Cada vez que Diana D’Urbano manejaba su Citröen por la estepa no podía reprimir el deseo de frenar, alzar la Canon y apuntar el objetivo hacia el horizonte en busca de algo que hiciera mella en la infinita nada. Un pájaro, una colonia de hormigas, cualquier pequeña crepitación de la vida le bastaba. Pero en las películas sólo se imprimían la oscuridad, el viento y las hebras de polvo. Apenas bajaba del Citröen, Diana perdía su cuerpo de vista, como si hubiera entrado en ninguna parte. El cuerpo se le desplazaba al azar, sin brújula, y cuando regresaba estaba lleno de recuerdos que eran de otras personas. El viento de la Patagonia volaba rápido, a setenta u ochenta kilómetros por hora, y lo que traía era tan remoto que no importaba a quién había pertenecido.
A veces trabajaba para la agencia alemana de noticias, a veces para revistas italianas. Desde que los presos políticos habían llegado a Rawson le sobraba el trabajo. Los conocía a casi todos y había aceptado ser apoderada de uno de ellos, Jesús Martínez, del Ejército Revolucionario del Pueblo. No estaba de acuerdo con sus ideas ni con sus luchas pero sentía compasión por él: un huérfano criado por una tía miope que le devolvía las cartas sin leerlas. Diana le llevaba frazadas y cigarrillos. La última vez que lo había visitado, el domingo 13, Jesús le había dicho: “Esperá los vuelos del martes por la tarde en el aeropuerto de Trelew. Vas a recibir ese día un regalo en mi nombre”. Diana había estado a punto de no ir, pero al final le dio pena desairarlo. Al caer la noche, entendió cuál era el regalo. Había tomado las mejores fotos de su vida y ahora estaba vendiéndolas en el mundo entero.
Después de la fuga de seis guerrilleros y de la rendición de los diecinueve que habían ocupado el aeropuerto, la estepa vasta que iba desde Puerto Lobos —en la frontera de Chubut con Río Negro— hasta Cabo Raso, doscientos treinta kilómetros al Sur, había sido declarada zona de emergencia. Estaba prohibido tomar fotografías, organizar reuniones de más de tres personas y andar por las calles a medianoche. Diana no podía vivir sin los disparos de su cámara: eran su respiración, su salud, la conciencia de que seguía viva. Todos los días se adentraba en el desierto, entre las tres y las cuatro de la tarde, y registraba los últimos estertores de la luz diurna.
El lunes 21, a un costado del camino de ripio, la cámara tropezó con un rebaño de gatos muertos. El jueves anterior había descubierto tres o cuatro, pero esta vez eran muchos, unos treinta. Estaban esparcidos al pie de una colina, con las entrañas abiertas, los ojillos vacíos, las zarpas desesperadas aferrándose al sol helado de la tarde. Eran gatos domésticos, vulgares, con un pelaje que variaba del rayado al gris. Yacían al costado de los molles achaparrados, bajo el espinazo de los coirones.
Ahora estaba cayendo la noche. Diana cruzó unas lomas bajas, alejándose del Citröen. Desde allí abarcó la plenitud de la matanza. El crepúsculo teñía a los gatos con una luz violeta. Diana pegó la Canon a la cara y ajustó el foco. Iba a apretar el obturador cuando una descarga de metralla la clavó en su sitio. Las balas silbaban a unos cien metros de la loma y caían, ahogadas, en las cenizas de la meseta. La descarga se repitió y luego siguió el silencio.
Esperó un momento y caminó hacia la playa. La conocía bien. Todos los jueves caminaba jugando con el agua, aun en invierno. Se detenía a pensar y fotografiaba el paisaje. En el trayecto vio a otros dos gatos agonizando bajo el sol ya escuálido. Se agazapó detrás de unos matorrales espinosos y esperó. Cualquiera podía verla pero la Canon, respirando junto a su cara, le daba coraje.
Entonces volvió a oír los tiros y los vio llegar. Eran veinte, tal vez más. Vestían uniformes de fajina. Los dirigía un hombre flaco, de cuello largo, con unos anteojos oscuros muy cóncavos. Por lo menos tres de los que corrían a la vanguardia habían estado en el aeropuerto. Los reconoció al instante, aunque ahora no llevaban cascos. Detrás, un par de soldados arrastraba una carretilla con bolsas negras. El hombre flaco les ordenó que se detuvieran a la orilla del agua.
Mientras el grueso de la tropa se alejaba a la carrera, los soldados de la carretilla abrieron las bolsas con rápidos navajazos. Decenas de gatos salieron de allí chillando. Enceguecidos por la luz repentina, corrieron sin rumbo. Una hembra negra y pesada se repuso antes que los demás y bajó por una barranca. La tierra se desmoronó, pero la gata se aferró a los guijarros y saltó, alejándose. El resto de la manada corrió hacia un monte de plantas secas. Todo sucedió en un par de segundos. El hombre flaco desenfundó la pistola, dio un giro de noventa grados y derribó a la hembra negra de un balazo en la nuca, mientras gritaba: “¡A la carrera, fuego!”. La tropa se abrió en abanico y descargó los fusiles sobre la manada. A Diana le pareció que los gatos trataban de abrazarse al sentir el aguijón de las balas. Se elevaban en el aire, giraban en el vacío, y si al caer seguían vivos se acercaban arrastrándose por la arena.
Algunos soldados los ensartaban con las bayonetas y les abrían las entrañas. Nada tenía sentido. Diana miraba con el pensamiento un mundo que estaba olvidándose de pensar. Se oyeron otras ráfagas a lo lejos. El mar lamía las botas de los soldados pero el aire estaba quieto.