lado por favor. Ustedes niños sólo quieren darme más trabajo.
Pero Nenny dice que a ella no le gusta comer en la escuela —nunca— porque a ella le gusta ir a casa de su mejor amiga, Gloria, que vive frente al patio de la escuela. La mamá de Gloria tiene una tele grande a color y lo único que hacen es ver caricaturas. Por otra parte, Kiki y Carlos son agentes de tránsito infantiles. Tampoco quieren comer en la escuela. A ellos les gusta pararse afuera en el frío, especialmente si está lloviendo. Desde que vieron esa película, 300 espartanos, creen que sufrir es bueno.
Yo no soy espartana y levanto una anémica muñeca para problarlo. Ni siquiera puedo inflar un globo sin marearme. Y además, sé hacer mi propio lonche. Si yo comiera en la escuela habría menos platos que lavar. Me verías menos y menos y me querrías más. Cada mediodía mi silla estaría vacía. Podrías llorar: ¿Dónde está mi hija favorita?, y cuando yo regresara por fin a las tres de la tarde, me valorarías.
Bueno, bueno, dice mi madre después de tres días de lo mismo. Y a la siguiente mañana me toca ir a la escuela con la carta de Mamá y mi sándwich de arroz porque no tenemos carnes frías.
Los lunes y los viernes da igual, las mañanas siempre caminan muy despacio y hoy más. Pero finalmente llega la hora y me formo en la fila de los niños que se quedan a lonchar. Todo va muy bien hasta que la monja que conoce de memoria a todos los niños del refectorio me ve y dice: y a ti ¿quién te mandó aquí? Y como soy penosa no digo nada, nomás levanto mi mano con la carta. Esto no sirve, dice, hasta que la madre superiora dé su aprobación. Sube arriba y habla con ella. Así que fui.
Espero a que les grite a dos niños antes que a mí, a uno porque hizo algo en clase y al otro porque no lo hizo. Cuando llega mi turno me paro frente al gran escritorio con estampitas de santos bajo el cristal mientras la madre superiora lee mi carta, que dice así:
Querida madre superiora:
Por favor permítale a Esperanza entrar en el salón comedor porque vive demasiado lejos y se cansa. Como puede ver está muy flaquita. Espero en Dios no se desmaye.
Con mis más cumplidas gracias,
Sra. E. Cordero
Tú no vives lejos, dice ella. Tú vives cruzando el bulevar. Nada más son cuatro cuadras. Ni siquiera. Quizá tres. De aquí son tres largas cuadras. Apuesto a que alcanzo a ver tu casa desde mi ventana. ¿Cuál es? Ven acá, ¿cuál es tu casa?
Y entonces hace que me trepe en una caja de libros. ¿Es ésa? dice señalando una fila de edificios feos de tres pisos, a los que hasta a los pordioseros les da pena entrar. Sí, muevo la cabeza aunque aquella no era mi casa y me echo a llorar. Yo siempre lloro cuando las monjas me gritan, aunque no me estén gritando.
Entonces ella lo siente y dice que me puedo quedar —sólo por hoy, no mañana ni el día siguiente. Y yo digo sí y por favor, ¿podría darme un Kleenex? —tengo que sonarme.
En el refectorio, que no era nada del otro mundo, un montón de niños y niñas miraban mientras yo lloraba y comía mi sándwich, el pan ya grasoso y el arroz frío.