Ruthie
la de Edna

Ruthie, alta, flaca señorita con la boca pintada de rojo y pañoleta azul, un calcetín azul y el otro verde porque se le olvidó, es la única persona mayor que conocemos a la que le gusta jugar. Lleva a Bobo, su perro, a pasear y se ríe sola, esa Ruthie. No necesita a nadie con quien reír, sola se ríe.

Es la hija de Edna, la dueña del edificio de al lado, tres departamentos enfrente y tres al fondo. Cada semana Edna le grita a alguien y cada semana alguien tiene que salirse. Una vez corrió a una mujer encinta nomás porque tenía un pato… y además era un pato bien bueno. Pero Ruthie vive allí y Edna no puede correrla porque es su hija.

Ruthie llegó un día tal parece de ninguna parte. Angel Vargas estaba tratando de enseñarnos a chiflar. Oímos entonces que alguien chiflaba —tan bonito como el ruiseñor del emperador— y cuando volvimos la cabeza allí estaba Ruthie.

A veces vamos de compras y nos la llevamos, pero ella nunca entra en las tiendas, y si entra se queda viendo a su alrededor como un animal salvaje que por primera vez entra a una casa.

Le gustan los dulces. Cuando vamos a la tienda de abarrotes de Mr. Benny, nos da dinero para que le compremos algo. Nos pide que nos aseguremos de que sean de los suavecitos porque le duelen los dientes. Entonces promete ir al dentista la siguiente semana, pero la semana llega y no va.

Ruthie ve cosas preciosas en todas partes. Puedo estarle contando un chiste y ella se para y dice: la luna es bella como un globo. O alguien puede estar cantando y ella señala unas nubes: mira, es Marlon Brando. O una esfinge guiñando el ojo. O mi zapato izquierdo.

Una vez vinieron unos amigos de Edna y le preguntaron a Ruthie si quería ir con ellos a jugar bingo. El motor del carro estaba en marcha y Ruthie se detuvo en los escalones dudando si ir o no. ¿Voy, Ma?, preguntó a la sombra gris tras la tela de alambre del segundo piso. Me da igual, dice la tela, si quieres ve. Ruthie miró al piso. ¿Tú qué piensas, Ma? Yo qué sé, haz lo que te dé la gana. Ruthie miró al piso un poco más. El carro con el motor andando esperó quince minutos y luego se fueron. Cuando esa noche sacamos la baraja, le dijimos a Ruthie: tú das.

Hay muchas cosas que Ruthie hubiera podido ser, de haberlo querido. No sólo es buena para chiflar, también canta y baila. Cuando era joven tuvo montones de ofertas de trabajo, pero nunca las aceptó. En vez de eso se casó y se mudó lejos a una casa bonita en las afueras de la ciudad. Lo único que no entiendo es por qué está viviendo en Mango Street si no lo necesita, por qué duerme en el sofá de la sala de su mamá si tiene una verdadera casa para ella sola, pero dice que sólo anda de visita y que la semana entrante su marido se la va a llevar a su casa. Pero los fines de semana llegan y se van y Ruthie se queda. No importa. Nosotras estamos contentas porque es nuestra amiga.

Me gusta enseñarle a Ruthie los libros que saco de la biblioteca. Los libros son una maravilla, dice Ruthie, y les pasa la mano por encima como si pudiera leerlos en Braille. Son maravillosos, maravillosos, pero yo ya no puedo leer. Me da dolor de cabeza. Tengo que ir al oculista la semana que entra. Antes yo escribía libros para niños, ¿no te lo dije?

Un día me aprendí de memoria “La morsa y el carpintero” porque quería que Ruthie me oyera: “El sol brillaba en el mar, brillaba con toda su fuerza…” Ruthie miraba al cielo y a ratos se le humedecían los ojos. Por fin llegué a las últimas líneas: “pero no llegó ninguna respuesta, lo cual apenas resultaba extraño, porque se los habían comido a todos…” Estuvo largo rato mirándome antes de abrir la boca. Entonces dijo: tienes los dientes más bonitos que jamás haya visto. Y se metió.