EL RELATO DE GUSTAVO PERALTA. El nombre técnico de la prisión de Rawson es Instituto de Seguridad y Resocialización U 6. Los compañeros que fueron internados y vejados en él lo bautizaron después Campo de Concentración 22 de Agosto, en memoria de los combatientes que se fugaron de allí y cayeron luego fusilados en la base aeronaval Almirante Zar, en 1972.
Típico penal de confinamiento, su población estaba formada exclusivamente por delincuentes comunes calificados como peligrosos. Situado en el extremo norte de la capital del Chubut, ocupa algo más de tres manzanas de terreno. El hecho de que estuviera emplazado a mil quinientos kilómetros de Buenos Aires constituía un castigo adicional para quienes iban allí sin que mediara condena o proceso alguno, como detenidos a disposición del Poder Ejecutivo.
Las celdas eran de seis metros cuadrados (dos de ancho, tres de largo), carecían de muebles y de toda instalación sanitaria. Las excepciones eran un camastro y un recipiente que los presos debían emplear para sus necesidades fuera del único turno diario que se les daba para orinar y defecar. El recipiente era vaciado una vez al día: el resto del tiempo quedaba dentro de la celda, escasamente ventilada. Permanecían la mayor parte del confinamiento sentados o acostados.
Antes de que el régimen de internación se volviera riguroso y el recreo diario de cuarenta minutos quedara suprimido, los presos podían mejorar la apariencia de las celdas y tranquilizar así a los familiares, que los imaginaban en mazmorras como las del conde de Montecristo. Una de las que describió una vida carcelaria embellecida fue María Angélica Sabelli, en la carta que envió a su madre a principios de junio de 1972:
Tenemos piecitas individuales con ventanas de 0,60 x 0,20, de las cuales podemos salir y entrar hasta las 21.30. De allí en adelante hay que quedarse en las piecitas hasta las 7.30. Pero a la luz la podemos dejar prendida hasta cualquier hora. Tenemos un timbre para llamar al celador cuando queremos ir al baño. Todas estas piecitas dan a un pasillo ancho y muy largo que tiene de un lado un ventanal y del otro las rejas. Las rejas dan a un hall y a ese hall da el pabellón del resto de las chicas. También los baños tienen agua caliente central y ventana a ambos lados. También hay una pileta grande para lavar que tiene agua caliente. Todo el día tenemos luz y sol. Además, por estar en el primer piso vemos el horizonte y la salida del sol: hacia el lado de la entrada del penal están las casitas de Rawson, y por atrás está el llano. Al llano da la ventana del hall, donde permanecemos casi todo el día. En el hall hay tres grandes estufas donde podemos hacer té, café y mate. Nos traen la comida hecha. Es muy rica y abundante, aunque siempre la misma.
Pobre y maravillosa María Angélica que con su generosa imaginación llenó los pasillos de luz, calentó el agua del penal y encendió las estufas, sólo para que sus padres no se angustiaran. Llevaba allí cien días. Había llegado en marzo, ocho meses después del contingente inicial.
Los primeros presos políticos de Rawson fueron, que yo recuerde, Roberto Quieto —el Negro—, y tres o cuatro chicas: Dorita Riestra, una de apellido Niklison, y otras que vinieron de Santa Fe. A una de ellas, que había estado embarazada, le mataron el hijo en la tortura y desde entonces quedó algo pasada de rosca. Gritaba todas las madrugadas, a eso de las tres o las cuatro, y los gritos duraban tanto que la tensión nerviosa podía sentirse en la ciudad hasta bien entrada la mañana. Apagábamos las luces, tratábamos de dormir, y allí estaban esos gritos de mujer manteniéndonos en vela. Ella despertó antes que nadie la conciencia de la gente.
Mi primer contacto con los muchachos de adentro se produjo a través de un guardiacárcel que llevaba y traía mensajes escritos. Los familiares lo odiaban, pero desde que lo vi cumplir esa función de mensajero aprendí a quererlo. Yo no conocía los nombres de los que estaban adentro, ni sabía muy bien por qué estaban. Pero sentí que eran seres humanos llenos de vida cuando uno de ellos, una chica, me pidió que le mandara hilo de bordar.
Ocurrió con otros lo mismo que conmigo: queríamos proporcionarles las cosas que necesitaban. Llevarles caramelos y cigarrillos. Entonces decidimos organizarnos y fundar una comisión de solidaridad. Nos reuníamos en la casa de Chiche López, en Trelew, movidos por intereses diversos: algunos por convicción política, otros por curiosidad. El pretexto común era la lejanía de los familiares y la necesidad que tenían los presos de recibir cigarrillos y aliento. Pensábamos que juntos, en una comisión, nos protegeríamos mutuamente del rencor oficial y de nuestros propios miedos. Éramos, al fin de cuentas, hombres en busca del Hombre Nuevo: a través de los compañeros que habían caído presos creíamos/queríamos encontrar el fuego idealista que se había aplacado en muchos de nosotros.
Decidimos que la mejor manera de ayudarlos era convirtiéndonos en sus apoderados mediante un trámite elemental: ellos debían elevar una nota al director del penal pidiendo que cualquiera de nosotros cumpliera esa misión, y ya estaba. Así quedé al cuidado del montonero Manuel Lorenzo, que había sido empleado de la municipalidad de Córdoba.
Cuando entré en la cárcel por primera vez, la gente ya estaba reunida en la capilla, que servía como locutorio. Me senté junto a Manuel en un banco largo y estrecho, apoyado contra la pared. A mi izquierda, un hombre de unos cuarenta años le encendía la pipa a un chico que tendría diecisiete o dieciocho, mientras le hablaba con un afecto muy profundo, cálido, un afecto que yo desconocía. Pensé que el muchacho sería el combatiente. Saludé al hombre con la cabeza, él desdeñó mi gesto y me dio un abrazo lleno de ternura. “Sos el apoderado de Manolo” —dijo—, y comenzó a preguntar cómo era mi trabajo, cómo estaba mi mujer, qué tal andaba el mundo. Me di cuenta de que el combatiente era él. Tenía unos ojos azules grandes e intensos y una sonrisa que no se le borraba. Era Marcos Osatinsky, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.*
Así empezaron mis visitas periódicas al penal, todos los jueves, desde las tres de la tarde hasta las cinco. Salía diez minutos antes de la Dirección de Automotores para llegar a tiempo, dejaba mis documentos en la guardia, me sometía a la requisa y ya estaba. Oficialmente íbamos a ofrecer ayuda a los prisioneros. Pero éramos nosotros, en verdad, quienes la recibíamos. De ellos aprendimos el lenguaje de la solidaridad. Nos sentíamos cada vez más próximos y hermanos. Les pedíamos prestada la voz para repetir a la gente de Rawson y Trelew lo que ellos nos decían. En la comunidad de los días jueves aprendí que el ejército popular hacía la guerra como un acto de amor y no de violencia.
Todos fuimos cambiando sin darnos cuenta. El guerrillero perdía su aureola aventurera y se transformaba para los de afuera en un tipo común y silvestre, en alguien apasionado por las pizzas y el dulce de leche, que leía a Julio Cortázar y se enfermaba de gripe. Esas cualidades corrientes lo volvían más heroico ante nuestros ojos.
Discutían sus luchas con nosotros y se preocupaban por la repercusión que tenían en la gente. Recuerdo con claridad el 10 de abril de 1972, cuando llegó a Rawson la noticia de que habían sido fusilados el general Juan Carlos Sánchez y el industrial Oberdan Sallustro. Entré en la cárcel indignado por tantas muertes inútiles. Les dije que no teníamos derecho a emplear las mismas armas que el enemigo. Ellos me contestaron que estaban de acuerdo, que jamás emplearían la tortura, la explotación, el analfabetismo ni la mentira, y me explicaron que la ejecución de Sallustro —la llamaron así, ejecución— había sido un último recurso para romper el cerco de la policía y del ejército. Me contaron que la muerte de Sánchez se había vuelto imperiosa: ¿no había oído hablar yo de un camión que recorría las calles de Santa Fe y de Rosario, equipado para las torturas más feroces, y de un general que torturaba personalmente? Algunos habían sufrido la experiencia en carne propia, y aunque no hacían alarde de ella tampoco la olvidaban. “Así es la guerra”, decían. Así es la guerra.
Creo que el 3 de agosto de 1972 fue la última vez que entré en el penal, doce días antes de la fuga. No bien aparecí en la capilla, Mariano Pujadas me llamó aparte y me dijo que los presos estaban muy enojados conmigo porque de mi casa habían salido chismes sobre una posible toma del penal. “Vos te mandaste la parte. Dijiste que atacarías a la guardia y que nos liberarías. Eso está mal, Gustavo. Nos creaste problemas de seguridad y vaya a saber qué otros trastornos nos esperan.” Sentí un nudo en la garganta, de impotencia y de rabia. Le respondí que todo eso era mentira y que me dolía mucho. Él no pareció creerme, y me volvió la espalda.
Todos andaban raros conmigo (y quizá también raros con los demás) desde hacía algunas semanas. En una conversación con Osatinsky y Quieto les propuse los nombres de cuatro nuevos apoderados. Me contestaron que no los necesitaban. “Estamos replanteándonos la situación de los apoderados desde cero —dijo Osatinsky—. No sé muy bien para qué nos sirven.” Ni siquiera tuve fuerzas para discutir. Salí con la cabeza gacha.
Afuera encontré al ingeniero Grattoni, uno de los miembros de la comisión de solidaridad. Lo había visto durante la tarde moverse de grupo en grupo, en la capilla del penal, y tomar apuntes minuciosos luego de cada consulta. Quién lo asiste a usted, cuántas veces por mes lo visita su familia, por qué nunca tuvo un apoderado, etcétera. Eran estos trabajos de hormiga los que habían dado consistencia al grupo. El ingeniero me saludó y creo que le respondí con una sonrisa artificial.
—¿Pasa algo? —me dijo.
—Estoy cansado —contesté—. Voy a borrarme por algunas semanas.
—Ni se te ocurra, Gustavo. Los apoderados somos cada vez menos. No podemos permitirnos esos lujos. La consigna es ahora conseguir gente nueva que ayude, no rajarse.
—¿Qué opinan de eso Pujadas y Osatinsky? —le pregunté.
—Están de acuerdo —dijo—. Prefieren esperar tres a cuatro semanas tranquilos, y después, que vengan los que quieran.
Me sentí mal. No alcanzaba a entender por qué yo, de la noche a la mañana, me había convertido en un indeseable para los prisioneros. Sentía esa especie de fiebre a la altura del corazón que permite identificar los momentos de injusticia, y me callé la boca. Tuve el impulso de volver al penal y de romperle la cara a Pujadas, de arrastrarlo a la calle y sacarme la bronca de una vez por todas, pobre iluso, nada menos que a Pujadas, as del karate y de los sentimientos limpios.
Tuvo que llegar el 15 de agosto para que me avivara. Tuve que ver a los de gendarmería atropellándose en los camiones y a las patrullas de la base aeronaval y oír el silencio en que la cárcel quedó envuelta desde las seis y cinco de la tarde para descubrir de golpe por qué Marcos y Mariano habían querido mantenerme a distancia y postergar el aumento de apoderados que ofrecíamos yo y Grattoni.
Ya te dije que trabajo para los militares. Soy chofer en la Dirección de Automotores, y aquel martes 15 de agosto, a eso de las siete, cuando iba hacia el barrio Montoneros que entonces se llamaba San Ramón, mi camioneta tuvo la mala idea de romperse justo frente a la guardia de Gendarmería. Bajé y me puse a empujar. Empujé mientras me miraban los gendarmes. En eso se apagaron las luces, se oyeron órdenes confusas dentro del cuartel y la guardia comenzó a correr de aquí para allá. Imaginate la situación: yo de civil con una camioneta militar, delante de un regimiento asustado que veía enemigos en todas partes. En medio del desbande hubo algunas escenas cómicas: un cabo y tres soldaditos tropezaron al subir apurados al camión y se vinieron en banda, y a un sargento se le cayó el arma de las manos.
Moví la camioneta hacia el cordón de la vereda, la dejé estacionada y me acerqué a preguntar qué pasaba.
—No hay nada. Rutina —dijo un sargento, sin mirarme. Pero cuando pasé junto a la cabina del camión el chofer me sopló:
—Tomaron el penal. Se escaparon unos cuantos, pibe. Quedate tranquilo hasta que termine la limpieza.
En la calle vacía, entre las casitas bajas, vi de pronto las caras de Mariano y de María Angélica, del Negro Quieto y de la Gorda Lesgart, los vi perderse en la línea del horizonte. Los vi y recordé las tardes en la capilla, las frases de John William Cooke copiadas en cuadernos de la escuela, las citas de discursos de Evita que se filtraban en las conversaciones, el mate que había pasado tantas veces de mano en mano. Y puesto que no podía hacer ya nada por ellos, pensé que debía dar a mis amigos la voz de alarma antes de que empezaran los allanamientos.
Igual que en todas las regiones hechas de viento y desierto, las noches de la Patagonia son siempre tensas. Eso tiene que ver con el peso de la oscuridad y la altura del cielo, como te lo puede explicar cualquier viejo de Rawson o de Esquel. Yo no te los digo ahora porque esos datos pertenecen a otra historia. Desde la puesta del sol se vio que la noche del 15 de agosto tendría una electricidad particular. La gente cuchicheaba en los últimos almacenes abiertos, desorientada. Circuló la versión de que en el penal había dos muertos pero nadie se atrevió a llamar por teléfono para preguntar quiénes eran. A pesar del toque de queda, hubo compañeros que salieron a patrullar por si acaso alguno de los fugitivos andaba todavía por ahí y necesitaba ocultarse. Las noticias eran confusas y al principio creíamos que luego de tomar el penal cada uno había escapado por su cuenta.
Sin que nadie lo pidiera, la gente de Rawson decidió mantenerse en vela toda la noche. Se escribieron las cartas atrasadas, se completaron las bufandas a medio tejer, se jugó en voz baja al truco y al chinchón, se cabeceó en los sillones con la ropa puesta. Todo el pueblo permaneció con la oreja alerta, oyendo el paso de los camiones militares y las órdenes incesantes.
Poco antes de que amaneciera, la radio anunció que el ejército y la infantería de marina actuaban de común acuerdo para salvaguardar el orden, los bienes y las vidas en peligro por la acción del terrorismo.
Sanata nuestra de cada día.
Yo había dejado a mi compañera Bidu en casa de sus padres y volví al garaje de la Dirección de Automotores. Estaba desierto. Al fondo, quedaba apenas un camión celular de la Policía con el tren delantero hecho pelota. Entré en él y me tendí entre los bancos. Hice un inventario de los lugares donde podría esconderme hasta que acabara la batida. Y resolví que ninguno sería tan bueno como el camión celular, aquella noche en la que nadie dormiría.
Olvidé las voces de mando, las entradas y salidas de los vehículos en el garaje, las historias del penal que me pasaron por la cabeza. Sólo recuerdo que tuve mucho frío en los pies y en la espalda, a lo mejor de miedo.
EL RELATO DE MANFREDO SABELLI (quien vio por última vez a su hija María Angélica la misma mañana de la fuga. Ésta es su voz; éste mi texto:) Llegué a Rawson el domingo 13, preocupado por las noticias de una epidemia de gripe en la cárcel, pero mi hija me tranquilizó apenas la vi. Ella también había caído enferma, y a pesar de que se la notaba débil y pálida, tenía un aspecto animoso. Sus compañeros médicos la habían tratado con vitaminas y antibióticos (me contó ella) y lo único que echaba de menos eran las caricias de su madre y las mías.
Hablamos de nuestras cosas y nos divertimos en grande. Siempre sonreía, María Angélica, con la mirada despierta y la cara llena de luz. No nos importó separarnos ese domingo. Sentíamos que aún nos quedaban muchas horas juntos y esperábamos disfrutarlas sin pensar en la soledad de mañana. Desde algún tiempo antes, el régimen de visitas al penal se había extendido primero a cinco días por semana y luego reducido a cuatro, de 9 a 11.30 y de 14.30 a 16. Las horas pasaban volando, y yo me preguntaba si habría una red para cazar las horas que se iban.
Siempre era lo mismo en Rawson: yo me alojaba en casa de unos parientes de buena voluntad y llenaba mis ratos vacíos hablando de María Angélica.
El martes llegué al penal a las 9 en punto. Al rato apareció mi hija en la capilla. Sonreía, me acuerdo. Volvimos a hablar de su madre y de su tía Chela, de mis máquinas de escribir y calcular. Yo le repetí las historias que ya le había contado. Al despedirnos me dijo: “No vengas esta tarde, papá. Tengo una conferencia con las chicas delegadas”. Amagué una protesta. “¿Te molestaría no venir, papá?”, insistió ella. Yo le mentí que me daba lo mismo. Al fin de cuentas nos quedaba todo el miércoles para vernos y todos los días del año para escribirnos cartas.
Me acuerdo bien de aquel 15 de agosto: hacía frío, corría un poco de viento y el cielo estaba nublado. De lo que no me acuerdo es si besé a María Angélica por última vez en la frente o en la mejilla.
* Yo conocí en Tucumán a Marcos Osatinsky. Lo veía todas las tardes al pasar por el almacén de su padre, en la calle Monteagudo. Envidiaba sus lápices siempre afilados y sus bolsillos llenos de caramelos. Cuando crecimos dejé de verlo. Una vez, hacia 1971, el avión en el que yo viajaba a Tucumán se rompió al llegar a Santiago del Estero. En el baño del aeropuerto lo reconocí. Me hizo una señal distante de silencio y se alejó. Lo último que supe de él fue que lo arrestaron el 7 de agosto de 1975, cuando un montonero llamado Fernando Haymal lo delató bajo tortura. También Osatinsky fue torturado —aunque con más saña— en los sótanos de la central de policía, en Córdoba. En Caracas, donde yo estaba exiliado entonces, corrió la versión de que lo habían despellejado vivo, arrastrándolo en un automóvil que iba a toda velocidad por la ruta 9.
Después del cruento golpe militar de marzo de 1976, la esposa de Osatinsky, Sara Solarz, fue secuestrada en la Escula de Mecánica de la Armada, junto con un hijo de quince años. El otro, de diecisiete, fue asesinado. (T.E.M.)